Capítulo 13. Cartero

Roberto Alemán sufría un supuesto desorden que los médicos que le habían tratado definían como fatiga de campaña. Un ser perdido, sin motivos para vivir y que añoraba el frente, ese era él.

Él mismo notaba que tras sufrir su «crisis», al acabar la guerra, se sentía a veces bien, a veces mal. En ocasiones se notaba agresivo, con ganas de gresca, de haría y llevarse por delante a quien hiciera falta con el oscuro propósito de morir más bien pronto que tarde. Otras, las menos, se sentía invadido por una gran melancolía y se perdía por los montes, quedaba alelado, como ido, y apenas si se enteraba del paso del tiempo volviendo a su cuarto sin saber dónde había estado ni qué había estado haciendo. En momentos así sentía miedo de sí mismo, de lo que podía hacer en situaciones como aquella. Se sabía loco. Algo así le había ocurrido el día en que se encontró por primera vez con Tornell. En aquel momento se hallaba en el punto álgido de uno de aquellos ciclos, uno de esos momentos en que volvía a ser el de la guerra, el oficial bronco, agresivo y audaz, suicida podía decirse, que no dejaba rojo vivo a su paso. En aquellos momentos le salía el odio que llevaba dentro, todo era negro y se sentía poseído de nuevo por aquella fuerza oscura que le había permitido —pese a hallarse malherido— salir por la puerta principal de la mismísima checa de Fomento dejando tras de sí un par de fiambres. Él sabía perfectamente, desde que había salido de la academia como alférez provisional, que la gente exageraba la historia y no se molestaba en desmentir que no era cierto. Que no, que no había matado a quince hombres con una cuchilla de afeitar o que era falso aquello de que había castrado a un comisario político con una bayoneta robada a un miliciano… En fin, se decían muchas cosas y todas eran puras exageraciones, desvaríos que surgen de llevar y traer chismes. A él le beneficiaba, porque gracias a aquellos embustes sus hombres se sabían seguros a su lado, creían que les mantendría vivos, que les protegería del enemigo sacándolos de aquella pesadilla. Le temían, sí, pero preferían estar junto a él que enfrente. Ganó muchas medallas en la guerra y las tiraba al fondo de su arcón.

No las valoraba como los demás. No le importaba. El sólo quería matar rojos, vengarse.

La primera vez que había visto a Tornell este estaba tumbado, descansando con otros presos. Buscó simplemente una excusa para castigarle haciéndole cargar unas piedras, pero aquel amigo suyo, Berruezo, había salido en su ayuda. Ambos se defendieron mutuamente y Tornell, un desecho humano, físicamente deteriorado, tuvo agallas como para mantenerle la mirada. A él, un oficial del ejército español, un curtido soldado que podía aliviarle el sufrimiento sin pensarlo ni un momento. Se ofreció a hacer el trabajo de su amigo. Con valentía. Aquello hizo saltar un resorte en la mente del oficial. Entonces apareció el otro estado de Alemán, la languidez, la desgana y se retiró dignamente. Por eso les pagó unos aguardientes como muestra de respeto, porque admiraba a los hombres valientes. Unos días más tarde, cuando el amigo de Tornell se había metido en un lío por llegar tarde a la retreta, Alemán los vio abrazados. Tornell lloraba como un niño. Sintió que se estremecía al ver cómo los hombres se apoyaban a veces en la adversidad. No temían mostrar sus sentimientos unidos como estaban por el infortunio. Sintió envidia. Envidia, sí. Envidia porque él no podía llorar. Quizá era eso, un monstruo insensible, una especie de «no humano». A veces pensaba en sus padres fusilados porque su hijo era falangista y porque eran religiosos, fusilados porque su hijo de la UGT había fallecido poco antes de la guerra y no estaba allí para salvarlos. Pensaba en su hermana, tan joven, hermosa y llena de vida. Era casi una cría, inocente, pura. Pensaba en él mismo, en la checa de Fomento, en la celda del palmo de agua, la de los relojes, la de los ladrillos de canto en el suelo… pensaba en su fuga, en cómo había pasado al otro lado, arrastrándose bajo las alambradas, sin poder casi caminar, el cuerpo lacerado… su prima fusilada por esconderle… Lo hacía a propósito, lo revivía para ver si era capaz de sentir como lo hacen las personas normales. Pero era inútil, no podía llorar. Todo aquello anidaba en su interior como un terrible cáncer, como un monstruo que amenazaba con devorarle. Crecía y crecía como algo oscuro y negro que le dominaba empujándole a buscar la muerte cuanto antes. Pero ya no estaban en guerra. ¿Qué sentido tenían las cosas? Aquel tipo, Tornell, había despertado su curiosidad y por eso había repasado su ficha. Había sido un policía brillantísimo, hombre de orden, un buen oficial que había caído preso en Teruel y que acumulaba sufrimientos en los peores campos y prisiones de España. Un tipo con menos motivos para vivir si cabía que él mismo. Y allí seguía, luchando. Había pasado por cosas que Alemán ni imaginaba y pese a eso, Tornell era humano aún.

Un día, a la hora de la comida, lo había visto leyendo cartas a sus compañeros analfabetos que hacían cola para que él pudiera transmitirles las noticias de casa. Decididamente era un buen tipo. Luego supo, de casualidad, en una visita a la oficina, que el puesto de cartero quedaba libre. Al momento habló de Tornell al director y este, que quería estar a buenas con él por el asunto de las inspecciones, no tuvo ninguna duda. Cuando nombraron cartero a Tornell se sintió bien. Aquello era algo nuevo para él, hacer el bien, contribuir, hacer algo por los demás en lugar de matar gente. Sumar en vez de restar. Y comprobó que aquello le ayudaba. Aquello y Pacita.

Justo unos días antes, el domingo, la joven había acudido a verle. Alemán se quedó de piedra al verla aparecer por Cuelgamuros. Había acudido en el coche oficial de su padre, así que Roberto supuso que su general estaba al tanto de la visita y la aprobaba. Estaba guapísima y le agradó que fuese tan decidida. Y eso que era una cría. Había ido a verle porque le apetecía, sin ocultar que él le importaba. Increíble, ¿no? Quizá era demasiado joven pero, sin saber por qué había comenzado a llegarle muy hondo. Comieron en el pueblo: paella. Roberto la engulló como si se la quitaran, otro síntoma extraño pues hacía tiempo que no disfrutaba tanto de la comida. Ella le miraba desde el fondo de sus profundos ojos marrones, almendrados como los de una mora y le hacía estremecer. Pasaron el resto de la tarde paseando y charlando. Comprobó, no sin cierto reparo, que ella le hacía reír. Justo antes de la despedida, la había acompañado al coche. Fue entonces cuando había visto a Tornell, que acababa de despedirse de su mujer, muy hermosa, por cierto, distinguida, alta, parecía de buena cuna, seguro.

Otra vez lloraba. Entre Pacita y Tornell, le hicieron sentir algo raro. Como si su cuerpo fuera a explotar liberando toda aquella porquería que había acumulado durante años. Ella se fue y se quedó viendo alejarse el coche, como un tonto, mientras agitaba la mano ensimismado. Pacita era una mujer exuberante y una cría a la vez. Era alegre, le hacía feliz, y además, le excitaba. Deseó con todas sus fuerzas que volviera otro domingo. No. Mejor, él bajaría a Madrid. ¿Le agradaría aquello a su jefe? Sintió como miedo. Miedo ¡Él! Algo se rompió en su interior y notó que una sola lágrima rodaba por su mejilla. Percibió que aquello era el comienzo de algo y supo que en cuanto terminara con aquel trabajo iba a dejar el ejército. La única forma de arreglarse la cabeza era aprender a llevarlo a cabo él mismo y eso podía arreglarse. Sabía cómo hacerlo.

Baldomero Sáez llegó a su vivienda algo cansado. Le faltaba el aire después de subir aquella maldita pendiente y caminaba con cierta dificultad porque había bebido demasiado. Odiaba aquellas cuestas de Cuelgamuros. Moverse en el campo, con ese frío y a tanta altura le resultaba agotador. Abrió la puerta y, tras entrar, se dejó caer boca arriba en su cama. No reparó en que alguien, sentado en el butacón, había encendido la chimenea.

—Siempre alerta, ¿eh? —dijo una voz autoritaria y conocida que hizo que el falangista se levantara de pronto, de un salto.

—¡Arriba España, camarada Redondo! —exclamó Sáez cuadrándose brazo en alto mientras daba un sonoro taconazo con sus botas altas.

El otro, apenas una figura perfilada en la penumbra, se le acercó lentamente.

—Te preguntas qué hago aquí, ¿verdad?

—Más bien sí —dijo Baldomero sudando de miedo. Sudaba constantemente, en exceso, aunque hiciera frío. Quizá era debido al sobrepeso que siempre le había acompañado y que había hecho de él un niño infeliz y un adolescente rechazado. Hasta que ingresó en Falange, claro.

—He entrado discretamente en el campo gracias a un amigo —dijo el secretario general— porque he juzgado necesario venir a verte. Descansa. Toma asiento, camarada.

Baldomero Sáez no sabía qué estaba pasando pero aquella visita inesperada no parecía depararle nada bueno. Redondo se le acercó y le arrojó un papel.

—¿Sabes qué es esto?

Sáez echó un vistazo y dijo:

—Claro, una carta. Yo mismo te la envié anteayer.

—¿Y?

—No te entiendo, camarada.

—¿No tienes nada que decir al respecto? ¿Crees que todo está bien?

Baldomero Sáez quedó en silencio. Nunca fue demasiado despierto y no tenía ni idea de qué iba aquello. Lo suyo era cumplir órdenes. Un falangista rechazado en su llamada a filas que no podía luchar como soldado por su asma, un gordo, un segundón que se había hecho un hueco dirigiendo pelotones de fusilamiento y dando tiros de gracia, eso era él. Un tonto útil.

—Léela. En voz alta —ordenó su jefe.

Sáez, con voz trémula, comenzó a leer la carta:

—Cuelgamuros 6 de diciembre de 1943…

—Sigue, camarada, sigue.

Baldomero Sáez obedeció:

—… Al camarada Fernando de Redondo, secretario general del Movimiento:

»Por la presente me complace comunicarte que hay noticias con respecto al capitán que envió aquí la ICCP. No temas, ni la Inteligencia Militar, ni la propia ICCP están interesadas en nuestro asunto. Al menos para algo que nos concierna. Alemán no está aquí por nosotros. Simplemente está loco y lo han enviado a Cuelgamuros para justificarle el sueldo. No me cabe duda. Es íntimo de Francisco Enríquez y eso explica que le hayan ahorrado el deshonor de una licencia por enfermedad. Ya sabes lo que se rumorea sobre su actuación en la guerra: sufrió mucho y aquello provocó que perdiera la cabeza. Se supone que está aquí para investigar si se desvían alimentos al mercado negro. El director, un buen amigo y mejor español, cree que más que nada es para tenerlo entretenido.

No tenemos por qué temer. Se hace evidente que no está aquí para investigar nada relativo a nuestro negocio. Por lo demás, todo marcha como habíamos pensado, lo he confirmado, nuestro hombre viene mucho por aquí. Arriba España, camarada.

—¿Y?

—No sé. ¿Qué he hecho mal? —dijo Sáez quien, antes de que pudiera darse cuenta, se encontró con que Redondo le agarraba por el cuello con una mano mientras que con la otra, le arrebataba la carta y tras arrugarla, se la metía en la boca de un empujón. No pudo reaccionar. Se ahogaba.

—¡Idiota! ¡Eres un idiota! —gritaba el secretario general totalmente fuera de sí—. ¿Qué cojones creías estar haciendo?

Sáez apenas si podía respirar. Mucho menos decir algo. Si su jefe no le soltaba iba a ahogarse allí mismo. Se mareaba. Comenzó a percibir que todo estaba borroso. Al fin, Redondo, más fuerte, alto, bien parecido y peinado hacia atrás, se separó de su presa con hastío.

—¡«Nuestro negocio»! ¡«Nuestro asunto»! Pero ¿te diste un golpe en la cabeza de pequeño? ¿Acaso te caíste de la cuna? ¡Lerdo! ¡Inútil! No vuelvas a hacer alusiones a nuestro asunto por escrito. ¿Quieres que nos descubran? Aquí, en la secretaría, en los ministerios, hasta las paredes tienen ojos. Están por todas partes, en el Movimiento apenas quedan camaradas de los primeros días. Hay que tener cuidado y tú… ¡tú!…

—¡Entendido, entendido! —dijo Sáez alzando las manos para calmar a su jefe a la vez que recuperaba el resuello a duras penas.

—Cualquier comunicación que me hagas, la envías a través de mi secretario, él la leerá y me transmitirá la información de forma oral. Escríbele a su casa. Y nada de fallos. Cualquier error nos puede costar la vida.

—Descuida, camarada.

—No olvides por qué estás aquí.

—Lo sé, lo sé, haremos justicia a José Antonio, a Hedilla y a los compañeros encarcelados.

—Como debe ser. No quiero más fallos o lo pagarás caro —sentenció Redondo saliendo del cuarto sin cerrar la puerta.

Baldomero Sáez quedó de pie, percibiendo el aire frío que entraba en la estancia. Notaba que el corazón le latía desbocado. Debía tener cuidado. No quería defraudar.

El rumor era totalmente cierto. ¡Tornell fue nombrado cartero!

No sabía muy bien por qué habían pensado en él, quizá era porque solía leer sus cartas a los compañeros analfabetos —que eran legión— y aquellas cosas, allí, terminaban por saberse. Siempre había pensado que hacer el bien provocaba que se te devolviera todo lo que dabas y aquel era un buen ejemplo. Obtener un puesto como ese suponía una mejora tremenda. Había que caminar hasta el pueblo y volver: una paliza, porque además luego tendría que recorrer la distancia entre los tres destacamentos, repartir el correo y leer cartas a la mitad de los presos. Pero no tenía comparación alguna con picar piedra. No pudo evitar sentirse ilusionado ante aquella perspectiva: todo el día vagando por ahí solo, sin órdenes, al aire libre. Pudo hablar con el cartero saliente, Genaro, que le confirmó que aquel destino era un chollo y que se ganaba mucho dinero con las propinas de guardianes, capataces y «civiles». Lo del dinero no le importaba. Pero lo demás sí. A pesar de la buena noticia, no todo iba a ser un cuento de hadas. Ocurrió algo que le hizo sentirse preocupado. Fue en administración. Tenía que presentarse allí para hacerse cargo de su nuevo cometido y así lo hizo. Al llegar se topó con un administrativo civil, un mecanógrafo.

Nada más entrar le dijo con toda familiaridad:

—Hola, Tornell.

—Hola —contestó él. Le parecía normal que supiera su nombre pues debía de estar al tanto del cambio de cartero y de su nombramiento.

Entonces, sonriendo, el otro insistió:

—Vaya. ¿No me recuerda?

Al ver que le trataba de usted, Tornell comenzó a alarmarse. Dio un paso atrás.

—No. ¿Debería?

—Usted me metió en la cárcel.

Se quedó de piedra. «Adiós al puesto», pensó para sí.

—No, no tema, hombre —apuntó el mecanógrafo, conciliador—. No soy el mismo, no le guardo rencor. Además, soy un simple oficinista.

Tornell intentó hacer memoria a toda prisa.

—Cebrián, tú eres Cebrián… —dijo señalándole con el dedo como el que hace memoria sobre algo.

—Sí, señor, el mismo que viste y calza —contestó el oficinista sonriendo.

—La estafa al banco de Martorell.

—En efecto. Usted me cazó como a un ratón.

—Lo siento… —Tornell intentaba farfullar una excusa pues se veía malparado.

—Don Juan Antonio, no importa. Yo me aficioné a la buena vida y me lo gastaba todo en el casino y mujerzuelas, si no hubiera sido usted, habría sido otro. Prefiero poder contar que me cazó uno bueno.

—Cuatro años y un día.

—En efecto. Tiene usted buena memoria. Así fue, en la Modelo. Mi mujer me dejó. Cuando estalló la guerra abrieron las cárceles y me la encontré liada con uno de la CNT. Yo había descubierto a Dios en la prisión y no me agradaba el cariz que tomaban las cosas, ya sabe, la manera en que la República perseguía a la verdadera religión. Me pasé a los nacionales y luché. Sargento.

—¿Qué fue de ella? ¿De su mujer?

—¿Te parece si nos tuteamos?

—Sí, Cebrián, claro —repuso Tornell sin saber si hacía lo correcto.

—Lo último que sé es que pasó a Francia, con su miliciano. No se lo reprocho, le di mala vida. Pero ahora soy otro hombre, pertenezco a la Obra de Dios.

—¿Cómo?

—Sí, una agrupación católica guiada por un hombre clarividente, con una visión nueva, renovadora, Escrivá de Balaguer, el Opus Dei. ¿No has oído hablar de nosotros?

Tornell negó con la cabeza.

—Claro, somos pocos, pero iremos creciendo. La religión es la respuesta, Tornell. Y todo te lo debo a ti.

—¿Tú eres el responsable de mi nombramiento? —acertó a decir el nuevo cartero.

—¡No, hombre no! —dijo Cebrián entre risas—. Ni sabía que estabas aquí. ¡Juan Antonio Tornell! El director te espera, pasa a verle.

Al girarse para entrar en el despacho, Tornell comprobó que aquel tipo, Alemán, estaba sentado detrás de él, leyendo el Arriba pero observándole con disimulo por encima del periódico. ¡Lo que le faltaba! Parecía que le siguiera a todas partes. ¿Estaría volviéndose loco?

Tras la conversación con el director salió del despacho exultante. Comprobó con alivio que Alemán se había marchado y se encaminó hacia el tajo para dar por finiquitada aquella etapa de su vida en el campo. Fue entonces cuando se cruzó con Carlitos que volvía muy apresurado a la oficina tras hacer no sé qué recado. Sin aflojar el paso, Juan Antonio le preguntó si había conocido ya a su paisano el Rata, y este le contestó algo que le sonó enigmático: «Ya te contaré». Parecía contento, más animado, tenía hasta buena cara y total, le quedaban cuatro días allí. Se alegró por el chaval. Cuando se incorporó al trabajo, muy feliz, en la que debía ser su última jornada en Carretera, comprobó algo que le llamó la atención: aquellos malnacidos ocultaban al pueblo que allí trabajan presos de conciencia. Fue de casualidad. Había dos piedras enormes que reventar y justo cuando iban a hacer la «pegada» apareció el señor Licerán acompañado por un tipo espigado y muy serio. Al parecer era un inspector de explosivos. En un momento, justo antes de una explosión, el inspector, haciendo un aparte, le preguntó:

—Ese ayudante del barrenero es bueno. ¿De qué empresa es?

Se refería a Bernardo, uno de Torre Pacheco. La dinamita sólo la podían manejar obreros libres, pero en aquel caso, el ayudante sabía más que el oficial, Jesús, un tipo de Consuegra. Tornell, mirando al inspector como si fuera tonto, le contestó con toda naturalidad:

—De ninguna, es un preso.

—¡Cómo! ¡Un preso!

—Claro, todos nosotros lo somos.

—No puede ser… ¿presos?

—¿No lo sabía? Excepto el oficial, los demás somos penados del ejército republicano.

—Pues no —contestó el inspector—. No tenía noticia, la verdad.

Y poco a poco se alejó por no hablar del tema. Tornell reparó con rabia en que la España de Franco no sabía que el que debía ser gran monumento a la reconciliación se estaba erigiendo sobre el sudor y las lágrimas de los de un solo bando. Miserables. La gente de la calle sabía que había mano de obra reclusa reconstruyendo el país pues veía los Batallones de Castigo trabajando en puentes, vías y carreteras. Pero se hacía evidente que las autoridades habían optado por ocultar que, precisamente allí, trabajaban los vencidos.