XXXI

Después de analizar en profundidad el asunto de María de Etxevarria, del que aprendí que ninguna bruja viajaba por los aires ni se transformaba en animal a su antojo, sino que en realidad todo era fruto de la imaginación de quienes ingerían los bebedizos alucinatorios, realicé diversas investigaciones en los caseríos cuyas dueñas habían sido acusadas de mantener relaciones con el diablo, siempre acompañado de un notario inquisitorial, mis secretarios y el físico. Este último coincidió conmigo en que los elementos empleados por las viejas del lugar no eran, en ningún caso, un recurso para contactar con el demonio, pero sí un remedio para caer de lleno en la melancholía o en el morbum imaginosum, lo que venía a probar que todo era mentira, que aquellos potingues no ofrecían ningún poder ni se los entregaba el diablo para hacer mal a la gente.

Tras los consabidos registros, descubrimos una veintena de marmitas con potajes y cocciones que eran utilizadas para elaborar sus ungüentos, y en todas ellas encontré los mismos ingredientes: las hierbas deletéreas que provocaban terribles visiones. De hecho, me fui familiarizando tanto con las plantas que trataba día a día, que me encontré capacitado para elaborar una larga lista con los nombres de las más utilizadas, así como redactar una nómina de fórmulas de polvos, bálsamos y bebedizos; registros que acompañarían a los próximos comunicados que habría de enviar a Madrid y Logroño, con el fin de informar allí debidamente de mis últimas averiguaciones.

Y mientras yo me esforzaba por conocer la verdad, mis colegas del Tribunal, desde Logroño, conspiraban el modo de sostener en pie sus propias mentiras, procurando que las historias referentes a las sectas de brujas en el norte de Navarra siguiesen vivas en la memoria de los hombres. Los argumentos que habían esgrimido en el Auto de Fe no podían ser desmentidos ahora, pues estaba en juego su reputación como juristas inquisitoriales. Lo peor que podía ocurrirles, tal y como andaban las cosas por Madrid, es que los inculpados y delatores que habían confesado toda aquella sarta de mentiras sobre transformaciones, vuelos nocturnos, maleficios y contactos carnales con el demonio, se retractasen de sus palabras y dijeran la verdad: que fueron obligados a declarar sobre un asunto del que no habían tenido noticias hasta que se comenzó a hablar de ello.

Las brujas no existían más que en la mente perversa, calculadora y oligárquica de unos pocos clérigos y señores feudales, historias que habían difundido en conjunto para seguir manteniendo el poder en la región, y a ser posible, también para adueñarse de ciertas tierras que no eran de su propiedad pero que colindaban con las heredades de la Iglesia católica.

Con el fin de salvaguardar toda aquella falacia, y protegerse a un mismo tiempo de las críticas que podrían recibir del Consejo en caso de que todo se supiera, don Alonso de Becerra envió a la comarca a don Pedro Ruiz de Eguino, comisario inquisitorial del Santo Oficio, para que continuase la labor iniciada por don Juan del Valle y les arrancara las pertinentes confesiones a los campesinos y cabreros del lugar, aunque fuese con amenazas. Este hizo un gran trabajo con la ayuda de los diferentes comisarios y clérigos de las distintas villas acogidas al patronato de los Alzate. Lo que no tuvieron en cuenta, es que quienes se reconocían culpables ante don Pedro luego me buscaban a mí para retractarse en privado.

La verdad, comenzaba a cansarme de aquel juego. Mis colegas enviaban a uno de sus protegidos para que les hiciese el trabajo sucio, dándole órdenes explícitas de incitar a la gente —con rigor y persuasión— para que delatasen a los vecinos que fueran sospechosos de mantener tratos con el diablo, mientras que yo, por el contrario, escuchaba los retractos confesionales de los implicados en el asunto de las brujas. Estos reconocieron haber actuado impelidos por el miedo y las amenazas, después de que fueran requeridos por don Pedro Ruiz de Eguino en nombre de la Santa Inquisición.

Lo único que buscaban los demás miembros del Tribunal de Logroño era desestabilizar el resultado de mis investigaciones, con el astuto propósito de influir en la decisión final de la Suprema con respecto a la legitimidad de los testimonios. Cuanto más sembrasen la duda, más difícil le sería al inquisidor general tomar una decisión.

Ese fue el caso de Catalina Fernández de Lezea, de ochenta años de edad y sorgina desde los veinte, que declaró ante el comisario inquisitorial el clásico relato de lo que se hacía en el akelarre. Le dijo que en la zona próxima al paso de San Adrián se solían concentrar los brujos que adoraban al demonio, y que allí debían de buscar a los maestros y reinas de los conventículos. Con el propósito de complicar aún más aquel asunto, se atrevió a acusar a varios clérigos de pertenecer a la secta, entre ellos al reverendo Ruiz de San Román —a quien tachó de ser uno de los reyes del akelarre— y a un cura capón, capellán de Vicuña, llamado Joan Ruiz. La desdentada vieja fue narrando, abiertamente, las ofrendas diabólicas que realizaban ambos clérigos dentro de la iglesia en compañía de sus cofrades, que eran todos hijos de Satanás.

Sin embargo, cuando me trasladé a Salvatierra para escuchar las declaraciones de los vecinos, tuve ocasión de conocer la verdad de aquel caso que había dado tanto de qué hablar en la región. Catalina, la presunta bruja que había difamado el nombre de aquellos inocentes capellanes, se presentó ante mí con la intención de confesarme lo que realmente había ocurrido semanas atrás. Y lo hizo ahora sin ningún temor.

—Espero que vuestra señoría tenga a bien perdonar mi proceder, pues jamás se me hubiese ocurrido denunciar a nadie de no ser por las amenazas del inquisidor don Pedro Ruiz de Eguino, que incentivó en mí la necesidad de delatarlos —afirmó con gravedad.

Estaba de pie, envuelta en harapos, con la mirada humilde buscando la misericordia en mis ojos. Mientras mi secretario traducía sus palabras fui anotando, pluma en mano, la confesión de aquella mujer en el librillo de actas que siempre llevaba conmigo.

—Entonces, ¿eres una bruja, como afirmaste ante don Pedro, o todo es un engaño?

—No soy bruja, ni lo he sido jamás —contestó—. Sólo soy una mujer vieja caduca y mal advertida, que se dejó engañar fácilmente por el comisario inquisitorial, el cual me instigó a que confesara formar parte de la secta del demonio. Me dijo que tenía en el ojo izquierdo una señal que me delataba como hechicera, y que debía obedecerle o acabaría en manos del brazo secular.

Sostuve mi barbilla con la mano, sopesando la respuesta de Catalina.

—¡Ven!… Quiero ver ese ojo —le hice un gesto para que se acercara al estrado—. He de comprobar yo mismo si es cierto lo que asegura don Pedro Ruiz de Eguino.

La anciana dio un par de pasos hasta colocarse frente a la mesa donde me hallaba sentado. Me puse en pie, inclinándome hacia ella. Dispuesta a ayudar en lo que fuese, Catalina acercó igualmente su rostro al mío, bajándose el párpado con un dedo para que pudiera observar su pupila. Y la verdad, por más que me esforcé no encontré nada extraño en sus ojos; ni en uno, ni en el otro.

Volví a sentarme, después de decirle a mi secretario que le transmitiese mi deseo de que volviera a su sitio. La vieja retrocedió al escuchar la interpretación de mis palabras.

—Dile que puede marcharse —me dirigí a don Gonzalo, que estaba sentado junto a los otros secretarios frente a una larga mesa que les servía a los tres de escritorio—. Pero que no vuelva a hablar de esto con nadie, y mucho menos que vaya por ahí diciendo que es bruja y que conoce a otros que lo son.

Y así lo hizo: le transmitió la idea de que decir mentiras podría perjudicarla, y no sólo a ella sino también a sus deudos y vecinos.

Apenas se había marchado de la sala, cuando entraron en tropel un grupo de mujeres, de todas las edades, vociferando dicterios y amenazas en contra del Santo Oficio y sus inquisidores. Gritaban al unísono, increpándome con saña. Decían que el demonio las había enviado para acabar conmigo, porque representaba una amenaza para él y sus oscuros discípulos. Babeaban enloquecidas, presas de un rapto diabólico.

Lejos de amedrentarme, las amonesté a mi vez tras levantarme del asiento. Me acerqué con decisión hasta ellas para plantarles cara.

Presto acudieron los soldados que hacían guardia a la entrada de la sala, quienes las obligaron a salir de la iglesia amenazándolas con enviarlas a prisión.

El episodio había conseguido ponerme de mal humor, lo que me indujo a redactar una carta cuyo destinatario no era otro que don Bernardo de Sandoval. Debía conocer mi opinión sobre lo que estaba ocurriendo en las tierras altas de Navarra.

—¡Don Gonzalo! —llamé con nervio a mi secretario—. Preparaos para redactar una carta. En cuanto a vosotros —les dije al resto de escribanos—, os ruego que nos dejéis a solas.

Sin poner objeción, don Luis y don Francisco se marcharon hacia sus respectivas habitaciones, cerrando la puerta al salir.

—¿Estáis listo? —le pregunté a don Gonzalo, después de que cogiese su pluma de ganso con la mano diestra y la introdujera en el tintero.

—Cuando vuestra señoría lo desee.

Una vez que respondió mi pregunta, comencé a dictarle en voz alta:

—… Y con los comisarios y ministros de la Inquisición, que según parece han incurrido en los dichos terrores y violencias, se hará el castigo conveniente para su escarmiento, llamándolos al Tribunal y haciendo con ellos sus causas, y especialmente con el licenciado don Lorenzo de Hualde, comisario de Vera; con fray León de Araníbar, abad de Urdax; con fray Martín López de Lezárraga, de la villa de Etxevarría, en Álava; y con don Felipe Díaz, de la parroquia de Maeztu, de suerte que juntamente con su escarmiento, también quede…

Mi dictado fue interrumpido cuando se abrió la puerta y entraron de nuevo los secretarios enviados por la Suprema. Parecían afectados por algún extraño motivo. Sus rostros habían adquirido un pálido matiz. Respiraban con dificultad.

—¡Pardiez! —exclamé, perplejo—. ¿Puedo saber qué sucede ahora?

—Es don Pedro Ruiz de Eguino —balbuceó el más joven de los escribanos, con cara de duelo y voz jadeante.

—¿Qué ocurre con él? —insistí.

Después de unos segundos de fluctuación, contestó finalmente don Francisco de Peralta, el secretario de enorme papada.

—Le han dado muerte… —tragó saliva con evidente dificultad—. Han encontrado su cadáver en Zumárraga —entonces, como si se tratase de una sentencia, finalizó diciendo—: Han sido las brujas.

Aquella noche me desperté empapado en sudor y con un terrible dolor de estómago. Con cierta dificultad, pude incorporar el cuerpo hasta sentarme en el borde de la cama. Llamé a gritos a mis lacayos, incluso pronuncié repetidas veces el nombre de don Gonzalo, pues dormía en la habitación que había al otro lado del muro y era de los pocos que podrían escuchar mi solicitud de ayuda.

De inmediato se presentaron dos criados en compañía de mi fiel secretario, que nada más abrir la puerta corrió en mi auxilio, sobrecogido.

—¿Vuestra señoría está indispuesto? ¿Queréis que llamemos al físico? ¿Deseáis que os ayude a levantaros?

El torrente de preguntas formuladas por don Gonzalo, lejos de aliviarme, consiguió intensificar el tremendo dolor que perforaba mi estómago.

—Me… hierve por dentro… —mascullé entre dientes, haciendo un esfuerzo por conservar la calma—. Me duele… Apenas puedo… respirar.

Sentí regurgitar la cena de aquella noche, la cual ascendía por la garganta como un torrente camino de mis labios. Cogí el bacín que guardaba bajo la cama y vomité en él, no sin cierta repugnancia. Exhausto, me dejé caer de nuevo sobre el colchón de lana.

—¡Rápido! —mi secretario se dirigió a los lacayos que apenas sabían cómo actuar—. Marchad en busca de un físico. Y llamad también al párroco de la iglesia.

Obedecieron sin poner objeción, corriendo escaleras abajo con el fin de avisar, en primera instancia, a fray Jerónimo de Ayala —párroco de Salvatierra—, puesto que las celdas de los clérigos quedaban en la primera planta del monasterio; bastante más cerca que la casa del físico, a quien tendrían que ir a buscar dos calles más abajo.

Cuando quedamos a solas, don Gonzalo, que aun sin ser supersticioso ya comenzaba a creer algunas de las historias que hablaban del mágico poder de las sorginas, fue directo y me advirtió en los más duros términos.

—Vuestra señoría no debería tomarse a chacota las maldiciones de estas gentes —recriminó mi escepticismo mientras cogía un paño del arcón y lo mojaba en el agua de la palangana. Lo colocó en mi frente, aliviando así mi malestar—. Estoy seguro de que vuestra dolencia tiene que ver con los hechizos que os han lanzado esas mujeres de esta mañana, las que irrumpieron en la sala de audiencias imprecando a la Santa Inquisición y a sus comisarios inquisitoriales.

—Dejad… de decir necedades… —le sugerí, a pesar de que me costaba bastante trabajo hablar—. Es una… simple indisposición… pasajera.

—Pensad lo que queráis, pero sigo creyendo que esas brujas os han echado el mal de ojo.

Me irritó su falta de perspectiva, también su extraordinaria imaginación, propia de las gentes a las que últimamente interrogábamos a diario.

—¿Acaso… no habéis aprendido nada? —pregunté, tras hacer un esfuerzo—. Las brujas… no existen, don Gonzalo. Esto es fruto… de una mala digestión… y de la casualidad… nada más.

Mi secretario tomó asiento en un sillón frailero que había junto a la ventana con celosías, ahora cerrada.

—Pues yo sigo creyendo que deberíamos regresar a Logroño y olvidar la suerte de estos cerriles lugareños que tantos problemas os están ocasionando —sugirió, muy ceñudo.

—Ese asunto… podemos discutirlo cuando… me halla recuperado… ¿No lo creéis así?

Le lancé una mirada compasiva, dándole a entender que lo último que necesitaba era discutir con nadie. Se disculpó por su actitud infantil, pero lo cierto es que estaba tan asustado que ya daba por válido cualquier indicio de brujería. Tanta confesión, tanto hablar de ceremonias diabólicas y de hechizos, le estaba afectando el estado de ánimo y el seso. Ofuscada su razón, debido a los variopintos testimonios, ya comenzaba a creer que todo eso de los maleficios era verdad, y que yo era víctima de un encantamiento.

Minutos después llegó el físico en compañía de fray Jerónimo. También se personaron en mi cuarto el resto de los secretarios, quienes fueron de la misma opinión que don Gonzalo: debíamos abandonar cuanto antes aquellas tierras, sobre todo después de conocerse la noticia de la muerte de don Pedro Ruiz de Eguino.

Después de un ligero reconocimiento, el físico dictaminó que había sufrido una indigestión. Según su diagnóstico, lo mejor que podía hacer era descansar y dormir hasta la mañana siguiente, ya que para entonces me habría recuperado.

Por indicación expresa de don Gonzalo, fueron saliendo todos de mi habitación. Antes de marcharse, mi fiel secretario se acercó hasta el borde de la cama.

Torciendo el gesto, me dijo en voz queda:

—Debéis regresar a Logroño.

Salvatierra quedaba cerca de Logroño, a unos dos o tres días de viaje. Lo más sensato hubiera sido mantener la ruta marcada por don Bernardo de Sandoval y concluir cuanto antes nuestra labor por tierras navarras. Sin embargo, antes de finalizar el periplo que había iniciado ocho meses atrás, creí conveniente hablar con un preeminente personaje que hasta entonces había permanecido en la sombra: don Tristán de Alzate. Y es lo que pensaba hacer, le gustase o no al virrey de Navarra, al gobernador militar de Pamplona o al mismísimo Felipe el Tercero.

—¿Vuestra señoría quiere viajar de nuevo hacia el norte, ahora que estamos a unas veinte leguas de Logroño? —el rostro de don Gonzalo cambió de color nada más escuchar mi decisión de cruzar la frontera con Francia. Se detuvo en mitad del prado, colocándose frente a mí para mirarme con fijeza a los ojos.

En aquel instante paseábamos por los alrededores de Salvatierra. Necesitaba respirar el aire fresco de la mañana. Ello me ayudaría a recuperar fuerzas tras la indisposición de la noche anterior.

—Debimos hacerlo cuando nos detuvimos en Vera, pero era tal la aversión que me producía don Lorenzo de Hualde, que por no seguir en su presencia decidí dejar atrás la villa y avanzar hacia Lesaka.

—¿Y por qué ahora tomáis esa decisión tan drástica, que nos llevará a desandar un camino que ya hemos recorrido?

—La necesidad de intercambiar impresiones con el señor d’Urtubie.

Mi secretario enarcó una ceja, mirándome con cierta incredulidad.

—Muy arriesgado es lo que pretende vuestra señoría —me dijo serio, al sospechar de mis intenciones—. Ese hombre pertenece a la nobleza. Tiene potestad a ambos lados de la frontera… y además, es muy escurridizo. Ni el monarca francés, y mucho menos el español, se atreverían a enjuiciarlo indebidamente. No en vano, goza de la amistad de ambos reyes porque sabe servirles bien.

—No voy a acusarlo de nada. Pero he de hacerle unas cuantas preguntas —subrayé con voz hueca.

Seguimos andando por la extensa pradera que circundaba la villa. Era la mañana recatada, de blanca nubosidad, aunque el aire soplaba un tanto gélido.

—Incluso así, resulta violento presentarse en el palacio del francés para interrogarlo —fue la opinión de mi secretario—. No creo que nos reciba con los brazos abiertos cuando sepa que vamos a pedirle recuesta de sus intrigas.

Nos dirigimos hacia unos olmos que crecían en un pequeño altozano completamente erosionado, desde donde se podía ver una vista magnífica de todo el pueblo, con la torre de la iglesia descollando por encima de los tejados costrosos de los distintos caseríos.

Tomamos asiento sobre un montículo de roca natural, bajo la fronda de los árboles.

—¿Sabéis una cosa, don Gonzalo? —inicié de nuevo la conversación, consciente de que todo lo que iba a decirle no habría de repetirlo jamás—. Quiero que sepáis que la única razón de realizar este viaje ha sido la búsqueda de la verdad. Necesito saber si obré correctamente firmando las actas del juicio, o si por el contrario he de buscar el perdón de Dios.

—¿Por qué decís eso? —preguntó mi colaborador más estrecho.

No llegó a comprender mi prurito.

—¿No os dais cuenta de que si todo es una mentira, una engañifa urdida por los comisarios inquisitoriales para recuperar los patrimonios perdidos hace años por la familia Alzate, o para que ellos mismos sigan imponiendo exagerados diezmos a los servidores de la gleba, tanto yo como mis colegas de Tribunal habremos enviado a la hoguera a un puñado de inocentes? —me aclaré la garganta, antes de concluir en tono lapidario—. ¿Acaso no comprendéis el drama que encierra este asunto?

Don Gonzalo de Mendoza guardó silencio, sopesando el valor de mis palabras.

—Pienso que no deberíais ser tan duro con vos mismo —dijo al fin—. Vuestra señoría ha hecho lo posible por defenderlos. Yo, mejor que nadie, sé lo mucho que sufristeis cuando le prendieron fuego a María de Arburu y a María Baztan de la Borda. Vuestras inquietudes también las conoce el Señor, que profundiza en nuestros espíritus —intentó animarme—. Dios sabe que vuestra conciencia está tan limpia como el alma de un recién nacido después de recibir el bautismo.

Ahogué un suspiro. Resultaba fácil escapar de la conciencia si para ello ponía como excusa mi desconocimiento del asunto. No obstante, seguía pensando que debería haber hecho algo más, tal vez imponer mi criterio y negarme a firmar las actas del proceso… haber llamado la atención de la Suprema con mi disconformidad… salvarles la vida a aquellas pobres gentes.

—Puede que tengáis razón y no exista ningún motivo para que me sienta culpable —dejé escapar esa frase tan poco convincente, tratando de justificar de ese modo mi aprobación de las sentencias leídas en el multitudinario Auto de Fe de Logroño.

—¿Sin embargo?

Don Gonzalo sabía que algo me obsesionaba.

—Creo que los muertos tienen derecho a que alguien los recuerde, y también a que defiendan su honor —sentencié, abrumado por los trágicos recuerdos.

—Noble propósito el vuestro, a fe mía. Por eso hemos de regresar cuanto antes a Logroño, para informar de todo a don Bernardo de Sandoval —propuso mi secretario, que luego añadió con cierta ironía—. Os recuerdo que cinco mil folios de pergamino no son nada fáciles de transportar.

No me importó aquel nimio detalle, y así se lo hice saber.

—Nada, ni nadie, me podrá impedir que le pida cuentas a ese noble hidalgo que tanto daño ha causado a la región, aunque para ello tenga que llevar sobre mis espaldas esos pliegos que habéis mencionado.

No había marcha atrás: estaba dispuesto a plantarle cara al señor d’Uturbie. De este modo podría decirle que el diablo tenía un lugar muy especial, reservado sólo para él, en la sala más oscura y ardiente del infierno.