XXXIV

He de reconocer, no sin cierto orgullo, que entre las palabras de mi vocabulario jamás existió el término «descanso». De ahí que, a las pocas semanas de instalarme en Jaén, decidiera redactar un quinto informe que remití a la Suprema un día después de la Epifanía del Señor. Para entonces ya habían transcurrido cuatro años y medio desde que me viese involucrado en el asunto de las brujas de Zugarramurdi, tiempo que había dedicado plenamente a echar un poco de luz sobre el asunto, ahondando en declaraciones, testimonios y pliegos de archivo.

Durante mi estancia en Jaén retomé mi antiguo oficio como procurador general de la corte, cargo que ocupaba desde hacía año y medio, y que me fue concedido en votación a viva voz y no por cédula secreta, como solía hacerse en la mayoría de los casos. Por orden del cabildo tuve que intervenir en un pleito en el que la ciudad pretendía que el rey le concediese por propio, o en su defecto como arbitrio, ciertos terrenos baldíos del arrabal conocidos como los cerros de San Cristóbal y Santo Domingo. Como iba a necesitar un ayudante que trabajase conmigo durante el proceso, y don Gonzalo no estaba en Jaén —me aguardaba en Madrid, donde habríamos de reunirnos en cuanto arreglase los asuntos que tenía pendientes en tierras jienenses—, fui en busca del secretario don Juan Ruiz de Velasco. Este me informó de que las gestiones sólo estaban iniciadas, por lo que había tiempo para que el consejo y los vecinos que resultasen perjudicados pudiesen recurrir la demanda.

—La verdad, no encuentro ningún perjuicio en el hecho de que los miembros del concejo deseen la rotura y arrendamiento de esos baldíos —le expliqué a don Juan Ruiz mientras cruzábamos las puertas de la iglesia de San Idelfonso—. No obstante, creo que deberíamos de estar pendientes a los trámites, no vaya el Tribunal a excederse en las concesiones.

—Vuestra señoría tiene toda la razón —mi nuevo colaborador bajó el tono de su voz, ya que varios fieles oraban en silencio sentados en los bancos de la iglesia—. El caballero don Antonio de Talavera, que lleva las diligencias en nombre de la ciudad, es bien conocido por su avidez en los negocios y por incumplir la mayor parte de sus compromisos.

—Motivo más que suficiente como para estar atentos —insistí.

Bordeamos el coro por el lado izquierdo, pasando frente a la capilla de la Vera Cruz, donde se guardaban las imágenes de la cofradía homónima. Seguimos después hacia delante, camino de la puerta lateral del presbiterio que habría de conducirnos a la sala capitular.

—Don Alonso… —el secretario, que era de natural indiscreto, cambió el tema de conversación—, quiero que sepáis que aquí, en Jaén, hemos seguido de cerca vuestra intervención en el Auto de Fe de Logroño.

—¿Y bien…? —le insté, rápido de reflejos, a que siguiera adelante.

—Muchos nos preguntamos qué es lo que hay de cierto en lo que se afirma. ¿Es verdad que las brujas vuelan hacia sus akelarres montadas en machos cabríos y otras diabólicas criaturas enviadas por el mismísimo diablo?

Me sorprendió bastante que alguien tan cabal e inteligente como don Juan Ruiz de Velasco se dejase arrastrar por los comentarios de los más supersticiosos y aceptara como válido algo tan absurdo.

—Flacos argumentos esgrimen quienes van diciendo por ahí tales incoherencias —fue mi contundente respuesta—. No creáis todo lo que llegue a vuestros oídos.

—Eso significa que las historias que se cuentan son falsas… ¿Estáis de acuerdo? —quiso saber.

Nada más llegar a la puerta que conducía a la sala capitular, don Juan se adelantó para abrirla, dejándome pasar en primer lugar.

—Lo único que puedo deciros es que los procesados fueron coaccionados para que declarasen su culpabilidad por voluntad propia, y que se les ofreció, a cambio, unos indultos que jamás llegaron a gozar, pues unos y otros, en mayor o menor medida, recibieron un castigo tan terrible como injustificado.

Tomé asiento en una de las cátedras de las varias que había pegadas a la pared, bajo un enorme tapiz con el dibujo del escudo de la ciudad, a la espera de que llegase el canónigo don Fernando Álvarez. Habíamos resuelto vernos allí para discutir la pretensión del corregidor de Jaén de entrar en el archivo de la iglesia catedral sin la correspondiente autorización, otro asunto que igualmente me había encomendado el cabildo.

—¿Qué ocurrirá si la Suprema acepta las razones de los licenciados Becerra y Del Valle, y desestima la de vuestra señoría? ¿Seguiréis pleiteando hasta que se os escuche?

—No hará falta. Confío en la justicia de Dios —fui escueto en la respuesta.

El secretario vino a sentarse en un escabel que había junto a la ventana de vidrieras policromas de vanos geminados y troneras cuadrangulares.

—Creo que vais a ganar este pleito. No sé… es un presentimiento —me aseguró don Juan proyectando un gesto de satisfacción que al instante me puso en alerta.

Lo intuí de inmediato: aquel hombre tenía noticias de Madrid, y como siempre solía hacer, si eran motivo de alegría, el muy truhán se las guardaba para sí hasta que decidía compartirlas.

—Hablad —lo animé—. No retengáis esa información que pugna por salir de vuestros labios.

Debo reconocer que al instante me sobrevino una sensación de bienestar. Tuve un grato presentimiento.

—La Suprema ha dispuesto la destitución de don Juan del Valle Alvarado —me comunicó en tono confidencial—. En su lugar, han enviado a otro inquisidor a Logroño. Es un licenciado llamado Laso de Vega.

—Eso significa que…

Pensaba decirle que finalmente la lógica se había impuesto por encima del desatino de algunos juristas e inquisidores, ya que la destitución del licenciado venía a certificar que el Santo Oficio rechazaba su proceder en los asuntos jurídicos del proceso, cuando se abrió la puerta de la sala capitular y entró don Fernando Álvarez, canónigo de Jaén.

Al instante nos olvidamos de las brujas y del Auto de Fe de Logroño. Ahora debíamos atender las diversas y oscuras razones del corregidor, y analizar en profundidad la requisitoria. A pesar de todo, una parte de mí seguía pendiente de la instrucción final de la Suprema con respecto a los asuntos de brujería.

Mi alma dirigía su mirada hacia Madrid.

A principios de marzo del año de 1614 de nuestro Señor Jesucristo recibí un escrito redactado por don Bernardo de Sandoval y Rojas. Requería mi inmediata presencia en Madrid, pues necesitaba tratar conmigo los escritos que, de forma regular, le había ido enviando durante los últimos años, así como los remitidos también por los otros dos licenciados.

La Suprema de Madrid necesitaba escuchar nuestros alegatos antes de dictaminar si el Tribunal de Logroño había actuado con negligencia enviando a la hoguera a unos reos cuyos delitos no estaban completamente probados, por lo que nuestra ligereza al interpretar los testimonios podía calificarse de punible, o si, por el contrario, el proceso había seguido las pautas establecidas en materia jurídica y las sentencias resultaban precisas. Eso significaba que los jurisconsultos del Santo Oficio habrían de deliberar en breve sobre el asunto de las brujas: darlo por sobreseído definitivamente, o seguir adelante con un nuevo Auto de Fe. Sólo que esta vez, de iniciarse otro proceso inquisitorial, habrían de revisarse las causas de cerca de cinco mil personas; la mayoría ancianos y niños.

Viajé a Madrid dos semanas después. Nada más llegar a la corte, acudí presto al palacio del Tribunal eclesiástico del Santo Oficio. Don Bernardo, mi mentor desde la juventud, me recibió en su despacho con gran optimismo, derrochando exultación por cada uno de los poros de su piel. Me alegré de volver a verlo después de tantos años. Y así se lo hice saber.

—Siempre he tenido en cuenta a vuestra reverendísima en mis oraciones —le dije, inclinándome ligeramente para besar su anillo—. Y me alegra saber que mis plegarias han sido escuchadas, pues veo que vuestra salud sigue siendo tan buena como la de un joven novicio.

Don Bernardo se echó a reír, impelido por mi ocurrencia.

—¡Vamos, vamos… don Alonso! —repuso con cierta alacridad, y al instante se le encendieron las mejillas—. No seáis tan zalamero, que os conozco.

Sujetándose la casulla con una mano, me indicó con la otra que me sentara en la jamuga que había frente a su mesa. Complacido, accedí a su indicación.

Una vez que ambos estuvimos acomodados, el gesto de don Bernardo se tornó algo más sentencioso. Había llegado la hora de hablar abiertamente, sin circunloquios y con sensatez.

—De todos los inquisidores implicados en el asunto del Auto de Fe de Logroño sois el único en quien puedo confiar —declaró con voz solemne—. Por eso os ruego que dejéis a un lado vuestras razones personales y me respondáis sinceramente a unas cuantas preguntas.

—Estoy a vuestra total disposición.

—Si es así, decidme… ¿De verdad creéis que tras el negocio y complicidad de las brujas se esconde la mano del hombre, y no la del demonio?

La interrogante, formulada así, de forma tan imprecisa, daba pie a diversas interpretaciones. Era obvio que el diablo incitaba al mal a todos aquellos licenciosos que participaban de los akelarres; pero sólo se trataba de simples tentaciones y debilidades humanas. En mi interior seguía pensando, e incluso tenía pruebas de ello, que los acusados sufrían de sueños y delirios provocados por las hierbas de sus ungüentos y que todo aquello de los vuelos nocturnos, misas negras, diabólicos maleficios y ayuntamientos carnales con el demonio, eran fruto de su exaltada imaginación.

—Estoy de acuerdo con don Pedro de Valencia cuando dice que el único propósito de esas gentes es ceder a sus más bajos instintos y aparearse como bestias —respondí tras unos segundos de profunda reflexión—. Ahora bien, la participación del diablo en el sabbat sólo se manifiesta en los actos de quienes se dejan llevar por el pecado, pero no de forma que se le pueda ver o tocar.

Si don Bernardo había procedido con cierta ambigüedad al formular su pregunta, del mismo modo tuvo que encajar mi respuesta.

Afirmó en silencio, comprendiendo que fuese tan prudente al hablar.

—Habéis de saber que el Tribunal del Santo Oficio, del que soy inquisidor general, está tomando en consideración vuestros memoriales y suplicatorias. En realidad, no sois vos el único que aboga por la sensatez en este asunto. Don Pedro de Valencia, como bien habéis dicho, así como los obispos de Calahorra y Pamplona, el padre Golarte y otros clérigos que han vivido in situ el problema de las brujas, afirman que nada de ello es real y que todo son invenciones y engaños originados por el miedo, la ignorancia y la envidia —don Bernardo se detuvo unos segundos, tal vez para buscar las palabras exactas, antes de seguir con su disertación—. En realidad, si por mí fuese, todo esto habría acabado hace ya algunos años, pero existen razones palatinas que han interferido directamente en la decisión de algunos juristas. Ministros y consejeros de la corte, algunos que hablaban en nombre del rey y otros que lo hacían por consejo de mi sobrino, nos han recordado la bula ad abolendam redactada por su santidad el papa Lucio III —cogió uno de los varios pliegos de papel de vitela que descansaban sobre su mesa de despacho y comenzó a leer—: «A las anteriores disposiciones agregamos el que cualquier arzobispo u obispo, por sí o por su archidiácono o por otras personas honestas e idóneas, una o dos veces al año, inspeccione las parroquias en las que se sospeche que habitan herejes; y allí obligue a tres o más varones de buena fama, o si pareciese necesario a toda la vecindad, a que bajo juramento indiquen al obispo o al archidiácono si conocen allí herejes, o a algunos que celebren reuniones ocultas o se aparten de la vida, las costumbres o el trato común de los fieles» —volvió a enrollarlo, y al hacerlo me miró directamente a los ojos—. Sin embargo, a pesar de reiteradas advertencias por parte de los validos del rey, tengo el firme propósito de cumplir con honradez las labores a las que me obliga mi cargo como inquisidor general.

—Un gesto que os honra —apunté, convencido de su honestidad.

—Sólo espero no estar equivocándome.

—El error fue condenar a la hoguera a seis personas inocentes —fue mi estricta y firme opinión.

Don Bernardo suspiró con determinada tristeza. Mi seguridad lo abrumaba.

Con voz profunda, volvió a interrogarme:

—¿Es cierto que el abad del monasterio premostratense de Urdax confesó haber incitado a los vecinos de aquellos pagos a delatarse unos a otros, y a hablar de los asuntos del demonio y de las brujas, tras haber recibido instrucciones precisas del licenciado don Alonso Becerra Holguín, disposiciones que fueron acompañadas de prebendas y favores?

Mi respuesta a su pregunta fue el inicio de una larga conversación que habría de durar varias horas, en realidad hasta bien avanzada la tarde.

Ya no se juzgaba allí, en aquel despacho, a las brujas de Zugarramurdi, sino que estábamos enjuiciando la inapropiada actuación del Santo Oficio en el celebérrimo Auto de Fe de Logroño.

Inquieto como pocas veces lo he estado en mi vida, iba de un lado a otro de los jardines del claustro de la catedral de Toledo, construido sobre el antiguo barrio de la Alcaná, donde los judíos, años atrás, habían llevado a cabo sus actividades comerciales. Musitaba en voz queda una oración a la Virgen María, esperando que la Madre de Dios me ayudase a ver recompensada la exhaustiva labor jurídica que había estado realizando durante tantos años. Me acompañaba, con algo menos de cuidado, mi fiel secretario don Gonzalo de Mendoza; en completo silencio para no interceder en mis reflexiones con alguna de sus ingeniosidades.

El alegre piar de las golondrinas —que parecían haberse multiplicado desde la llegada del estío—, y el beatífico susurro del agua que corría por las acequias, trajo algo de paz a mi espíritu atormentado. Entorné los párpados. Casi por instinto rodeé la fuente del jardín, dejándome llevar por la paz y el silencio que se vivía en aquel sereno lugar de clausura. Finas gotas de agua salpicaron mi rostro después de que un golpe de viento azotase el surtidor. La sensación fue indescriptible, casi mágica. Fue un bautismo de lo más particular.

La voz de mi secretario me rescató del arrobamiento.

—¿Cree vuestra señoría que tardarán mucho en deliberar?

Abrí de nuevo los ojos. Me encontré con la inequívoca sonrisa de don Gonzalo. No parecía importarle demasiado el resultado final de las decisiones que se estaban tomando en la sala capitular, donde se hallaban reunidos, a puertas cerradas, los miembros más distinguidos del Tribunal del Santo Oficio. Es más, creo que disfrutaba viéndome en aquel sinvivir.

—No os lo podría decir —contesté, de forma distraída aún, deteniendo por un instante mi incierto caminar por el claustro—. Estos asuntos requieren su tiempo.

—En todo caso, ya veréis como todo discurre según la justicia de Dios. Lo digo porque os veo demasiado tenso. Debéis tranquilizaros.

—Sucede que mientras estamos aquí, aguardando la deliberación del Tribunal, siguen llegando noticias de nuevos casos de akelarres en distintas zonas del norte del antiguo reino de Navarra, y eso podría influir en la decisión final de quienes estudian las actas y memoriales.

Mi secretario arqueó una ceja.

—Vuestra señoría sabe muy bien que los miembros del Tribunal son ecuánimes —subrayó después.

—Sí… pero ellos no han estado en las villas implicadas, ni han visto y oído lo que nosotros —le recordé, sin ánimo de polemizar—. Si hubiesen escuchado las falsedades y contradicciones de los vecinos que testificaron en nuestra presencia, y también a quienes se retractaron de sus confesiones, todo sería aquí mucho más fácil.

—Don Bernardo está del lado de vuestra señoría —me dijo, para luego añadir con absoluto convencimiento—: Intercederá para que los demás inquisidores atiendan vuestras razones… estoy seguro de ello.

Huyendo del sol de mediodía, que aquel verano era de justicia, fuimos a sentarnos en un banco de piedra situado en la galería, más allá de las arcadas. El cambio de temperatura atenuó mi desánimo y me hizo sentir más vivo. Distinto.

—¿Pensáis regresar a Logroño cuando todo esto acabe? —me preguntó don Gonzalo, que difícil era tenerlo callado.

—Todavía no lo sé —sin respuesta concreta que ofrecerle me encogí de hombros, suspirando con nostalgia—. Es posible que viaje de nuevo a Jaén. Los miembros del cabildo aprovechan cualquier ocasión para criticar mi ausencia. No he de darles ese placer —sonreí, tras hacer un gran esfuerzo.

—Espero que sigáis teniéndome a vuestro servicio, vayáis al norte o al sur de España —fue el atrevido comentario de mi eficaz secretario—. He de deciros que ha sido un grato placer trabajar para vuestra señoría en este asunto, del que he aprendido a no juzgar a las personas por lo que se dice de ellas.

También yo le había cogido un entrañable afecto y me sentía perdido si no era él quien me acompañaba en mis investigaciones, pues jamás un secretario y yo habíamos compartido tan diferentes y agridulces momentos.

—Descuidad… iréis conmigo allá donde vaya —le prometí—. Aunque tengo el presentimiento de que este asunto no acabará con el veredicto final del Santo Oficio, y que tarde o temprano habremos de enfrentarnos a nuevos casos de brujería.

El tiempo me daría la razón.

—¡Sea! —exclamó don Gonzalo, satisfecho—. Recorreremos juntos esa espinosa senda.

En ese preciso instante vimos venir hacia nosotros a don Bernardo de Sandoval. Caminaba con cierta calma por la galería del claustro. Su venerable sonrisa me recordó a la del niño que trata de ocultar una travesura. Por la satisfacción que derrochaban sus ojos, sin duda traía buenas noticias.

Sacudidos por una increíble sensación de bienestar, don Gonzalo y yo nos pusimos en pie. Permanecimos en silencio hasta que tuvimos frente a nosotros al inquisidor general.

—La Suprema ha dictaminado que ningún Tribunal provincial podrá decidir y ejecutar sentencias de muerte contra los sospechosos de brujería, y menos sin haber aportado pruebas irrefutables. Sólo se adjudicará ese derecho el Tribunal del Santo Oficio en Madrid —anunció don Bernardo, con voz serena. Tras apoyar su mano diestra en mi hombro, me dijo—: Don Alonso, podéis sentiros orgulloso… Habéis ganado esta batalla.

Sin poder evitarlo, encontré un desahogo en el llorar. Y así, apartándome de aquellas dos personas tan queridas para mí, anduve solo y entristecido hasta que dejé de escuchar en mi cabeza los gritos de angustia de quienes ardieron injustamente en la única hoguera donde estuvo presente el diablo; en este caso, ataviado con el hábito del inquisidor.