Capítulo 10. Gente

Roberto Alemán, al que los presos habían bautizado con el sobre nombre del Loco, aprovechó sus primeros días de estancia en Cuelgamuros para irse haciendo una idea de cómo funcionaba aquello. Estaba de vuelta de todo y, tras «su crisis», le importaban un bledo el Movimiento, Franco, o Falange. En realidad nunca le habían importado, nunca le interesó la política y si había terminado por convertirse en militar de carrera era sólo por matar enemigos, rojos, aquellos seres a los que había terminado por odiar tras lo de la checa de Fomento y a los que había jurado exterminar para vengar a su familia. Nunca le habían interesado las luchas políticas. Había participado en la guerra, como tantos, empujado por las circunstancias, más para vengar los desmanes del enemigo con los suyos que por otra cosa. Le constaba que había muchos así también en el otro bando. Personas que, sin ser socialistas, comunistas o anarquistas, habían acabado pegando tiros porque les habían fusilado al padre o a los hermanos. Hubo dos guerras, o mejor, tres. Lo había pensado muchas veces: primero la de los convencidos, fanáticos de uno y otro bando que mataban fríamente y que consideraban algo lícito la eliminación del enemigo. La segunda la de gente como él, pobres desgraciados que habían tomado parte por uno u otro bando tras perder a familiares o amigos que habían sufrido la represión de cualquiera que fuera el enemigo. Y la tercera la de la mayoría, gente de la calle que por su quinta, sin comerlo ni beberlo, habían tenido que luchar, padecer y morir por lo que otros les ordenaban. Todo aquello había pasado y quería olvidar, pero era como si su vida se hubiera detenido aquel desgraciado día en que se presentó en la checa de Fomento a preguntar por sus padres y su hermana. Le costaba seguir adelante.

Estaba allí, en Cuelgamuros, por Paco Enríquez, que le había encargado una misión que él quería cumplir, sólo por eso. Pese a que pensaba que él y su general eran soldados y no terminaba de ver claro que Enríquez se hubiera metido en aquel asunto de la ICCP. Explotar a hombres de aquella forma no le parecía honesto. Matarlos en el frente, de tú a tú, era otra cosa… pero abusar así de los soldados enemigos le parecía inmoral. Seguía odiando a los rojos, sí, no cabía duda, pero no tanto como en los primeros días de la guerra. Ahora le parecían inofensivos. Habían perdido y no tenían futuro alguno en aquella sociedad. Los elementos con mando estaban muertos o fugados al extranjero. Aquellos que penaban en Cuelgamuros no eran mala gente. Además, habían pagado con creces cualquier exceso cometido durante la contienda. Eran el enemigo, pero una cosa era matar a un hombre en el frente y otra torturar a un soldado derrotado de aquella manera. Despojar a un combatiente de cualquier atisbo de dignidad de aquella forma era algo miserable y ruin. Añoraba la guerra porque seguía enfermo de odio pero, pese a lo que se contaba de él por ahí, nunca había matado a un hombre desarmado. Miraba a aquellos hombres hundidos, vencidos, acarreando piedras y trabajando como esclavos y sentía algo parecido a la pena. Siempre había temido caer prisionero, sabía lo que era eso. Nadie merecía un trato como aquel, si acaso una muerte en combate, digna, heroica, y una carta a la madre de su sargento contando cómo el soldado había caído por su país, pero aquello no… No era digno. Sabía que los japoneses se quitaban la vida antes de rendirse y que trataban con una dureza extrema a los prisioneros, pues para ellos un soldado que claudicaba ante el enemigo no era ni siquiera un hombre. Él sabía que las cosas en la guerra no eran, ni mucho menos, tan sencillas. Caer prisionero o ser herido y que te dejaran atrás eran contingencias que muchas vences dependían del destino y que no podían ser evitadas. No tenía nada que ver con el valor sino con las circunstancias, la suerte. Al menos él, durante la contienda, había tenido suerte.

Ahora deambulaba arriba y abajo y observaba. Al principio le seguían un par de guardianes pero enseguida dejaron de hacerlo. No ocurría lo mismo con un delegado de Falange en las obras, un tal Baldomero Sáez. Un tipo orondo con un ridículo bigotillo que unas veces se le hacía el encontradizo y otras se adivinaba en el horizonte, observándole. Le encargó a Venancio que se informara y este averiguó que era hombre bien relacionado con el secretario general de Madrid, el camarada Redondo. ¿Por qué le seguiría como un sabueso? Le resultaba difícil moverse en ese nuevo mundo que era la victoria. Aquella red de intrigas, influencias y camarillas no era de su agrado. Cuando acabara aquel trabajo debía replantearse qué hacer. A veces, al relajarse, pensaba en la comida de Madrid y en Pacita. A fin de cuentas, aunque se sabía loco, ido, era un hombre, y aunque sólo deseaba que pasaran los días de aquel castigo que le parecía la vida, sentía que algo bullía en su interior al pensar en ella, en sus formas, sus labios y sus pechos, que se movían rítmicamente bajo el jersey de punto al reírse o respirar. Había terminado por convertirse en un viejo verde.

Al menos aquellos parajes eran hermosos, sin duda. Le hacían sentirse bien tras las largas caminatas que daba para mantenerse en forma y relajar la mente. Aquello reconfortaba al espíritu aunque creía no tener alma. Además, no era creyente. El punto más alto era el Pasco de Abantos, a 1.758 metros de altura, al que acudía a diario para hacer ejercicio. Había varios arroyos por allí, el más hermoso el de Tejos, y proliferaban los espinos, helechos, jaras y tomillos. Pocos árboles quedaban del bosque inicial que poblaba la finca que dio nombre al paraje del Pinar de Cuelga Moros, pero aún destacaban algunas hermosas encinas, pinos y algún que otro roble. Hacía frío y el aire curtía como si aquello fuera Siberia. Los presos se empleaban a fondo y los obreros libres se llevaban bien con ellos. No había sabotajes pues sólo habrían provocado accidentes que hubieran ido en contra de los pobres penados o, a lo peor, habrían generado duras represalias por parte de los guardianes. Además, ya había bastantes accidentes de por sí. De hecho, de vez en cuando se producían pequeñas tragedias: una vagoneta que atropellaba a un hombre, una piedra que machacaba una extremidad, fracturas, cortes y muchas contusiones. En la enfermería no paraban.

En cuanto le fue posible se entrevistó con el arquitecto, don Pedro Muguruza, un vasco que había sido hombre sano, atlético y que contaba con cincuenta y nueve años de edad. Era un tipo de esos revestidos con un aire mesiánico, muy religioso, de los que parece que tienen una misión en el mundo. A Alemán no le gustó demasiado pese a que era respetado por los presos pues todo el mundo sabía que los trataba muy bien. Solía pagar comidas especiales de vez en cuando, en fechas señaladas y apoyaba a los equipos de fútbol de las tres empresas en las que jugaban a la vez penados y obreros libres. Se decía que, cuando la quema de iglesias del 31, había recorrido Madrid buscando reliquias y objetos de culto que hubieran podido salvarse de la quema pese a jugarse la vida por ello. A Alemán no le agradaba la gente religiosa en exceso. En el fondo, recordaba que sus padres y su hermana habían muerto por tomarse aquello de las misas y el incienso demasiado en serio. El estallido de la guerra sorprendió a Muguruza, en efecto, en Madrid; pero le ayudaron a salir de la España Republicana desde el cuerpo diplomático británico. Entró en la España Nacional y desde siempre contó con la estima directa del Generalísimo, que le nombró director general de Arquitectura. Era un hombre con una visión grandilocuente de su oficio, muy en la línea de las construcciones majestuosas del Fascio o el III Reich. Se plegaba absolutamente a los deseos de Franco, que era buen dibujante y desde el principio le había hecho diseños muy claros de lo que quería construir en Cuelgamuros.

De su conversación con Muguruza Alemán sacó dos conclusiones: una, que no era su hombre, pues ni se ocupaba de aspectos relativos al avituallamiento ni le interesaba el asunto. Lo suyo era la piedra, más «inmemorial», decía. Y dos: Muguruza, aun siendo un buen tipo, tenía delirios de grandeza y su mente se prestaba a idear el Nuevo Madrid, una nueva ciudad que iban a construir al oeste del viejo Madrid, con una enorme Vía Triunfalis y con multitud de viaductos que constituirían mastodónticos accesos a la urbe. De hecho, llegó a reconocerle que aceptaba de forma tácita la corrupción imperante pese a que, en muchas ocasiones, las obras se habían visto ralentizadas por la falta de materiales que a la mínima se desviaban al mercado negro. Aquello era cosa aceptada y no se podía luchar contra que los capataces completaran sus exiguos sueldos con algún que otro complemento sacado del estraperlo. Alemán supo por Muguruza que este había tenido que ponerse serio porque los vagones de cemento, al llegar al Escorial, eran cargados en camiones cuyos conductores desviaban la carga llevándola a otras obras. Muchos materiales se vendían sin llegar al destino; tierras, gravas y otros. Sobre las vituallas, le dijo que en todos los campos de trabajo se distraían alimentos al mercado negro, que era asunto conocido aunque nadie hablaba de ello pues todos estaban implicados.

Alemán salió del despacho del arquitecto con la sensación de que todo lo referido a la arquitectura en Muguruza, en Franco, en el Régimen, era extravagante, excesivo e imposible de desarrollar. Más tarde supo que a aquellas alturas el hombre ya estaba enfermo: una enfermedad rara, esclerosis en placa o algo así. Se lo dijo el enfermero que tenía que ponerle inyecciones cada tres horas. Había que reconocer que pese a que su enfermedad era dolorosa, aquel tipo lo disimulaba a la perfección. Iba, venía y trabajaba mucho. Bajo el punto de vista de Alemán, se desvivía en algo inútil. Un mausoleo absurdo. Pero hacía lo que podía. Quizá el fallo era del sistema, del Movimiento. No había vías de ferrocarril, carreteras, puentes, hospitales ni dinero para construirlos y aquellos jerarcas se dedicaban a diseñar estructuras mastodónticas e inútiles. Ingenuos.

De todo aquello, lo único que de verdad tenía posibilidades de salir adelante era el Valle de los Caídos y gracias a las ingentes cantidades de dinero restadas al Tesoro Público y al esfuerzo, la sangre y el sudor de los presos. Estaba claro que Franco quería superar a Felipe II construyendo su mausoleo en un lugar más alto, quería que la cruz que debía presidir el monumento se viera desde Madrid en los días claros, e incluso desde media Castilla. Delirios de grandeza. Supo que su hombre u hombres se hallaban buscando en otra dirección.

Reencontrarse con su diario cada domingo era una especie de rito, de sana costumbre, que hacía que Tornell se sintiera un paso más cerca de la libertad.

Solía resumir en sus notas lo ocurrido durante la semana, volcaba sus anhelos para los próximos días, anotaba reflexiones, dibujaba flores y se desahogaba.

Aquella semana había sido accidentada ya que el martes habían llegado varios presos nuevos. Uno de los penados recién llegados se llamaba Abenza, Carlos Abenza y era apenas un crío de diecinueve años. Ni Tornell ni Alemán ni los demás podían siquiera sospechar la influencia que la llegada de aquel crío iba a tener en sus vidas y en los hechos que tuvieron lugar aquel invierno. Le tocó dormir en el barracón de Tornell, en un camastro junto al suyo, así que en cierto modo terminó por apadrinarlo. El crío se sentía perdido, tenía miedo y entre todos los del barracón le ayudaron a sentirse un poco mejor. Era estudiante de Filología y parecía ser que se había metido en un buen lío. Según contó, pertenecía a la Federación Universitaria Escolar. Lo habían pillado en no se sabía qué historia de unos panfletos y una imprenta ilegal y le habían condenado a dos años de cárcel. Era poco pero a él le parecía un mundo. La primera noche lloró desconsolado y Tornell le ofreció tabaco. «No fumo», contestó hipando. Se rumoreaba que en comisaría le habían dado lo suyo y luego, en el juicio, llegaron a pedirle doce años. Estaba claro que era de buena familia y que no había trabajado en su vida. Se hacía evidente que de haber sido un don nadie le habrían condenado a una pena mucho mayor; además, Tornell y los demás le hicieron ver que con el asunto de la reducción por trabajo, apenas si estaría allí un año. Con aquello Abenza pareció tranquilizarse un tanto. Había esperanzas porque, según se rumoreaba, el Patronato estaba barajando la posibilidad de aumentar la reducción de un día por jornada trabajada a seis. Una gran noticia para todos que, según los guardianes, no era ninguna tontería pues al Régimen le sobraban presos en las cárceles y mantener a tanto recluso salía carísimo. Resultaba irónico pues los mataban de hambre, pero el elevado número de penados que quedaba en los campos elevaba, curiosamente, el coste de aquella minuta. Enseguida apodaron Carlitos al nuevo y entre todos se conjuraron para echarle una mano porque en el trabajo, desfallecía. Tenía las manos llenas de callos y le sangraban, como ocurría al principio a todos los nuevos. De hecho, había sido visitado por el médico porque se le estaban llagando. A Tornell, el crío le recordaba su llegada al campo no hacía tanto tiempo; hecho un espectro, a punto de expirar en cada pequeño esfuerzo, a cada paso. No se explicaba ni cómo seguía vivo. O sí. Se sabía con una misión. Colás e Higinio, los compañeros, habían hecho un esfuerzo y movido influencias para llevarle allí y no podía decepcionar a aquella gente. Colás Berruezo era el hombre más bueno que había conocido. No le debía una vida sino varias y tenía que agradecérselo. Colás era algo así como el comunista bueno. Todos se reían de él llamándole de aquella forma pero él ni se enfadaba, era todo paciencia. Tornell le había visto moverse pesadamente por las trincheras acarreando dos y hasta tres fusiles «por si algún compañero perdía su arma». Debía haber sido cura e irse a curar leprosos a las misiones. Era de esos tipos que siempre veían el lado bueno de las personas y creía en la revolución como nadie. Un buenazo que quería cambiar el mundo haciendo el bien. Si hubieran tenido diez mil como él hubieran ganado la guerra, o eso decía Tornell medio en broma medio en serio. Un tipo noble que de pocas lo estropea todo, pues Colás, aquel tercer sábado de octubre, había conseguido que le dieran permiso para bajar al pueblo de El Escorial y ver torear a Bienvenida. No en vano, era preso de confianza y el señor Licerán le fiaba. El pobre Colás, al acabar la corrida, entusiasmado, había tomado unos chatos de vino de más y se había emborrachado como una cuba. No llegó a tiempo del recuento y aquel falangista que vagabundeaba por el campo, Baldomero Sáez, lo sorprendió llegando a Cuelgamuros cuando ya se había tocado silencio. Avisó al guardián de servicio, que por desgracia era el Amargao, y se lo llevaron entre empellones al destacamento de la Guardia Civil.

Baldomero era un fanático falangista, un camisa vieja que fustigaba a los presos cuando pasaban junto a él. Un sádico. En el barracón, Tornell preocupado por el destino de su amigo, no podía pegar ojo. Pensaba en Colás, en lo mucho que le había ayudado y supuso que estarían dándole una buena paliza. ¿Qué se podía hacer? ¿Lo mandarían a un campo? Entonces se le ocurrió una locura. Sin pensarlo dos veces salió del barracón. Una imprudencia, porque eran las doce y media y estaba violando el toque de queda. Ni siquiera pensó en que se exponía a que le pegaran un tiro si le confundían con un fugado. El corazón le latía desbocado y parecía que las sienes le fueran a estallar pero siguió caminando sin pensar en ello. En un momento llegó a casa del señor Licerán.

—Pero… ¿estás loco? ¿Qué haces aquí? —le dijo cuando abrió la puerta.

—¡Se han llevado a Colás!

En cuanto Tornell explicó lo que pasaba, el capataz se puso un abrigo sobre el pijama.

—¡Vamos! —repuso.

—Pero… ¿el toque de queda?

—¡Vas conmigo, cojones!

No tardaron en llegar al destacamento. Al momento les salió al paso un cabo de la Guardia Civil. El señor Licerán, muy tranquilo, se adelantó ofreciéndole tabaco.

—Ha entrado pronto el frío, ¿eh? —dijo rompiendo el hielo. Era hombre de mundo y tenía experiencia.

—Y que lo diga. —El «civil» miró a Tornell con cierta desconfianza. No en vano era un preso moviéndose por el campo a deshora.

—Es un buen hombre —dijo Licerán refiriéndose al penado—. Va conmigo, tranquilo.

—Perdone, señor Licerán, pero no deja de ser un preso y está fuera del barracón, debo dar parte.

—Espera, hombre, espera. Hemos venido a interesarnos por mi mejor cantero que se ha «chispao» y ha llegado tarde al recuento.

El otro que, disimuladamente, se había quedado con el tabaco del capataz, se cerró en banda y contestó mirando a Juan Antonio.

—Sí, la ha armado buena. Pero no se puede dar información sobre un detenido, lo siento. Además, debo dar parte. ¿Cómo te llamas?

Tornell tuvo que morderse la lengua para no soltarle un improperio. Aquel tipo se estaba poniendo pesado y amenazaba con empeorar la situación. Licerán terció.

—Hombre, hombre, no nos pongamos así, ¿cómo se llama usted, cabo? Algo podrá arreglarse…

—Me llamo Martín, cabo Martín, y no sé qué hacen ustedes aquí y qué está insinuando.

Aquello comenzaba a ponerse feo. Por lo que parecía, el guardia civil estaba de mal humor y podía pagarlo con ellos.

Así eran las cosas. Entonces, una voz desde detrás de Tornell dijo:

—¿Qué cojones pasa aquí, Martín?

Licerán y Juan Antonio se giraron y vieron a Fermín, el guardián al que todos apodaban el Poli bueno. Bajaba por la cuesta hacia ellos.

—Aquí, estos… señores… —dijo tras mirar al encargado de Banús—… que hay algo raro…

—Un momento, un momento —apuntó el guardián—. No me seas tiquismiquis que aquí, Licerán, es hombre de confianza de los señores Banús. ¿No lo sabías? A ver si te vas a meter en un lío, Martín, que te conozco. Es mejor no molestar a la gente importante. Aquí lo prioritario es que las obras sigan a buen ritmo. Yo respondo por él y por el preso. Usted, señor Licerán, acompañe a su hombre al barracón y encárguese de que se meta en la cama. Yo me entiendo con aquí, mi buen amigo Martín.

—Pero… —insistió Juan Antonio—… Es que hemos venido por…

—Déjame a mí el asunto, Tornell. No temas por tu amigo.

Aquello dejó de piedra al preso. ¿Cómo sabía lo de Berruezo? Él no estaba de guardia. Licerán y Tornell hicieron lo que decía Fermín que, pese a ser un simple guardián, parecía tener cierto ascendente sobre el cabo de la Guardia Civil.

Cuando el capataz le dejó en el barracón Juan Antonio se metió en la cama. No podía pegar ojo entre los sonidos de los hombres que duermen hacinados. Le venían a la cabeza imágenes que creía apartadas de su mente y veía en ellas a Colás. Tenía miedo por él. ¿Cómo había podido actuar así? Él solo, por una tontería, se había metido en un buen lío. Lamentó ser ateo pues de buena gana hubiera rezado por si aquello ayudaba. Las horas se hicieron eternas. Al fin, a las siete, apareció Fermín por el barracón. Le dio con el brazo para despertarle, porque se había quedado traspuesto, y con un gesto de la cabeza le animó a acompañarle al exterior. Hacía un frío de mil demonios. Tornell sólo tenía una chaqueta y, aunque se forraba el pecho con papel de periódico, sentía como si le taladraran mil agujas.

—Tranquilo, que esta misma mañana sale —dijo el guardián.

Tornell suspiró de alivio.

—¿Le han pegado? —preguntó.

—No, está durmiendo la mona. Ha habido suerte. El cabo Martín es de mi pueblo y yo trapicheo un poco con los civiles, ya sabes, algo de tabaco, aceite…

Tornell se sorprendió mucho por aquello pues tenía al guardián por un hombre muy recto. Comprendió que el trapicheo era algo aceptado en aquel mundo. El mercado negro había hecho ricos a muchos en poco tiempo y en un país asediado por el hambre y el racionamiento era imposible poner freno a algo así.

—Yo me encargo del castigo —dijo el guardián—. Haré que le metan cinco domingos de trabajo, sin descanso.

—Muchas gracias, Fermín.

—Es mejor que una paliza o quién sabe, que lo hubieran mandado de nuevo a prisión. —Tornell le dio la mano, ni siquiera supo si llegó incluso a besársela. Así de agradecido estaba.

—Y ahora vete a dormir. Es domingo y podrás haraganear…

—Muchas gracias otra vez.

—No hay de qué —dijo.

Entonces, cuando se giraba para irse, Tornell acertó a decir:

—Fermín…

—¿Sí?

—¿Cómo es que usted?… ya sabe, siendo su compañero… tan… duro con nosotros… y usted, en cambio… es…

—¿Quieres preguntarme por qué os trato bien?

El preso asintió. Fermín, entonces, encendió un pito con parsimonia. Había decidido quedarse un rato.

—¿Quieres?

—Sí —contestó Tornell—. Me vendrá bien.

El guardián exhaló el humo con cierto placer y dijo:

—Yo era como mi compañero, Julián, al que llamáis el Amargao. No te preocupes, lo sé, hace tiempo que me enteré. Es mi trabajo saberlo todo. Esto es como un cuartel o un colegio, todo el mundo tiene su apodo. Yo fui como él, sí. Bueno, no. Era peor. Disfrutaba con mi trabajo. A veces uno se siente bien notando el miedo de los demás, pegando a gente que no puede defenderse… vengándote en ellos de los palos que da la vida… Es difícil de explicar pero se siente uno mejor, fuerte, poderoso… Un buen día, estaba yo por aquel entonces en la cárcel de Vitoria y la guerra aún no había acabado, aunque recuerdo que la victoria era inminente y el volumen de presos que iba llegando era brutal. Algo acojonante, oye. Vascos, muchos vascos, todos los que caían prisioneros… pues ya sabes, los mandaban para arriba a ser juzgados. Cada noche me daban una lista de unos veinte tíos e íbamos a buscarlos. Nos acompañaban y pasaban la noche en la capilla con el cura, uno de Bilbao, con una boina enorme. Luego, al amanecer, se les fusilaba. Un buen día, no sé por qué exactamente, la lista de condenados a muerte fue muy corta: cinco hombres. Paso a por ellos, los nombro, se despiden de los otros presos (yo esto lo hacía como el que oye llover, sin un atisbo de sentimentalismo) y ¡hala!, allá que nos vamos para la capilla. Cuando llego, toco a la puerta y sale el cura. Le doy la lista, mira tras de mí y ve sólo a cinco presos… y con cara de pena me dice: ¿tan pocos?

Entonces se hizo un silencio. Tornell notó que Fermín quedaba muy serio, como pensativo. Revivía aquella escena como si estuviera volviendo a producirse.

—Se me encendió una bombilla, Tornell, una bombilla. ¿Te das cuenta? ¿A qué extremo habíamos llegado que un cura se lamentaba de que ese día se fusilara a tan poca gente? ¡Dios, era un cura! Debía velar porque no nos matáramos entre nosotros… Joder… Cuando vi la cara del cura y oí aquel maldito comentario que hizo, supe que habíamos perdido el norte, el buen camino. ¿En qué nos habíamos convertido? Y es por eso que os trato bien…

Y dicho esto, sin dar más explicaciones, se giró y se fue cuesta arriba hacia su casa sin siquiera despedirse. Tornell sintió que se le ponían los pelos de punta y optó por ir a dormir un poco.