En ese momento, su mente le llevó de nuevo al comienzo de la guerra, en el Madrid del 36. Cuando una mañana de primeros de noviembre un miliciano de aspecto aniñado le había despertado a eso de las diez de la mañana porque, al parecer, su presencia era requerida de inmediato en la Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid. Lo recordaba todo perfectamente. En apenas unos meses de guerra, Tornell, que había alcanzado el grado de capitán y realizado un curso de explosivos impartido por los mejores especialistas llegados de la Unión Soviética, había sido llamado a Madrid ya que su fama de buen policía le precedía. Según le habían comentado, altos mandos del ejército y del gobierno de filiación comunista insistían en la necesidad apremiante de «poner orden en la retaguardia» pues el asunto de la rebelión de los militares de África se estaba complicando por momentos. En verdad, más que complicarse parecía que aquello se perdía, que iban a la debacle sin remisión. A pesar de que el punto de partida del conflicto había favorecido a la República con gran parte del territorio, las áreas industriales, la Marina y la aviación de su lado, la mayoría de los militares profesionales se había decantado por los insurgentes, por lo que aquello, de ser una simple rebelión contra la legalidad establecida, había terminado por convertirse en una auténtica guerra. Las cosas comenzaban a marchar realmente mal y se hacía necesario ofrecer un frente único al enemigo, comenzando por asegurar que se cumpliera la ley lejos de los campos de batalla. Tornell, junto con algunos expolicías afectos y militares con experiencia en el asunto, tenía que conseguir que las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia pasaran a ser un cuerpo militarizado, ordenado y controlado por quien debía mandar: el legítimo gobierno de la República. Hasta aquel momento cada partido, cada sindicato, poseía su propia milicia. En muchos casos, simples matones que atravesaban Madrid a toda velocidad en sus «balillas» deteniendo a quien querían y dando «paseos» de madrugada a aquellos que consideraban peligrosos. Un desastre, un caos. La seguridad en la retaguardia comenzaba a ser una obsesión y se sabía que el enemigo había organizado en Madrid una «quinta columna» con el objeto de sabotear, asesinar, crear la máxima confusión y pasar toda la información posible a los nacionales que estaban a las mismas puertas de la capital de la República. Desde el primer momento, Tornell se sintió incómodo en su nuevo puesto tras comprobar que estaba mejor en el frente. Era más expuesto, sí, pero al menos allí se sabía dónde estaba el enemigo. Sus nuevos mandos querían que «hiciera de policía», que ayudara a «poner orden» pero no era, ni mucho menos, tan sencillo. Ahora en aquel puesto, no corría riesgo alguno pero había determinados sucesos, ciertos rumores, que le hacían dudar; pensar en si debía volver a su puesto de capitán junto a sus zapadores. Por desgracia, no era asunto sencillo quitarse de en medio y renunciar a aquel nombramiento; además, pensaba que algo podría ayudar a evitar desmanes y a que la causa de la libertad se defendiera con justicia. Tornell opinaba que aquello podía hacerse bien, cambiar aquella sociedad era posible sin incurrir en crímenes innecesarios que, a fin de cuentas, acabarían perjudicando a la República más que otra cosa. Quizá era un idealista.
El recuerdo del día en que le encargaron el caso de Alemán pervivía en su mente de forma nítida, indeleble. Recordaba cómo se había puesto el uniforme a regañadientes —apenas hacía dos horas que acababa de llegar de Valencia— y cómo, tras tomar un café bien cargado, se había encaminado hacia el despacho de su jefe, el teniente coronel Torrico. Su mente volvió a revivir aquello como si estuviera ocurriendo de nuevo. Parecía que había pasado una vida, tanto tiempo, tanto… Pero no. Todo estaba en su memoria. Recordaba que pese a que en aquel momento necesitaba dormir, el ordenanza que había acudido a buscarle insistió en que el asunto —algo referente a una fuga de la checa de Fomento— era importante. Apenas acababa de llegar a Madrid tras arreglar varios desaguisados relacionados con excesos revolucionarios en Levante y ya le encargaban otro trabajo. De locos. En los últimos dos días apenas había pegado ojo y estaba cansado de las exigencias de aquel puesto en las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia. Aunque al menos allí se hallaba lejos de los tiros, de las explosiones y de aquella macabra lotería de muertes que es la primera línea de combate. Cuando llegó donde Torrico este le encargó que se acercara al Comité Provincial de Investigación Pública[1], sito en el n.° 9 de la calle de Fomento, para depurar responsabilidades por la fuga de un preso fascista. No le hizo mucha gracia la idea, ya que todo el mundo sabía —aunque no oficialmente— lo que se cocía en lugares como aquel. No le agradaban aquellas barbaridades, aunque se hicieran por la causa de la revolución.
Además, los fascistas tampoco se andaban con chiquitas: había podido leer en la prensa internacional lo ocurrido en la plaza de toros de Badajoz: una masacre. Aquellos desgraciados habían ejecutado a más de dos mil hombres y luego habían quemado los cuerpos, pues tenían prisa para continuar su avance a Madrid y no podían comprometer tantas tropas en la retaguardia para vigilar a los prisioneros.
En Madrid se rumoreaba que el general Yagüe, tras aquella barbarie perpetrada con ametralladoras emplazadas en el tendido, había declarado que aquello no era sino un ensayo de lo que iba a hacer en la Monumental de Madrid. Tornell sabía que la República tenía la razón y por eso lamentaba más que nadie los excesos que, como respuesta a incidentes como aquel, se estaban comenzando a dar en la República. Al menos el Partido Comunista lo tenía claro: había que hacer primero la guerra y luego, la revolución. Desgraciadamente, los anarquistas y algún que otro descontrolado no compartían aquella opinión. Desde el principio habían luchado contra la propia República a la que consideraban burguesa e insistían en hacer primero la revolución en la retaguardia, provocando tal desorden que aquello comenzaba a preocupar a las mentes más preclaras del Gobierno. Por eso, y pese al cansancio que arrastraba tras recorrer media España deshaciendo entuertos, cazando traidores y poniendo orden entre milicianos avispados en exceso y con las manos demasiado largas, Tornell llegó a la muy temida checa de Fomento con la sola idea de aclarar el asunto y depurar responsabilidades con la máxima celeridad posible. No le agradaban los pistoleros que ni siquiera se acercaban al frente y que disfrutaban haciendo aquel trabajo sucio. Quería salir cuanto antes de allí.
A pesar de que apenas habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde el suceso, en cuanto repasó la declaración del preso y habló con los testigos, llegó a una pronta conclusión: los culpables de negligencia, si esta existía, habían muerto y el fugado no aparecería. Tras entrevistarse con los escasos milicianos y transeúntes que habían visto algo, Tornell comenzó a pensar que, muy probablemente, el huido debía de yacer muerto a aquellas horas en tierra de nadie. El suceso no dejaba lugar a dudas: un preso, Roberto Alemán Olmos, había sido detenido para proceder a su interrogatorio y posterior depuración. Según se desprendía de los informes previos, tenía un hermano falangista, José Alemán, que estaba oculto en algún lugar de Madrid. José era un pistolero, un matón de la Falange que en los meses previos a la guerra había reventado la cabeza de un culatazo a un pobre chaval de catorce años que vendía El Socialista en una esquina. Desde entonces había permanecido oculto, se sospechaba que en la capital, por lo que sus padres y su hermana fueron detenidos, interrogados y fusilados dos semanas antes sin que hubieran suministrado información alguna sobre el paradero del huido. Roberto Alemán, el único miembro de la familia que quedaba en libertad, había sido detenido tras acercarse a la checa a preguntar por sus familiares y podía ser el último en proporcionar información sobre el posible paradero de su hermano. Tras ser interrogado por los camaradas Férez y Canales, ambos llegaron a la conclusión —así constaba en los informes— de que el detenido no sabía nada sobre el lugar donde se escondía su hermano. Para estar más seguros se lo entregaron al temido doctor Muñiz que continuó con el interrogatorio hasta donde fue posible. El detenido había insistido en que su otro hermano, Fulgencio, había militado en la UGT y fallecido en accidente de coche dos semanas antes de la rebelión fascista. Según confesó bajo tortura, él nunca se había metido en política y sólo una vez asistió a un baile de Acción Católica porque una chica que le gustaba era asidua a los eventos que organizaban en dicha asociación. Preguntaba constantemente por sus padres y su hermana pues perseveraba en que, como él, nunca habían entrado en asuntos políticos. Decía estar harto de aquello, de las peleas entre sus dos hermanos mayores, uno de izquierdas y otro de derechas, y aseguraba odiar la política. Al comprobar que no podían sacar nada más en claro, los camaradas a cargo del Comité dieron orden de que se le juzgara en el turno de noche y se procediera a ponerle en libertad, con el punto junto a la L[2]. Esto no significaba otra cosa que la ejecución inmediata del reo. Una vez tomada esta decisión, el comandante Férez decidió que llevaran al detenido a su despacho para hacer un último intento antes de dejarlo en manos de sus ejecutores. Alemán fue sacado de la celda del palmo de agua y trasladado a la oficina del comandante. Se hacía evidente que el oficial había pecado de negligente, pues al ver que el detenido se hallaba en muy mal estado, ordenó que los dejaran a solas. Tornell hizo que le indicaran dónde se había hallado el cuerpo del comandante y, por la disposición del mismo, dedujo que el detenido, pese a hallarse en un estado deplorable, había aprovechado que Férez se giraba mirando por la ventana mientras hablaba, para levantarse subrepticiamente, tomar la pluma del escritorio y clavarla a traición en el cuello del camarada fallecido. La mala suerte quiso que le atravesara la yugular, por lo que el chorro de sangre llegó hasta la pared de la derecha, donde había una mancha situada casi a dos metros de distancia.
Aprovechando el factor sorpresa parecía que el preso se había hecho con el arma de Férez para, tras salir al pasillo, darse de bruces con un miliciano de la CNT al que descerrajó tres tiros en el vientre. Después de bajar las escaleras a duras penas, huyó de allí sin que ningún paisano se atreviera a detenerle, pues iba armado y, al parecer, su aspecto asustaba al más templado. Su buena fortuna quiso que no se cruzara con ningún soldado. Según pudo averiguar Tornell de labios de los propios compañeros de los asesinados, aquella misma tarde, una vecina de la calle Abascal delató a una prima del preso que al parecer tenía en casa a un fugitivo. Pensaron que tal vez era el pistolero de Falange o quizá su hermano, el fugitivo de la checa. Los camaradas llegaron al domicilio cuando ya era de noche y se procedió a la detención de la joven, ya que desgraciadamente el fugitivo había escapado. Tras ser llevada al Comité y procederse a su interrogatorio confesó que había dado cobijo a su primo, Roberto Alemán y que este, pese a que apenas podía caminar, pretendía cruzar las líneas por la Ciudad Universitaria que estaba a un paso de allí. Se procedió a juzgarla y se ejecutó la sentencia aquella misma noche. Tornell leyó las declaraciones pero no quiso entrar en detalles con los milicianos sobre aquel interrogatorio ni sobre el realizado a la hermana del fugado. Sabía cómo se las gastaban y que algunos de los interrogadores que trabajaban en aquella casa no eran sino exdelincuentes comunes. Algunos, conocidos suyos que habían quedado libres aprovechando la apertura de las cárceles para vengarse de todo y de todos, sádicos que ahora prestaban un servicio a la revolución que algunos estimaban valioso, un servicio que a él le repugnaba haciéndole perder, en cierta medida, la fe en la causa por la que luchaba. En aquel momento, Tornell hizo lo único que podía, acudir al área en cuestión para poner sobre aviso a los oficiales a cargo de aquella zona del frente y evitar que este peligroso enemigo del pueblo lograra su objetivo. No creía que pudiera cruzar a las líneas enemigas. La vigilancia era extrema y el fugado apenas si podía valerse, pues los milicianos a cargo de la checa coincidían en señalar que cuando Roberto Alemán había salido de la celda no podía ni ponerse los zapatos debido a la inflamación de sus pies. A aquellas horas debía de yacer muerto en alguna alcantarilla o escondrijo. Era lo más probable. Aun así, ordenó mantener la vigilancia pero todo fue inútil. No volvió a saberse nada de Roberto Alemán.
La noche en que terminó las pesquisas, mientras apuraba una botella de coñac en su habitación, comprendió que aquel suceso le daba motivos más que suficientes para pensar: en aquella familia, la de Alemán, había un hermano de la UGT y otro de Falange. Como en tantas y tantas otras. El primero había muerto de manera fortuita y el segundo había cometido un crimen execrable, era un fanático. Tornell sabía de lo que hablaba. Había presenciado miles de interrogatorios y las declaraciones de la madre, el padre, la hermana, y ahora, de Roberto Alemán, apuntaban a que ninguno de los cuatro sabía nada del paradero de aquel pistolero. Era evidente que ninguno de ellos se había metido en política. La gente no suele mentir bajo tortura. Sólo los padres y la hermana habían confesado ser católicos de misa diaria y ocultar un cáliz con unas Sagradas Formas en su domicilio. Aquello les costó la vida. El fugado, Roberto, era un tipo aparentemente inofensivo. No parecía tener ideología alguna ni albergaba ningún tipo de resentimiento hacia nadie. Y a pesar de eso, cuando se había visto al borde de la muerte, había sabido comportarse como un asesino implacable. ¿Sería un falangista como su hermano? Pensó que no, que aquella guerra sacaba lo peor de cada cual. El exceso de confianza había deparado la muerte al camarada Férez.
Por otra parte el hermano del fugado, el pistolero, José Alemán, seguía oculto en algún lugar escapando a la justicia del pueblo, un miserable sin remordimientos y con cuatro muertes inocentes sobre su conciencia. Las cosas comenzaban a tomar un cariz realmente siniestro. Tornell sabía que para hacer la revolución se hacía necesario que hubiera muertes, pero nunca pensó que se llegara a aquel extremo. Tras aquel suceso de la checa de Fomento decidió tomarse unos días para reflexionar, pues la decisión de volver al frente podía sentar mal a sus superiores. Por desgracia, las cosas no hicieron sino empeorar y acabaron por mostrarle el lado más oscuro del ser humano y a qué no decirlo, de la revolución. En descargo de las autoridades era justo destacar que en aquellos días el clima de miedo y de pánico invadió Madrid, haciéndose dueño de todos y cada uno de los rincones de la ciudad. Los rumores circulaban por doquier, ya no era sólo aquel suceso de la plaza de toros de Badajoz que había provocado como respuesta republicana el incendio de la Modelo y el tiroteo de los militares allí recluidos en agosto, sino que circulaban informaciones que ponían los pelos de punta sobre cómo se las gastaba el enemigo. Franco, se decía, había prometido dos días de saqueo a moros y legionarios si lograban tomar Madrid. Todo el mundo tenía una hija, una hermana, una mujer que defender de aquellos bárbaros. Dos días de pillaje, de robos, de violaciones. Se rumoreaba que los fascistas planeaban fusilar al diez por ciento de la población de Madrid. Se estimaba que la caída de la ciudad a manos del enemigo provocaría nada menos que cien mil fusilamientos. Las arengas de Queipo de Llano, sus amenazas vertidas en su programa de radio diario, eran escuchadas por los ciudadanos de la España republicana con auténtico terror. Curiosamente, eran muchos los que, en un ejercicio de auténtico masoquismo, escuchaban sus algaradas etílicas, mitad por curiosidad, mitad por morbo. En cualquier caso Queipo hacía mucho daño, mucho, desmoralizando a una ciudadanía que debía luchar contra el racionamiento y contra el enemigo. Para colmo, a escondidas, como comadrejas, los miembros del gobierno habían huido a Valencia dejando a los madrileños al amparo de la recién creada Junta de Defensa. Tornell reparó en que aquello había dado más influencia al Partido Comunista, los únicos que podían poner orden en aquel caos. En el fondo, aquella mala noticia podía deparar algo bueno, ya que si los nacionales comenzaban el ataque directo de Madrid habría que aplicarse a fondo.
Muchos huyeron como el gobierno y otros, que no tenían adónde ir, se aprestaron a lograr el milagro, salvar Madrid de las «hordas fascistas».
Entonces ocurrió lo peor. Tornell tuvo conocimiento de las sacas de noviembre y diciembre. La situación era desesperada, el enemigo acechaba y había miles de presos en las cárceles madrileñas. Se dispuso que había que trasladarlos lejos de la línea del frente. No en vano constituían la élite del bando rival. No podía permitirse que el enemigo, además de tomar Madrid, reforzara su potencial con aquellos hombres preclaros del bando nacional: abogados, médicos, políticos y militares de renombre. Tornell se enteró de rebote. Por una casualidad. Se lo dijo un tipo extraño: Schlayer. Era un alemán que por azares del destino había terminado por dirigir la legación diplomática noruega. Juan Antonio había acudido al hotel Gaylord’s, el Estado Mayor Amigo, lugar de reunión de los comisarios políticos soviéticos que ya, descaradamente, controlaban el Madrid sitiado. Torrico le había encargado que se pusiera a las órdenes de un tal Guriev, quien tenía que darle instrucciones sobre un trabajo relacionado con la caza de francotiradores de la Quinta columna, que comenzaban a mostrarse muy activos. Una vez allí, un amigo, miembro del PCE de toda la vida, le presentó al alemán que iba de acá para allá molestando a unos y a otros con no sé qué historia de fusilamientos masivos. Mientras esperaba a Guriev, aquel tipo, un hombre de unos sesenta y cuatro años que parecía saber de qué hablaba, le contó que los presos sacados de las cárceles no estaban llegando a su destino lejos del frente, sino que estaban siendo asesinados en masa en varios municipios cercanos a Madrid. Tornell no le creyó, claro, pero aquel loco insistió en que él había visto las inmensas fosas, que había pruebas y que vecinos de Paracuellos le habían contado lo que allí estaba ocurriendo. Pretendía hablar con los rusos, que eran los que habían instigado aquello pero nadie le escuchaba. Aquella conversación le dejó un regusto ciertamente amargo. Desde lo de la checa de Fomento y la investigación del asunto de Roberto Alemán y su familia, no se encontraba bien. Tenía dudas y comenzaba a necesitar salir de allí y olvidarse de la revolución. Luchar contra los fascistas en el frente. Eso sí era un asunto sencillo, sin dobleces. Cuando habló con su jefe, Torrico, y le expresó abiertamente sus dudas, aquel le espetó que Schlayer no era sino un nazi, un doble agente de los alemanes que se escudaba en su cargo diplomático. Todo el mundo lo sabía, dijo muy convencido. Tornell contestó que sí, que podía ser, pero le manifestó su intención de acercarse a Paracuellos a echar un vistazo. Sabía que aquello era falso, un rumor, pero quería hacerlo para quedarse tranquilo. No en vano había leído a Lenin y no se quitaba de la cabeza aquel asunto del «terror revolucionario». Pero aquello era España, no era posible que la Casa[3] empleara allí los mismos métodos que en Rusia. Entonces, Torrico pronunció una frase que le hizo caer en la más profunda de las desilusiones y que le llevó a la certeza de que perderían la guerra.
—No hace falta que vayas por allí, Juan Antonio, no te conviene.
Tomó nota de lo ocurrido, se conjuró para nunca, nunca, bajar la guardia y decidió presentar la renuncia y volver al frente, a luchar. En su mente quedó flotando una pregunta, en el fondo se había sentido aliviado porque Alemán escapara pero ¿por qué? Al principio había experimentado cierta frustración por no haber podido cazar al fugitivo pero ahora había llegado a la conclusión de que no era asunto suyo. ¿Qué más daba que hubiera logrado huir? Era un tipo con coraje, merecía salir de allí. Además, lo más probable era que estuviera muerto. ¿Por qué sentía lástima por aquel hombre que había perdido a su familia? ¿Estaría vivo? ¿Habría sobrevivido a sus heridas?
Ahora, en Cuelgamuros, Juan Antonio había hallado la respuesta a aquellas preguntas. ¿Cómo había podido sobrevivir, pasarse? Qué más daba, era un hecho, Alemán estaba vivo. El otrora pacífico ciudadano que había sido torturado en la checa de Fomento era ahora un despiadado asesino. Así era la guerra: sacaba lo peor de las personas. De inmediato sintió miedo. No debía permitir que nadie supiera que había investigado la fuga de Alemán. Si Alemán se enteraba pensaría que él era un chequista más y estaría perdido. Debía ser cauto. Sintió miedo de aquel demente.
El Rata, mientras tanto, seguía con su discurso: se rumoreaba que Alemán había huido despachando él solo a media docena de milicianos. Contaban que había sido capaz de matar a varios con una pluma y que había ahogado a otro con el cordón de los zapatos. En la guerra daba miedo a sus propios hombres y se pirraba por participar en los fusilamientos. Le llamaban «el puntillero» por la de tiros en la nuca que había disparado. Aquello no hizo sino intranquilizar más a Tornell. Más tarde, parece ser que había terminado por perder la cabeza estropeando su carrera militar. A Tornell le quedó una sensación rara, muy rara. Intentó calmarse. Aquello no era tan malo. No. Él sólo había cumplido con su trabajo de policía, le habían mandado investigar una fuga y eso había hecho. Nada más. No había tenido participación alguna en lo que había ocurrido en la checa aunque si se supiera que había pertenecido a las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia quizá podría tener problemas. Había conseguido ocultarlo hasta el momento y así debía seguir. No pasaría nada y además, aunque se supiera, él no había «paseado» a nadie. Sí, sí, claro. Debía calmarse. Pero no, un momento. Aquel tipo estaba loco. ¿Acaso no había oído lo que contaba el Rata? Acababan de verlo actuar. Uno de tantos fanfarrones con la sensibilidad abotargada por la guerra; uno de aquellos individuos fanáticos, bronquistas y violentos que abundaban tras el conflicto en el bando vencedor. Muchos de ellos alcoholizados, juguetes rotos de la guerra pero muy, muy peligrosos. Lo sabía por experiencia. Los había conocido a cientos en su cautiverio: falangistas, exlegionarios y militares que habían quedado absolutamente idos tras tres años de guerra, de pillaje, de violaciones y muerte. Y Alemán era peor. Lo vivido en la checa de Fomento le había empujado a aquello.
Comprendieron, entre todos, que en el futuro deberían evitar a aquel capitán. El Rata llevaba allí bastante tiempo y se las sabía todas. Había que hacerle caso. Era una gran fuente de información y todos se tomaban muy en serio las cosas que contaba. Algo más alto que Tornell y flaco, muy flaco. Tenía una gran obsesión por raparse el pelo al cero e ir muy afeitado, aunque los piojos y las chinches le atacaban igual. Juan Antonio seguía pensando que su cara le sonaba, y pese a que podía ser asunto delicado, llegó a repetirle en varias ocasiones: «Juraría que te conozco de algo». Quizá hasta insistió demasiado. El Rata le contestaba que no, que no lo había visto en su vida y que él nunca olvidaba una cara. Era natural de Don Benito y sólo le quedaban dos años para salir de allí. Se notaba que su cuerpo había vivido tiempos mejores, los pliegues de la piel testimoniaban que había sido amante de la buena mesa. «Un sibarita», decía él entre risas. Un sibarita que, ahora, se conformaba con las almortas y el puchero que les servían a diario. Decía que, muy probablemente al acabar la condena, se quedaría allí trabajando como Ubre. Eran muchos los que optaban por hacerlo porque al conseguir la libertad condicional era obligatorio presentarse en El Escorial al menos una vez por semana a no ser que el penado tuviera alguien que le fiara en algún punto de España. ¿Alguien que les diera un aval? ¿Quién?'Ellos eran lo más tirado de aquella nueva España del dictador, ¿quién les iba a fiar? ¿Quién iba a jugársela por un antiguo rojo? Imposible. Por eso los más se quedaban allí a trabajar cuando cumplían la pena, aunque, eso sí, al ser hombres libres cobraban ya el sueldo íntegro.