Capítulo 15. Un asesinato

Después de comer, Alemán durmió la siesta con cierto desasosiego. No se quitaba de la cabeza lo del pobre desgraciado aquel y, sobre todo, el extraño comportamiento de Tornell. ¿Qué había visto en el lugar de los hechos? ¿Por qué se había comportado así? Decidió esperar a que los presos acabaran su jornada y entonces se acercó a la cantina. En la puerta, Tornell leía las cartas a una legión de analfabetos que esperaban haciendo cola para recibir noticias de sus familias.

—Tengo que hablar contigo —le dijo de golpe.

—Buenas noches —contestó él, haciéndole ver que no había sido muy cortés. Tenía la extraña habilidad de hacerle quedar siempre mal.

—Sí, sí… Buenas noches… —apuntó Alemán algo azorado.

Tornell miró la cola y se encogió de hombros como pidiendo excusas. No podía abandonar aquella tarea, parecía obvio.

—Haz tu trabajo, tranquilo. Cuando toquen a silencio te pasas por mi casa. Descuida, avisaré a los guardias. ¿Entendido? —Tornell asintió mirando al capitán con cierta extrañeza.

De cualquier modo no podía negarse. Era una orden y en los campos de Franco no se desobedecía a los ganadores. Alemán pasó entonces a la cantina y se atizó un par de copas de coñac antes de cenar. Fue al comedor, comió algo con desgana y se fue a casa. Una vez en su humilde morada se sentó en una pequeña butaca junto a la estufa de leña que Venancio había cargado abundantemente y, mientras su ordenanza se echaba en su jergón, se dispuso a leer un rato. Era tarde cuando llamaron a la puerta.

Tornell.

—Adelante —dijo invitándole a entrar.

—Usted dirá…

—Siéntate —ordenó Alemán señalando una silla de esparto en la que, hasta aquel momento, apoyaba sus pies—. ¿Hace un coñac?

El preso miró a su alrededor sin saber qué decir, parecía tener miedo. Venancio roncaba como un bendito. Siempre había tenido esa extraña habilidad, típica en los seres primarios, para hacer lo que tocaba en cada caso: si luchar, luchar; si dormir, dormir y comer cuando era el momento o se podía. No se complicaba la vida, y así le iba bien. Trabajaba mucho, con denuedo y cuidaba de Alemán como una madre.

—Me lo tomaré como un sí —dijo Alemán disponiéndose a hacer los honores con el coñac.

Tras servir las copas hizo brindar al preso.

—Por la libertad, Tornell, que te llegará.

—Sí, sí… —dijo el otro mirando hacia los lados con desconfianza, como si aquello fuera una trampa.

—Te preguntarás por qué te he hecho venir…

—Pues la verdad, sí.

Alemán hizo una pausa para encender un cigarro.

—¿Quieres?

Tornell asintió. Cualquiera diría que eran dos amigos charlando frente a dos copas de coñac, fumando como si tal cosa. El preso se sintió extraño y nervioso, muy nervioso.

—Esta mañana, cuando lo del finado,…

—Carlitos. ¿Sí?

—Te he visto comportarte de una forma un poco extraña.

—No.

—Sí, Tornell. Parecías un perro olfateando aquí y allá, un sabueso.

El antiguo policía miró al interior de la copa de coñac mientras hacía girar el líquido en su interior.

—No era nada, mi capitán. Tonterías.

—Tonterías de policía.

El preso sonrió asintiendo con la cabeza.

—Supongo que uno nunca deja de ser lo que es —dijo con aire pensativo.

—¿Perdón?

—Sí, que un cura siempre analizará cualquier problema como un cura, un médico como tal o un policía como un sabueso, aunque hayan dejado de serlo.

—Sí, eso que dices tiene sentido.

Los dos quedaron en silencio. Bebieron al unísono.

—Se agradece este coñac —dijo Tornell.

—¿Qué viste? Arriba, digo.

El preso volvió a ladear la cabeza.

—Que conste que usted ha preguntado.

—Sí, claro. Dime.

—Lo mataron.

—¿Cómo?

—Carlitos Abenza fue asesinado.

—¡Qué tontería! Huyó y se descalabró.

Tornell, asintió y se levantó para irse.

—¿Ve?, se lo dije. Con su permiso…

—Espera, Tornell, siéntate. Cuéntame más. Has conseguido intrigarme.

El policía sonrió y tomó asiento.

—¿Estuvo presente en el último recuento? —preguntó.

—¿Eso qué tiene que ver?

—Se supone que se fugó, ¿no? Además, el rigor mortis…

—¿Sí?

—Veamos, el rigor mortis se produce entre la muerte y hasta veinticuatro horas después. Manifiesto, manifiesto… se hace sobre las seis horas. ¿De acuerdo? Progresa en dirección distal, hacia las piernas y es un parámetro algo subjetivo, depende de la experiencia del observador.

—Llegué a hacer dos años de medicina, ¿sabes? Bueno, la verdad es que apenas si aprobé dos asignaturas y además, comienzo a perderme. ¿Qué me estás diciendo, Tornell?

—Bien, entonces sabe usted que un observador experimentado, un forense, a veces un juez o un buen policía puede datar la hora del deceso si se llega a tiempo. La temperatura acelera el proceso…

—¿Por eso preguntaste al civil si había helado?

—Exacto, si hubiera helado, el rigor mortis se hubiera ralentizado mucho.

—Entonces, tú sabes a qué hora murió Abenza…

—Sí, calculo que entre ocho y doce horas antes de que examináramos el cuerpo. Debió faltar al último recuento de la noche.

—Ya… pero… eso no demuestra que nadie lo matara.

El preso sonrió de nuevo incorporándose hacia delante en su silla. Parecía disfrutar.

—Carlitos, según se supone, cayó de espaldas. Pero lo que tenía en el occipital, el golpe, fue realizado con un objeto romo. La piel se rasgó, sí, y hubo hemorragia. Veamos: uno, no había ninguna piedra manchada de sangre alrededor del cuerpo; dos, tenía la cara llena de sangre, el cuerpo había estado boca abajo bastante tiempo. ¿Lo encontraron los civiles boca arriba?

—No lo sé.

—Pregunte. Es importante saberlo. Si estaba boca arriba cuando lo hallaron (nosotros lo vimos así) quiere decir que el cadáver fue movido después del deceso. Bueno, ¡qué carajo! Fue movido. Las heridas de la caída, las erosiones, la fractura abierta son post mórtem.

—¿Cómo lo sabes?

—No sangraron.

—Claro, claro, qué idiota. Es evidente. Entonces…

—A Carlitos le sacudieron con una piedra en la nuca, arriba, sobre las rocas. Fue alguien que le estuvo esperando, hay colillas acumuladas. Pongamos que con ese frío un cigarrillo dure tres minutos. Había diez colillas. El asesino le esperó durante más de media hora.

—¿El asesino? Pudo fumar él, Carlitos, esperando a algo o a alguien.

—No fumaba.

—Vaya.

Tornell, lanzado, siguió a lo suyo.

—… ese tipo golpeó a Carlitos, que cayó desnucado, boca abajo, la sangre se deslizó por su cuero cabelludo y su cara. Murió al instante. El asesino se lo pensó. Un asesinato. Bien podían investigar… era mejor simular un accidente, una fuga. Tenía tiempo, así que volvió varias horas más tarde, tomó el cuerpo y lo lanzó de espaldas desde las rocas. Así de sencillo.

—Ya, pero ¿cómo sabes que eso fue así? ¿Dónde lo mató?

—Arriba, hay un charco de sangre.

Alemán quedó pensativo. Aquel tipo sabía lo que se hacía. Sirvió más coñac.

—Gracias —dijo el preso paladeándolo con deleite.

—Tiene sentido eso que dices… sí, pero… me gustaría verlo.

—La piedra debe de estar arriba. Me refiero a la empleada en el crimen. Si usted quiere subimos mañana y la buscamos, le enseñaré las colillas.

—¿Se puede saber algo por la marca de tabaco?

—Corriente, lía sus propios cigarrillos.

—Vaya.

—Antes de la comida podré tener un hueco. Si usted quiere, subimos.

—Sí —repuso Alemán.

—¿Tiene muchas cosas que hacer por la mañana?

—Absolutamente nada —contestó algo descorazonado por el escaso avance de sus pesquisas con respecto al estraperlo.

—Hable usted con los «civiles», averigüe en qué posición hallaron el cuerpo y, si puede, revise el recuento. Nos ayudará a hacernos una idea de cómo ocurrió todo.

—Sí, eso haré.

Entonces, el preso se levantó para irse dando aquella conversación por terminada.

—Mañana hay que madrugar —dijo por toda explicación.

Antes de que saliera, Alemán afirmó:

—Eres bueno, Tornell, en lo tuyo.

El policía sonrió.

Al día siguiente, a primera hora, Alemán decidió acudir donde el médico. Lo halló leyendo un antiguo tratado de anatomía sentado a la mesa del consultorio.

—¿Aprendiendo?

—Aquí tiene uno que saber de todo —contestó el doctor con aire resignado a la vez que cerraba el voluminoso ejemplar—. ¿Quiere un café?

—No le diré que no —repuso el capitán frotándose las manos tras quitarse los guantes—. Hace una mañana fría de las de verdad. —Pensó que si él, que iba bien pertrechado con botas, amplio capote y varias capas de ropa tenía frío, ¿cómo se sentirían los presos que apenas se cubrían con una camisa y una chaqueta raída? La mayoría se forraba el cuerpo literalmente con papel de periódico a modo de ropa interior. Una pena.

—Usted dirá, mi capitán —apuntó el médico, don Ángel Lausín, tendiéndole una taza en la que Alemán notó de inmediato la mezcla de los aromas del café y la achicoria. Aun así sabía bien y era algo caliente que llevarse al cuerpo.

Echó un vistazo alrededor.

—No tiene usted el consultorio mal dotado.

—No —dijo—. No me puedo quejar, don Pedro Muguruza me sacó de la cárcel y me colocó aquí. Tengo mucho trabajo pero al menos me dedico a lo mío, a mi pasión: la medicina.

—¿Fue usted oficial en el bando rojo?

—Qué va. El comienzo de la guerra me pilló en Madrid e hice lo único que sé, trabajar de médico. No crea, que tuve que hacer de todo: traumatología, pediatría, cirugía de campaña… en fin, una carnicería. Al acabar la guerra me metieron preso y aquí me tiene usted, intentando redimir pena.

—Ya.

Quedaron en silencio durante unos segundos.

—Se preguntará usted por el motivo de mi visita.

—Pues sí, parece usted sano.

—No se fíe de las apariencias —dijo Roberto Alemán señalándose la cabeza.

Don Ángel sonrió.

—Sí, todos llevamos mucho pasado con esta maldita guerra. ¿Es verdad lo que se dice de usted por ahí?

—¿Qué se dice? —repuso divertido Alemán, que comenzaba a acostumbrarse a aquello, lo del matahombres, el monstruo que devoraba niños recién nacidos delante incluso de sus madres.

—Ya sabe usted, mi capitán, lo de la checa de Fomento.

—En parte… sí —contestó sonriendo.

—Pero ¿escapó usted de allí?

—Sí, escapé, pero se exagera mucho, no me comí el hígado de una miliciana ni maté a treinta hombres. Supongo que, al igual que usted, elegí bando por el destino. Nunca me metí en política. Yo estudiaba Medicina…

—¡Vaya!

—Sí, hice hasta segundo, hasta que la guerra me arrolló como un tren descarrilado… bueno, a mí y a mi familia, claro. Más que estudiar, digamos que perseguía chicas y me iba de farra. Tenía demasiadas asignaturas pendientes. Pero no estoy aquí para hablar de aquello. Es agua pasada.

—Usted dirá —dijo el médico cambiando de tema.

Era hombre de mundo y había notado que aquella conversación no era del agrado de su interlocutor.

—El preso de ayer, Abenza.

—El muerto.

—Exacto. ¿Vio usted algo raro?

—¿Algo raro? No le entiendo.

—Sí, en el cuerpo. ¿Hizo usted la autopsia?

—Es un preso, mi capitán…

—¿Y?

—Pues que no es mi cometido. Estuvo aquí, sí, en esa camilla, pero no lo miré mucho; tenía trabajo. A mediodía vino el juez y ordenó su traslado al Escorial, donde se les hace la autopsia.

—Entonces tendré que bajar al pueblo.

—Yo no perdería el tiempo.

—¿Cómo?

—Es un preso, mi capitán, digamos que… no son muy minuciosos con estos asuntos.

—Ya. No habrá autopsia.

—Me temo que no.

De nuevo quedaron en silencio. Alemán no sabía muy bien cómo atacar aquel asunto. El médico, muy amable, sacó tabaco y le invitó a fumar. Don Ángel encendió su cigarrillo con deleite y dijo:

—¿Me permite hacerle una pregunta?

—Claro —repuso Alemán.

—¿Qué interés tiene usted en el cuerpo de ese joven? Se fugó y cayó por la ladera desnucándose.

—Sí, eso dicen.

El médico le miró con curiosidad desde lo más profundo de sus ojos, que le estudiaban escrutadores. Alemán pudo leer la sorpresa en su rostro, era evidente lo que estaba pensando: ¿qué hacía el «mayor asesino de rojos después de Franco» interesándose por el destino de un pobre desgraciado, un preso político? Él mismo no sabía muy bien qué diablos estaba haciendo. Apenas unas horas antes se había enfrentado con un falangista destacado por defender a un preso republicano. Y ahora, aquello… ¿Qué le estaba pasando? De pronto, el médico le dijo de sopetón:

—¿Pretende usted insinuar algo, mi capitán?

—Lo mataron —contestó Alemán muy resuelto.

El médico le miró sonriendo.

—¿Quiere un poco de coñac? —dijo de sopetón.

—Sí, claro.

Se levantó y tras encaminarse hasta un armario repleto de medicinas volvió con un par de copas y una botella. Hizo los honores.

—Y eso…

—¿Sí? —repuso Alemán.

—… ¿eso qué importa? Un preso que se fuga y muere. ¿Tiene usted idea de cuánta gente ha muerto ya?

—Un millón, lo sé.

—Sí, pero me refiero a después de la guerra, aquí mismo. En los campos de clasificación, ya sabe usted, al acabar la guerra se ajustaron cuentas. Hace años que perdí la cuenta de la gente que he visto morir. Han sido ustedes muy eficaces al respecto —dijo el médico con un tono más irónico del que podía permitirse en su situación.

—¿Aquí ha muerto gente?

—Sí, es raro el día en que no hay un accidente. No, no me refiero a fusilamientos ni sacas. Eso, afortunadamente, queda lejos. Cuando llegaron aquí los primeros presos ya había pasado lo peor. Ya sabe, después de la guerra se pasó factura a mucha gente. No, no. Es otra cosa. Se trabaja muy deprisa y las prisas no son buenas cuando se lucha con una montaña como esa.

—¿Cuántos? Muertos, digo.

—¿Aquí? ¿En accidente? Calculo que unos catorce. Pero no crea, hay fracturas abiertas, gente con miembros aplastados… aquí he hecho de todo. He atendido hasta partos en las chabolas donde malviven los familiares de los presos. Recuerdo a una cría de apenas dieciséis años, a la que atendí como pude con el frío, la oscuridad y sin antibióticos, no me explico cómo pudieron sobrevivir ella y la criatura.

—Don Ángel.

—Dígame.

—Divaga usted, se me va por las ramas. Yo le he hablado de algo concreto, ¿mataron a ese crío? Carlitos Abenza.

—¿Y eso a quién le importa?

—A mí. —Se escuchó decir a sí mismo.

Quizá estaba ya inmerso definitivamente en la locura. Pero le parecía natural actuar así.

—¿Por qué?

—No sé —dijo Roberto negando con la cabeza.

—No —insistió—. Diga, diga, ¿por qué había de importarle?

—No lo sé. No sabría decirle. Si le soy sincero, no tengo muy claro por qué estoy aquí —repuso el capitán mirándose las manos.

—Verá… capitán…

—Llámeme Alemán, o Roberto si prefiere.

—Don Roberto… usted sabe que aquí todos hemos pasado mucho.

—Es la guerra, nosotros también.

—Sí, pero ustedes ganaron. La mayoría de los hombres que trabajan aquí han vivido en los peores campos. Ahora, aquí, no es que estén en el paraíso, pero… ven el final del túnel. Muchos se están dejando la vida en horas extraordinarias para salir cuanto antes y lo van a conseguir. Yo mismo fui depurado. Ahora viven aquí conmigo mi mujer y mi hijo de nueve años. Es posible que dentro de poco me dejen concursar por una plaza y tengo una de las antigüedades más elevadas de España. Es muy probable que consiga una plaza en el mismo Madrid. ¿Se hace usted una idea de lo que podría perder por meterme en asuntos de esta índole? Me he matado literalmente a trabajar aquí, por los presos, soy un hombre de ciencia, práctico, intento ayudar a los vivos y mirar hacia delante.

Aquí se hace medicina veinticuatro horas al día. Estoy harto de ir de uno a otro destacamento a las tres de la mañana para atender a los enfermos, con la nieve, el frío, los guardias…

—¿Qué quiere decirme don Ángel, qué vio usted?

El médico quedó en silencio, como luchando consigo mismo. Se resistía a decir lo que pensaba y era normal. Entonces pareció rendirse.

—Las heridas de las piernas, la fractura abierta, las laceraciones que sufrió en la caída: eran post mórtem.

—¡Lo sabía! —exclamó Alemán.

—¿Y usted? ¿Qué ha averiguado?

Él le contó lo de la sangre en la cara, el golpe en la nuca, el charco de sangre…

—Vaya, se nota que estudió usted dos cursos de Medicina.

—No, no. No se equivoque. No recuerdo nada de aquello. Lo mío en estos últimos años fue lo más lejano que se puede imaginar al ejercicio de la medicina, aprendí cómo matar gente, piezas de artillería, cotas, tanques, eso es lo mío.

—¿… entonces?

—Un preso, Tornell. Me abrió los ojos. Fue policía.

—Sí, y he oído que de los buenos. Pero, dígame, don Roberto, supongamos que lo mataron… ¿y qué? A buen seguro fue un guardia civil o un guardián borracho. No es la primera vez que alguien se propasa con un preso por desahogarse. Igual lo sorprendieron intentando huir y le dieron una buena. No se puede hacer nada. Un preso. ¿Qué conseguiría usted?

Alemán quedó pensativo, mirándose las botas llenas de barro. Levantó la mirada y comprobó que Lausín le observaba con una mezcla de ternura y algo que quizá se parecía a la admiración. Aquello le hizo sentirse bien, como cuando había defendido a aquellos presos del falangista.

—No lo sé, don Ángel, no lo sé. Pero voy a hablar con los dos guardias civiles que lo hallaron, necesito saber si estaba boca arriba o boca abajo.

—Sea prudente.

De pronto, escucharon voces y dos presos aparecieron en la puerta llevando en volandas a un tercero que se había reventado un dedo con el martillo.

—Pónganlo aquí —dijo el médico señalando una camilla para dirigirse de inmediato a lavarse las manos.

Alemán supo al instante que sobraba.

—Don Ángel, no tema, que esta conversación queda entre nosotros —dijo antes de salir.

Le pareció que aquel tipo le miraba con buenos ojos por sus desvelos en aclarar la muerte de un preso y aquello le hizo sentirse bien.