Por aquellas fechas, Roberto Alemán se hallaba en Figueras trabajando en aduanas. Disfrutaba de un puesto cómodo, tranquilo, en el que se vivía bien gracias a las múltiples requisas, con abundante tiempo libre y mejor alojamiento. ¿Qué más se podía pedir? Los intentos de los contrabandistas por pasar a la península diversas mercancías eran muchos y pese a que la corrupción imperante les hacía mirar a menudo a otro lado; intervenían muchos alijos, por lo que él y sus hombres se hallaban bien servidos recuperándose del desgaste de la guerra y disfrutando de las mieles de la victoria. Él, por su parte, después de «su crisis» se sentía como anestesiado, sin ilusión. No veía el norte ni tenía objetivos claros, pero estaba decidido a no volver a dar problemas a la superioridad, así que cumplía con su trabajo de la mejor manera posible e intentaba matar el tiempo leyendo. Leía todo lo que caía en sus manos, lo que se podía, lo que permitía la censura: mucha novela de aventuras, Doyle, Dumas y, sobre todo, Wilkie Collins. Le chiflaba. Aquellas lecturas le permitían evadirse y viajar en el tiempo a una época en que las cosas estaban claras, los malos eran malos y los buenos, buenos. La verdad era que estaba perdido. Vacío. Los libros eran, de largo, mucho mejor que el mundo en que vivía. Pese a la victoria que tanto celebraban unos y otros y que a él le daba igual. Por desgracia lo suyo era matar, la guerra, asaltar una cota, una posición, un búnker y allí, en la oficina, se aburría. Sin saberlo añoraba la guerra. Se veía a sí mismo como un loco, porque, ¿cómo puede alguien sentirse cómodo en una guerra? Era un soldado, lo había descubierto por accidente, sí. Por uno de esos extraños requiebros que, a veces, da la vida. Era lo que mejor sabía hacer y tenía serios problemas para adaptarse a una vida, digamos, normal. Había leído algo al respecto pues no era tonto y había llegado a cursar dos años de Medicina. Aquello estaba descrito como fatiga de guerra, síndrome de estrés postraumático y había sido estudiado en miles de casos tras la Primera Guerra Mundial. Alemán sabía que pese a conocer la causa de su posible trastorno, no tenía respuesta para algo así. Intuía, sin querer reparar del todo en ello, que algo no funcionaba bien en el interior de su mente. Un buen día llegó un despacho de Capitanía que le urgía a hacer el petate de inmediato y presentarse a la jornada siguiente a las siete de la tarde en un domicilio de la Gran Vía madrileña. Se hacía referencia a «un inminente cambio de destino». Sin aclarar nada más. Aquello le extrañó sobremanera pero, como buen militar, estaba acostumbrado a obedecer órdenes sin preguntar y aquel repentino viaje suponía cierto aliciente en su ya de por sí rutinaria y triste vida. Cuando, ya en Madrid, tocó el timbre del domicilio que se le indicaba en el despacho, le abrió una fámula impecablemente vestida con uniforme negro, bastante largo, rematado con un delantal y cofia de puntillas, estos últimos de color blanco.
—Pase, señor —le dijo sin preguntar siquiera. Parecía evidente que allí le esperaban.
Alemán la siguió mientras ella le llevaba a un amplio despacho que apareció tras una puerta corredera.
—¡Alemán! —dijo de pronto una voz que le resultaba familiar.
—Coronel Enríquez —contestó él cuadrándose al momento.
El dueño de la casa se echó a sus brazos, pues le profesaba un profundo y paternal afecto, a la vez que el recién llegado se percataba de que en sus galones brillaba ya la estrella de general.
—Perdón, ¡qué digo coronel! ¡A sus órdenes, mi general!
—Déjate de idioteces, Roberto, estás en tu casa.
—Pero, yo… No sabía.
—Siéntate, capitán. Descansa, descansa…
Y dicho esto, el anfitrión llamó a la criada, que les sirvió un par de copas de coñac. El despacho era amplio, con grandes cristaleras y estaba tapizado por una inmensa librería que lo ocupaba todo, repleta de volúmenes de mil y una procedencias.
—Bueno, bueno… te preguntarás qué haces aquí.
—Pues más bien sí.
—Te he mandado llamar, mejor dicho, trasladar. Vas a trabajar conmigo.
—Otra vez.
—Otra vez. Eres el mejor oficial que he tenido a mis órdenes y te necesito para un asunto.
—Lo que sea, mi general.
Entonces, Enríquez le miró con cara de pocos amigos y Alemán tuvo que rectificar:
—… bueno, lo que sea, Paco.
—Así está mejor. Pero antes de nada, ¿cómo estás?
—Bien. ¿Por qué lo preguntas?
—Me refiero a tu… «crisis».
—Eso es historia.
—¿Tienes novia?
—No.
—Malo.
—Paco, no ocultaré que no soy la Alegría de la Huerta, pero he aprendido a soportarme y me refugio en mi trabajo y en la lectura.
—Te quedas a cenar —dijo sin dar lugar a que el otro pudiera responder con una negativa—. Delfina ha preparado algo especial.
—¿Y la familia?
—Mis dos hijos, como sabrás, han ido ascendiendo. Uno está en Melilla y el otro de agregado en Argentina.
—¿Y las chicas?
—Tula se casó, vive con su marido en Burgos y Pacita ha salido de compras con mi esposa. Ya la verás, está hecha una mujer… Dice mi Delfina que os va a casar.
—¿Cómo?
—Estás perdido, te lo advierto. Cuando a mi mujer se le mete algo en la cabeza…
Ambos estallaron en una carcajada mientras brindaban entrechocando las copas.
—¿Estás bien, entonces?
—Sí, señor.
—No conseguiste hacerte matar en la División Azul.
—No —dijo Alemán sonriendo con timidez, como el que se siente descubierto.
—No debían haberte permitido que te alistaras en esa locura. Era evidente que querías dejar este mundo.
El joven oficial ocultó que seguía sintiendo lo mismo.
—Al menos, ganaste otro buen puñado de condecoraciones.
—Chatarra —dijo Alemán con aire nostálgico.
—Así me gusta, Roberto, modesto ante todo. Me costó sacarte de allí y que te mandaran a aduanas.
—¿Fue usted?
—¡De tú, de tú, cojones!… Pues claro. Cuando te hirieron la segunda vez me puse a ello y sabes cómo soy.
—Vaya.
—Sé que no me vas a dar las gracias por hacerlo. Pero la División Azul no era lugar para ti. Cumpliste de sobra en la guerra.
Se hizo un silencio entre los dos.
Era obvio que Enríquez esperaba una explicación.
—Mi coronel… —dijo Roberto Alemán.
—Paco, joder, Paco. Además te recuerdo que soy general.
—Creo que te debo una explicación por lo que hice.
—De eso nada. Un error, un mal momento, lo tiene cualquiera. Pasaste las de Caín al principio de la guerra. Cuando saliste de la Academia de Alféreces Provisionales me fijé en ti. Eras una máquina de guerra. Llevabas el odio en los ojos. No he visto a nadie comportarse como tú, de manera casi suicida pero responsable con todos y cada uno de sus hombres. Si no fuera por «el incidente», ahora serías coronel. Tenías un futuro muy brillante.
—Lo sé. Pero intenté suicidarme, mi general, y eso, en esta Nueva España nuestra, se paga.
—No lo habrás tenido fácil, no. Los curas estiman que el suicidio es un pecado muy grave contra la ley de Dios.
—No te haces una idea de la de peroratas que me tuve que tragar en el hospital. Y luego, hubo más; no se atrevían a dejar volver al servicio a un suicida.
—Nunca te gustaron los curas.
—No, lo que ocurrió a mi familia fue, en parte, por la religión.
—Bueno, al menos hubo suerte y tu ordenanza llegó a tiempo, ¿eh? De no ser por él no estarías aquí, con nosotros. ¿Sigue contigo?
—Sí —repuso Alemán sonriendo—. Me espera en la residencia de oficiales.
—¿Cómo se llamaba?
—Venancio.
—Eso es, Venancio, pero ¡qué bestia de tío! ¿Era de…?
—De Puente Tocinos.
—Eso, eso, de Puente Tocinos. Murcia. ¡Ahí es nada! ¡Qué elemento! ¡Con dos cojones!
Volvió a hacerse un incómodo silencio entre los dos. A Roberto le pareció evidente que, hasta el momento, su antiguo jefe había estado evaluando su estado mental, si era apto en verdad para aquello que pretendía que hiciera para él.
Él, por su parte, no tenía ninguna duda al respecto. Paco Enríquez se había portado siempre como un padre y estaba dispuesto a cumplir con aquello que quisiera encargarle, fuera lo que fuese. Al llegar a su unidad en la guerra, Alemán era, de facto, un huérfano. Un huérfano con una estrella de alférez, loco por matar al máximo número de rojos posible. Un tipo al que sus subordinados apodaban «la metralleta» porque decían que era una máquina de matar.
—Bueno, bueno… —continuó el general—… Tampoco es tan grave, hijo. No eres el primero al que se ha diagnosticado «fatiga de guerra».
—Mi general, sé que la gente me llama «el Loco».
—Déjate de idioteces. Tras la guerra, yo mismo tuve mis dificultades para volver a una vida, digamos, normal.
—Sí, pero tú no intentaste matarte.
—¿Puedo entender que estás bien?
—Absolutamente —mintió Alemán, que quedó mirando hacia la ventana, como ido.
—Roberto —dijo Enríquez sacándole de su ensimismamiento—. Tengo un trabajo para ti. Como sabrás ocupo un puesto destacado en la ICCP.
—La Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros.
—Exacto. No hace falta que te diga que conforme avanzaba la guerra el asunto de los presos se iba convirtiendo en un grave problema. Caían a cientos, a miles. El Ejército Rojo era un caos, una desorganización total, y los soldados no sabían a veces adónde dirigirse, qué hacer. Muchos se rendían pensando que en nuestro lado comerían mejor.
—Ilusos.
—Sí. El caso es que los rojos no tenían ese problema. Iban perdiendo, no hacían tantos prisioneros y cuando tenían que evacuar una zona solucionaban el asunto por la vía rápida, como en Paracuellos.
—Nosotros en Badajoz hicimos otro tanto.
—Touché! —dijo sonriendo Enríquez—. Veo que sigues en forma, eres una mosca cojonera. Pero eso es lo que siempre me ha gustado de ti. Volviendo al asunto que nos ocupa, para que te hagas una idea, tras la ofensiva del Ebro nos hicimos con ciento setenta mil prisioneros.
Alemán emitió un silbido de sorpresa.
—Lo sé —continuó diciendo el general—. Un problema logístico acojonante, Roberto. Y más en plena guerra cuando uno necesita todas las tropas, todos los recursos, para hostigar al enemigo. Aquello se solventó como se pudo creando la ICCP, pero no nos engañemos, no había medios, se les hacinó y caían como chinches, apenas comían.
«Como ahora», pensó Alemán para sí. Obviamente no se atrevió a decirlo en voz alta. Enríquez proseguía con su alocución:
—Entonces, me llamaron para que me hiciera cargo del asunto, para que pusiera orden, vamos. Imagina el problema, un país en la ruina, que no puede dar de comer a la población y con cientos de miles de prisioneros abarrotando las cárceles a los que había que mantener, vestir, alimentar, proporcionar medicinas. Hemos llegado a tener presos a setecientos mil tíos, ¿te das cuenta?, ¡se-te-cien-tos-mil! presos hacinados criando piojos, chinches, enfermedades. Un tremendo gasto, Roberto, un tremendo gasto. Recuerdo una reunión en concreto que se convocó para resolver el asunto de una vez, importantísima. Alguien sugirió mirar a Alemania. Allí se quitan a los judíos de en medio por la vía rápida. Yo me negué, claro. Hubo muchos que se indignaron ante la sola idea de hacer algo así aquí. Una cosa es matar al enemigo luchando, en el frente, y otra gasear a la gente como si fueran cucarachas. Además, Roberto, no está claro que los alemanes ganen ya la guerra y todo acabará por saberse. Entonces alguien dijo: «¡Que trabajen, coño!» ¿Te das cuenta, Roberto? ¡Que trabajen! Otro apuntó: «Sí, sí, que reconstruyan lo que destruyeron a bombazos». El aplauso fue general. El mismo Caudillo sonrió satisfecho. Crearon una comisión y nos enviaron a Alemania, a aprender. No sabes cómo lo tienen montado los «doiches». Aquellos tíos no son humanos. Lo aprovechan todo; saben cuánto durará un preso según las calorías que le suministran y según el trabajo que ha de desarrollar. Les importa un bledo que vivan o mueran; para ellos todo son estadísticas. Y la crueldad… En fin, volvimos con una idea de cómo hacerlo a nuestra manera. Entonces, para dar coartada moral al negocio se encargó el asunto a un jesuita.
—El padre Pérez del Pulgar.
—Vaya, veo que estás informado. Sí, fue él el encargado. Él dio cuerpo teórico al asunto, creó una suerte de doctrina y se constituyó el Patronato de Redención de Penas por el Trabajo. Sus ideas eran brillantes, quedaban bien, se podía explicar a la gente sin que sonara mal; es más, sonaba realmente bien: la idea era que los presos redimieran' su pena trabajando por España y por cada día de trabajo irían disminuyendo su estancia en prisión. Además, se les pagaría por ello. ¿Entiendes?
—Un sistema redondo, un gran negocio.
—No entiendo.
—Sí, para el Estado, digo. Mira Roberto, en cuanto pusimos en marcha el sistema fueron multitud las empresas que nos solicitaron mano de obra reclusa. Como en Alemania. Veamos, la idea base era que mantener a toda esa gente en la cárcel era carísimo, mientras que, bien pensado, si los poníamos a trabajar serían una fenomenal fuerza de producción que podría ayudar a reconstruir un país asolado por la guerra. Al principio pensamos que, ya que teníamos que darles de comer, podríamos emplearlos en construir puentes, carreteras, edificios, que buena falta hacían. ¿Me sigues?
—Claro.
—Pero el caso es que cuando las empresas entraron en liza nos dimos cuenta de que además el digamos… «alquiler» de los presos reportaba pingües beneficios. Vamos, que nos convertimos en una suerte de agencia de empleo.
—Obligatoria.
—Obligatoria, claro. Te haré los cálculos para un preso y un oficio medio: digamos que el sueldo de un albañil es de 14 pesetas, ¿vale? Bien, pues eso es lo que se le cobra a la empresa. De esas 14 hay que descontar 4,75 que suponen la suma del mantenimiento del penado así como la asignación familiar que se le da, o sea, su sueldo.
—Vamos, que al Estado le quedan limpias de polvo y paja 9,25 por preso.
—Exacto.
—Pero eso es explotación, Paco… —dijo Alemán reparando en que no le agradaban aquellos detalles de mercachifles. Él era un soldado y un prisionero de guerra no deja nunca de ser un combatiente.
—Son presos, Roberto, presos. Déjame terminar. El negocio no termina ahí, porque a la Hacienda, de esas 4,75 se le devuelven las 1,40 pesetas que cuesta el mantenimiento del recluso. O sea, que el Estado se beneficia del 76 por ciento de los jornales que generan los presos trabajando.
—Rediez.
—En la cárcel no rentan tanto.
—No, desde luego.
—Mira, sólo el año pasado, los presos trabajaron 4.187.360 jornadas.
—¡Vaya!
—Sí, hijo, lo tenemos todo cuantificado. Desde el treinta y nueve hasta hoy han echado 44.408.567 jornadas. Si recuerdas que, como valor medio, cada preso deja 10,60, con una simple multiplicación sabemos que en estos años nos han hecho ganar la friolera de 470.730.810.
—¡Cuatrocientos setenta millones de pesetas! —exclamó Alemán vivamente impresionado.
—Exacto. Y conforme se iba poniendo en marcha el sistema comprobamos que había más beneficios.
—¿Más?
—Sí, claro. Es lo que llamamos en nuestro argot «beneficios indirectos». A saber, las obras que llevan a cabo, en primer lugar. Luego… que los presos disminuyen, de momento, un día de pena por jornada trabajada. Eso acortará su estancia en la cárcel y por tanto disminuirá el gasto que, a la larga, nos producirían. Está cuantificado: nos ahorramos en ese concepto unos once millones de pesetas por año. Y además, en aquellos casos en que no trabajan para empresas sino para ayuntamientos, Falange o el Estado, cobran sólo lo mínimo.
—O sea, todo ganancia.
—Exacto. Y por si todo esto fuera poco, enseguida nos dimos cuenta de que las empresas, aun costándoles lo mismo, preferían mano de obra reclusa a obreros libres y te preguntarás… ¿por qué?
—¿Por qué? —dijo Alemán haciendo lo que el general Enríquez le indicaba.
—Pues porque los presos se matan a trabajar. Tienen que hacer horas extra para ganar un jornal decente y encima, por cada hora que trabajan, saben que pasarán otra menos en prisión. No te imaginas el número de horas extraordinarias que echan, y claro, los empresarios, encantados.
—No sé, Paco, me dan pena. Son soldados, rojos, pero combatientes, joder. No entiendo que estés metido en este asunto.
—No digas tonterías, Roberto. Tú no has visto las prisiones o los campos. Se dan de hostias por salir de esos agujeros e ir a trabajar. Están a cielo abierto, cobran algo y reducen pena. El palo y la zanahoria. Es la rendición total, Roberto, créeme. Un sistema perfecto. Además, cumplo órdenes, me destinaron aquí y punto, si lo hago bien podré salir de este embrollo, dedicarme a cosas de verdad, una división o una legación, algo más serio. Quién sabe, quizá una capitanía.
—Ya. Pero ¿dónde entro yo en esto exactamente?
—Para eso estamos aquí, Roberto.