Durante varios meses estuve analizando las causas que motivaron las entelequias y desvaríos de todos aquellos que vinieron por su propia voluntad a las iglesias de Santesteban y Lesaka, para que mis secretarios y yo les recibiésemos en audiencia. Tuvimos oportunidad de escuchar a un gran número de niños y a otras tantas personas mayores, de muy diferentes edades. Las historias eran variopintas, pero sobre todo irracionales. Las confesiones, la mayoría de las veces, se asemejaban tanto unas a otras que resultaban bastante sospechosas. Tal fue así, que por un momento creí que quienes buscaban la reconciliación se habían puesto de acuerdo.
Me pregunté, en más de una ocasión, si realmente los inculpados creían eso de que el demonio los marcaba con su pezuña, que los tomaba carnalmente de uno en uno, y que, además, les daba poder para emponzoñar pozos y arruinar cosechas. Y llegué a la conclusión de que sí, que en su ingenuidad daban por ciertas las historias que otros contaban de ellos, síntoma evidente de una dramatizada ignorancia, y también de un exacerbado temor al castigo de la Santa Inquisición.
La explicación más lógica a toda aquella incoherencia, y la más sencilla de aceptar, era que el «potaje» de plantas que utilizaban las brujas en sus pócimas y ungüentos, por la demencial locura que provocaba su ingestión, les hacía creer que realmente se movían en la realidad ordinaria cuando era ensoñación aquel mundo de artificio que los rodeaba y que se imaginaban vivir. Asimismo, comencé a diferenciar entre burlador y burlado, pues muchas de las sorginas del lugar organizaban sus reuniones con el único fin de llenar sus arcas a costa de sus correligionarios. No había más que recordar los testimonios de los procesados en Logroño, cuando estos, por su propia voluntad o coaccionados, afirmaron ante los miembros del Tribunal que quienes acudían a las juntas estaban obligados a aportar un tributo: unas cuantas monedas, según las posibilidades de cada uno, con el fin de sufragar los gastos de sus aberrantes festejos.
También había que puntualizar un hecho de gran importancia, y era que la mayoría de los vecinos no sabían lo que era un akelarre, empero afirmaban haber participado de él.
Tal fue el caso de una joven de Vera de diecisiete años de edad llamada Catalina de Lizardi. Sin ningún pudor, declaró que en su primer trato carnal con el diablo había sangrado muchísimo, y eso mismo dijeron otras jóvenes de distintas villas que se conocían entre sí. Después de escuchar sus confesiones, y teniendo yo mis dudas, le ordené a una vieja comadrona que las observara a fondo en sus partes más íntimas. Tras cumplir mis indicaciones pudo comprobar que todas ellas estaban intactas en su virginidad, por lo que era mentira que hubiesen copulado con el demonio ni con ningún otro hombre, algo que venía sucediendo en los conciliábulos como pude ver por mí mismo.
En cierta ocasión, unos muchachos de Santesteban se presentaron en la iglesia diciendo haber acudido a un conventículo de brujas en la víspera de San Juan. Dio la casualidad que esa misma noche había dado instrucciones a los secretarios don Luis de Huerta y don Francisco de Peralta para que fuesen a acechar la antedicha reunión. Ellos me aseguraron que ninguno de los mozos había estado presente, que todo eran mentiras e ilusiones.
Por aquel entonces ya había documentado un total de 1802 casos referentes a las acusaciones por brujería, divididos de esta forma que detallo: 1384 niños, de doce a catorce años, absueltos ad cautelam; 290 mayores de edad, que fueron reconciliados; 41 absueltos ad cautelam, por abjuración de levi; y 81 inculpados, que revocaron las confesiones realizadas cuando el viaje de don Juan del Valle a la región. En los archivos de la iglesia de Santesteban, seis meses después de mi llegada, había conseguido reunir más de cinco mil escritos.
Con el fin de llevar un orden de clasificación sistematicé los hechos en cuatro artículos y setenta y siete cláusulas, argumentos que utilizaría en Logroño, frente a mis colegas, para demostrar que todo eran ilusiones y sueños de aquellos que confesaban servir al demonio. El primer artículo hablaba del modo en que los brujos van y vienen del akelarre; el segundo, de las cosas que allí se hacen y de cómo ellos mismos se creen sus falsedades; el tercero ponía de manifiesto los actos positivos y las verificaciones exteriores de lo refrendado por los vecinos; y en el cuarto y último artículo, se abordaba el asunto de las testificaciones y pruebas que podrían resultar de todo lo sobredicho para castigar a los presuntos culpables.
Después de haber recorrido los pueblos de San Esteban de Lerin, Çubieta, Ezcurra, Iraiços, Vera, Urdax, Elizondo, Arraioz, Licasu, Zugarramurdi y otros pagos, mis secretarios y yo decidimos detenernos en Olague, donde habíamos escuchado decir que fray Domingo de Sardo, el párroco, mantenía encerrada en la iglesia a María de Etxeverria, popularmente conocida como la Zunga. Esta mujer, una anciana que afirmaba poder desaparecer a su antojo y volar por los aires hasta las juntas que se celebraban en las cuevas que había a las afueras de la villa, decía también que era la barragana del diablo y que nadie podía ponerle hierros a sus huesos porque le era fácil escapar del cepo transformándose en una mosca.
Fue denunciada por sus vecinas cuando la sorprendieron, cierta noche, merodeando por los alrededores del cementerio. Al creer que la vieja buscaba desenterrar la tumba de un difunto con intención de comerse su carne, la gente del pueblo le propinó una brutal paliza. Tras la agresión la condujeron hasta la casa del alcalde de la corte, el cual, a su vez, informó al merino chico y a los alguaciles locales. Estos, al no saber cómo se debía proceder con una persona que tenía tratos con el demonio, o tal vez por temor a que Satanás tomase represalias contra ellos, se la entregaron al cura del pueblo para que fuese Dios quien tutelara sus actos hasta que viniesen a buscarla los del brazo secular.
Como debíamos dar fe de todo lo que aconteciera en la comarca que tuviese relación con la brujería, acudimos a la iglesia de Olague para atestiguar que aquella mujer era realmente una bruja, o si por el contrario se trataba de otra visionaria que pretendía escapar del suplicio inquisitorial acogiéndose al edicto de gracia.
Una vez que nos abrieron las puertas del monasterio y preguntamos por fray Domingo de Sardo, la serora nos dijo que debíamos esperar a que regresara de una visita, pues había salido a darle la extremaunción a un moribundo que vivía a media legua de distancia y no regresaría hasta pasada una hora. Por indicación suya nos acomodamos en la sacristía. Tal y como nos dijo, allí estaríamos mejor atendidos que en los bancos del claustro, que eran fríos como lápidas de mármol. Tras cumplir con su deber de anfitriona, y efectuar una ligera reverencia, se marchó a sus otras obligaciones.
Tomé asiento en un rígido sillón de madera que había a la diestra de un pequeño altar donde se podía ver un sagrario de latón sobre telas de ricos encajes. Mis secretarios, que andaban muy religados platicando de sus cosas, permanecieron de pie, junto a la puerta.
Algo debía divertirles cuando no dejaban de reír.
—¿Puedo saber a qué viene tanta algazara?
Se miraron entre sí un tanto avergonzados, sin saber muy bien si contestar a mi pregunta o guardar silencio.
—Vuestra señoría debe disculparnos —se excusó don Gonzalo—. No ha sido nuestra intención molestaros con nuestras risas. Simplemente, comentábamos algunos de los casos referidos por estas gentes… los que resultan más escandalosos y difíciles de creer.
—Que son muchos, a fe mía —apostilló don Luis de Huerta, cuya naturaleza era, de todas, la más vivaracha.
—¿Alguno en especial que yo recuerde? —insistí, interesado.
Don Francisco de Peralta se sonrojó. Era comedido y juicioso como ningún otro hombre.
—No creo que a vuestra señoría le interese recordar tales obscenidades —titubeó unos segundos—. Es un asunto que en su día ya os causó una gran turbación. En todo caso, no es la mejor temática para una conversación decorosa dentro de una iglesia.
Hice memoria, pero fueron tantas las confesiones que me resultaron soeces y livianas, después de un millar de entrevistas, que era imposible acordarse de todas.
—¡Vamos!… No calléis —le insté—. Habéis despertado mi curiosidad.
Don Gonzalo, con el que tenía mayor familiaridad, se dignó a responder.
—Nos reíamos de aquella mujer que dijo haber parido una camada de sapos tras haber tenido un acceso con el diablo. La que lo hizo por la boca.
Don Luis sofocó una carcajada, apretando los labios con fuerza. Su rostro adquirió el color de una granada en sazón. Estaba a punto de estallar.
—Los actos contra naturam se originan en la mente perversa e ignorante de quienes viven apartados del temor de Dios —me lamenté, pues casos así eran los que utilizaban algunas personas para denunciar a sus vecinos—. Por muy jocoso que os resulte la imbecilidad de esa mujer, en realidad es motivo de lástima.
Lejos de sentirse culpable, mi secretario añadió su granito de arena con otra parrafada.
—¿Y qué hay de aquella que afirmaba haber entrado una noche en la iglesia de Elizondo, junto con otras brujas, con la intención de destrozar las santas imágenes de Jesucristo y su madre, la Virgen María? —nos recordó con una pícara sonrisa dibujada en los labios—. Cuando la oí decir que las imágenes cobraban vida para defenderse de sus ataques, casi pierdo la compostura y rompo a reír.
—Recordad una cosa, don Gonzalo —intervine, ahora con marcado ceño—. Si Dios así lo quisiera, esas mismas estatuas que decís podrían hacerle frente a todas las compañías del tercio de Flandes. No hay nada que doblegue la omnipotencia del Altísimo, ni siquiera la voluntad del diablo.
—Sí, pero decir que el demonio, además, le daba cabezadas como un carnero y que la azotaba con su cola… —dejó la frase inconclusa—. La verdad, todo esto resulta de lo más ridículo —añadió después el ocurrente don Luis de Huerta.
—Mejor dirimimos la conversación y nos ceñimos al asunto que nos ha traído aquí —fue la opinión de don Francisco, a quien se le movía la papada al hablar.
Suscribí sus palabras, recordándoles a todos los presentes que hacer uso de la burla no era el mejor modo de acabar con la epidemia de brujas que asolaba la región del norte de Navarra.
Llevábamos cerca de una hora especulando sobre las oscuras razones que habrían empujado a María de Etxebarria a afirmar todas aquellas patrañas, cuando se abrió la puerta de la iglesia. Fray Domingo, tras disculparse por el retraso, entró en la sacristía con cierto abatimiento de ánimo. Nos confesó que la persona que había ido a visitar, con la cristiana intención de administrarle el viático de la eucaristía, era amigo suyo y acababa de fallecer.
Haciendo un esfuerzo por superar su tristeza, nos puso al corriente de las excentricidades de la Zunda.
—Según afirma la inculpada, es capaz de volar hasta las juntas que se celebran en el prado después de untar todo su cuerpo con ungüentos que ella misma elabora a instancia del demonio —nos fue explicando—. Los alguaciles la trajeron a la iglesia para que se arrepintiese y pidiera perdón a Dios por haber renegado de la fe verdadera.
»Pero una vez aquí, después de permanecer encerrada con llave en una habitación sin más enseres que un jergón y una cruz de plata afianzada en la pared, comenzó a tener terribles pesadillas por las noches… aunque ella asegura que no son sueños, que ciertamente va al akelarre en cuerpo y alma. Y yo, la verdad, no sé qué hacer ni qué opinar, pues los gritos que se pueden escuchar por todo el convento, una vez que llega la madrugada, en verdad parecen surgir de la garganta del mismísimo Satanás.
»Cierta noche, cansada de oírla gritar, subimos a ver qué era aquello que tanto la angustiaba. Cuando abrimos la puerta nos la encontramos tirada en el suelo, en cueros vivos, retorciéndose como poseída por el diablo. Tenía el cuerpo embadurnado de un extraño potingue de muy mal olor… uno de sus ungüentos —arrugó la nariz ante el recuerdo de aquel desagradable aroma—. Al día siguiente nos contó, con todo detalle, las cosas que se habían hecho en el akelarre, así como las barrabasadas que el brujo maestro había infligido a los campos y animales de quienes se acogían a la benevolencia de Jesucristo Nuestro Señor.
—Y teméis que tenga razón y todo sea cierto… ¿No es así? —repuse con calma, un tanto irónico.
Me sorprendió su simplicidad.
—Si os soy sincero, no sé cómo afrontar el problema —fray Domingo de Sardo relajó algo la expresión de su rostro, consternado—. No sé si el diablo tiene algo que ver en el asunto de esta mujer. A veces pienso que todo es fruto de su imaginación.
—¿Habéis observado si es capaz de extraños prodigios?
La pregunta de don Luis nos sorprendió a todos, incluso a mí.
—¿A qué os referís? —quise saber, ya que me devoraba la curiosidad.
—Hace muchos años, siendo yo niño, fui testigo de un hecho bastante extraño —contestó don Luis, muy serio—. Me explico… Una bruja, llamada Mari Mati y que vivía sola en las montañas, recibió una pedrada de un joven mozo que la vio pasar frente a su casa, haciéndole perder el conocimiento. Cuando fuimos todos a ver si seguía viva, o si por el contrario había encomendado su alma al diablo, su cuerpo se alzó como por arte de magia a una altura como de media vara castellana del suelo. Segundos después cayó de nuevo al suelo, despertándose al instante. Cuando le preguntamos si estaba bien, nos dijo que los genios de la tierra solían protegerla, y que precisamente por eso seguía ilesa. Sin ofrecer más explicaciones, se marchó hacia el bosque como si allí no hubiese ocurrido nada.
—¿Vais a decirme que eso es cierto? —don Gonzalo arrugó la frente, poniendo en duda las palabras de su colega.
Tampoco yo terminaba de creerme aquella fantástica historia.
—¡Os lo juro! —exclamó, con énfasis, el más joven de los secretarios, abriendo luego al máximo sus ojos grises—. No suelo bromear con ciertos asuntos.
Terciando en la conversación, fray Domingo nos recordó que había una mujer que aguardaba nuestra visita.
—Perdonad que os interrumpa, pero creo que deberíamos hablar con María de Etxebarria —atajó, clavando en mí su mirada—. Pienso devolverle los ungüentos que le confiscamos hace unos días para que podáis comprobar hasta donde llega su locura. Esta noche tratará de escaparse para acudir al akelarre y necesito que vuestra señoría dé fe de sus prácticas diabólicas.
—¿Y por qué esta noche? —preguntó don Francisco.
—Suelen reunirse todos los viernes… y hoy lo es —precisó fray Domingo, que arqueó al unísono sus bien pobladas cejas.
—Dime, María… ¿Eres consciente de que nadie puede transformarse en una mosca, ni en ningún otro animal, y que volar es cosa de pájaros y no de gente cristiana? —pregunté, sin circunloquio alguno, y don Gonzalo de Mendoza tradujo puntualmente mis palabras.
Me hallaba sentado frente a una anciana ataviada con malolientes jerapellinas cubierta de remiendos. Tenía la piel ajada y los pómulos mordidos por la viruela. Olía de forma desagradable. Una energía latente henchía sus movimientos más casuales. Sus diminutos ojos de roedor resultaban fríos como el acero, con una tendencia a mirar por debajo de la nariz.
—No todo es como vuestra señoría se imagina… —la voz cavernosa de la Zunda consiguió erizar el vello de mi piel—. Cosas terribles han de suceder esta noche. Son asuntos del demonio.
Desvié mi mirada hacia fray Domingo, que permanecía de pie tras aquella bruja, y si la nombro así es porque realmente parecía ser hija de Satanás. Gotas de sudor corrían por el cráneo tonsurado del párroco. Se le veía aterrorizado.
—Todavía no comprendo cómo piensas acudir al akelarre —insistí con tono grave—. Te recuerdo que cerraremos la puerta con llave una vez que nos marchemos. ¿Crees que podrás escapar de este cuarto sin ventanas ni claraboyas?
—Eso es algo que no os importa —sentenció ella, con aire sombrío.
La interrogada torció después el gesto. Sabía muy bien que intentaba burlarme de ella. No era ninguna estúpida, tal como pensé en un principio.
—Me han dicho que tus pócimas y ungüentos son mágicos, que pertenecen al demonio, y que puedes achicar tu cuerpo hasta adquirir el tamaño de un insecto.
Ladeó su rostro para mirarme desde otro ángulo. Entreabrió sus labios agrietados, mostrándome los pocos dientes, amarillentos y desiguales, que todavía conservaba en sus encías.
—Os han hablado bien. Las moscas son mis aliadas… mis entrañables amigas. Yo misma, ahí donde me ve vuestra señoría, soy una de ellas.
Soltó una carcajada estridente, que fue acompañada luego de una sonora ventosidad. Se estaba burlando de nosotros.
Retrayendo instintivamente mi cuerpo debido al fétido olor que me llegaba en oleadas, resolví interrogarla de nuevo.
—Fray Domingo desea entregarte los pocillos con ungüentos. Dice que los necesitas para acudir a la junta que ha de celebrarse esta noche en el prado. Y yo te pregunto… ¿Esa untura te hará invisible a nuestros ojos?
—Sí; pues gracias al poder de diablo me transformaré en una mosca.
—Eso no es posible, y lo sabes —le dije con sorna, tratando de incitarla.
—Si vuestra señoría no me cree, puede ponerme a prueba.
Guardé silencio unos segundos, recreándome en la posibilidad de aceptar su sugerencia.
—Que así sea… te proporcionaremos los bálsamos que solicitas —accedí—. Pero con una condición, que nos hables de todo lo que acontece en el akelarre.
—Si es lo único que deseáis, descuidad. Os lo he de contar todo —susurró María, riéndose a continuación.
Los alaridos comenzaron a escucharse poco después de medianoche, y he de reconocer que el eco de aquellos desgarrantes gemidos consiguió sobrecogernos a todos los que aguardábamos al otro lado de la puerta donde permanecía encerrada la Zunda. Eran, así lo recuerdo, unos gritos tan sobrecogedores que parecían estar desollándole la piel.
Fray Domingo de Sardo se santiguó por tres veces, murmurando entre dientes una oración. Mis secretarios, pálidos como la cera de las iglesias, aguantaban impertérritos, sin decir ni una sola palabra.
La oímos danzar, y correr de un lugar a otro del camaranchón hasta que vino a detenerse frente a la puerta. Al otro lado de la hoja de madera se escuchaba la respiración entrecortada de una mujer cuyo diabólico rostro presentíamos cercano. Sólo un recio portón nos separaba de la locura.
La bruja arañó con suavidad la puerta, y presto escuchamos una irrisoria carcajada que nos hizo retroceder. Un clamor de lamentación, sordo y entrecortado, como el que emiten los condenados que sufren los suplicios del infierno, reverberó por el tenebroso corredor del monasterio.
—Sabe que estamos aquí —susurró don Gonzalo a mi oído izquierdo.
Hice un leve gesto de afirmación; y luego otro, este enérgico, para que se mantuviese callado. No debíamos apresurarnos en nuestras deducciones, y menos aún hacerle saber que, en efecto, espiábamos aquel extraño ritual.
Todo acabó transcurridos unos tensos minutos. El silencio resultaba bastante más inquietante que escuchar sus voces, y eso nos hizo recelar.
—¿Qué opináis? —le pregunté a fray Domingo.
—Debe de estar dormida. Siempre ocurre lo mismo… todas las noches.
—Creo que deberíamos esperar un poco más antes de entrar, ¿no le parece a vuestra señoría? —fue el consejo de don Luis, a quien no parecía agradarle la idea de abrir la puerta.
—No hay nada que temer de ella —porfió el párroco—. Distinto será descubrir el estropicio que ha ocasionado su particular ceremonia.
—¡Ea! ¿A qué estamos esperando? —nos alentó don Gonzalo, harto de esperar.
Le hice un gesto a fray Domingo para que procediese, el cual se adelantó para abrir la puerta tras buscar la llave correspondiente entre las varias que colgaban de una anilla metálica que sostenía en su mano. Cuando estuvo seguro de no haberse equivocado, la introdujo en la cerradura. Inmediatamente después la empujó con suavidad, y nosotros nos acercamos para atisbar en su interior.
Según nos había avisado fray Domingo, María de Etxevarria permanecía tumbada en el suelo, dormida sobre un charco de vómitos y otros líquidos que parecían ser parte de alguna pócima. Me acerqué con cuidado para ver su rostro de cerca. Un hilillo de espuma amarillenta resbalaba por las comisuras de su boca. Respiraba con cierta agitación, y sus labios temblaban igual que si quisiera hablar.
Como estaba desnuda, le pedí a don Gonzalo que me prestase su capa para cubrir el cuerpo de la anciana. Oculté sus vergüenzas, más por repulsión que por pudor. Luego me puse en pie.
—Fray Domingo, ¿conocéis a algún físico de confianza? —quise saber.
—A dos calles de la iglesia vive don Joan de Aguirre, que además es maestro boticario. Es el único en todo el pueblo que podría ayudaros… —pensativo, añadió—. Aunque todavía no sé que queréis de él.
Sin más preámbulos, les puse a todos al corriente de mis intenciones.
—Vamos a estudiar los ingredientes de esos ungüentos que esta mujer guarda en sus potes. Quiero saber qué plantas ha utilizado.
Aquella misma noche, tras la dramática ceremonia de María de Etxevarria, fray Domingo y yo nos presentamos en casa del físico, que extrañamente todavía andaba trabajando en su chiribitil de botica.
Don Joan de Aguirre era un hombre de doctas palabras, de una gran erudición y con fama de oscuro alquimista, aunque, como resultaba obvio, esto último lo desmentía cada vez que tenía ocasión. Lucía una barba blanca bien peinada que cubría la parte alta de su jubón, e iba rasurado de tal modo que su calva relucía como un espejo. Vestía unas calzas de cordellate forradas con tela y una camisa ancha con cordones en las mangas y en el cuello. En sus ojos pude apreciar cierto temor al reparar en mis hábitos.
—¿En qué puedo ayudar a vuesas mercedes? —inquirió receloso, pues desconocía el motivo de nuestra visita.
—Don Alonso es jurista inquisidor del Tribunal de Logroño, y desea haceros unas preguntas —contestó fray Domingo, de forma escueta.
—Os escucho.
El físico se puso a la defensiva, como quien aguarda una mala noticia.
—Decidme, don Joan… ¿Habéis analizado alguna vez las unturas y pócimas que suelen utilizar las sorginas en sus reuniones?
Respiró con dificultad al creer que estábamos allí para ahondar en sus labores nigrománticas, y arrestarlo en nombre de la Santa Inquisición. Sus manos comenzaron a temblar inopinadamente.
—Como físico y boticario, he de reconocer que dichos cocimientos siempre han llamado mi atención —se detuvo un instante, pensando bien en cómo medir sus palabras—. Sí… conozco los ingredientes herbales que conforman las distintas fórmulas de sus ungüentos.
—Siendo así, os ruego que nos acompañéis a casa de María de Etxevarria, la mujer que ha sido acusada de bruja —le dije en tono amistoso—. Necesito que certifiquéis si dichas plantas pueden producir ensueños y delirios. Vuestro conocimiento en la materia nos será de gran ayuda.
Al comprender cuál era realmente el motivo de nuestra visita, suspiró de alivio. Sus músculos se relajaron al instante.
—Podéis contar conmigo. Aunque ya os adelanto que la gran mayoría de esas hierbas, muchas de ellas venenosas, poseen la capacidad de trastocar el sentido de quienes las ingieren. No hace falta que las analice… conozco sus efectos.
—¿Las habéis utilizado, vos mismo, en alguna ocasión?
—Una sola vez —respondió con sinceridad—, y os juro que jamás volveré a hacerlo. Estuve a punto de enloquecer.
Asentí en silencio.
—Propongo que vayamos cuanto antes a casa de María —nos aconsejó fray Domingo, interrumpiendo nuestra conversación—. Les recuerdo que mis deberes como párroco me reclaman. He de estar en la iglesia para la oración de maitines.
Estuve de acuerdo con él.
Finalmente nos trasladamos al viejo caserío de la bruja —con tejado a dos aguas y una sola planta—, donde encontramos distintas muestras de hierbas y raíces: los ingredientes que solía utilizar para elaborar sus pócimas. Yo mismo ayudé al boticario en la búsqueda y clasificación de aquellas plantas del demonio, capaces de provocar alucinaciones en la gente.
—¿Qué os parece esta? —le pregunté, sosteniendo en mi diestra una pequeña planta de hojas aovadas, y flores de cáliz tubuloso, y lo hice aun conociendo de sobra la respuesta.
Don Joan de Aguirre, que en ese instante se asomaba a una de las marmitas para ver qué tipo de potaje contenía en su interior, alzó la cabeza y frunció la mirada, observando con atención aquel matojo que mantenía en alto.
—Datura stramonium —contestó—. Es una planta hedionda. Os lo digo, más que por nada, porque luego os apestarán las manos.
Me la llevé a la nariz en un acto reflejo. Olía a demonios. Volví a dejarla en su sitio, en un cesto de mimbre que guardaba en el tabuco que había en lo alto de una empinada escalera.
Cuando regresé, el boticario había hecho una selección de las distintas hierbas, colocándolas sobre la mesa. Fray Domingo de Sardo observaba con atención algunas de ellas.
—He de reconocer que esta mujer conoce como nadie el insondable mundo de las plantas —apuntó don Joan, que como maestro boticario y físico sabía muy bien de lo que estaba hablando—. Aquí tenemos los remedios que ha utilizado esa vieja bruja para elaborar sus ungüentos. Al margen de la Datura stramonium tenemos el Hyoscyamus niger… —fue tomando de una en una las diabólicas plantas, diciendo sus nombres en voz alta—… la Atropa belladonna… la Mandrágora autumnalis… la Cannabis sativa… la Colchicum autumnalis… la Aconitum… la Conium maculatum… la Chelidonium major —dejó esta última en su lugar—. He aquí las hierbas que suelen recolectar las viejas sorginas de la región. Principalmente, poseen la virtud de producir estupor, sueño, alucinaciones, delirios… —carraspeó para aclararse la voz—, e incluso la muerte si la dosis es excesiva.
—Según vuestra experta opinión, ¿encontráis motivos que os haga pensar que detrás de la magia de todas estas plantas se esconde la mano del diablo?
El físico, sopesando la respuesta, fue sincero conmigo.
—Veréis… —vaciló durante unos segundos—. En primer lugar, he de reconocer que la ciencia que domina esta mujer está reñida con los preceptos de la Iglesia, pero no por ello es de naturaleza diabólica —miró furtivamente a su alrededor—. En ningún rincón de esta casa hemos encontrado grasa humana, vísceras, pelos, uñas, carne o dientes de difunto, que según los más entendidos en brujería son los ingredientes necesarios para elaborar sus pócimas mortales y otros brebajes —esbozó una sonrisa irónica—. Todo son supercherías.
—¿Entonces…? —quiso saber fray Domingo.
El boticario apretó con fuerza los labios, antes de contestar:
—Conozco a esas mujeres bastante bien… me refiero a las sorginas. A veces he acudido a ellas —se sonrojó—, pero sólo cuando no he podido encontrar un remedio a la enfermedad de un paciente. Admito que su conocimiento, la mayor parte de las veces, supera al de un físico que, como es mi caso, haya cursado sus estudios en la Universidad de Salamanca. ¿Y sabéis una cosa? Aunque sean fieles devotas de los antiguos rituales y de los dioses paganos, en ningún momento han tenido tratos con el demonio.
—Si eso es cierto, ¿por qué la gente las acusa? —quería conocer la opinión de un erudito autóctono con respecto a las delaciones y los demás asuntos que tenían que ver con la brujería.
Era algo fundamental para descubrir lo que estaba ocurriendo en la comarca.
—Los vecinos del lugar tienen una visión equivocada de ellas, y eso es porque no las conocen a fondo —me dijo aquel experto, con cierto deje de tristeza—. Si alguien ve a una de estas viejas recoger hierbas en las esquinas de las iglesias o en los cementerios, en su ignorancia cree a pies juntillas que eso no puede significar nada bueno. Pero lo que no saben es que las sorginas lo único que hacen es proceder con sentido común —tras percibir cierto estupor en mi rostro, siguió adelante con su alocución—. Os lo explico… dichas plantas son más efectivas cuando han crecido en lugares insalubres, como puede ser el camposanto. De ahí que las busquen en estos lugares. Esas brujas, como decís, dominan el arte de la recolección.
»Lo mismo ocurre cuando los vecinos las ven arrancar sus hierbajos a la caída del sol, ya que piensan que la noche está asociada al diablo; y ellas, las sorginas, a este —torció el gesto—. Las plantas se recogen a esa hora porque es cuando retienen en sus flores toda la esencia de las raíces, después de haber recibido la luz del sol durante todo el día… así de sencillo. Son pequeños trucos que nadie comprende, a menos que seas físico o maestro boticario como yo.
—En pocas palabras, que la ignorancia es la culpable de que los vecinos de la región piensen que el diablo les habla y seduce, cuando en realidad son víctimas de una entelequia… de terribles visiones —afirmé, más que pregunté.
Quien también tenía fama de oscuro alquimista resopló.
—Vuestra señoría debe comprender que todo es fruto de la superstición —sentenció, ahora sombrío.
—Yo lo entiendo, don Joan. Pero… ¿Cree vuesa merced que llegaron a entenderlo aquellas personas que fueron quemadas vivas en Logroño?
Se ahorró la molestia de contestar a mi pregunta. No quiso comprometerse con una respuesta inadecuada. Tampoco a mí me placía seguir adelante con aquella conversación. Era de locos investigar una mentira colectiva que giraba en torno a la fantasía de unas mentes retrógradas.
Comprendí que había llegado la hora de encarar el problema con objetividad y dejar atrás los prejuicios.