Días después de instalar mi oficina en la iglesia de Santesteban, don Miguel de Yrisarri, mis secretarios y yo, marchamos hacia Lesaka con el fin de concederles audiencia a todos aquellos que tuvieran algo que decirnos con respecto a las brujas del lugar, y también a quienes, aprovechando el edicto de gracia, decidieran renunciar al demonio y acogerse de nuevo a la misericordia de Dios.
Como era nuestra obligación, fuimos a visitar al comisario inquisitorial fray Juan Martínez de San Paul, sobrino del antiguo rector de la villa, quien se alegró mucho al vernos entrar en su parroquia. Tal y como pude observar, había niños por todos los rincones: en el coro, en los corredores, en el refectorio, e incluso por los jardines del claustro. Eran como una plaga: un enjambre de abejas revoloteando a nuestro alrededor, con sus risas y encuentros pueriles que degeneraban en enloquecido tumulto.
—Las cosas han llegado a tal extremo que los padres de estas criaturas están dispuestos a tomarse la justicia por su mano. Piensan darle muerte a las viejas sorginas que pululan por el valle, pues se dice por ahí que se llevaron a sus hijos al akelarre, que los martirizaron con sogas por no querer renegar de Dios, y que después los azotaron con cardos y ortigas —comentó fray Juan mientras nos conducía por un atajo a través de los establos para llegar cuanto antes a la parte trasera de la iglesia—. Aquí puede pasar como ocurrió en Aranaz, donde un joven acusó a un vaquero de haberlo llevado a las juntas de las brujas. Durante el interrogatorio, el padre del muchacho se echó sobre el acusado y le puso un puñal en la garganta, jurando que habría de matarlo allí mismo si no se reconocía culpable. Por supuesto, lo hizo… confesó habérselo llevado a una junta de brujas. Sin embargo, con el tiempo se supo que todo era mentira, que el joven mozo había dicho todo aquello porque el seso no le regía bien —suspiró, moviendo la cabeza de un lado a otro con cierto abatimiento—. La verdad, ya no sé que pensar. Cuando era mi tío quien ocupaba el cargo de comisario, todos teníamos la certeza de estar actuando de forma lícita. Sin embargo, ahora… ¡Es todo tan confuso! —alzó las palmas de sus manos, como invocando al Cielo.
—Para eso me han enviado… para aportar algo de luz al asunto de las brujas —le dije, con pleno convencimiento.
—Espero que lo consigáis —fray Juan parecía sincero—. Hemos de acabar de una vez por todas con este desorden que sólo genera violencia y desconfianza entre los vecinos.
Don Miguel intervino en la conversación.
—¿Habéis hablado del edicto de gracia con vuestros parroquianos?
De esta forma, concediéndoles el indulto a todos aquellos que abjurasen del diablo, los miembros del Tribunal de Logroño esperábamos hacernos una idea de lo que realmente estaba sucediendo en la región.
—Con ellos, y con todos los que reconocieron estar bajo la influencia del maligno —respondió finalmente el comisario inquisitorial—. De hecho, ya hay algunos que aguardan en la sacristía el momento de que vuestra señoría inicie la audiencia.
—Si es mi aprobación lo que necesitáis, podemos aplazar nuestra entrevista para más tarde —me detuve en mitad del corredor. También yo estaba deseando iniciar las visitas—. Será mejor que nos prestéis un despacho donde podamos recibir a quienes buscan reconciliación, y que les vayáis haciendo pasar de uno en uno.
Tras aquel cambio de planes nos dirigimos a un pequeño cuarto que había junto a la herboristería, que aunque hacía años que nadie lo utilizaba, y había polvo amontonado por todos los muebles, era idóneo para nuestra labor porque sus ventanales daban al claustro. De este modo, podríamos respirar aire fresco en un día que se presentaba sumamente caluroso.
Apenas tardamos unos minutos en limpiar la estancia y en colocar sobre la mesa los útiles de escribanía, pergaminos, sellos, lacres y demás adminículos que llevábamos con nosotros. Los secretarios tomaron asiento frente a otra mesa más amplia que había cerca del ventanal, por aquello de que tuviesen luz para escribir. Don Miguel, fray Juan y yo, ocupamos la tribuna como miembros pertenecientes a la clerecía y al Santo Oficio.
Se nos unieron dos frailes de avanzada edad, que se presentaron como fray Domingo de Sardo y fray Isidoro de Elizondo, los consejeros del comisario inquisitorial. Con paso lento, sin prisa alguna, fueron a sentarse en unas cátedras similares a las que podían verse en los coros de las iglesias, situadas al fondo del muro. Y lo hicieron en silencio de camposanto, con marcada solemnidad.
El primero en cruzar la puerta fue un niño de unos once años, que iba acompañado de una mujer robusta y de un hombre cuyo rostro aparecía tiznado de hollín —debía de ser carbonero—. Les fui preguntando, uno a uno, cuál era su nombre, y ellos respondieron conforme al turno de interpelaciones. De este modo, me enteré de que el muchacho se llamaba Joanes de Picabea, al igual que su padre, y que a la madre se la conocía como María de Otxogorria.
—No tengas miedo y habla… ¿Es cierto que eres brujo? —le pregunté al rapaz, yendo directamente al fondo de la cuestión.
Este apenas tuvo valor para mirarme a la cara. Guardó silencio. Le era imposible hablar.
Transcurridos unos segundos de incertidumbre, la situación resultaba demasiado incómoda para ambos. Los padres, alejados de él para que no pudieran interferir en el interrogatorio, le lanzaban escuetas miradas a su hijo para luego volver a inclinar sus rostros hacia el suelo. Ante todo, eran respetuosos.
Como ya tardaba en responder, volví a formular mi pregunta. Don Gonzalo tradujo de nuevo mis palabras.
En esta ocasión hubo suerte.
—Si estoy aquí no es para confesar que soy brujo, que eso ya lo hice meses atrás… —contestó finalmente en voz queda, huidizo.
—¿Ah, sí? —No tenía conocimiento de ello—. Y dime… ¿Fuiste interrogado por el licenciado don Juan del Valle?
—Así es, como dice vuestra señoría.
—¿Y qué fue lo que le dijiste? —insistí, a la espera de una respuesta.
—Que era brujo desde que comencé a andar. También le conté las cosas que se hacen en los conventículos… y le dije que mi maestra era una viuda de Urdax llamada Margarita de Viscancho.
Reflexioné unos instantes, antes de volver a preguntarle.
—Entonces, cuéntame… —le hablé de un modo más paternal, tratando de crear un ambiente menos coercitivo. Debía inspirarle confianza. Al fin y al cabo, sólo era un niño—. Si ya confesaste tu pecado, y luego pediste perdón al inquisidor del Santo Oficio… ¿Para qué has venido?
—Necesitaba decirle a vuestra señoría que todo aquello que confesé ante el otro inquisidor es falso —los dedos de sus manos volvieron a trenzarse en un frenético juego sin fin—. Es que… —titubeó un poco—… corrió la voz de que yo era brujo. Lo decía todo el mundo, aquí en Lesaka como en otras villas. Eran tantos quienes lo afirmaban, que finalmente me decidí a confesarlo. Pensé que así, admitiendo mi culpa aunque fuese mentira, la gente me dejaría en paz.
—¿Quiere eso decir que nunca has acudido a un akelarre?
—Jamás —el rapaz inclinó la cabeza; avergonzado—. Lo único que sé, es lo que se dice por ahí —se encogió de hombros—, lo que todo el mundo sabe.
Escribí unas palabras en el cuadernillo, simples anotaciones. A continuación, le pedí a don Gonzalo que les transmitiera mi venia para que pudieran marcharse. El niño quedaba absuelto ad cautelam.
Fray Juan se puso en pie, excusándose con cierto rubor. Una necesidad fisiológica del cuerpo le acuciaba y tenía que marcharse.
Asentí conforme, pues existían sobradas razones para hacerlo. Mi secretario ocultó sus labios con la mano para no reírse, y yo tuve que recriminar su actitud con una de mis terribles miradas. Al instante recobró la compostura.
La siguiente en entrar fue una mujer de unos treinta años de edad, aproximadamente. Se presentó como María Martín de Legarra y dijo estar soltera.
—¿Conoces a alguna bruja? ¿Eres tú misma una de ellas? —pregunté de forma directa, sin vacilaciones.
—No… no soy ninguna bruja.
—¿Entonces?
—Vengo a retractarme.
Torcí el gesto. Aquello se estaba convirtiendo en una costumbre.
—Continúa… —la alenté para que siguiera hablando.
—Hace dos años trabajaba para don Domingo de San Paul… ya sabéis, el tío del nuevo vicario. Por cierto… —buscándolo entre los presentes, reviró la mirada hacia el fondo del cuarto, donde se sentaban los consejeros espirituales de fray Juan— debe de andar muy ocupado cuando no está por aquí. Parece ser que me rehuye.
No me gustó el tono de voz empleado, ni su irónica reflexión. Resultaba presuntuoso, y más en una mujer. Tampoco me agradaron sus palabras cuando me las tradujo mi secretario.
—Si está atareado o no, es un asunto que no te concierne —la amonesté—. Y ahora, más te vale decirme a qué has venido. Si ha sido para burlarte… ¡Cuidado, mujer! —alcé el índice de mi mano derecha—. Puedo hacer que te azoten.
Con algo más de miramiento y menos ventolera, María Martín se aprestó a contarme su historia.
Por lo visto, influenciada por los consejos del vicario —que la instruyó previamente sobre lo que debía decir si quería seguir trabajando en la iglesia—, tiempo atrás había confesado pertenecer a la secta de hechiceras, frecuentar las reuniones brujescas y mantener una amistad de varios años con las sorginas de los alrededores. Y lo hizo ante don Juan del Valle Alvarado, licenciado del Tribunal de Logroño, porque así se lo exigió el comisario inquisitorial de Lesaka.
Una vez más, el nombre de mi colega se veía inmiscuido en un caso de coacción. No sería el último.
—¿Y por qué revocas ahora tu confesión?
Tenía curiosidad por saber la causa de tantas retracciones. Puede que existiesen otros motivos al margen de acogerse al edicto de gracia. Y si era así, necesitaba saberlo cuanto antes.
—Las tornas han cambiado. Ahora, todos aquellos que en su momento se reconocieron brujos son torturados por grupos de gente que actúan sin ser parte legítima del asunto. Algunos de los vecinos andan metiéndoles los pies en agua helada a los sospechosos de adorar al demonio, colgándolos de un puente sobre el río o aherrojándolos a un árbol… abandonados a su suerte durante toda una noche —cogiendo cada una de las puntas del chal que cubría sus hombros, se lo cerró con fuerza sobre el pecho—. Una mujer ha muerto en Sumbilla. Y en Aurtiz, un barrio de Ituren, dieron tormento a una preñada… hasta la muerte —exteriorizaba un indefinido temor a través de sus ojos—. Vuestra señoría debe perdonar mi atrevimiento, pero si me retracto no es por hacer honor a la verdad, sino porque no quiero morir por culpa de mi propio engaño.
Le dije que no tenía nada de qué preocuparse, que me ocuparía personalmente de que estuviese vigilada por dos de mis soldados hasta que dijera de marcharme. Aquello la tranquilizó, incluso volvió a recobrar el rubor de sus mejillas.
Y así, durante cerca de dos horas, estuve recibiendo a todos aquellos que llevados por el temor o por el deseo de limpiar su conciencia, habían decidido retractarse de las confesiones firmadas un año atrás. Me sorprendió la gran cantidad de niños y jóvenes que en su día, como si de un singular juego se tratase, habían delatado a varios de sus vecinos.
Entre quienes me solicitaron audiencia, había un pastor de quince años de Etxalar. Este me contó cómo su ama y otra mujer, con engaños y arrumacos, le habían prometido una camisa nueva y cuatro reales si iba diciendo por ahí que María Tomás de Arburu, rival de ambas, se lo llevaba todos los viernes al akelarre con el fin de adiestrarlo en las artes del fornicio y para que sirviese de lacayo al demonio. El muchacho accedió al malintencionado capricho de aquellas mujeres, sobre todo por temor, para no desairarlas. Pero las tornas cambiaron cuando se vio atrapado en la red de preguntas y en el compromiso de responderlas. Obligado por las circunstancias, no tuvo más remedio que delatar a otros jóvenes de su misma edad.
También me encontré un caso en el que dos hermanas de Eguinoa vinieron a declarar con lágrimas en los ojos, diciendo que su padre había desgarrado el vestido de ambas para ponerles un puñal en el pecho, y que las había obligado a confesar que un vecino suyo, con el que siempre estaba en disputa por culpa de los linderos de sus respectivas tierras, se les aparecía todas las noches en su cuarto en compañía del diablo para inducirlas a caer en la tentación de la carne. Pretendía, el muy bellaco, colocar a su enemigo en un serio aprieto frente a los alguaciles del brazo secular, diciendo que había lanzado un hechizo a sus hijas cuando lo único que buscaba era darle un escarmiento del que no se olvidase jamás.
En otra entrevista, una joven moza se arrodilló ante mí nada más entrar en el despacho, pidiendo misericordia porque había actuado con falsedad. Reconoció, con visible arrepentimiento, haber delatado a varias mujeres del pueblo, y todo porque unas alcahuetas la amenazaron de muerte si no lo hacía. Le pedí que me diera sus nombres, pues tendría que hablar con ellas para cerciorarme de que eran ciertas sus palabras. Me informó de ello sin ningún reparo. Su actitud me llevó a pensar que decía la verdad.
Anoté los nombres de esas mujeres en mi librillo, y también los secretarios. Ya habría tiempo de corroborar aquella y otras historias.
Poco después recibí a María Odia, hermana de Joanes de Odia, uno de los reos que habían fallecido en las cárceles secretas del palacio inquisitorial. Aquella mujer reafirmó la declaración firmada un año atrás en presencia de don Juan del Valle. Me dijo, en un tono de voz casi teatral, que había asesinado a su hermano echándole unos polvos sobre la cara cuando dormía, algo que no sólo resultaba imposible sino también absurdo. Cuando Joanes falleció ella estaba en Zugarramurdi, y él en Logroño. Además, el motivo de la defunción había sido la peste negra y no un maleficio.
La despedí de inmediato, tomándola, literalmente, por loca.
Agotado a causa del interrogatorio, di por concluida la audiencia. Necesitaba descansar y poner en orden mis pensamientos. Me sentía confuso, desconcertado. Lo único que pude sacar en claro de aquellas entrevistas, es que la maldad del hombre no se hallaba en su ira, en su orgullo o en su envidia, sino que residía en su ignorancia.
—¿Veis cómo las cosas no son como se atisban desde Logroño? —me preguntó don Miguel de Yrisarri, aspirando con fuerza el aire tibio de aquella noche de principios de verano.
Caminábamos a solas por los alrededores de Lesaka, en dirección al bosque. La tenue luz de la luna llena, surgiendo majestuosa por el horizonte, comenzaba a reflejarse sobre los mordidos peñascales que rodeaban la villa. Nunca un paisaje me había parecido tan reposado y agradable como en esa noche.
—He de reconocer que tenéis razón —le dije—. Y aunque bien es verdad que algo intuía con respecto a la imaginación de estas gentes, jamás llegué a sospechar que el licenciado don Juan del Valle llegara a ser tan inútil en su tarea como inquisidor.
—Que no os engañe vuestro colega del Tribunal —ironizó—. Si actuó de ese modo, es porque el muy zascandil andaba religado con el tío de nuestro anfitrión y con otros comisarios, como Hualde, con el fin de sacar el mayor beneficio posible al asunto de las brujas.
—¿Qué interés podría tener el licenciado?
Formulé mi pregunta sin saber muy bien si iba a ser capaz de aceptar de buen grado la respuesta. Tarde me arrepentí.
—La verdad debéis buscarla en Madrid —me confesó en un tono de voz misterioso—. No hace falta que os recuerde que estas tierras, al margen del rey, son de los antiguos señores de Navarra. Y más aún, sabed que la madre de don Tristán fue espía de Felipe el Segundo, así como lo es también el señor d’Urtubie de nuestro actual monarca —ladeó su rostro para mirarme con fijeza a los ojos. Buscaba conectar con mis sentimientos, y a un mismo tiempo promover mi sentido común—. ¡Palacio! ¡Palacio! ¡Palacio! —exclamó reiteradamente—. El clero y los reyes siempre hemos sabido qué es lo mejor para nosotros, por eso nos compenetramos tan bien y actuamos en connivencia, tolerándonos unos a otros los agravios que cometemos contra el vulgo. Si don Juan del Valle aceptó las razones de fray León de Araníbar y las de Hualde, fue porque la ambición de estos habría de servirle para llevar a cabo su propósito de culpar de herejes a casi todos los navarros, cosa que facilita el sometimiento de nuestras tierras a las leyes de Castilla. Y el rey, ya se sabe, es muy generoso con la Iglesia.
—Conozco muy bien al inquisidor general de Madrid, y sé que no se prestará a la hipocresía —rompí una pica a favor de don Bernardo de Sandoval—. Y si no, vos mismo, o yo… o los obispos de Calahorra y Pamplona. Ninguno de nosotros le dará la espalda a lo que está sucediendo a nuestro alrededor. La verdad prevalecerá por encima del engaño…
Ya pensaba iniciar una larga disertación sobre la honestidad de algunos clérigos, cuando escuché el sonido de una rama seca al quebrarse y guardé silencio. Mis sentidos se pusieron en alerta.
Don Miguel me hizo un gesto para que estuviese tranquilo, sonriendo a un mismo tiempo.
—Descuidad —me dijo en voz baja—. Debe de ser Martín de Aranguren, nuestro guía.
—¿Nuestro guía? —pregunté, sorprendido, repitiendo sus últimas palabras.
Un hombre de cuerpo magro y endeble, de no más de cincuenta años, surgió de entre las sombras que bordeaban el bosque. Tenía los ojos pequeños, pero muy vivaces. Se movía con agilidad, al igual que un felino. Esquivaba los peñascos que bordeaban el camino como si llevara toda la vida haciéndolo, con destreza. Era un cabrero, lo deduje por su modo de vestir.
Se nos acercó con cierta familiaridad.
Don Miguel de Yrisarri me dijo que no tuviese miedo de él, que lo conocía desde hacía años. Me explicó, para mi tranquilidad, que Martín estaba allí porque él se lo había pedido. Era la persona encargada de conducirnos a un lugar desde el que podríamos ser testigos de un akelarre sin que ninguno de los asistentes descubriese nuestro escondite.
He de reconocer que la idea me atrajo en un principio, pues así tendría la oportunidad de constatar in situ las prácticas paganas que se realizaban a escondidas de la Iglesia católica, y averiguar si realmente se les aparecía el demonio como todos afirmaban, o si era simple superchería. Aunque luego, pensándolo con mayor tranquilidad, comprendí que podría ser peligroso, y más si aquellas gentes llegaban a descubrirnos y nos daban muerte en un arrebato de violencia. Y sí, he de reconocerlo, también tuve miedo de que todo fuese verdad y el diablo se nos apareciese en mitad del prado, y decidiera arrastrarnos hacia el mismísimo infierno por inmiscuirnos en sus asuntos.
El rector de Santesteban, intuyendo mi recelo, me tranquilizó diciéndome que nada malo habría de ocurrirnos, que él mismo ya los había acechado otras veces con el fin de comprobar la autenticidad de las delaciones, y que jamás lograron sorprenderlo. Me contó que cuando los vecinos se reúnen alrededor del fuego, sólo les interesa el placer mundano que se deriva de la ceremonia, y que todo es atrevimiento y lujuria. Pero ni rastro de Satanás.
—La única manifestación diabólica que vais a ver, es la que nace de la relajación de unos libertinos que siguen adorando a sus antiguos dioses de la única forma que conocen… bailando desnudos alrededor del fuego —apuntó, no sin cierto pudor—. Creo que mejor haríamos adoctrinándolos en la fe de Cristo, como hacen nuestros hermanos en las Indias, que quemándolos por herejes —concluyó con firmeza.
Estuve de acuerdo con sus palabras, añadiendo que una propuesta así debía tomarse en consideración.
El guía navarro nos hizo una señal para que fuésemos tras él, por lo que tuvimos que dejar la conversación para otro momento. Faltaba poco para la medianoche. No había tiempo que perder.
Después de caminar durante cerca de una hora, atravesando quebradas y caminos sinuosos que encerraban múltiples peligros, llegamos a un pequeño altozano que se erigía frente a un prado. El cabrero nos condujo hasta una cueva cuya entrada se hallaba oculta tras unos recios arbustos. Por un instante pensé que si entrábamos sin antorcha corríamos el riesgo de quedar atrapados en la oscuridad. Y si esto llegaba a suceder, aquel iba a ser nuestro fin al no ser capaces luego de encontrar la salida. Más tranquilo me quedé cuando descubrí que a unos tres pasos de la entrada, la naturaleza había abierto una oquedad en la roca, un hueco tan grande como un ventanal. La luz de la luna bañaba los muros interiores de la gruta, de modo que podía verse con total claridad el suelo por donde caminábamos.
Desde aquel lugar, agazapados y en completo silencio, observamos a un grupo de hombres y mujeres, desnudos la mayoría, bailando en círculos alrededor de la hoguera al son de los instrumentos musicales. Un joven de anchas espaldas portaba una máscara confeccionada con la calavera de un macho cabrío. Le acompañaba una mujer. Una liga de cáñamo ceñía su cintura, de donde colgaba un pucherillo rebosando pringue y ungüento. Gritaba una retahíla de palabras que no llegué a entender por ser el suyo el extraño idioma de los navarros. Tenía la piel del color de la hierba. Había extendido por todo su cuerpo una de esas sustancias colorantes que usan los tintoreros para dar tonalidad a las telas. Sea como fuese, resultaba extraño ver a una hembra de aquella guisa: desnuda y verde como un arbusto.
Cuando le pregunté a don Miguel si sabía el motivo de aquella extravagancia, este me explicó que se trataba de un ritual antiquísimo, y que lo único que pretendían con toda aquella parafernalia era exorcizar a los genios de la tierra para que las cosechas diesen buenos frutos. Para ello, debían ofrendar sus cuerpos a la madre naturaleza.
Apenas habían transcurridos unos minutos cuando fuimos testigos del relajamiento moral de aquellas gentes que se entregaban a la salacidad como animales en celo. En esto estuve de acuerdo con algunas de las confesiones de los ajusticiados en Logroño, cuando decían que se holgaban de forma inmoral y contra naturam. Allí debía de haber un centenar de personas entregadas al delirio y al frenesí como si en verdad el demonio las hubiese poseído por completo. No obstante, todo lo que pude ver aquella noche, de tan lúbrica exhibición, era realmente de este mundo.
Nadie voló por los aires, ni tampoco se transformaron en cerdos, ranas o cabras. Y por supuesto, ni rastro del diablo.