Capítulo 14. El incidente

Los días seguían cayendo y Alemán no hacía avances. Para colmo, al fin de semana siguiente no hubo novedades con respecto a Pacita. Hubiera sido demasiado hermoso que la joven hubiera acudido a verle otra vez, aunque habría mostrado quizá demasiado interés por su parte tratándose de una joven decente, y él no sabía muy bien cómo actuar al respecto. No se hallaba demasiado versado en asuntos amatorios. Había perdido la costumbre. Quizá ella esperaba un movimiento por su parte, una muestra de interés. Era lo lógico. ¿Debía bajar a Madrid al domingo siguiente? ¿Le invitarían a comer si aparecía sin previo aviso en la casa de Enríquez? ¿Qué pensaría su general del asunto? Alemán se sentía ridículo al comprobar que él, aquel tipo bragado que comía rojos en la guerra, se convertía en un mar de dudas por una cría de veinte años. Pero no, definitivamente no podía quitársela de la cabeza. Tan hermosa, tan inconsciente y con aquellas ganas de vivir que tanto se contagiaban… Aquella mujer hacía que sintiera algo vivo en su interior, como si no estuviera muerto en vida. Así lo había creído desde los primeros días de la guerra. Roberto se había cruzado varias veces con Tornell y este le miraba esquinado, por lo de las piedras o lo del tabaco, quién sabía. Sentía curiosidad por aquel hombre sin saber por qué.

Con respecto al estraperlo ni rastro. Todo cuadraba. Era obvio que sabían para qué le habían enviado allí. Don Adolfo, el director, era su principal sospechoso. Seguro que actuaba en connivencia con el capitán de la Guardia Civil, el morfinómano, y quizá alguno de los capataces de las empresas. Todos tenían necesidades y todos salían ganando. Se consoló pensando que, al menos, mientras él estuviera allí no podrían seguir con sus tejemanejes. Reparó en que lo mejor sería sugerir a Enríquez que colocara allí a un inspector de su absoluta confianza, alguien de la ICCP que pudiera asegurar el buen funcionamiento del campo como estaba haciendo él desde su llegada. Él no, claro, pues comenzaba a saber lo que iba a hacer con su vida y para ello, quería salir de allí.

El falangista, Baldomero Sáez, le observaba y le seguía de cerca pero con cierta discreción. Conocía el oficio. No le llegaba ningún informe sobre él de su jefe, de Enríquez, y estaba a oscuras con respecto a aquel tipo. ¿Qué hacía allí? ¿Cuál era su función exacta? Cada vez le gustaba menos aquello. No iba a poder sacar nada en claro, eso parecía evidente. Sólo quedaba redactar un informe y volver a comenzar con su vida. ¿Estaría Pacita dispuesta a ayudarle?

En medio de aquellas indecisiones que le acosaban hizo algo raro. Aquel lugar ejercía una extraña influencia sobre él, quizá algo cambiaba lentamente en su interior. Puede que fuera el aburrimiento el que provocó que actuara así. Tal vez sólo fue cosa de su mente de loco o imbécil; pero hizo algo que, semanas antes, le hubiera parecido improbable: tuvo un duro enfrentamiento con el falangista. Y además, delante de todo el mundo. ¿Qué le estaba pasando? Era de locos. Alemán bajaba del monte y pasó junto a las obras de la cripta. Estaban de pegada, así que todos los obreros habían salido de la cueva. Una gran explosión expulsó humo y polvo a espuertas desde el interior de la montaña.

—¡Vamos! —dijo un capataz.

Entonces los hombres se pusieron unas máscaras que llevaban con trapos humedecidos en el interior y entraron en mitad de aquella neblina armados con martillos y cinceles. Alemán pensó que poco iban a ver allí dentro, pero por lo que se deducía había prisa por avanzar en la obra. Entonces salió un tipo tosiendo del interior de la horrible cueva y arrojó la máscara al suelo. Apoyó las manos en la cara superior de los muslos y, agachándose, siguió con un horrible ataque de tos como si se ahogara. Un crío, el hijo de un preso que trajinaba siempre por allí y que incluso dormía con el padre en el barracón, se le acercó con un poco de agua. El pobre hombre escupió sangre. Estaba sentenciado, pues todos sabían lo que aquello significaba. Un guardia civil, arrebujado bajo su inmenso capote y con el fusil de cerrojo al hombro, ladeó la cabeza susurrando a Alemán:

—Silicosis. Hay muchos así.

En ese momento, salido de no se sabía dónde, apareció Baldomero Sáez, y acercándose a toda prisa al pobre preso, le atizó con la fusta en las costillas. El hombre se derrumbó como un fardo.

—¡Arriba, gandul! —gritó el falangista—. ¡A trabajar!

A Alemán no le gustaba aquel tipo rechoncho y rubio como el trigo. Parecía más un nazi que un recio castellano. Demasiado amigo de la buena mesa para ser un buen soldado. El crío, muy valiente, miró a la cara al falangista y gritó:

—¡Déjele! ¡Se ahoga! —A la vez que se interponía entre el agresor y el preso que luchaba a duras penas por respirar.

En aquel momento, Alemán reparó en que un hombre muy delgado y moreno de piel tiraba su pico y corría hacia allí muy alarmado. Sin duda era el padre del crío. Aquello se ponía feo. Baldomero Sáez, sin dudarlo, cruzó la cara al niño con un solo golpe de su vara haciéndole caer al piso de tierra. Roberto pensó que un tipo que pegaba así a un niño tan valiente no era sino un miserable. Sintió que la indignación crecía en su interior. No supo muy bien por qué —obviamente ni lo pensó— pero actuó siguiendo un impulso primario. El que todos los hombres deben tener al ver una injusticia así. En un momento, sin quererlo, se vio a sí mismo bajando por el terraplén. El padre intentaba levantar al niño, cuya cara sangraba profusamente, y el falangista se fue a por él. Parecía borracho y buscaba gresca. Decididamente no había tenido suficiente y su rostro, colorado por el esfuerzo, hervía de indignación.

—¿Quién te ha dicho que abandones el trabajo, so mierda? —exclamó a voz en grito.

Alemán, sin dejar de correr, vio a don Benito Rabal aparecer por allí. Iba hacia el falangista, que descargó un nuevo golpe, esta vez sobre el padre del chaval. Entonces, alguien sujetó el brazo de Sáez antes de que golpeara a su nueva víctima. Fue Alemán.

—Basta —dijo susurrando por no llamar mucho la atención.

—¡No te metas! —gritó Sáez.

El capataz ya se había situado entre los dos hombres y los tres presos que yacían en el suelo.

—¡Llevadlo a la enfermería! —gritó Alemán sin soltar la muñeca de aquel miserable que intentaba bajar el brazo sin poder doblegarle—. ¡Y al crío! ¡Rápido! Don Benito, que le acompañe su padre.

—¿Qué hostias estás haciendo? —dijo Sáez, colorado por el esfuerzo. No salía de su asombro.

Roberto, sin inmutarse, le susurró al oído:

—Si sigues haciendo fuerza, te vas a cagar. Y no nos interesa que hagas el ridículo, ¿verdad?

El falangista sacó un zarpazo para golpearle con la zurda y Alemán, más rápido, le agarró el otro antebrazo. Vio de reojo que el guardia civil corría hacia ellos.

El falangista intentó bajar los brazos, vencer a su oponente ante aquellos presos, pero Alemán, más decidido, empujó con fuerza hacia arriba. Era más grande, más fuerte y tenía la razón. Fue empujándole poco a poco, hasta que Sáez se trastabilló hacia atrás sin llegar a caer. Su fusta quedó en la mano izquierda de Alemán que, en la derecha, conservaba la suya. Entonces, Roberto se acercó a él muy despacio, con parsimonia. Dejándole que pensara, que se diera cuenta de que estaba en desventaja. Vio el miedo reflejado en su cara. Era un cobarde que en su vida había peleado con alguien en condiciones de igualdad. El rostro del falangista quedó demudado cuando Alemán, cuidando que nadie más le escuchara, le volvió a susurrar al oído:

—Vete de aquí o te arranco el corazón, hijo de puta.

El guardia civil llegó a su altura cuando Sáez ya se había girado para salir de allí a paso vivo.

—¡Informaré de esto a la superioridad! —gritó muy indignado el falangista. Entonces, los presos, que habían parado en el tajo, comenzaron a aplaudir.

Alemán, por un momento, se arrepintió de lo que había hecho. ¡Le aplaudían a él! ¡Los rojos! Fue en aquel momento cuando vio a Tornell, parado, con su zurrón colgado del hombro. Estaba mirándole desde lo alto con la boca abierta. Parecía sonreírle. Tiró la fusta del falangista y salió de allí maldiciendo.

—¡Al trabajo! —escuchó gritar al civil, que pegó un tiro al aire para imponerse. Enseguida, el ruido de los picos impactando en la piedra se reanudó.

Roberto sintió miedo. ¿Qué le estaba pasando?

Por la tarde, Alemán intentó a toda costa no pensar en el incidente con el falangista. Dio un largo paseo para relajarse. Además, allí arriba, en aquellos parajes que invitaban a la reflexión, llegó a la conclusión de que no le daba miedo aquel idiota de Baldomero Sáez. ¿Qué iba a temer? Él era un héroe de guerra. Reparó en que los presos, lejos de bajar la mirada cuando pasaba junto a ellos, le sonreían al pasar. Era obvio que se había corrido la voz. Le sonreían… ¡A él! Y lo peor, le gustaba. Se sentía bien. ¿Se había vuelto loco del todo? Él, que había participado en tantos combates, que había matado a tantos y tantos hombres. Muchos de ellos compañeros de aquellos mismos prisioneros. Él, que había tomado solo un búnker junto a Gandesa; él, Roberto Alemán, que tenía una medalla por reventar un tanque subiéndose al mismo en marcha; él, que había escapado de la checa de Fomento, que se había pasado por la Ciudad Universitaria despachando a un centinela con una navaja añosa y oxidada que apenas cortaba… Alemán, el matarrojos, se había jugado una sanción enfrentándose a un tipo de falange por un preso republicano. ¿Quién entendía aquello? El hombre, que tenía silicosis, volvió al trabajo al día siguiente y el padre del chiquillo, Casiano, también. Necesitaba el dinero para dar de comer al crío, Raúl, al que, por cierto, le iba a quedar una enorme cicatriz en la cara. Casiano tuvo el detalle de acudir a verle antes del toque de silencio aquella misma noche. Se quitó la boina al entrar en la cantina donde Roberto apuraba una copa de coñac que necesitaba más que nunca. Con la cabeza baja, sin mirarle a los ojos y con la boina en la mano, dijo como con miedo:

—Muchas gracias, señor. Por lo de mi hijo, es un crío…

—Siéntese —ordenó Alemán—. ¡Pascual! Dos copas más por aquí…

—Pero… —musitó él.

—Es una orden —dijo el capitán sin dejar lugar a la duda.

Les sirvieron las copas y Alemán alzó la suya.

—Por el crío, que tiene un par de cojones.

Casiano asintió con una tímida sonrisa de orgullo.

—Quiero darle las gracias. Por lo que ha hecho —dijo—. Quiero que sepa… que todos los compañeros le están muy agradecidos…

—Prueba el coñac —insistió Alemán.

El preso se atizó un buen trago y apuró la copa. Resopló Y dijo:

—A su salud, don Roberto.

Entonces se dio cuenta de lo que había dicho, «salud», y se puso blanco de miedo.

—Yo… Don Roberto… No quería…

—Tranquilo —contestó Alemán sonriendo—. Es una forma de hablar, una forma de brindar, no temas. No hay nada de eso ya. Vete a descansar.

Casiano se levantó y comenzó a alejarse haciendo reverencias.

—Una cosa —apuntó Alemán.

—¿Sí? —dijo él.

—Si ese hijo de puta se vuelve a acercar al crío mándame aviso de inmediato.

—Muchas gracias, señor, muchas gracias —dijo el preso antes de salir a la fría noche abrochándose su raída chaqueta de pana.

Roberto sintió un calorcillo en el estómago y quizá en el lugar en que un día tuvo corazón. Y no era por el coñac.

Al día siguiente ocurrió algo extraordinario. Uno de esos sucesos que nadie espera y que cambia el devenir de las cosas de manera determinante sin que nadie pueda prevenirlo, como si Dios jugara con las vidas de los implicados. Debían de ser así como las nueve o nueve y media cuando Alemán acudió a la oficina porque el director le había mandado llamar. Roberto supuso, no sin cierta preocupación, que por el incidente de Baldomero Sáez. Al entrar, saludó al administrativo, Cebrián, un tipo raro que parecía excesivamente obsesionado con la religión.

El director estaba ocupado charlando con unos proveedores y Alemán aprovechó para departir un rato con el mecanógrafo mientras esperaba. Por si averiguaba algo. Entonces llegó Tornell con el correo. Tenía realmente buen aspecto. El preso miró al capitán de forma aviesa, como casi siempre, pese a que este le había regalado el tabaco, y habían charlado como si fueran camaradas aquella tarde junto al barracón. En el momento en que el cartero entregaba las cartas a Cebrián entró otro preso, jadeante. Parecía muy alarmado y hablaba a voz en grito:

—¡Rápido, rápido! ¡Sá matao!

Los tres le miraron como si estuviera loco.

—Sí —insistió haciendo aspavientos con las manos—. Está arriba, más allá del risco. Me mandan «los civiles», que lleven una camilla para bajar el cuerpo.

—¿El cuerpo? —preguntó Alemán.

—Sí, sá matao. Dicen que suban una camilla.

—Pero… ¿quién? —dijo Tornell.

—Un preso.

—¿Quién? —insistió el cartero.

—No sé, tie toda la cara llena de sangre.

Alemán, acostumbrado a tomar decisiones, evaluó la situación y ordenó al instante:

—Cebrián, avisa al director. Vosotros dos, id donde el médico y que os deje las parihuelas. Os espero arriba.

—Y dicho esto salió a paso rápido de allí y reclutó a dos presos que parecieron contentos de dejar el pico por un rato. Hacía un día magnífico, con un sol radiante, pero frío, muy frío.

Cuando llegó al lugar del suceso, Alemán se encontró con un guardia civil en las alturas que esperaba junto a un cuerpo, bajo unas rocas. Al fondo, el otro miembro de la pareja vigilaba desde lo más alto.

—Sus órdenes —dijo el civil saludando como un militar.

Los dos presos que acompañaban a Alemán quedaron en segundo plano tras dar un paso atrás.

—¿Qué tenemos aquí? —repuso Roberto.

—Creo que debía de intentar escapar, corría ladera abajo y cayó desde esas rocas. Se descalabró —contestó el guardia civil sin dejar de fumar.

Alemán se acercó y, en efecto, comprobó que el preso presentaba un fuerte golpe en la nuca por el que debía de haber sangrado bastante.

—Quizá caminaba hacia atrás y cayó —dijo el «civil».

El cuerpo tenía el rostro y el pelo lleno de sangre seca, Alemán no lo había visto antes. Entonces llegó Tornell con el otro preso. Traían las parihuelas para trasladar el cuerpo.

—¡Carlitos! —exclamó acercándose al cuerpo y cayendo de rodillas junto al muerto.

Parecía muy afectado.

—¿Lo conocías, Tornell? —preguntó Alemán sin poder reprimir su curiosidad.

El nuevo cartero asintió agachándose junto al cuerpo. Le tomó el pulso y maldijo por lo bajo.

—Te he hecho una pregunta.

—¡Y yo le he dicho que sí! —exclamó el preso. Entonces, reparando en lo que había hecho, levantar ligeramente la voz a uno de los amos, se pasó la mano por la cabeza, casi rapada, y añadió—: Perdone, señor. Es un golpe para mí… ¡era apenas un crío!

—Nada, nada, lo conocías mucho, claro. —Alemán quitó importancia al asunto—. No tengas cuidado.

—Sí, bueno… algo. Se llamaba Carlos Abenza —dijo Tornell muy cabizbajo, tanto que parecía un hombre hundido—. Era de la FUE, tenía muy poca condena. ¿Qué ha pasado? —se dirigía al guardia civil, que le contestó de inmediato:

—Iba a huir, por lo que se ve, y se despeñó.

—¿Se despeñó?

—Sí, desde ahí arriba.

Tornell miró las rocas a cuyo pie se situaba el preso en posición antinatural.

—No es mucha caída, a lo sumo un par de metros.

—Estaría a oscuras.

—Sí, claro —dijo el cartero poniendo cara de pensárselo.

Entonces agachó la cabeza de nuevo y cerró los ojos del finado. Ladeaba la cabeza como negando la realidad. Alemán pensó que iba a echarse a llorar, pues parecía muy impresionado. De repente, movido como por un resorte, se levantó y comenzó a caminar alrededor. Miraba hacia el suelo. Parecía como si buscara algo. Como un sabueso que sigue un rastro. Se acercó de nuevo al cuerpo y le miró las piernas, los brazos. Le alzó la camisa, revisó concienzudamente el tronco y tras girarlo, la espalda. La pierna derecha estaba doblada de una forma horrible, había en ella una fractura por la que asomaba un hueso.

—Bueno, vamos —dijo Alemán—. Cargad el cuerpo.

—Tenemos que esperar a que suba el director, es quien manda aquí —dijo el guardia civil.

—¿Y qué más da? —respondió Roberto.

Aquello comenzaba a molestarle.

—Perdone, mi capitán, pero es la máxima autoridad en el campo y yo, hasta que él no vea el cuerpo, no lo muevo.

El capitán arqueó las cejas como dejándolo por imposible. Decidió bajar a tomar un café hasta la cantina, pero entonces reparó en que el extraño comportamiento de Tornell iba a más. Volvía a inspeccionar el golpe en la nuca, la herida. Minuciosamente pero de forma algo obsesiva.

—¿Y cómo se golpeó en la nuca? —repreguntó el antiguo policía.

—Igual se giró para ver si le seguían y perdió pie cayendo de espaldas —insistió el guardia civil, que lo tenía claro desde el principio.

—Sí, claro. Es lo lógico.

Entonces, Tornell, cambió de tema de forma abrupta.

—¿Ha helado esta noche?

—No —contestó el guardia encendiendo otro pito a la vez que ofrecía tabaco a todos los presentes, incluidos los presos.

—Yo juraría que sí —insistió Tornell—. He pasado un frío… Tienen ustedes termómetro en el destacamento, ¿no?

—No, hombre, no, al subir a primera hora he visto que los charcos no se habían congelado.

—Sería usted un buen inspector de policía —dijo al guardia y se levantó de nuevo para husmear.

Subió de un salto hacia las rocas desde donde había caído aquel desgraciado y se movió por el monte. Iba oteando aquí y allá. De pronto, algo llamó su atención y se puso en cuclillas por un momento. Emitió un gruñido que a Alemán le sonó a satisfacción.

—No te me despistes por ahí arriba, Tornell. No quisiera sacar el fusco y darte un tientazo —dijo uno de los guardias.

—Tranquilo, jefe. Una muerte es suficiente por un día. Yo saldré de aquí por la puerta grande el día que me toque —contestó el cartero que comenzaba a intrigar a Alemán con su forma de proceder.

En ese momento llegó el director acompañado del médico. Mientras echaba un vistazo e indicaba a Tornell y a los otros que subieran al pobre desgraciado a las parihuelas, Alemán subió hasta donde había estado husmeando aquel sabueso. Se agachó y vio unas colillas en aquel lugar. ¿Era eso lo que tanto le había interesado?