Entonces, el general Enríquez bajó un poco el tono de voz y dijo:
—¿Has oído hablar del Valle de los Caídos?
—Claro, todo el mundo.
—Bien, pues para eso te quiero. Tengo un pequeño problemilla allí.
—Tú dirás, Paco.
—Sabes que es un proyecto personal de Franco.
—Sí.
—Bien, y que los trabajos no van… al ritmo que debieran.
—No tenía ni idea.
—Pues así es, hijo. Resulta que al Caudillo no se le ocurrió otra cosa que construir un enorme monumento donde Cristo perdió el gorro y claro, sólo construir la carretera de acceso está costando sangre, sudor y lágrimas. Por no hablar de la cripta: el Generalísimo quiere una capilla ¡excavada en la roca viva! Y sólo te diré que aquello es granito, ¡granito puro! No hay cojones, Roberto. No hay cojones. Se hace a barrenazo limpio y ni aun así hay manera. El caso es que aquel es asunto prioritario. ¿Entiendes?
—Sí, claro.
—Pero no se progresa. Hace unos meses se decidió enviar presos a trabajar allí. Pero allí no trabajan presos. ¿Comprendes?
—No. Me has dicho una cosa y luego la contraria. No entiendo.
—Joder, Roberto, que en la España de Franco los penados no trabajan. Oficialmente. Además hablamos de un monumento de reconciliación. No puede saberse que hay presos trabajando allí. Se estropearía el asunto, ya sabes, la propaganda.
—Pero… ¡menuda reconciliación! Si yo los he visto… en carreteras, puentes… La gente ve los batallones de trabajadores salir de las cárceles para ir al tajo…
—¡Habladurías! La gente verá lo que quiera ver, pero otra cosa es lo que dice el Movimiento. En el Valle de los Caídos no trabajan presos políticos y punto. Esa es la versión oficial.
—Entendido, señor: trabajan pero a efectos oficiales no están allí.
—Bien dicho. Eso es hijo, eso es. Una vez aclarado esto tengo que ponerte al día sobre una cosa. Vienes de aduanas y sabes a qué niveles ha llegado el asunto del estraperlo.
—Sí, por experiencia.
—Mejor. Digamos que la comida que debe ir a los campos, a todos los campos —puntualizó—, está perfectamente estipulada. En cada prisión, en cada batallón de trabajadores, se calcula una dieta ideal que aporte las necesidades calóricas que necesita cada penado e incluso un poco más, ¿me sigues?
Alemán asintió.
—Una dieta de entre 2.800 y 3.200 calorías, teniendo en cuenta que un preso necesita unas 2.100 al día para acometer el trabajo, soportar el frío y no caer en manos de las enfermedades infecciosas.
—¿Pero…?
—Sabías que había un pero. Eres listo. No nos engañemos. Esos suministros existen en la ICCP, forman parte del presupuesto y se almacenan, se hacen inventarios y se transportan a los centros de internamiento pero no todo lo que va en los camiones se descarga. Bueno, mejor dicho, casi nada. Vivimos una posguerra, Roberto, y la gente pasa hambre. La posibilidad de sacar eso a la calle y venderlo de estraperlo a precios astronómicos está ahí. Que si un jefe de campo, que si un sargento de cocina… Eso existe y es imposible eliminarlo, además, todo el que lo hace se encarga de que una parte llegue al que tiene arriba, a la superioridad. Así, todo el mundo se beneficia.
—Pero los presos no comen como deberían…
—Se buscan la vida. Con lo que van ganando compran comida extra y sobreviven, ¿qué más quieren?
Volvió el silencio embarazoso. A Alemán todo aquello le parecía, de principio a fin, inmoral. Él era un soldado. Tenía honor.
—Sigo intrigado con cuál es mi misión —dijo.
—Cuelgamuros.
—¿Cómo?
—Así se llama el paraje en el que Se está construyendo el Valle de los Caídos. Hay, aparte de algunos obreros libres, tres destacamentos de presos trabajando allí, entre quinientos y seiscientos tíos. Alguien se está pasando de listo con los suministros. He comparado el menú real, el rancho, y las cantidades que registran en la oficina no suelen tener nada que ver… El otro día estuve allí, comí el rancho, bueno lo olí, miré las cantidades, pasé por la cocina… y alguien se está forrando, es obvio. Mi gente ha hecho los cálculos y desaparece el cuarenta por ciento de los suministros que se sirven.
—Acabas de decir que es lo normal, por lo que cuentas este sistema está corrompido.
—No lo entiendes. Alguien se está aprovechando y no renta a la superioridad.
—Ya. Es eso.
—Pero eso no es lo malo. Sólo. El rendimiento en los últimos dos meses ha bajado. Ha habido más enfermedades, desmayos y accidentes. El proyecto debe avanzar a mayor velocidad y se está ralentizando por la codicia de unos desalmados. Franco comienza a ponerse nervioso. Quiero que vayas allí y averigües quién es el desgraciado que está sisando. Tienes plenos poderes. Eres el hombre adecuado. Tu experiencia en aduanas te avala y antes de la guerra estudiabas Medicina. Eres un tipo de Ciencias, bueno con los números. Diremos que vas como enviado de la ICCP para vigilar las obras. Los presos de Cuelgamuros deben comer bien, pues esa obra es prioritaria.
—¿Alguna pista, Paco? ¿Sospecháis de alguien?
—Estamos en blanco. Lo quiero resuelto en una semana. El tiempo apremia.
—Descuida —se escuchó decir a sí mismo Alemán.
Sonó el timbre. Eran Delfina y Pacita, que estaba hecha una mujer. De formas redondeadas, generosas, hermosos ojos negros y amplia sonrisa, lucía una media melena como las de las actrices americanas. La conversación quedó finiquitada al momento, claro. Alemán se sintió como un viejo verde por pensar de aquella forma en ella, era la hija de su mentor y no en vano la conocía desde niña.
La cena fue excelente, entre continuas indirectas de Delfina y descaradas alusiones a que su hija estaba en edad de merecer, cosa que hacía que el invitado se sintiera aún más culpable. Al acabar tomaron una copa de Jerez y visionaron unas diapositivas de un viaje que Pacita había hecho a Italia dos años atrás. Era una cría, veinte años, pero mucho más madura de lo que cabía esperar. A Roberto le pareció ingeniosa, pizpireta, ocurrente y le hizo reír.
Al día siguiente tenía que acudir a Cuelgamuros.
Tornell quedó muy desilusionado cuando recibió una carta en la que Toté le comunicaba que no podría acudir a Cuelgamuros. Al menos de momento. Trabajaba como mecanógrafa en un bufete de abogados y para poder viajar hasta tan lejos tenía que pedir el sábado libre y quizá el lunes entero, lo cual no era asunto sencillo. Aun así sus jefes le habían dado permiso para hacerlo tres semanas más tarde. Juan Antonio, pese a la desilusión, supo que tenía que armarse de paciencia. Ya llegaría el día, tres semanas no era tanto. Además, quiso ver el lado bueno. Veintiún días más de recuperación, de trabajo vigoroso al aire libre y con una alimentación que completaba con lo ganado en sus horas extra no le vendrían mal. Así Toté le vería con mejor aspecto. Decididamente, aquello le obsesionaba: ¿Qué pensaría ella al verle así? No parecía precisamente un galán de cine con el pelo al rape, flaco como un galgo y vistiendo aquel uniforme medio raído, completado con una vieja rebeca de lana que había conseguido en el economato. Las alpargatas apenas si le protegían del frío pese a que se ponía dos calcetines y los sabañones le mataban. Allí arriba hacía un frío de muerte, sobre todo a la noche. Se comía mejor que en otros campos, se trabajaba al aire libre y se disfrutaba de la sierra, sí, pero el frío era lo peor con diferencia. Y pensar que, como decían los que conocían aquellos parajes, aún no había entrado el invierno de verdad. Tornell supo que estaban nada menos que a 1.300 metros de altura. Cada vez aumentaba más el número de horas extra que hacía y eso le permitía mejorar su alimentación para poder renunciar a aquellas horribles latas de sardinas que habían sido su sustento y el de tantos otros en la multitud de campos que había tenido que recorrer. Durante mucho tiempo aquel había sido su único plato diario: un par de sardinas sobre una rebanada de pan duro, con gorgojos, provenientes de requisas que se hicieron al Ejército Republicano, latas caducadas, con el aceite putrefacto, que allí arriba esperaba no volver a consumir.
A pesar de ello, había que trabajar mucho para sobrevivir, eso estaba claro. Cada trabajador recibía un sueldo de unas dos pesetas diarias, de las que se le retenían 1,50 en concepto de manutención. Una injusticia, claro, porque si un obrero libre, en la calle, cobraba por día unas catorce o quince, los presos recibían 0,5. Si el preso tenía mujer —siempre que pudiera acreditar estar casado legalmente y por la Iglesia— percibía dos pesetas más y luego, una peseta por cada hijo menor de quince años. Era evidente que para cobrar un sueldo normal habría que tener algo así como quince hijos. La solución estaba, obviamente, en las horas extra: una vez cumplida la extenuante jornada que dedicaban a «reconstruir con sus manos lo que habían destruido con la dinamita» comenzaban a trabajar para ellos mismos. Los solteros eran, de largo, los más perjudicados por aquel sistema, pero si un preso se mataba a trabajar, reducía más pena y podía comer mejor. El palo y la zanahoria. Lo tenían bien pensado, no cabía duda. Pese a ello, en Cuelgamuros se podía salir adelante. Había incluso un botiquín con consultorio médico. No obstante los accidentes eran muy numerosos pues se trabajaba con medios muy precarios y a toda velocidad. No eran raras las fracturas, miembros aplastados e incluso los bloques de piedra que se desprendían de pronto, por lo que había que ser cauto en el trabajo para no acabar mal. El tercer martes de octubre, Tornell se torció un tobillo y apenas podía andar. Disimuló lo que pudo. Llegó a temer que le devolvieran a la cárcel, pero no, le enviaron a que le examinara el médico, don Ángel Lausín, un buen hombre que trabajaba allí depurado, como casi todos.
El médico le mandó una pomada y le recomendó dos jornadas de reposo. Aprovechando la soledad del barracón Tornell sacó su libreta e hizo algunos apuntes. Cuando apenas había reiniciado su tarea se presentó un tipo de baja estatura, más bien recio y de enorme cabeza. Un tipo que se identificó como «el camarada Higinio». Dijo que era el hombre a cargo del Partido Comunista en Cuelgamuros y que había logrado ser preso de confianza. Hacía los recuentos y aquello le permitía trapichear con los guardianes y obtener información.
—Nos ha costado trabajo traerte —le soltó de pronto—. Espero que estés a la altura.
Era un individuo muy resuelto, de los que tanto abundaron en el Partido; tenía bolsas bajo los ojos y unas amplias entradas que hacían su frente inmensa, como si fuera un tipo inteligente.
—De momento, me he centrado en recuperarme —contestó Tornell.
—Bien hecho —repuso el otro—. He aprovechado que estabas a solas para charlar un poco contigo y ponerte al día. Y presentarme antes, claro, no quería llamar la atención.
—Bien hecho. Hazme un resumen de la situación.
Gracias a Higinio, Tornell supo que allí había cierta organización política entre los presos. Los guardianes lo sospechaban pero no tenían pruebas. Se rumoreaba que sus carceleros habían introducido policías camuflados como obreros libres para detectar cualquier atisbo de organización, por lo que era necesario ser muy prudente. Aun así, los presos se organizaban por afinidades ideológicas: los cenetistas por un lado, a su aire, como siempre, y los comunistas y los socialistas por otro. Todos seguían manteniendo sus mutuos recelos y jerarquías aunque muy en secreto. Las delaciones estaban a la orden del día, como en todos los campos que Tornell había conocido. Era muy habitual que algún desgraciado identificara a un antiguo comisario político a cambio de una onza de chocolate. Por eso era necesario ser discreto, muy discreto. Aquellos comportamientos habían ido disminuyendo pero en los primeros tiempos, al acabar la guerra, las cosas habían sido duras, durísimas. Tornell relató a Higinio cómo era la situación en los campos y cárceles que continuaban abiertas. El comunista 110 tenía demasiadas noticias al respecto desde que había llegado al Valle. En Miranda de Ebro le habían apaleado dos veces, delante de un juez y dos verdugos.
—Me acusaban de esto y lo otro y yo negaba, claro, sólo fui un soldado —se oyó decir a sí mismo mientras Higinio le escuchaba muy atento—. Cuando perdí el sentido me cargaron sobre una manta y me llevaron a una celda de castigo. Tardé veinte días en estar bien. Otra paliza. Al final, como no tenían nada contra mí me metieron sólo una pena de muerte. Por ser oficial.
—Vaya. Supongo que luego te la conmutaron, ¿no? Has pasado por más campos según me cuenta Berruezo.
—Sí, pero si Miranda era malo creo que peor fue lo de Albatera. Aquello fue antes, me parece que hace ya una vida, nada más acabar la guerra. Me viene a la memoria el hambre, claro, y la sed, sobre todo, la sed. Recuerdo la sed y las caravanas de falangistas que venían a examinarnos buscando a gente de sus pueblos. Cuando identificaban a uno se lo llevaban sin hacer papeles ni nada. Apenas daban la vuelta a la primera curva se oían los disparos. Los fusilaban allí mismo.
—Cabrones.
—Y las viudas… ¡Las viudas! Si una cosa he aprendido de esta guerra es que la atrocidad llama a la atrocidad. Llegaban viudas acompañadas por oficiales del campo a las que nosotros les habíamos matado al marido. Algunos de los nuestros hicieron también de las suyas, a qué negarlo. Por ejemplo, esos malditos cenetistas abrieron las cárceles y sumaron en sus filas a un montón de presos comunes, algunos asesinos, ladrones, violadores… Un error.
—Estoy de acuerdo contigo.
—Tampoco el Partido se quedó corto, amigo.
—No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, Tornell.
—Sí, supongo, pero tanta barbarie se volvió contra nosotros. La violencia engendra violencia. Es un ciclo que ya no se puede romper. Las viudas nos daban más miedo que los falangistas. Llegaban con el odio en la cara, recordaban a sus hombres, muertos, fusilados, y decían: «Ese, ese y ese…». Era horrible. Todo esto lo veo cada vez más lejos, Higinio. Aquí no sufro por mi vida a cada momento y eso el cuerpo lo agradece. Me matan a trabajar, sí, pero sigo vivo y vivo seguiré. Cada día que pasa es un día más que me acerco a la salud, a la libertad, saldré de aquí y viviré, lo juro.
—Sí, pero no te olvides de los amigos. Todo tiene un precio.
—No me olvido, camarada, no me olvido.
Los domingos, Tornell solía contemplar ensimismado cómo las parejas, felices, se perdían entre los árboles a buscar un poco de intimidad. Los guardias civiles que patrullaban a lo lejos hacían la vista gorda. Sentía envidia por sus compañeros, por aquellos que recibían visita y anhelaba ver a su mujer algún día. Recordaba su olor, su risa. Recordaba cómo se marcaban los hoyuelos de sus mejillas cuando, al llegar del trabajo, le pellizcaba el trasero. «¡Eres un pícaro!», le decía haciéndose la ofendida. Cuánto la había echado de menos, ahora lo sabía.
Pero ya faltaba poco y consumía las horas muertas en imaginar cómo sería recibir visita como los otros presos que, por unas horas, parecían felices, como si no estuvieran penando en aquel lugar. Tampoco quería ilusionarse demasiado por si aquel segundo intento se frustraba y Toté no podía acudir.
Los festivos comía bastante bien, a veces se juntaban entre cinco y compraban una hogaza de pan que traían de Peguerinos y una asadura de las que subía la gente a vender desde Guadarrama. Aquello sabía a gloria. Y le hacía mucho bien al cuerpo, la verdad. Aquellos momentos de camaradería, comiendo algo sabroso y ganado con el sudor de su frente, eran momentos de efímera felicidad, un ligero bienestar, un descanso en mitad de todo aquello que le había tocado vivir. Allí el trabajo era muy duro, salían a las ocho hacia el tajo y sólo les vigilaba uno de los guardianes. Tenían a varios presos que eran responsables de los demás y que hacían los recuentos al ir y al volver y antes del toque de silencio.
Nada que ver con los cabos de varas que había conocido en otros campos. Ironías del destino, la mayor parte de ellos eran excomisarios políticos ascendidos a presos de confianza. Sádicos que disfrutaban fustigando a sus propios compañeros con vergajos de toro. Hijos de puta. Traidores.
Tornell recordaba lo que siempre le decía su comandante, Gerardo Cuaresma: «Tornell, cuídate de la gente que se da golpes de pecho, esos son los peores».
Y bien cierto que era. No les molestaban mucho con la religión y el adoctrinamiento, solamente querían que trabajaran bien y rápido. En eso aquel campo era muy distinto a los demás. Sólo había misa los domingos y era, en cierta medida, voluntaria. Había que asistir para obtener un sello en el ticket que daba derecho a salir a dar una vuelta y a la comida del domingo que siempre era mejor, casi decente. Merecía la pena tragarse una misa por aquellos pequeños privilegios. Se permitía a algunos presos salir incluso a las fiestas de los pueblos cercanos con un salvoconducto y volver antes del toque de queda. En realidad no había muchas fugas pero no era por falta de ganas. ¿Adónde iban a ir? Los presos coincidían en que, mal del todo, no se comía. Sobre todo los que habían conocido otros campos como Tornell. Se había dado incluso el caso de tipos que, como él, al venir de la prisión y no estar acostumbrados a comer, se habían tomado dos cazos de rancho del doce y su estómago, al no estar preparado, les había hecho caer enfermos. No es que la comida fuera nada del otro mundo. Era mala, pero había almortas, garbanzos —pocos— y se notaba que algún hueso le echaban al caldo para darle sabor. Todo el mundo era consciente de que trabajando allí unos ocho años se amortizaba la pena, y por eso habían acabado por claudicar. Una lástima, pero era demasiado lo que muchos habían pasado para llegar hasta allí, mientras que otros vivían en el extranjero con el dinero de la República. Aquella semana Tornell había tenido, por desgracia, noticias de su comandante en la guerra, Cuaresma. El señor Licerán le había enviado al almacén de la empresa San Román a por mecha para unos barrenos. No había contacto entre los tres destacamentos de presos que allí trabajaban y no solían ver a menudo a los de San Román o construcciones Molán; así que, dar un viaje al almacén era algo agradable, un paseo que permitía dejar el pico por un rato y tener noticias de otra gente. El almacenero le pareció un hombre educado.
—¿Eres nuevo? —le dijo.
—Sí —contestó él—. Tú pareces veterano aquí.
—Llevo un tiempo, sí, y el que me queda… —Aprovechando que estaban a solas siguió diciendo—: ¿Dónde luchaste?
—Caí prisionero en Teruel, estaba con la 41.ª División.
—¡Coño! ¿En qué regimiento?
—En el 23 —contestó Tornell.
—¡Yo estuve en el Estado Mayor en Teruel! Fui muy amigo de tu comandante, Gerardo Cuaresma. Llegué a teniente coronel.
—Usted perdone… yo no sabía.
—Apéame el tratamiento o nos buscas la ruina, hijo, ¿cómo te llamas?
—Tornell, Juan Antonio Tornell.
—Pues mira Tornell, métete en la cabeza cuanto antes que aquí somos todos iguales: somos presos, simples presos. Ya no hay mandos, ni generales, ni sargentos, ni otras memeces. Tutéame y ándate con ojo con no hacerlo. El Ejército de la República no existe ya.
Juan Antonio bajó la cabeza, apesadumbrado.
—Soy Eduardo Sáez de Aranaz, y aquí me tienes a tu disposición. Para ti y para todos los compañeros, simplemente Eduardo.
Entonces Tornell apuntó:
—Cuando se ha… te has… te has referido a mi comandante has dicho que «eras su amigo»…
—Se pegó un tiro cuando cayó Teruel.
—Vaya.
Se hizo un silencio.
—Era un gran tipo —dijo apenado.
Recordaba el triste incidente de los perros y la dinamita el día en que fue hecho prisionero. Él había intentado ayudar a su superior a poner orden y había leído la desilusión en los ojos del comandante.
Ambos sabían desde el principio que aquel hermoso sueño iba a la debacle.
—No te falta razón. Pero mira cómo hemos acabado todos. Fíjate lo que son las cosas, yo soy de la misma promoción que Franco, él salió con el número 247 de una hornada de trescientos tíos y yo, con el 65.
—No está mal.
—No. Franco nunca fue un tipo brillante. Es listo, pero no brillante. Fui profesor en la Academia de Infantería de Toledo y el propio Franco vino a buscarme para llevarme con él a la Academia de Zaragoza. Di clase de táctica, armamento y tiro. Enseñé árabe. Cuando la guerra, hice lo que debía, me porté como un militar y cumplí con mi obligación. Yo, con la República. Me condenaron a muerte pero luego me conmutaron por treinta años. Ahora, cuando viene por aquí, ni me saluda.
—¿Quién?
—Pues ¿quién había de ser? Franco.
—¿Franco viene por aquí? —Se hizo el sorprendido pues era vox pópuli que el dictador solía dejarse caer por allí.
—Muy a menudo. Se hace el loco, como si no me conociera. Él me indultó. Yo pedí venir aquí porque así podría salir en ocho años a lo sumo. Tengo un hijo que estudia Periodismo. El que sí me saluda afectuosamente y viene mucho por aquí es Millán Astray. Pero, claro, ese está como una cabra. Me da tabaco y dinero. Toma —dijo entregándole una cajetilla de tabaco.
—Vaya, muchas gracias —acertó a decir Tornell algo azorado por aquel inesperado regalo.
—No hay de qué. No te demores que te echarán en falta. Ya sabes dónde me tienes.
—Un placer, Eduardo, un placer.
Salió de allí taciturno, viendo en qué habían acabado sus sueños.