Después de los acontecimientos de aquella noche Tornell pasó casi todo el domingo durmiendo. Fue a misa, eso sí, por el ticket. Comió bien y volvió a descansar. Estaba más tranquilo. Cuando quedó a solas en el barracón, aprovechó para hacer anotaciones en su diario. Colás apareció por allí a eso de las ocho de la noche. Tornell dio las gracias de nuevo al señor Licerán y al Poli bueno, Fermín. Nada más verle, le dijo a Colás que se merecería trabajar no cinco sino mil domingos, por idiota. No le habían pegado. Entonces, tras sermonearle como si siguiera siendo su subordinado, se abrazó a él y rompió a llorar. No sabía muy bien qué le pasaba pero no pudo evitarlo. Se sintió como un niño, invadido por la emoción, y se deshizo en un mar de lágrimas. Le molestó mucho que, casualidades de la vida, en aquel momento pasara por allí Roberto Alemán, el Loco, el del incidente de las piedras. Aquel desequilibrado se quedó mirándole con curiosidad, con ojos escrutadores. Luego siguió su camino. Estaba chiflado. Tornell sabía cómo las gastaban aquel tipo de fanfarrones que no perdonaban la debilidad. Y mientras tanto él, allí, llorando como una colegiala. No quiso pensar más en aquello. Lo importante era que Colás estaba bien. Entonces, sin poder evitarlo, su mente volvió a Alemán. ¿Qué le ocurrió tras escapar de la checa?
Roberto Alemán continuó con sus pesquisas pero, de momento, no avanzaba demasiado. Comenzaba a sospechar que aquellos que distraían las mercancías conocían de la naturaleza de su misión allí. Desde su llegada había acudido un par de veces a la oficina a comprobar discretamente los estadillos: primero sobornó a un administrativo del campo, Paco López Mengual, un buen tipo. Gracias a él pudo comprobar —siempre eligiendo una o dos mercancías al azar— las cantidades entrantes y luego las que quedaban en el almacén y estas coincidían plenamente.
Además, su ordenanza, Venancio, le ayudó encargándose de vigilar, discretamente, la llegada de los camiones y su descarga. Por extraño que pareciera no había visto nada raro. Alemán había hecho averiguaciones telefoneando a la ICCP. Logró hablar con un viejo compañero de la Academia de Alféreces Provisionales, José Antonio Jamalar, que le había contado que era práctica habitual distraer las mercancías cuando llegaban a los campos. De manera que el estadillo que se llevaba a modo de inventario y el menú diario que se registraba en la oficina no coincidían con lo que de verdad se servía a los presos en los campos. Siendo práctica habitual el desvío de alimentos para el mercado negro resultaba muy extraño que el menú coincidiera con el de la oficina. Además, Venancio había hablado con unos presos que decían que el rancho había mejorado ostensiblemente en los últimos días. Todo aquello apuntaba en una dirección: los implicados en el estraperlo sabían de la naturaleza de su misión, estaban sobre aviso y le sería muy difícil descubrirles. No estaban robando ni un gramo de harina y así seguirían mientras él se hallara en el campo.
A Alemán, por otra parte, le llamó la atención encontrarse una mañana por allí a Millán Astray que, siguiendo su línea de comportamiento habitual, soltó una soflama insufrible a los penados. Roberto sabía que estaba totalmente ido y aquello le animó, la verdad, pues era agradable comprobar que había alguien peor que él. Las mutilaciones asustaban a la gente y Millán Astray sabía jugar con aquel detalle y sacarle partido. Cuando lo vio le saludó muy afectuosamente porque sabía que la gente creía a Alemán tan loco como él. Los presos aguantaron estoicamente su arenga patriótica porque sabían que, al acabar, siempre tenía el detalle de repartir tabaco a espuertas. Charló con aquel loco durante algo más de diez minutos y se alegró al saberse fuera del acceso a los círculos de poder. Todos aquellos tipos estaban para encerrarlos en un manicomio y tirar la llave. El director del campo era otra cosa. A Alemán no le gustaba y era su máximo sospechoso. Pudo averiguar en administración que tenía deudas —quizá era su hombre—. Su mujer era una mandona, una bruja horrible a la que odiaban los presos. Había convencido al marido, un pusilánime, para que los penados llevaran unos botones o chapas de identificación: blancos si cumplían treinta años de pena y dorados si habían tenido condena a muerte. A los capataces —que eran quienes manejaban aquello de verdad— no les agradaba la medida y habían llegado a enfrentarse al marido. En cualquier caso, aquella mujer antipática y mal encarada se creía una réplica de la mujer de Franco y eran frecuentes sus viajes a Madrid para malgastar en ropa y collares. Los capataces, fieles a sus respectivas empresas, no eran partidarios de que se maltratara a los presos. Sabían que un obrero contento rinde más; además, los penados convivían con obreros libres que eran quienes tenían acceso a los explosivos y a las tareas de más responsabilidad. Críspula se llamaba aquella beata a la que Roberto decidió no perder de vista. Otro posible sospechoso para Alemán era el capitán de la Guardia Civil. Nadie comprendía para qué era necesaria la presencia de un oficial allí para tan poco destacamento por lo que se rumoreaba que era un enchufado. Otros decían que estaba allí castigado, para purgar un asunto de faldas con la hija de un general a la que había arrastrado al mal camino. Se decía que era un hombre vicioso, de origen aristocrático, un tipo decadente que nunca subía al destacamento donde un sargento se hacía cargo de todo. Alemán averiguó que el capitán era morfinómano. Se llamaba Trujillo, capitán Trujillo, y al parecer se había aficionado a aquella droga durante la guerra, como tantos otros. Eso le hacía vulnerable y un posible sospechoso pero apenas acudía al destacamento desde su casa en El Escorial por lo que no debía estar al tanto de los tejemanejes del campo. ¿Cómo podría controlar el desvío de alimentos desde el pueblo? Alemán llegó a la conclusión de que debía entrevistarse con él.
El sabueso que Falange había colocado tras sus pasos continuaba siguiéndole. Aquel Baldomero Sáez era un tipo brutal que disfrutaba propasándose con los presos. Alemán reparó en que a él, sorprendentemente, aquellos pobres prisioneros comenzaban a darle pena. Igual se estaba haciendo blando. ¿Por qué le seguía Sáez? Necesitaba información sobre el falangista, pero ¿dónde podría obtenerla?
A mitad de semana ocurrió algo que vino a preocupar sobremanera a Juan Antonio Tornell. Algunos hombres jugaban a los bolos al acabar la jornada. Lo hacían junto a los barracones, pese al frío, y los demás pululaban por los alrededores echando un cigarro o charlando antes de que llegara la hora de la cena. Fermín, el Poli bueno, les vigilaba siguiendo las incidencias del juego mientras dejaba pasar los minutos hasta que llegara la hora de retirarse a su pequeña vivienda. Entonces apareció por allí Alemán. A Tornell le daba grima. Todos le tenían miedo y él temía que algún día supiera que una vez, aquel despojo humano que tenía delante, un prisionero, había sido el encargado de esclarecer los detalles de su fuga. Curiosamente, el militar se dirigió hacia él y le arrojó, sin más, un cartón de tabaco.
—Toma —dijo por toda presentación.
Tornell y Colás, que charlaban tranquilamente, se levantaron de golpe para cuadrarse.
—Sentaos, sentaos —dijo Alemán—. Descansad.
Hubo un silencio embarazoso. Todos los presos miraron hacia el lugar donde se encontraban. Incluso los que jugaban a bolos interrumpieron la partida.
—Perdone, señor, no entiendo —repuso Tornell tímidamente.
—Son para ti. Te lo mereces —dijo el capitán.
—Pero esto… señor, esto es mucho. Es un tesoro —farfulló el preso totalmente avergonzado.
—Bah, una nadería, tengo un montón. Estuve en aduanas.
Tornell no sabía qué hacer. Todos le miraban como acusándole pero no podía rechazar aquello. Hubiera sido considerado como una afrenta por aquel loco y no quería agraviarle. Su reacción podía ser imprevisible al tratarse de un demente. Colás, discretamente, se hizo a un lado. Tornell, con el cartón de tabaco en la mano, hizo un aparte con el oficial.
—Señor, usted disculpe —le dije—. Le agradezco mucho este detalle, pero no sé por qué merezco esto.
—El otro día te vi. Llorabas.
Juan Antonio sintió una punzada de rabia. No le agradaba que uno de sus carceleros le hubiera visto llorar. Había jurado no darles el gusto de verle vencido, humillado. Además, aquel tipo era un chalado. ¿A qué venía aquello?
—No, no te preocupes —continuó diciendo el Loco—. Sé lo que pasó con tu compañero, me han contado que violaste el toque de queda para intentar socorrerle. Ese Colás y tú tenéis valor. Os apoyáis en la desdicha, en los momentos más difíciles, como hacen los buenos soldados y los hombres valientes. Compártelo con él si quieres. Te honra haber llorado por ver sano y salvo a un amigo, eres un buen tipo Tornell. Es un presente de soldado a soldado. —Volvió a hacerse el silencio entre ellos.
Alemán miró alrededor y reparó en que todos les observaban.
—¡Cada uno a lo suyo! —gritó entonces el oficial mirándoles con mala cara. Los presos volvieron, sumisos, a sus actividades. Alemán tomó a Tornell del hombro y lo apartó para que se sentara junto a él en una enorme piedra.
—No te preocupes, hombre, no pasa nada. Toma asiento, no muerdo —dijo como invitándole a charlar.
Juan Antonio hizo lo que el oficial le decía y tomó la palabra:
—Señor, no se lo tome a mal. Le agradezco mucho el gesto, pero es que mis compañeros pueden pensar que… que soy…
—¿Que eres un chivato?
—Sí, más o menos.
Alemán estalló en una violenta carcajada.
—¡Qué coño! —dijo—. Tú eres un tipo valiente, con más cojones que todos esos piltrafas. No temas. Lo saben. Y te respetan por ello. Además, he leído tu expediente.
—Si no le importa, me gustaría repartirlo. El tabaco, digo.
—Sí, sí, buena idea, así limarás asperezas. Lo entiendo, lo entiendo…
Quedaron en silencio de nuevo.
—¿Sabes? Tú y yo somos oficiales. Luchamos en bandos distintos y uno ganó, sí, pero debemos ayudarnos, ¿no? —dijo de pronto el Loco.
Tornell asintió. Aquel tipo le ponía nervioso. Estaba para encerrarlo en un psiquiátrico.
—No debes tenerme miedo —continuó—. Sé que se cuentan cosas sobre mí. No hagas caso, la mayor parte de ellas son falsas.
—Pero dicen que usted escapó de la checa de Fomento.
—Sí, ¿ves? Y eso sí que es verdad. Aún no me explico cómo pude hacerlo. Salí de allí hecho una bestia, un animal peligroso. No negaré que he sido un buen soldado, ya sabes, matar es nuestro trabajo. Pero se dicen muchas mentiras, en mi vida he dado el tiro de gracia a un tío. Lo mío fue siempre el frente. Salvo…
—¿Sí?
—Salvo al acabar la guerra. Había jurado vengar la muerte de mis padres y de mi hermana. Murieron en aquella checa —Tornell puso cara de pena y disimuló como si no lo supiera—. Yo me había propuesto cazar a todos los chequistas que pudiera. La mayoría logró escapar al extranjero. Pero di cuenta de los que quedaron aquí. Varios. El último, Felipe Sandoval.
—El doctor Muñiz.
—Se hizo famoso, ¿eh? Menudo hijoputa. Todo el mundo en España llegó a conocer a ese carnicero.
—No, no, yo lo conocí personalmente.
—¡Cómo!
Tornell notó que el otro le miraba con desconfianza.
—Sí, de mis tiempos de policía. Sandoval era un delincuente. Era de Madrid, sí, pero cometió muchos delitos mientras vivía en Barcelona.
—Por un momento pensé que igual habías sido anarquista pero, claro, tú fuiste policía. ¿Cómo ibas a andar enredado con la CNT?
—Y de los buenos —dijo Tornell con cara de pena—. Me gustaba mi trabajo y no se me daba mal, la verdad. Recuerdo a Sandoval. Un ladronzuelo. Había salido por piernas de París, donde desplumó a una doméstica. Lo detuvimos varias veces. Allí, en Barcelona, fue donde los carceleros le deformaron la cara de una paliza. El tipo había intentado fugarse en un motín muy violento y lo cazaron. Le dieron lo que no está en los escritos. Luego se hizo anarquista. Lo demás, ya lo sabrá usted.
—Sí. Lo sé.
—Me lo encontré en Madrid, cuando la guerra. Iba armado y acompañado por tipos violentos como él. Me miró mal, me recordaba. Sentí miedo, la verdad, era evidente que estaba aprovechando para igualar cuentas con aquellos que le habían afrentado en el pasado. ¿Cayó prisionero?
—¿Cómo?
—Sí, Sandoval. ¿Fue hecho prisionero?
—Intentó escapar por Alicante pero, como ya sabrás, los barcos no llegaron a tiempo.
—Lo sé.
—Alguien lo identificó y lo mandaron para Madrid en la Expedición de los 101.
—¿Los 101?
—Sí, los más buscados: periodistas, diputados, alcaldes, pistoleros, criminales… no creas, el tipo cantó de lo lindo. Está todo en la «Causa General». Me avisaron. Cuando llegué estaba ido, entre la tortura y las amenazas de sus compañeros había terminado por romperse. Todos sabían que había confesado y delatado a sus camaradas. Le animaban a matarse desde sus celdas y no le dejaban dormir, los carceleros lo escuchaban todo.
Hubo un nuevo silencio.
—¿Y qué pasó? —preguntó Juan Antonio arrepintiéndose al instante de haberlo hecho.
Alemán lo miró fijamente a la cara.
—Lo tiré por la ventana —dijo sin atisbo de emoción.
—Vaya.
—Luego dijeron que se había suicidado. Quizá no debí hacerlo. No creas, Tornell, es la única vez en mi vida que he matado a un hombre desarmado, lo juro. Pero no me arrepiento. Había leído su declaración y sabía que era carne de cañón. Un desgraciao sin padre que había crecido en la barriada de las Injurias. Un crío que se había criado delinquiendo y malviviendo de la caridad de los hospicios. Lo sé. Sé que un tipo así no tiene oportunidad en la vida. Pero yo quería hablar con él, echármelo a la cara y preguntarle qué culpa tenían mi hermana y mis padres de aquello, de que su vida hubiera sido así. Y yo mismo. ¿Qué le habíamos hecho?
Alemán volvió a quedar en silencio. Roberto siguió hablando:
—Pero no. Lo vi y no pude contenerme. Lo enganché del pescuezo y lo levanté en peso. Ya no parecía tan valiente, ¿sabes? Lo arrojé al vacío, sí. De pocas me cuesta un disgusto. Me salvó el que ya hubiera cantado de pleno.
Tornell miró al capitán a la cara, parecía hacer un gran esfuerzo por recordar, como si se hallara lejos de allí.
—¿Sabe? Siempre he pensado que gente así, como Sandoval, son los que nos hicieron perder la guerra. Los sádicos, los torturadores se crecen en ocasiones como aquella. El caos y la desorganización nos perjudicaron, pero la gente como el doctor Muñiz nos hizo perder muchas adhesiones, sobre todo entre las clases medias.
—No tengas duda, Tornell, no tengas duda. Yo mismo no tenía filiación política alguna y mira… Pero los verdaderos culpables son los que estuvieron de acuerdo en utilizar a carniceros así para lograr sus fines.
—Quizá. Nunca estuve de acuerdo con lo que ocurría en las checas, Alemán.
Roberto asintió con la mirada perdida. Entonces habló:
—Eso, viniendo de un rojo tiene un gran valor para mí, Tornell. Y no creas, que los míos también hicieron cosas… podría contarte cosas que vi, barrabasadas cometidas por los moros que asustarían al más templado. La guerra, amigo, la guerra. Y se siguen haciendo barbaridades, créeme.
Volvieron a quedar en silencio.
—Disfruta del tabaco y descansa. Eres un buen hombre, Juan Antonio —dijo Alemán levantándose y dando por terminada la conversación.
Cuando Tornell quedó a solas reparó, con sorpresa, en que había sido agradable charlar con aquel tipo. Sintió, una vez más, lo sucedido en la checa y comprendió por qué la guerra creaba monstruos como aquel. Lo que más le preocupaba era que, por un momento, había estado a punto de contarle lo de la investigación que él mismo había llevado a cabo. Lo tomaría por uno de sus captores. Se mentalizó para no meter la pata y no comentar el asunto con nadie, ni siquiera con Colás.