Capítulo 12. Toté

Aquella mañana Tornell esperó ansioso el autobús de la Tabanera que llegaba desde Madrid por Guadarrama tras pasar por El Escorial. Había oído misa para que le sellaran el ticket y se había bajado a esperar la tartana. Los presos que iban a tener visita aguardaban impacientes. Él el que más. Temía que hubiera algún imprevisto y que Toté tampoco pudiera ir esta vez. Cuando vio llegar el autobús sintió que se le saltaba el corazón. Ella bajó la primera: guapa, alta, siempre tan distinguida, incluso en un lugar como aquel. Tornell corrió hacia ella y se fundieron en un abrazo. No podían dejar de llorar. Ninguno de los dos.

Ella, tras unas lágrimas iniciales, se separó, y tras echarle un vistazo dijo:

—¡Estás en los huesos! ¿Qué te han hecho?

Juan Antonio le chistó para que no hablara en esos términos.

—¡Qué dices! —contestó sonriendo—. Ahora estoy hecho un Tarzán. Si me hubieras visto al llegar aquí…

Volvieron a abrazarse y se besaron profunda y lentamente.

El cura andaba por allí, como siempre, para evitar que los presos y sus mujeres sobrepasaran el decoro con sus muestras de cariño, por lo que Tornell la tomó del brazo y se perdieron monte arriba. Como hacían los demás. Allí, bajo un enorme pino, sin apenas haber hablado hicieron el amor. Dos veces. Hacía seis años, quizá más, que Juan Antonio no sabía lo que era estar cerca de una mujer, de su mujer. Era maravilloso estar allí, como en un sueño, tocarla, olería. Su piel era tan suave… En aquellos momentos, esa era la única realidad y Cuelgamuros parecía una mala pesadilla de la que acababa de despertar. No podía evitar el recuerdo de lo que había pasado en los campos de concentración en los que había malvivido. Recordaba el frío de Teruel, cuando cayó prisionero, herido en la pierna y tratado como un perro. No le avergonzaba recordar que les había contado todo lo que sabía sobre las posiciones del ejército de Saravia. Además, acababan de llegar a la zona y tampoco era gran cosa. No quiso darles la oportunidad de que le hurgaran en la herida para hacerle hablar. Había sido hecho prisionero por el plan de un niñato analfabeto, aquella idea peregrina de los perros y la dinamita y estaba enfadado por ello. Aquel sistema no merecía que se resistiera y sufriera tortura por continuar con el delirio, el desorden que les llevaba de cabeza al caos. Sólo pensaba en su mujer, en sobrevivir. Fue un cobarde quizá. Pero no es fácil pasar por una situación así. Herido, prisionero, a veinte grados bajo cero. Logró sobrevivir gracias a unos ajos que llevaba en el bolsillo. Tres cabezas. Los comía crudos porque sabía que eran buenos para la circulación y para las infecciones. Pasaron seis largos días hasta que le evacuaron a un hospital. Todo eso y más se agolpaba en su mente junto a Toté, convirtiéndose a sus ojos, en alguien más callado y extraño.

—¿Dónde estás, Juan? —le dijo ella acariciándole la cara.

Tumbados en una manta de cuadros, bajo un enorme pino, notaba que ella le miraba con pena, horrorizada por el aspecto que el hambre y las privaciones habían terminado por darle. No le gustaba que su mujer le viera así. Se pusieron al día: no, no estaba con nadie, le había esperado. Siempre había sabido que estaba vivo o por lo menos había querido creerlo. Supo que había sido hecho prisionero por una carta de su comandante. Temió lo peor, sí, pero al acabar la guerra se sintió aliviada porque al menos pudo saber que estaba vivo, que no lo habían fusilado. La Cruz Roja la había ayudado a saber dónde se hallaba. Ella volvió a llorar cuando le contó que su padre y su madre habían logrado escapar por la frontera con Francia al acabar la guerra, como tantos y tantos catalanes. Estaban muertos. Su padre, Hereu, no pudo reponerse de aquel camino a pie y falleció en un campo de prisioneros en Francia. Enriqueta, la madre, le siguió un año después. Hasta ahora no habían podido hablar de ello. Y ella, en sus últimas cartas, se lo había ocultado. Decidieron comer bajo aquel pino, «la suite nupcial», como lo bautizó ella. Hacía frío pero había salido el sol y calentaba el cuerpo. Toté dispuso un mantel de cuadros que sacó de una cesta. Allí había un poco de queso, vino y ¡una tortilla de patatas! Se sintió el hombre más feliz del mundo. Más tarde bajaron al campo, donde Juan Antonio cambió el ticket por algo de tabaco y aprovechó para presentar a Toté a los compañeros. Todos quedaron con la boca abierta. Se la comían con los ojos. Se sintió orgulloso de ella.

Tornell reparó en que Toté se esforzaba por agradar. Estuvo muy simpática con unos y con otros, sí, pero él sabía, se le hacía evidente, que estaba horrorizada al ver cómo habían terminado aquellos hombres, valientes defensores de la República en otro tiempo. Todos habían sido soldados, hombres valerosos; él mismo lo fue y ahora se hallaban reducidos a aquella mísera condición de esclavos de los vencedores. Trabajando hasta matarse por conseguir unas monedas y soñando con el día de la libertad. Ya no fantaseaban con salvar al mundo, con eliminar a los capitalistas o acabar con el hambre, no. Todo había terminado. Ella había intentado disimular el horror que le producía verle así, verlos de aquella forma, pero Tornell sabía lo que pensaba. No dejó de decirle que estaba distinto, que había cambiado. ¿Cómo no iba a ser una persona distinta después de haber vivido un infierno? Toté intentaba disimular pero de vez en cuando se le escapaba un «qué flaco estás». Tornell no pudo ni quiso contarle que aquello, comparado con los demás lugares en que había estado, era casi un paraíso. Resultaría increíble para alguien de fuera. Luego dieron un paseo. Ella se sorprendió al ver que había familias de presos viviendo en aquellas chabolas. Dijo incluso que quería dejar el trabajo y vivir allí con él.

—¡Ni en broma! —contestó él dando por cerrado el asunto.

No quería que su mujer viviera de aquella manera por su culpa. Ella era de buena familia, había crecido en un buen ambiente y estudiado en buenos colegios. No deseaba que terminara malviviendo así, como un animal. Allí hacía mucho frío y en las chabolas apenas podía uno entrar en calor.

—¡Y tú eres hijo de notario! —le reprochó ella intentando imponerse.

Tornell no recordaba lo guapa que se ponía cuando se enfadaba. Siempre tuvo un algo de lo que carecían las demás; no sólo su belleza sino quizá un aire de distinción que la hacía parecer por encima de las otras, un no sé qué casi aristocrático que le llevaba a pensar que en otra época tal vez hubiera sido duquesa o la esposa de un príncipe. Incluso en los días de la revolución la gente le cedía el paso, le cedían el asiento en el tranvía. Parecía estar por encima del mundo pese a que era una joven sencilla que prefería ver las cosas buenas de los demás en lugar de centrarse en los aspectos más mezquinos de la política. Quizá sólo lo pensaba él y ella era una de tantas, pero la amaba. Tornell supo convencerla para que siguiera con su trabajo y aguantara. Aunque sólo pudieran verse una vez cada tres semanas o incluso, una al mes, aquello era soportable. Él lo podía aguantar. Ahora que la había visto lo sabía. O eso le dijo. La animó diciéndole que ni siquiera tendrían que esperar ocho años. De vez en cuando había indultos. Quizá en cinco o a lo sumo seis años saldría de allí. Entonces se irían al extranjero. En España no podría volver a ser policía y no sabía hacer otra cosa. Una nueva vida en otro lugar. Lejos de aquel país cainita y maldito. Lejos de toda aquella gente, de vencedores y vencidos. Ella, ilusionada y crédula, se convenció sin sospechar que él le estaba mintiendo. No habría otra vida lejos de allí, en otro lugar, pero sólo Tornell lo sabía. Se maldijo por haberle mentido de aquella manera.

Estuvieron ojeando la prensa, las carteleras de cine. Tenían muy buena pinta y fantasearon con la posibilidad de ir juntos a ver una buena película. Tornell no recordaba la última vez que había estado en un cine. Venían anuncios muy grandes, con carteles muy bonitos: Sólo los ángeles tienen alas, con Cary Grant y Rita Hayworth. ¡Qué envidia! Poder salir, de allí, juntos, ser libres…

Cuando se despidieron, ella le abrazó y se echó a llorar. Le quedaba un viaje de vuelta larguísimo por delante y no quería separarse de él. A Tornell se le hizo un nudo en la garganta. Apenas si podía hablar. Cuando vio el autobús alejarse y a ella agitando la mano en la parte de atrás, no pudo reprimir el llanto. Una vez más, el que fuera curtido policía, se deshizo en lágrimas. Y ocurrió por dos motivos: porque no quería que se fuera y porque le había mentido. ¿Merecía ella algo así? ¿Acaso era tan importante su venganza?

En aquel momento, de nuevo, pasó junto a él el Loco Alemán. Iba del brazo de una chica joven, atractiva, que al parecer había subido a verle en un coche negro que llevaba el estandarte de un general. Aquel tipo volvió a mirarle fijamente, de forma extraña, como cuando le vio llorar abrazado a Colás. Tornell se sintió incómodo pues sintió que el otro no le perdía de vista, le miraba y le miraba. Siguió haciéndolo de modo insistente mientras que caminaba cuesta abajo sin soltar el brazo de la mujer. Y él llorando como un idiota. ¿Cómo había podido permitir que aquel hombre, un enemigo a fin de cuentas, le viera así? Sintió rabia. Impotencia. Y vergüenza.

Al menos el crío de la FUE, Carlitos, se adaptaba. Había tenido mucha suerte y hacía dos días que había sido trasladado a la oficina de San Román a hacer de oficinista porque era universitario y su familia parecía tener cierta mano. Lo cambiaron a otro barracón y Tornell lo veía mucho menos. Carlitos parecía triste por el cambio, así que Juan Antonio intentó animarlo contándole que el Rata era de Don Benito como él. Pensó que al chaval le vendría bien hablar con un paisano. Aquello puso muy contento al crío pero le desanimó saber que, de momento, no podrían conocerse porque David el Rata llevaba más de veinte días desbrozando un cortafuegos con un pelotón cerca de Guadarrama y no habían coincidido aún. Esperaba que el contacto con el Rata le hiciera sentirse mejor. Cuando uno está encerrado esas pequeñas minucias son las que te hacen soportable la vida; lo sabía por experiencia. La vuelta de David era inminente, así se lo había hecho saber el señor Licerán, por lo que Tornell se tranquilizó al respecto.

Apenas habían pasado dos días de la visita de Toté y la añoraba más que nunca. Además, le había ocurrido algo raro. Higinio, el hombre al mando de los comunistas, el preso de confianza, se le acercó a la hora de comer y le dijo de pronto:

—¿Podemos contar con tu ayuda?

—¿Conmigo? Pues claro, ya lo sabes. Para eso estoy aquí. ¿En qué más os puedo ayudar?

—Algunas cosillas podrás hacer en tu nuevo puesto.

—Bastante hago ya, ¿no? Además, ¿de qué puesto hablas?

Entonces, Higinio le soltó la noticia.

—Te van a dar el puesto de cartero, el lunes.

Tornell se quedó paralizado, sorprendido. Con la boca abierta.

—Pero… —acertó a decir—… ¿de qué hablas? ¿Cómo lo sabéis?

—Es obligación del Partido saberlo todo, ¿contamos contigo? Podrás subir y bajar del pueblo e igual te pedimos algún favor.

—Si no es cosa de riesgo, sí. Tengo mis prioridades.

—Sí, sí, está claro.

—¿Cartero?

—Sí, sí, cartero. Ya te iré avisando entonces, no temas. Serán cosas sencillas…

Y se fue dejándole intrigado.

Tornell hizo sus indagaciones y supo que, en efecto, el tipo que hacía de cartero, uno de Construcciones San Román, salía libre el lunes.

Pero ¿por qué él? Llevaba poco tiempo allí y aquel puesto era un chollo, sólo para enchufados. ¿Por qué se lo daban a un preso tan nuevo?

No quería hacerse ilusiones, pero pasar de picar piedra a ser cartero sería dar un paso de gigante, una mejora increíble en sus condiciones de vida. No quería ni imaginarlo. Un puesto tan bueno y con tanta libertad le permitiría ir de un lado a otro libremente. Fantástico. Pero no, no podía ser cierto.

Tornell no podía sospechar el motivo por el que iba a ser designado cartero. Si es que aquello iba a ocurrir, claro estaba. Higinio, el jefe de los comunistas lo sabía todo y si decía que así iba a ocurrir, sus razones tendría, por improbable que pudiera parecer. En cualquier caso decidió no pensar en ello. No era bueno hacerse ilusiones en balde.