Capítulo 2. Cuelgamuros

Juan Licerán siempre fue carne de obra. Estaba escrito así desde el día de su nacimiento pues su familia era pobre y todos tenían que echar una mano para poder salir adelante. Hijo y nieto de albañiles, no podía sino dedicarse a la paleta y el andamio. Se estrenó nada menos que a los nueve años, ayudando a su padre en lo que podía, y no sabía de otra cosa que trabajar como un animal de sol a sol aprendiendo el oficio que había de proporcionarle sustento para toda la vida. Es por esto que, cuando estalló la guerra, era ya hombre de confianza en la empresa donde trabajaba y tenía asignados a su cargo a un buen puñado de empleados. Como nunca fue amigo de politiqueos pero, por edad, le correspondía acudir a filas, desempeñó labores de logística en el Ejército de la República, trabajando en tareas de fortificación hasta que cayó Madrid. Lo suyo no fueron los tiros sino salvar vidas, protegiendo a aquellos valerosos hombres que luchaban contra el fascismo con sus trincheras, casamatas y refugios. Al acabar aquella locura fue hecho prisionero pero no tuvo ni que pedir un aval pues, de inmediato, acudió a buscarle uno de sus antiguos jefes, don José Banús, que le reclamaba para trabajar en su empresa ya que había logrado importantes contratos con el Nuevo Régimen. Como Licerán nunca se había metido en líos y Banús y su hermano tenían mucha mano, fue sencillo sacar al capataz del campo de concentración en el que apenas llegó a estar dos días. Él se sabía hombre afortunado, pues otros no habían corrido la misma suerte. En aquel momento se incorporó sin hacer muchas preguntas a la empresa de los hermanos Banús y trabajó aquí y allá, ya que había mucho que hacer para reconstruir un país destruido por la guerra. Con seguir vivo era bastante, tenía trabajo, vivía con su familia y no tenía problemas con las nuevas autoridades, así que optó por trabajar y no buscarse problemas. José y Juan Banús eran empresarios de éxito y tenían buenas relaciones con el Movimiento, de manera que las obras no faltaban. De hecho, se les reclamó para colaborar en la construcción del monumento más emblemático del franquismo: el Valle de los Caídos. Allí había mucho dinero que ganar y ellos, buenos empresarios, se subieron al carro. Cómo no. Licerán, al igual que todos los vencidos, no quería entrar en consideraciones sobre si aquello le parecía bien o mal, aunque tenía su opinión al respecto. En aquellos días tan sólo se preocupaba de trabajar y salir adelante, que ya era bastante. Nada más. No quería problemas y bien sabía cómo las gastaban los vencedores. Su paso por el Ejército de la República sólo podía acarrearle problemas; bien era cierto que él no había hecho nada malo, pero de gente así estaban llenas las cunetas de España mientras que, a veces, los que de verdad se habían llenado las manos de sangre, ensañándose y haciendo verdadero daño a la causa de la libertad habían escapado al extranjero cuando las cosas se pusieron feas. Licerán había asistido como testigo a aquella maldita guerra y tras ver el comportamiento de los vencedores al acabar el conflicto supo que las autoridades franquistas no habían sabido ni querido entender que, en general, aquellos que se habían comportado como criminales —los hubo en ambos bandos— se encargaron de poner pies en polvorosa, mientras que los pobres desgraciados que habían luchado por corresponderle por su quinta o que sólo habían participado como carne de cañón se quedaron en España pensando que nada tenían que temer.

No fue así, pues la guerra se convirtió en la excusa perfecta para que se dieran múltiples ajustes de cuentas que a veces no tenían nada que ver con la política sino con viejas rencillas en pueblos, ciudades, venganzas personales y conflictos entre familias. Era por aquel motivo que Licerán obviaba en lo posible aquel asunto y se dedicaba a lo suyo, trabajar y hacer ganar dinero a sus patronos que ya era bastante en aquellos duros e inciertos días. Fue enviado a Cuelgamuros casi de inmediato, pues se supo que el Caudillo tenía previsto construir un mausoleo que fuera un monumento a los caídos. Según se decía, a los caídos de ambos bandos. Aunque aquello, la verdad, no se lo creía nadie. El dictador lo tenía pensado desde antes de acabar la guerra, así que en cuanto llegó al poder se dedicó a recorrer la zona norte de Madrid, la sierra, acompañado por el general Moscardó, el del Alcázar. Unas veces en avión, otras a caballo o en coche, el caso es que Franco halló el lugar que buscaba: Cuelgamuros. Un paraje hermoso a un paso de El Escorial, cerca de la capital y de una belleza natural arrebatadora.

Aquello era para él una especie de obsesión, así que de inmediato se iniciaron las obras. Licerán ya estaba allí con sus patronos el día en que el sátrapa hizo estallar el primer barreno. Fue el primero de abril del año 40 y se dijo que en un año el monumento estaría terminado. Ilusos. Tres empresas se encargaban de las obras: San Román, que debía encargarse de abrir una cripta en la roca viva a base de explosiones, ya que aquel granito era de una dureza incomparable; Molán, que debía hacerse cargo de levantar un monasterio anexo a la cripta; y la constructora de los hermanos José y Juan Banús, que debía encargarse de construir una carretera que permitiera llegar al complejo a la mayor cantidad de visitantes posible. Licerán, aun trabajando para los Banús, era requerido igual en la cripta que en el monasterio o en la carretera, por ser veterano, y le preguntaban su parecer sobre muchos aspectos técnicos relacionados con la construcción. Aquello le permitía moverse arriba y abajo, y saber quizá mejor que nadie lo que pasaba allí. Al poco pareció evidente que las obras no avanzaban al ritmo que se deseaba. Había pasado un año y de inauguración, nada. Apenas se había progresado un poco en excavar algunos metros de cripta en la roca. El Régimen comenzó a impacientarse y poco a poco se fue dando más y más prioridad al proyecto. A Juan Licerán, en el fondo, le parecía inmoral que se dedicaran tantos recursos a algo como aquello cuando en España había hambre y un déficit de infraestructuras tremendo, pero aquel monumento tenía un gran valor simbólico para Franco y su palabra era ley. Aproximadamente en la primavera del 43 se decidió que había que apoyar aquello con mano de obra reclusa. Los Banús —como otros muchos empresarios— se aprovecharon sin dudarlo de aquella situación, pues las cárceles estaban llenas de presos locos por salir y ganarse la vida como fuera y ellos necesitaban mano de obra de manera urgente. Los batallones de trabajadores no eran lo que se decía un paraíso pero las cárceles eran horrendas, mucho peor, estaban atestadas y los presos caían como moscas a causa de la desnutrición y las enfermedades. Salir a trabajar al exterior permitía reducir la condena y, al menos, aseguraba alejarse de las prisiones y los campos de concentración, así que eran muchos los penados que solicitaban ir a trabajar pese a que se les explotara descaradamente.

Corría el mes de septiembre cuando Juan Licerán, al que los obreros libres y penados comenzaban a llamar con respeto «señor Licerán», acompañó al señor Banús a la cárcel de Ocaña a por una remesa de presos que trabajara en la obra. Licerán contaba con un maestro cantero, Colás, de Murcia, que era un portento. Había luchado con la República pero fue avalado por un guardia civil al que su familia había ayudado cuando quedó, siendo un crío, huérfano de padre. Aquello permitió a Licerán llevarlo a trabajar con él a Cuelgamuros y no le había dado motivos de queja. Tenía unas manos extraordinarias para trabajar la piedra y labraba en relieve como nadie, por lo que Licerán le tenía en alta estima. Era un hombre noble que no hablaba apenas y trabajaba mucho. Los obreros como Licerán y Berruezo escaseaban tras la guerra y se necesitaba como nunca mano de obra cualificada así que, trabajando bien y sin meterse en líos, podían salir adelante. Era duro y muy triste bajar la cabeza, humillar la cerviz y olvidar aquel sueño que había sido la República, pero en aquellos días se luchaba tan sólo por sobrevivir. A eso se había llegado. Curiosamente, cuando Berruezo supo que Licerán y Banús iban a Ocaña a por mano de obra reclusa, se acercó con disimulo al capataz y le hizo una petición: allí penaba un conocido suyo, un tal Juan Antonio Tornell que había llegado a teniente en el Ejército de la República y que era hombre cabal. Le pidió que intentara llevarlo a Cuelgamuros diciéndole que no se arrepentiría. Licerán, sin dar lugar a que siguiera rogando, le contestó sin más: «Descuida, está hecho».

Cuando Banús y su capataz llegaron al patio de la prisión, acompañados por un oficial del ejército y un guardián, hicieron formar a los presos. De inmediato se pidió que aquellos que quisieran ir a trabajar a la sierra de Madrid dieran un paso al frente. Fueron bastantes los que se ofrecieron. Licerán preguntó de inmediato por su recomendado y el guardián le señaló con la cabeza a un hombre alto como un mástil y flaco como un perro. Allí todos evidenciaban la falta de alimento pero este destacaba por su aspecto macilento y su mirada perdida. Licerán se acercó a su jefe y le preguntó si aquel tipo podía incorporarse a las obras. Tras un momento de silencio, Banús se acercó al penado y le miró los dientes a la vez que le tanteaba los músculos. A Juan Licerán, un hombre honrado, le pareció humillante. Aquellos hombres merecían más respeto, no estaban en una feria de ganado. ¿O sí? No quiso pensarlo. Entonces, Banús se giró con mala cara haciendo evidente que aquel tipo no le convencía. Allí había presos más fuertes y menos desnutridos que le interesaban más. Afortunadamente, en aquel momento apareció un empleado de la oficina que reclamaba a Banús porque tenía una llamada. Aprovechando la pausa, Licerán pensó que había ganado algo de tiempo y se acercó a su hombre.

—¿Cómo lo ve? —dijo el preso entre susurros.

Le faltaba el resuello pues su estado era penoso.

—Mal, hombre, mal. Estás en los huesos.

—Si no salgo me muero. Llevo seis años de prisión en prisión, de campo en campo, desde antes de acabar la guerra. Pasé una pulmonía y una disentería. Las dos veces llegaron a darme por muerto. Aquí estamos hacinados, se han declarado dos casos de tifus exantemático y hay piojos por todas partes. Es cuestión de días que me contagie. Esta vez estoy tan débil que sé que no sobreviviré.

Al pobre Licerán se le hizo un nudo en la garganta. Al fondo, Banús volvía acompañado por el oficial y el guardián, que le hacían la pelota descaradamente por si caía una propina. Era evidente que el empresario era hombre espléndido y sabía «engrasar la maquinaria», como él mismo solía decir a menudo. El capataz supo que tendría que emplearse a fondo o el preso se quedaría en aquel lugar. Se lo debía a Berruezo y tenía plena confianza en él. Si recomendaba a su amigo a buen seguro que sería un tipo de fiar. Volvió a la carga.

—Donjuán —mintió Licerán cuando su jefe se puso a su altura—, este hombre es de ley. Necesitamos gente de confianza. Quizá no esté en buen estado pero es un cantero de primera, un gran trabajador con mucha experiencia.

Banús se paró sin volverse. Fue entonces cuando el desconocido, con una voz fuerte y grave, sorprendente en un fulano que se halla a un paso de la muerte, espetó:

—No se arrepentirá, señor. Trabajaré como cinco hombres. Lo juro.

Banús miró sonriendo a su encargado y continuando su camino, dijo:

—Tú eres el capataz y tú decides. Ya sabrás lo que haces…

—Yo lo fío —aseguró Licerán sabiendo que no había logrado engañar a su jefe.

Se hizo un silencio.

—Este preso… —dijo Banús dirigiéndose al capitán que parecía al mando de aquello— ¿puede salir a redimir su pena?

—Tenía pena de muerte pero se le conmutó por perpetua. Como a tantos otros. Está dentro de lo permitido, sí —contestó el oficial, un tipo regordete y con voz de pito.

—Sea —dijo Banús dando por cerrado el asunto con cierta indolencia.

Entonces, Licerán y aquel despojo humano en que se había convertido el preso, se miraron y suspiraron de alivio.