Aquella fría mañana de diciembre, mis secretarios y yo cruzamos la frontera con Francia en compañía de los mozos y alabarderos que nos salvaguardaban de los distintos peligros que pudieran salirnos al paso en nuestro viaje. Durante horas recorrimos la antigua senda utilizada por los peregrinos que acudían a Compostela, sólo que en esta ocasión lo hacíamos en sentido contrario. Cruzamos el Bidasoa, adentrándonos después en los elevados montes medianeros. Fiel a mi empeño, nos dirigimos hacia a la villa de Urrugne, donde nos aguardaba el magnífico château d’Urtubie, propiedad de don Tristán.
Nuestros caballos subieron por la escarpada senda de un otero, piafando de forma inquieta al sentir el peligro bajo sus pezuñas. Sus cascos resonaban sobre las firmes rocas que configuraban el terreno. Una vez en lo alto del collado pudimos ver el valle a nuestros pies, así como la techumbre oscura y redondeada de las majestuosas torres del castillo del hidalgo francés. Amplios ventanales se alineaban por toda la fachada, y por el exterior rodeaba sus muros una voladiza balconada. Un plantel de manzanos y viñas circunscribía la heredad, logrando que el paisaje se ensamblase en diversos segmentos parcelarios. Una hilera de cipreses, afilados y oscuros como manto de duelo, custodiaban la senda que finalizaba en la puerta principal del castillo y la barbacana que rodeaba el foso de aguas negras y malolientes.
Poco más tarde bajamos por el pedregoso camino que conducía a las tierras feudales de la familia Alzate. Don Gonzalo de Mendoza colocó su caballo a mi par. Aspiró en profundidad el aire salino que provenía de la costa, tan cercana que la línea azul del mar podía distinguirse desde donde estábamos. No habría más de dos leguas de distancia.
—Espero que vuestra señoría sea prudente al hablar y sepa cómo conducir la entrevista sin que el francés se sienta ofendido —me recordó con suavidad.
—Tranquilizaos —le dije—, sé hasta dónde llegan mis limitaciones. Soy consciente del poder que ejercen los Urtubie en estos pagos, y también en la zona de Navarra. Sólo hay que ver la respuesta que recibí del Consejo del Santo Oficio cuando les envié una carta diciéndoles que habrían de enjuiciar a don Lorenzo de Hualde por haberse excedido en su obligación como comisario inquisitorial. Como sabéis —le recordé—, han sobreseído mi alegación estimando que no procedía. Obviamente, Hualde y los Urtubie son acérrimos enemigos de los habitantes de Vera… por ser franceses y por extender sus dominios en terreno español. Y en Madrid, como todos sabemos, no suelen frivolizar las cuestiones fronterizas cuando está en juego la autoridad del virrey en la demarcación de las cinco villas. Dichos asuntos los revisa el rey en persona, o en su defecto el duque de Lerma.
—Ya os lo dije. No resultará tan fácil amedrentar a ese crápula que erige su fortaleza en la línea divisoria de dos grandes reinos —mi secretario echó su cuerpo a un lado, esquivando la rama de un árbol que en ese instante se cruzaba en su camino—. Los dueños y señores de esta región son gente bárbara, como tendréis ocasión de comprobar. No rinden cuentas a nadie, ni a reyes ni a papas, pues ellos mismos se consideran soberanos absolutos de sus tierras. Los conozco bien. No son menos rudos y ordinarios que los campesinos que labran sus tierras —suspiró—. En definitiva, son peligrosos.
—Dios protegerá nuestros pasos en la tierra —quise aliviar su inquietud con aquella fórmula, que era dogma de fe.
—¿Os olvidáis que estas tierras, al margen de Dios, son también de ese «demonio» de Alzate?
—Sí, tenéis razón —reconocí en voz baja, a regañadientes—. Pero eso no cambia nada. Sigue siendo el único responsable de las muertes de los reos condenados en Logroño —con cierto deje de tristeza, añadí—: Y si he venido a verlo ha sido para recordárselo.
Según nos acercábamos al castillo del señor de Alzate, salió a nuestro encuentro una patrulla de soldados, de las tantas que vigilaban los alrededores. Por ser franceses y nosotros españoles se mostraron desconfiados nada más vernos llegar. Don Gonzalo, hombre rico en idiomas y dialectos, les dijo que formábamos parte de una comitiva enviada por el Santo Oficio de Logroño para investigar el asunto de las brujas que tanto trabajo le habían dado al Tribunal de Burdeos, y que lo único que deseábamos era mantener una entrevista con el hidalgo don Tristán.
Aquellos truhanes, mal vestidos y toscos, aunque bien pagados, me dirigieron una mirada perspicaz que consiguió sonrojarme. Como vieron que no presentábamos ningún peligro para su amo, decidieron escoltarnos hasta la misma puerta del castillo. Los únicos que se sintieron cohibidos con aquella embarazosa situación fueron los alabarderos que nos acompañaban, pues no estaban acostumbrados a ser protegidos por hombres de armas de distinta bandera. Su poder en aquellas tierras era nulo. Y eso los colocaba en clara desventaja.
Tras desmontar los caballos y decirles a los soldados del rey que permanecieran junto a los mozos y los secretarios enviados por la Suprema, entré en el castillo d’Urtubie en compañía de don Gonzalo y dos de los hombres al servicio de la familia Alzate. Accedimos al patio de armas en completo silencio. Dejando atrás las caballerizas, atravesamos una sala adornada con viejos tapices y otros paramentos, escudos heráldicos, muebles centenarios y armas familiares, que colgaban de los distintos muros. Uno de los soldados me hizo un gesto para que me dirigiese hacia la torre del homenaje. Nada más entrar, ascendimos por una escalera de amplios peldaños hasta que por fin llegamos a un largo corredor cuyos suelos estaban vestidos con alfombras y en donde se podían observar distintos retratos, de hombres y mujeres de expresión adusta, alineados en la pared de la derecha.
Nos detuvimos frente a dos puertas de roble de gran altura, cuyas hojas estaban rematadas en un medio círculo y guarnecidas con oxidados herrajes. El otro infante que nos acompañaba se adelantó a abrir la puerta, invitándonos después a que entrásemos en el salón principal del castillo, donde nos aguardaba un anfitrión nada fácil de complacer.
Al final de la ilustre y dilatada estancia, junto al fuego de la chimenea, vimos a un hombre panzudo, barbiespeso y haragán, retrepado en su sitial de madera al estilo de los viejos reyes de Aquitania y Borgoña. Tenía los ojos semicerrados. Aun así, sus pupilas desprendían el especial brillo de la maldad. Un toisón de oro, con el emblema de los Urtubie, descansaba sobre una vieja piel de armiño que rodeaba sus hombros, bajo la cual se adivinaba una camisola roja y negra con las mangas atadas con agujetas en la sisa, dejando ver los acuchillados del codo y los de la parte posterior del brazo.
Se trataba de don Tristán de Alzate, señor d’Urtubie.
Junto a él, de pie frente al hogar que templaba el ambiente, había un joven de no más de veinte años que debía ser su hijo Salvat.
Tenía aquel mancebo el gesto altivo. Lucía una barba bien cuidada y un fino bigote, según la moda francesa. Llevaba puesta una camisa blanca de lino, de corte amplio y escote bajo, por donde asomaba el vello de su pecho. El jubón contenía rellenos en los hombros para marcar la figura. Sus calzas eran del color del oro, y en la entrepierna llevaba una bragueta protectora que se sujetaba al jubón gracias a la pretina de cuero. Sus chapines eran anchos y redondeados en las punteras. Y de su cinturón colgaba un afilado puñal de rica empuñadura.
Ambos, padre e hijo, nos observaban en silencio hosco. Al instante comprendí que habíamos interrumpido una conversación familiar. Como no quise iniciar la entrevista con mal pie, me excusé por haberme presentado en su castillo sin previo aviso.
—Os pido perdón por mi atrevimiento, pero necesitaba hablar con vuesa merced antes de regresar a Logroño —le dije al dueño de la fortaleza, y don Gonzalo tradujo mis palabras al idioma del hidalgo.
—¿Y puedo saber quién sois vos? —inquirió don Tristán en castellano, aunque con cierto acento francés.
Al comprender que hablaba mi idioma, y que ya no iba a necesitar su ayuda, le pedí a mi secretario que me dejara a solas con el señor d’Urtubie y su primogénito. Le insinué que podía aguardarme abajo, con los demás escribanos y con el resto de los mozos y soldados.
Inclinando ligeramente su cabeza al despedirse de los dueños del castillo, se marchó en compañía de los soldados que nos habían conducido hasta la sala principal de la fortaleza: esbirros al servicio de don Tristán de Alzate.
Una vez que se marcharon, respondí la pregunta de mi anfitrión.
—Me llamo Alonso de Salazar y Frías, teólogo jurista del Tribunal del Santo Oficio —dije con voz ampulosa—. Soy uno de los licenciados que examinó los distintos testimonios de quienes se reconocieron brujos e hijos del diablo, y quien llevó a buen término el Auto de Fe de Logroño…
—Quemando en la hoguera a un puñado de herejes —atajó Salvat, el hijo del hidalgo, interrumpiendo así mi explicación.
El muy rufián se echó a reír, sin ningún tipo de conmiseración y respeto hacia las víctimas que habían sido ejecutadas ante miles de logroñeses y vecinos de las regiones de alrededor. Sus ademanes le delataban como una persona cruel y despiadada, como pocos mozos a su edad.
Debía tener cuidado con él.
—Dejémoslo en que ardieron, pues lo de herejes está todavía por certificar —puntualicé con rigor, sin dejarme avasallar por la prepotencia del francés.
—¿Y vuestra señoría es la persona encargada de profundizar en el asunto? —quiso saber don Tristán, sentándose correctamente en su distintivo trono feudal.
—En efecto. He de recopilar información para el Santo Oficio.
—Ya hubo un inquisidor español por la comarca hace un par de años… e hizo un buen trabajo, según tengo entendido —terció de nuevo el joven Salvat.
—Mi colega, don Juan del Valle Alvarado, olvidó una de las normas principales de todo buen jurista: rendir pleitesía a la verdad. Mas, si hay prebendas de por medio, todo son oídos sordos y miradas ciegas.
No pude reprimir el furor que consumía mis entrañas y me atreví a rozar la descortesía hablando en unos términos poco recomendables, cosa que no debió agradarle al señor d’Urtubie, puesto que al instante se puso en pie y bajó los dos peldaños del estrado, colocándose frente a mí.
—Sois un clérigo con bastantes arrestos —susurró, tratando de intimidarme—. No sé qué es lo que buscáis realmente en mi casa. Pero tened cuidado… soy hombre de escasa paciencia.
—Lo que me ha traído hasta aquí es mi deseo de formularos una pregunta, una sola. Y espero que me la contestéis, pues es Dios quien os lo demanda y no yo.
—¡Hablad de una vez o moriré de viejo! —exclamó—. Pero, tened cuidado… habréis de ser respetuoso con vuestras palabras o correréis el riesgo de tropezar al bajar las escaleras. Podríais romperos el cuello —sus labios se ensancharon hasta dibujar una sonrisa—. Vos ya me entendéis.
No me intimidaron sus amenazas. Me había propuesto llegar hasta el final. Y eso fue lo que hice.
—He llegado a la conclusión de que no existen pruebas, claras y concretas, que arguyan la realidad de los hechos. Creo que tanto las denuncias como las confesiones son fruto de la imaginación de esas gentes que hablan de brujería. Pienso, también, que muchos fueron coaccionados por los comisarios inquisitoriales y por los alguaciles del brazo secular —oculté ambas manos en las mangas de mi hábito—. Sin embargo, en todo este asunto existe un detalle que me ha llamado la atención, y es que las detenciones os han favorecido más que a nadie, a vos y a vuestro paniaguado Hualde, lo mismo que a fray León de Araníbar, el cual me confesó hace unas semanas que ordenó las vejaciones y prisiones de los testificados porque así se lo encargó don Alonso Becerra, quien, a su vez, recibió un aviso desde Madrid. Y conociendo como conozco las intrigas de palacio y las artimañas de algunos de los ministros del rey, yo me pregunto… ¿Hasta donde llega vuestra influencia en la Corte? ¿Por qué no ponéis fin a la locura general que se ha desatado en la comarca, siendo como es vuestra obligación? ¿Hasta dónde os habéis visto implicado en el asunto de las brujas? ¿Qué oscuros intereses os unen a los comisarios inquisitoriales de la región de Xareta?
—¡Eso no es asunto vuestro! —gritó, señalándome con su dedo índice a la vez que daba vueltas a mi alrededor como un perro de caza acorralando a su presa—. ¡No tenéis ningún derecho a venir hasta aquí, a mi propia casa, a acusarme de confabulador y de no saber cuidar de mis vasallos!
—¿Vasallos, decís…? ¡La gente de Zugarramurdi es libre! ¡Sus campos lo son! —chillé a mi vez, dispuesto a defender el honor de unas pobres gentes cuya suerte a nadie parecía importarle. Más calmado, añadí con tristeza—: O mejor dicho, lo eran… pues ahora están bajo la jurisdicción del abad del monasterio de San Salvador de Urdax, y lo mismo ocurre en Vera.
—No les he robado nada, puesto que esas tierras pertenecían a mi familia —trató de justificarse.
—De eso hace ya muchísimos años —le recordé—. Esas tierras, hasta hace bien poco, tenían dueño. Ahora son de la Iglesia… un regalo de vuesa merced a sus más fieles correligionarios.
—¡Os lo repito! —exclamó don Tristán de Alzate. Parecía a punto de estallar—. ¡No les he quitado nada que no fuese de mi propiedad!
—¿Eran acaso sus vidas de vuestra propiedad? ¿Y su honor? ¿Sus almas? ¿Sus nombres? —insistí, terco como una mula—. Pues habéis de saber, señor de Alzate, que podéis engañar a los hombres, pero no a quien camina a vuestro lado a cada momento del día.
—Dios sabe que soy inocente.
Su cinismo rozaba lo irrisorio. Tuve que darle un escarmiento verbal.
—No hablaba de Dios sino del diablo, vuestro dueño y señor.
Aprovechando aquella estúpida perplejidad que mostraba su rostro, pues no se esperaba unas palabras tan mordientes como aquellas en boca de un clérigo, me di media vuelta y salí de la sala principal sin tan siquiera despedirme.
Ahora sí, mi misión en el valle del Baztan había finalizado.
Era el momento de volver a Logroño.