Regresé al palacio inquisitorial de Logroño a mediados del mes de enero del año 1612 de nuestro Señor Jesucristo, y lo hice cargado de un gran optimismo. Extrañamente de lo que se pudiera pensar, mi espíritu estaba para las cosas buenas y equitativas. No había otra idea en mi mente que resarcir la memoria de todos aquellos que habían sido vilipendiados, juzgados y condenados a muerte o a prisión perpetua. Debía entregarme en cuerpo y alma a la resolución aclaratoria de los sucesos acaecidos en el valle del Baztan desde hacía ya tres años, dividir en cláusulas las distintas confesiones y retractos que traía conmigo de mi viaje, y enviarlas a Madrid para su examen y estudio. Pero, a la misma vez, tendría que ser prudente y guardar silencio sobre mis auténticas intenciones o los demás miembros del Tribunal buscarían el modo de desacreditarme como mejor sabían hacer: levantando falsos testimonios contra todos aquellos que pusieran en entredicho su loable proceder en el histórico Auto de Fe de Logroño; incluyéndome a mí, por supuesto.
Y así, me fui entregando de lleno en mi labor. Me mantuve encerrado durante dos meses en mi despacho del palacio inquisitorial, asistido sólo por mi fiel don Gonzalo y por los otros dos secretarios. Redacté infinidad de informes que hablaban de todo aquello de lo que habíamos sido testigos en las villas fronterizas, incluso escribí una memoria acompañada de doce folios de glosas de testigos.
Mis colegas del Tribunal, por otro lado, trabajaban de forma conjunta al margen de mi labor, siempre con el propósito de contradecir todos los informes que iba remitiendo a la Suprema. Mientras ambos se inclinaban por condenar a la gran mayoría de los inculpados —se hubiesen retractado o no—, yo abogaba por la anulación de las causas presentadas, que eran miles y en todas hallé contradicciones. Debido a ello, nuestras relaciones se fueron deteriorando con el lento paso de los días hasta el extremo de no hablarnos siquiera cuando nos cruzábamos por los corredores de palacio.
Un nimio detalle que jamás habría de preocuparme; ni entonces, ni en el futuro.
Por aquellas fechas, don Pedro de Valencia redactó una relación, estrictamente personal, sobre su parecer con respecto al Auto de Fe de Logroño. No sólo lo hizo porque yo se lo había rogado en Valladolid, tiempo atrás, sino también porque le molestó el modo en que se había difundido el proceso inquisitorial. De «curioso entretenimiento» tachó don Pedro los folios impresos por don Juan de Mongastón, restándole protagonismo al asunto y poniendo en entredicho la decisión tomada por el Tribunal de Logroño.
Su opinión llegó hasta don Bernardo de Sandoval, que solicitó un memorial escrito sobre el asunto. Dos, por falta de uno, le envió don Pedro de Valencia. El primero, reflexionando sobre el inconveniente de dar licencia de impresión para tales obras, criticando asimismo la ingenuidad de los jueces e inculpados; y el segundo, haciendo un meticuloso resumen de las declaraciones redactadas.
Como tendría ocasión de leer meses más tarde, el mensaje principal de su escrito se resumía en estas palabras:
Todo mi sentimiento y afecto se inclina a entender que aquellos akelarres sean juntas de hombres y mujeres que tienen por único fin el que han tenido siempre desde hace siglos: que quienes concurren a los conventículos lo hacen llevados por el vicio, y que están como furiosos y endemoniados, como les ocurre a los hombres que buscan amores y amancebamientos, y lo hacen impelidos por la violencia que demuestra el inmundo espíritu de la fornicación. Siguiendo estos vicios y guiados por estos espíritus, se reúnen los brujos y brujas en sus juntas, procurando introducir en su orgiástico juego a niños y niñas, presas fáciles de cazar, como apetecible manjar con el que satisfacer su deseo. El demonio, artero, andará con cuidado y alentará a estos depravados y los ayudará. Pero no entiendo que se les aparezca, ni que intervenga de forma visible, y menos aún, que puedan volar. Todo lo que acontece en los prados y cuevas es de naturaleza humana…
El día veinticuatro de marzo de ese mismo año, mis colegas y yo no tuvimos más remedio que reunirnos para leer en voz alta nuestros respectivos informes. Escuché, con ahíta paciencia, los motivos y razones que ofrecían don Alonso Becerra y su fiel adepto, el licenciado don Juan del Valle; una lectura acomodada a sus intereses, donde se ponía de manifiesto tal cantidad de dislates que de no haber sido por el respeto que debía concederles, les hubiese recriminado su exceso de imaginación y su implacable proceder para con las personas que habían atestiguado tras sufrir los horrores del suplicio. Sin embargo, lejos de iniciar una de nuestras reiteradas disputas, asentí a todo lo que ellos me explicaban.
Luego me tocó el turno, y les fui leyendo, uno a uno, los pliegos que llevaba conmigo. Ahora era yo el que ocupaba el asiento frente a la mesa del Tribunal, y ellos quienes prestaban la debida atención a mis palabras.
—… Volar una persona por los aires; andar cien leguas en una hora; salir una mujer por donde no cabe una mosca; hacerse invisible; estar a la vez en la cama y en el akelarre; no mojarse en el río o en el mar; convertirse en la forma animal o persona deseada… de todo ello no he encontrado certidumbre, ni aun indicios razonables, de que haya ocurrido ningún acto de brujería que fuese real. Deduzco, pues, a raíz de las averiguaciones realizadas, que no hubo brujas ni embrujados en el lugar hasta que se comenzó a hablar o escribir de ellos. Por tanto, el testimonio de los cómplices, sin más argumento que su propia delación, no es suficiente para extender un arresto —concluí diciendo.
También ellos guardaron sepulcral silencio el tiempo que duró la lectura de las distintas cláusulas de mis artículos. Aunque, según pude comprobar, no les agradó que introdujera en el memorial la confesión escrita del abad de Urdax, en donde decía claramente que don Alonso Becerra le había ordenado iniciar las detenciones de los supuestos brujos y alentar a los demás vecinos, con amenazas, para que secundaran el pensamiento general de que las sorginas y sus deudos adoraban al diablo. No; en realidad no les hizo ninguna gracia.
Por este motivo, dos meses más tarde enviaron una carta a don Bernardo de Sandoval, pidiéndole que se aplazase la lectura de mis informes hasta que ellos pudiesen exponer su propia opinión sobre el asunto, aportando nuevos datos. Fue aceptada la súplica de mis colegas. Y más que eso, yo mismo fui acusado por los licenciados de ser uno de los hijos del demonio.
Como consecuencia de aquel tremendo despropósito, tuve que responder a las acusaciones acerca de cómo había llevado a cabo mi investigación: si había faltado en algún momento al secreto inquisitorial, si mis secretarios eran o no de fiar, y explicar, además, mi relación con el obispo de Pamplona y de Calahorra.
Aquel incidente nos enemistó más aún. Don Alonso Becerra y don Juan del Valle no habrían de volver a dirigirme la palabra en toda su vida. Mejor.
Transcurrió más de un año, tiempo que empleé en recoger distintas resoluciones escritas de otros clérigos y juristas, como eran las del padre Golarte, el licenciado Yrisarri, Suárez de Guzmán, y otros más. El verano del año 1613 de nuestro Señor Jesucristo, en compañía de mis secretarios, viajé a Madrid y a Toledo, donde pude examinar los antecedentes, en cuestión de brujería, de todos aquellos casos que fueron expedidos desde el año 1526 al 1596: siete décadas de historia inquisitorial.
Entre aquellos legajos descubrí una decena de asuntos en los que se reconocía la ambigüedad de las declaraciones, de suerte que jamás condenaron a muerte ni sentenciaron a nadie. Varias copias de estos casos fueron adjuntadas a las cartas y despachos que, de forma regular, iba remitiendo al Tribunal del Santo Oficio en Madrid.
Una vez que logré reunir toda la información que me fue posible, a principios del mes de octubre de ese mismo año de 1613 envié a la Suprema un tercer informe, que venía a ser un escrito, o una respuesta más bien, a las acusaciones formuladas por los otros dos licenciados. Estos, en última instancia, dijeron haber llegado a la conclusión de que todo mi esfuerzo por desmentir el asunto de las brujas tenía que ver con la justificación de mi voto negativo en el plebiscito del Auto de Fe.
Recibí un comunicado del Santo Oficio en el que se decía que habían leído mi informe, y en el que me instaban a que les enviase algún otro comentario que se me pudiese ocurrir y que sirviera para defenderme de las quejas y declaraciones de mis colegas del Tribunal. Era evidente que don Bernardo de Sandoval, mi protector, me ofrecía la oportunidad de rebatir una vez más las malintencionadas invectivas de Becerra y Del Valle.
Después de año y medio elaborando una defensa que absolviese de sus cargos a los miles de acusados por brujería, y harto de tanto batallar con mis colegas, gente reacia a la verdad y lacayos de sus propios vicios, decidí marchar para Jaén con el fin de atender mis obligaciones como miembro del cabildo de la catedral.
En todo caso, necesitaba poner en orden mis pensamientos. Y para ello, debía estar lo más lejos posible de Logroño.