Capítulo 16. Humphrey Bogart

El domingo, en ausencia de Toté, se le hacía a Tornell largo y tedioso como una condena. Su nuevo compañero de correrías, el capitán Alemán, se había ido a Madrid a ver a una joven, la hija de su general, y a comentar con este las últimas novedades que se habían producido en el campo, por lo que Tornell dispuso de unas horas para reflexionar, alejado del resto de sus compañeros, algo taciturno quizá. Era por la muerte de Abenza, el pobre Carlitos. Decían que el crío había intentado fugarse despeñándose por aquellos parajes aislados y abruptos, pero Tornell no lo creía así. Supo desde el primer momento que lo habían matado de un certero golpe en la nuca y que el cadáver había sido cambiado de lugar. Y Alemán lo había notado. Había sido un imprudente. Un idiota. Los viejos hábitos. No había podido evitarlo y se había movido por la escena del crimen como si fuera un policía. Reparó en que nunca se puede dejar atrás lo que realmente se es. Alemán no era tonto y ahora sabía lo mismo que él. Tras pensarlo detenidamente llegó a la conclusión de que había actuado así como una forma de superar el golpe. Si su mente se ocupaba en ver aquello como un caso policial no sufriría el duro mazazo que le propinaba la realidad: Carlitos había muerto y era un crío. Era de buena familia, con influencias, un chaval que estudiaba en Madrid y estaba jugando a la política. Tenía toda una vida por delante. Quizá él era tan sólo un tipo desencantado que había perdido una guerra. Cuando uno está prisionero pierde la ilusión, las ganas de luchar y se convierte en un ser sumiso, un cordero que anhela volver con los suyos y vivir una vida normal, lejos de la política. Les habían vencido. Todo estaba perdido. Por desgracia, allí en Cuelgamuros, en Miranda, en las cárceles y batallones de trabajadores, eran muchos los que comenzaban a pensar que para qué había servido tanto sufrimiento, tanto luchar, tanta guerra y tanta sangre, ¿para qué sufrían ahora? Si la guerra se hubiera ganado a buen seguro que las cosas serían de otra manera. A veces se lo imaginaba como en un cuento de hadas y se le saltaban las lágrimas. Los fascistas ganaron, sí, y la mayor parte de los gerifaltes de la República habían podido escapar a tiempo. Como siempre. ¿Quién quedaba allí? Los restos del naufragio, ellos. Sí, eso eran. Los mismos que habían muerto a miles en la guerra, la gente de la calle, los pobres, la gente del pueblo. Sí, era verdad, se les dio una oportunidad de luchar por algo mejor, por ser los dueños de su propio destino, pero, a la hora de la verdad, siempre existió una élite, una clase dirigente que, como siempre, se puso a salvo a tiempo llevándose unos buenos dineros. Es la historia de la humanidad, quítate tú que me ponga yo. Pero las ideas… las ideas no eran malas. Eran buenas. ¡Qué coño! Lo seguían siendo. Aunque él se sintiera viejo y cansado. Sin apenas fuerzas para creer aunque sí para vengarse. Cómo los odiaba.

Algunos, los menos, seguían creyendo y venían y le contaban que los dirigentes de la República seguían reuniéndose en el extranjero. Caraduras. Y los presos en Cuelgamuros, penando por ellos. Sentía que se le llevaba la rabia. Los dirigentes en el extranjero, con dinero, reuniéndose en los cafés hablando de cosas imposibles, celebrando consejos de ministros de un gobierno sin país que gobernar. Bla, bla, bla… eso eran. Fantoches, cantamañanas y charlatanes de feria. Recordaba cómo iban a arengarles en el frente. Recordaba a la Pasionaria subida en un camión diciéndoles que debían dar hasta la última gota de su sangre por la República. Pero eso sí, el morro del vehículo quedaba bien enfilado hacia la retaguardia. De pronto: uno, dos, tres pepinazos. La artillería enemiga batía sus posiciones. Venía una ofensiva. A la cuarta explosión, el camión había salido a toda prisa de allí con su escolta motorizada. Lejos del peligro. Y los pobres soldados a esconderse en las trincheras como ratas. Así eran y así han sido siempre los políticos. Y encima seguían peleándose entre ellos por una comisión, por un término en un manifiesto… cabrones. Aquello fue lo que les había hundido, aquello no era una República ni un ejército, era una jaula de grillos. Por eso habían perdido aun teniendo la razón. Por eso estaban presos allí.

Y mientras, la gente de a pie se pudría en los campos en Francia, en Alemania o en España. Carlitos creía en aquella filfa. Era un crédulo de los que pensaban que las cosas podrían dar un vuelco; que la gente se alzaría en armas contra Franco.

Inocente. Estaba allí jugando a hacerse mayor, en prisión pero protegido desde lejos por su familia, no como miles de presos que habían sufrido lo indecible dejados de la mano de Dios. Sentía que se le partía el alma por la muerte del crío, le caía bien, le gustaba. Le recordaba lo que él mismo fue, lo que había sido. El chaval aún tenía la fe de los primeros días. La que él había perdido sabiendo que ya no había futuro ni posibilidad de victoria. Ya no cambiarían el mundo. Veía clarísimo que lo habían matado. ¿Por qué iba a querer escaparse si tenía una condena tan corta? Ahora estaba en un buen destino, una oficina. Era cosa de tener un poco de paciencia. No lo entendía. Roberto Alemán le había visto sospechar y le había interrogado al respecto. Él, como un idiota, había dicho lo que pensaba. ¿Por qué lo había hecho? Quizá porque esperaba que no diera importancia al asunto. Sí, lo más probable era que se hubiera reído de él. ¿Qué más daba un preso muerto más o menos? Había visto morir a los hombres por docenas en Miranda de Ebro, Albatera o los Almendros… Sabía perfectamente cómo pensaba aquella gente, los fascistas. Un preso era un no humano, un ser vivo con los mismos derechos que las bestias. Se cuidaba más a una buena mula que a un enemigo vencido y desarmado. Pero no. Sorprendentemente, Alemán se había interesado por el asunto desde el primer momento y aquello le asustaba aún más. Aquel tipo comenzaba a convertirse en una caja de sorpresas. Primero había hado una buena defendiendo a un preso de un falangista y ahora se interesaba por la muerte de Carlitos. Parecía que iba a seguir los consejos que Tornell le había dado para iniciar una investigación. El encuentro que habían tenido en la casita del oficial había sido agradable. Curioso. Un matarrojos como aquel y él, un insobornable oficial de la República, charlando en torno a unas copas de coñac. Como dos soldados. Era la segunda vez que pasaba.

Pensó que aquello no sería sino el capricho pasajero de un tipo que se aburría y que al día siguiente se olvidaría del asunto. Pero el muy excéntrico volvió a sorprenderle. Cuando Tornell pudo al fin acercarse a verle, como habían quedado, comprobó con desasosiego que no sólo le esperaba, sino que había realizado diligentemente las gestiones que él le había sugerido. Era viernes.

—Ven, Tornell, vamos arriba —dijo a modo de saludo Alemán.

Tornell le siguió sin dejar su cartera.

—He hablado con el médico —dijo el capitán sin parar de caminar, como el que sabe adónde va—. Coincide contigo. Inicialmente no quiso decirlo, no debe meterse en líos, pero luego reconoció que había reparado en que las heridas de las piernas eran post mórtem.

El policía asintió sonriendo.

—Es un buen hombre. El médico, digo —apuntó Alemán.

—Sí —repuso Tornell—. Ha hecho mucho por los presos. Esto no es precisamente un hotelito.

—Lo sé —dijo algo circunspecto el militar.

—La gente que trabaja en la cripta acabará mal. Ya hay casos de silicosis.

—Pero… ¿no trabajan con máscaras?

—Sí, pero me dicen que llevan como una esponja que se humedece y esta, se colapsa por los pequeños fragmentos de granito que flotan en el ambiente. Así que se la tienen que quitar para respirar mejor. Me contó un capataz que lo lógico sería dejar pasar un buen rato tras la pegada, para que el polvo dentro de la gruta se asentara o bien hacer la pegada justo al terminar la jornada, así al llegar al día siguiente a trabajar no habría problema.

—¿Y por qué no lo hacen?

Tornell se paró de repente.

—Mi capitán…

—Llámame Roberto.

—… mire, Roberto…

—¿Sí?

—No quisiera buscarme problemas.

—Soy una tumba Tornell, de oficial a oficial.

—Hay prisa, Roberto. Ya se sabe, el Caudillo quiere esto acabado a la mayor brevedad posible.

—Pero, esos hombres podrían pedir otro destino dentro del campo, ¿no?

—Quizá, pero les interesa trabajar allí por el sueldo, muchos tienen cinco o seis hijos, sus mujeres son «esposa de rojo», parias, necesitan el dinero y por eso ellos se matan poco a poco, respirando ese polvo de granito que se incrusta en los pulmones y mata, lentamente, pero mata.

—Joder.

—Además reducen más pena. Creen que así saldrán de aquí antes, pero un compañero me ha dicho que en tres años de picar en la cripta has firmado tu sentencia de muerte.

Alemán quedó en silencio durante el resto del camino. Parecía pensar.

En cuanto llegaron al lugar en que se había hallado el cuerpo de Carlitos, Tornell echó un vistazo a la sangre seca poniéndose en cuclillas.

—He hablado con los guardias civiles que hallaron el cuerpo, tal como me sugeriste —dijo Alemán.

—Vaya, se lo ha tomado usted en serio —contestó el preso.

El otro le miró sonriendo.

—Hallaron el cadáver boca arriba, como lo vimos nosotros. O sea, que la sangre seca que le cubría la cara, teniendo en cuenta que tenía una herida en la nuca, no pudo subir en contra de la gravedad. El cuerpo estuvo antes boca abajo un rato. Tenías razón.

—Subamos —repuso Tornell.

Los dos hombres llegaron dando amplias zancadas al promontorio desde el que se suponía había caído el pobre chaval. Allí estaba el charco de sangre que marcaba el lugar donde le habían golpeado por primera vez. Las colillas que habían hecho sospechar al policía que alguien había esperado a la víctima durante un buen rato, estaban esparcidas por aquí y por allá. El viento había sido fuerte la noche anterior.

—Busquemos —dijo Tornell.

—¿Qué?

—¿Cómo?

—Sí, Tornell, te pregunto qué buscamos exactamente…

—No sé, una piedra, un objeto romo. Algo que esté manchado de sangre.

Se repartieron el terreno y fueron ojeando con minuciosidad palmo a palmo. Apenas habrían pasado unos diez minutos cuando Alemán le llamó:

—Tornell.

Este levantó la vista y comprobó que el oficial tenía una piedra en la mano. Estaba manchada de sangre. Se la dio y la inspeccionó en detalle. Era el arma. Tenía pequeños fragmentos de piel, minúsculos coágulos e incluso algo de pelo.

—¿Alguna duda? —dijo el policía muy ufano.

—Lo mataron, está claro. Ahora sí que está clarísimo. ¿Hace un pito?

—Hace.

Ambos se sentaron sobre una inmensa piedra, en la ladera. Al fondo, la vaguada les mostraba unos pinos centenarios que se movían bajo una tenue brisa.

—¿Quién lo haría? —preguntó de sopetón Alemán.

—Sinceramente, mi capitán…

—Alemán, ¡coño!, o si lo prefieres Roberto, ¡somos oficiales, hostias!

—… no Roberto, usted es un oficial y yo soy una mierda, un preso.

—¡Paparruchas! Eres un policía cojonudo, Tornell, ¡cojonudo!

—Eso era antes.

Se hizo el silencio de nuevo. El viento de la montaña comenzó a hacer sentir su aullido.

—Creo, Roberto, que con esto no vamos a ninguna parte. Es evidente que lo mataron. O eso creemos nosotros. Pero ¿y si fue un guardia? ¿Qué íbamos a hacer?

Quedaron en silencio otra vez. Era obvio que ambos pensaban al unísono en el asunto.

—Pues no lo sé, la verdad. Pero eso es dar por sentado que el verdugo es de los nuestros. ¿No podría ser un preso?

—No creo.

—Ya se verá, Tornell. Primero habrá que averiguar quién lo mató. ¿Estás seguro de que no querría escapar?

—No, eso es seguro. No necesitaba escapar, tenía poca pena, estaba en oficinas… sólo hay una cosa que…

—¿Sí?

—… que me hace dudar.

—¿Qué?

—El rigor mortis. Debía de llevar muerto lo menos ocho o diez horas. Más quizá. ¿Habló con el encargado del recuento?

—No. Es un comunista. Un tal Higinio.

—Lo conozco, sí.

—Ahora, al bajar, charlaremos con él —apuntó Alemán.

—No me cuadra. Debía de llevar muerto más de ocho horas, y el recuento es a las doce de la noche. Si se presentó al recuento confieso que no me salen las cuentas.

Volvieron a quedar en silencio. Un buen rato.

Alemán encendió otro cigarro.

—Tornell.

—¿Sí?

Alemán se tomó su tiempo, aspirando el humo del cigarrillo con fruición.

—Tú… lloras.

—¿Cómo? —El preso no entendía qué quería decir.

—Sí, te he visto un par de veces, llorando, ya sabes.

Decididamente aquel tipo se había vuelto loco, pensó Tornell.

—No entiendo, Roberto, ¿podría usted aclararme…?

—Sí, cojones, y tutéame. —El capitán comenzaba a enfadarse, a perder la paciencia—. Te he visto llorando un par de veces, como una criatura.

Al preso le vino a la cabeza el incidente de su buen amigo Berruezo. El día en que había estado detenido en el cuartelillo y cómo el señor Licerán le había ayudado a sacarlo de allí. Cuando su amigo volvió se habían abrazado llorando.

Recordó también el día en que Alemán le había visto llorando tras despedirse de Toté. Cuando el autobús le dejaba solo. Sonrió. Aquel cabestro debía de considerarlo una muestra de debilidad. No en vano era un fascista.

—Sí —dijo—. Ahora recuerdo, sí.

Un nuevo silencio. Tornell no sabía qué decir.

—Y… ¿cómo lo haces?

Loco. Estaba loco. Debía andarse con tiento. ¿Qué significaba aquella pregunta?

—Roberto, no te entiendo.

—Sí, habrás visto muchas cosas.

—Como todos.

—Y padecido lo indecible.

—En efecto, llegué aquí pareciendo un cadáver. Dos veces me dieron por muerto en los campos.

—¿Y aún puedes llorar?

Tornell se calló al momento y Alemán intuyó que el preso no se atrevía a decir algo.

—Tornell, sé sincero, dime lo que piensas.

—¿De veras?

—Pues claro.

—¿No te enfadarás?

—Tienes mi palabra.

Alargó la mano haciendo ver al oficial que quería fumar otro cigarrillo. Los suyos eran de los buenos. Tomó la palabra con aire resuelto:

—Como dices tú, Alemán, he pasado mucho, sí. Desde que caí prisionero no hay enfermedad infecciosa que no haya sufrido, ya sabes, por el hacinamiento, la desnutrición… —El militar asentía—… Varias veces intenté dejarme morir. No sé ni cómo estoy aquí. Un buen día, el señor Licerán me sacó del infierno y me trajo a trabajar con él. Comienzo a ver la salida de un largo túnel. Como si hubiera estado muerto durante seis años que recuerdo así, como en una pesadilla.

»Puedo llorar, sí. Hasta que llegué aquí no lo había hecho. Desde el día en que caí prisionero. Supongo que mi cuerpo, mi mente, no podían permitírselo.

—Curioso eso que dices.

—Pero cierto. Pensaba que ya no podría hacerlo, llorar, pero he comprobado que tras perderlo todo, la dignidad, después de pelearme a muerte con compañeros famélicos por un chusco de pan duro como la piedra, de comportarme como un animal humillado, una bestia, hay algo que al menos, no me lograron quitar…

—¿Sí?

—… soy una persona, un ser humano, siento. A veces alegría, pocas, la verdad; otras… pena, tristeza, miedo. Pero soy alguien, estoy vivo y recuerdo, aún tengo sentimientos, no soy un animal.

Alemán asintió, su rostro había adoptado un rictus de seriedad, entre afectado y grave.

—Lo eres, Tornell, eres un hombre, un gran hombre. No como yo.

El policía lo miró como asombrado.

—¿Tú no eres un hombre?

—No, soy un monstruo.

Se miraron a los ojos y Tornell le sonrió. Era ridículo, él era un prisionero, nadie, un paria. Aquel tipo era un matarrojos, ¡un capitán fascista! Un hombre bien comido, bien servido, con un futuro. Recio, alto robusto y sano, y Tornell… una especie de piltrafa humana. Y pese a todo aquello parecía que él, el preso, fuera el afortunado. Aquello era de locos. ¿Hasta dónde pretendían llegar sus torturadores? Alemán tomó la palabra de nuevo.

—Quiero decirte una cosa, Tornell.

—Tú dirás.

Entonces lo soltó. Así, como si fuera una bomba.

—Yo te conseguí el puesto de cartero.

Tornell se sintió confuso, la verdad, el Loco le había favorecido con un puesto que suponía una serie de privilegios que ya querría para sí el preso más afortunado. Le había regalado tabaco y le hablaba como si fuera, un amigo de toda la vida. No podía ser. Un tipo despreciable, un asesino de soldados republicanos como nadie había conocido. Bien era cierto que en los últimos tiempos parecía haber dado muestras de cierta piedad para con los presos —sólo había que recordar el incidente con el falangista—, pero aquello era demasiado para él. Su mente no podía procesar aquello, ¿por qué a él?

—Supongo que te preguntarás por qué te ayudé, precisamente a ti.

Aquel tipo, decididamente, le leía el pensamiento.

—Sí, bueno… —dijo rascándose la cabeza rapada al uno. Hacía tiempo ya que había perdido el control de aquella situación.

—Enséñame a llorar.