Epílogo

Hoy he regresado a Logroño, veintiséis años después de la ejecución de las brujas. No he podido evitarlo. Tenía que acudir a la llamada de esas voces que, en mi cerebro, siguen clamando justicia.

Por más que me adentre en sus calles, por más que ahonde en una herida que ya debería estar cerrada, jamás volveré a recobrar la dignidad que perdí aquella noche de noviembre en la plaza de Santiago. Viejo y cansado, me dejo llevar por los recuerdos mientras deambulo a solas por los oscuros rincones de una ciudad que, siendo noble, tuvo que ser testigo de la arbitrariedad de un puñado de hombres sin escrúpulos.

El sol se niega a salir. Siento frío en mi corazón. La madrugada extiende sobre mis hombros su gélido manto preñado de estrellas. Voy en busca de una luz. Mi espíritu atormentado necesita un poco de paz antes de realizar el último viaje.

Sí; me ha parecido escuchar a mis espaldas el sonido de un flautín fantasmagórico de increíbles arpegios, una música celestial que envuelve las piedras que estructuran el habitáculo de mi alma. He creído ver a la Dama Negra bailando su egregia danza frente al pórtico de la iglesia de Santa María de la Redonda. La Muerte me acecha, me vigila, me sigue como una sombra implacable, aunque sabe que ha de esperar un poco más… sólo un poco más de tiempo. Todavía no estoy preparado para caminar a su lado. De ahí que la lleve siempre pegada a los talones, unos pasos por detrás.

Camino por los sombríos pasajuelos del recuerdo, adentrándome con dolor en el pasado. Mis pies recorren la Rúa dos Francos, que en otras ocasiones, cuando es mediodía, da gusto verla por la gran cantidad de peregrinos que recorren la sagrada ruta de Compostela. Nobles caballeros de dudosa reputación y mendigos leprosos se cruzan en mi camino, y yo apenas tengo fuerza para reparar en ellos. Pasan por mi lado abstraídos en sus propios asuntos. Desaparecen para siempre de mi vida. No son parte esencial de esta historia.

Ardua tarea la de liberarse del pasado, bastante más de lo que pensaba. Las imágenes que quedaron grabadas a fuego en mis ojos, los recuerdos del ayer, se fraccionan ahora en un millar de pensamientos incoherentes y ambiguos. Silencio. La memoria agoniza entre feroces lamentos sedienta de lágrimas, por lo que lucha con todas sus fuerzas con el fin de vencer a sus enemigos, que son diversos e inexorables.

¿Puede el hombre defenderse de sus lanzadas, o por el contrario está condenado a sucumbir ante la acometida impetuosa de la conciencia?

El tañido de una campana mañanera da alborada a quienes todavía duermen en sus camastros de infinitos sueños. Logroño comienza a despertar de su letargo. Y yo, sediento de ilusiones, dirijo mis pasos a la plaza de Santiago. Porque si algo he aprendido en la vida, es que no se puede mirar hacia delante si antes no hemos echado un vistazo hacia atrás. Tengo que hacerlo, he de revivir aquellos momentos tan dramáticos… he de sentir nuevamente la angustia de verlos morir consumidos por el fuego… he de compartir con ellos mi dolor y mi alegría… he de cerrar el círculo.

¡Qué apacible resulta la plaza a estas horas tan tempranas! Es como si el horror jamás se hubiese representado en su anchurosa planicie de piedra.

Según camino hacia el lugar donde antaño se llevó a cabo la ejecución, más se acentúa en mi alma la gélida sensación de estar recorriendo un camino sin vuelta. Un perro aúlla a lo lejos. Sus gemidos se entremezclan con realidades pasadas y presentes. Invoco los inútiles sollozos de María de Arburu y su hermana María Baztan de la Borda… y los de Graciana Xarra… y los de María de Etxatxute… y los de Petri de Juangorena y Domingo de Subildegui. Tampoco me olvido de todos aquellos que murieron de terribles enfermedades en el infierno de las cárceles secretas del palacio inquisitorial, ni de quienes sufrieron el oprobio de la tortura y la vejación de la plebe. Todavía recuerdo haber visto en los ojos de los condenados, mientras iban camino del cadalso, el estigma de los inocentes.

Venerar su memoria ha sido el auténtico motivo de esta alocada y repentina peregrinación a Logroño. Tenía que hacerlo ahora que aún conservo unas pocas fuerzas para caminar. Mañana hubiese sido demasiado tarde.

Y allí, de pie sobre una hoguera imaginaria ardiendo en mitad de la noche, creyendo escuchar los desgarradores gritos de dolor que profieren los reos en un idioma que nadie comprende, me he arrodillado para hablar con Dios. He de rogarle la gracia que yo y mis colegas les negamos a todas aquellas gentes que murieron víctimas del poder totalitario de los señores feudales y la ambición de algunos clérigos, así como por culpa de la superstición y la ignorancia.

Miro en derredor mío. Miles de personas se han congregado para ser testigos de este acto que pretende enmendar el agravio que tuvieron que sufrir los falsos brujos. Desde mi lugar puedo ver a don Alonso Becerra, al licenciado don Juan del Valle, a fray Gaspar de Palencia, al doctor Vergara de Porres… y a todos aquellos que participaron conmigo del proceso inquisitorial contra las brujas de Zugarramurdi. También ellos están aquí para solicitar el perdón de los acusados. Finalmente hemos comprendido que la mentira sobrepasa cualquier expectativa de honradez, y que sentimos la imperiosa necesidad de afrontar la verdad con el corazón y el alma limpios de culpa.

Cierro los ojos e inclino mi cabeza. Rezo en silencio una oración. Toda mi vida se reduce a este instante. Un etéreo resplandor surge por encima de la techumbre de las viviendas logroñesas. Es la luz que he venido a buscar.

Ahora sí, la paz es infinita.

Et lux in tenebris lucet et tenebre eam nom comprehenderunt.