Por su fiereza de ánimo, el desagradable espectáculo al que asistimos a las afueras de Legassa nos cortó a todos la respiración. Lo primero que pensé, una vez que fui testigo de aquel horror, es que la Divina Providencia me había conducido a un lugar donde el desprecio a la vida ocupaba un lugar preferente en el pensamiento de los hombres. El delirio se había apoderado de las gentes de aquella comarca, quienes actuaban sin temor de Dios efectuando toda clase de atrocidades.
La imagen de aquella pobre mujer, atada por las manos a la gruesa rama de un nogal que crecía junto al camino, desnuda, magullada a golpes, con una extensa decoloración en la piel y la cabeza inclinada hacia atrás —detalles que confirmaban una muerte violenta—, resultaba tan espeluznante y repulsiva que dos de los mozos que venían con nosotros, tras sobrevenirles las arcadas, tuvieron que allegarse hasta los matorrales que había más allá de la senda con el fin de vomitar lejos de nuestra vista. Según calculé, aquella desgraciada debía llevar varios días colgada del árbol, de ahí el hedor que llegaba hasta nosotros en nauseabundas oleadas. Una nube de moscas revoloteaban alrededor de aquel despojo humano mientras los cuervos seguían adelante con su macabro festín, picoteando sus orejas, cuello, ojos y pómulos.
—Deben de haber sido los vecinos del lugar —apuntó don Gonzalo, cubriéndose la nariz con la parte más alta de su esclavina.
—Eso me temo —convine al instante. Me persigné después, movido por un sentimiento de piedad hacia aquella mujer—. Lo que viene a demostrar que las delaciones han prosperado, y que la plebe no se somete a la autoridad local que ejercen los comisarios inquisitoriales. Se están tomando la justicia por su mano, algo inaceptable… y eso podría afectar nuestra labor.
El oficial de los alabarderos que nos servían de escolta se acercó a nosotros.
—¿Desea vuestra señoría que la enterremos? —preguntó, intuyendo una respuesta afirmativa por mi parte.
—Sí, por el amor de Dios —arrugué la nariz, pues el viento había cambiado de dirección y ahora arrastraba el insoportable tufo hacia nosotros.
Dos de los soldados con más estómago se acercaron al árbol, decididos a ejercer de sepultureros. Cortaron la cuerda que sostenía el cuerpo sin vida de la mujer, y esta cayó al suelo como un títere sin hilos. Arrastraron el cadáver como a unas diez varas castellanas de distancia del camino, colocándolo en mitad de un campo sin roturar. Como no llevaban pala para cavar la tierra, ni herramienta semejante, los voluntarios fueron en busca de diversos peñascos con los que cubrir el cuerpo de aquella desdichada.
—Tal y como yo veo el asunto, los ánimos de estas gentes andan enaltecidos —comentó mi secretario, bajándose del caballo para ejercitar las piernas después de haber estado cabalgando durante horas—. Incluso es posible que algunos de los vecinos se estén aprovechando del revuelo que han suscitado las delaciones para hacerles mal a todos aquellos que consideren sus rivales, diciendo de ellos que son brujos cuando no lo son.
—Cierto… es lo que suele ocurrir la mayoría de las veces —confirmé sus palabras—. Por eso hemos de ser juiciosos, y rechazar cualquier testimonio de inculpación si no se tienen pruebas fehacientes. Ante todo, hemos de confirmar la participación del acusado en un sabbat y, por supuesto, saber con certeza que es culpable de lanzar un maleficio de muerte a alguno de sus rivales. No estoy dispuesto a incurrir en el mismo error que don Juan del Valle.
—Al margen de las suposiciones… ¿Qué hay de los crímenes que se cometen de forma impune, como el de esta mujer, y del procedimiento ilegal que conlleva saltarse las normas? ¿Acaso los alcaldes de casa y corte no actúan contra quienes ajustician a las sorginas a su antojo? —inquirió don Francisco de Peralta, acercándose a nosotros. Era uno de los secretarios enviados por el Consejo de Madrid para que fuese testigo de los interrogatorios que tendría que realizar en estas tierras—. Me gustaría saber por qué don Tristán de Alzate, o el virrey de Navarra, no han tomado medidas que contengan a los más resueltos y violentos.
—La pasividad del señor d’Urtubie es comprensible. No hará nada que favorezca los intereses del campesinado libre de Zugarramurdi, como tampoco pondrá freno a toda esta revuelta, nacida de la superstición y el resentimiento, porque las detenciones refuerzan su autoridad y merman la de sus antiguos adversarios, que son los Zabaleta —cansado de estar en la misma postura, también yo me bajé del caballo—. Con deciros que parte de las tierras confiscadas a los procesados en el Auto de Fe de Logroño han ido a parar a manos de la familia Alzate, quien, a su vez, las ha donado al monasterio de Urdax.
—Hualde, Araníbar… y hasta hace bien poco San Paul —don Gonzalo fue enumerando a los principales detractores de las brujas—. Los tres son paniaguados de don Tristán, por lo que proceden según las disposiciones de este, quien a su vez gratifica a sus partidarios con cesiones de terreno y otras mercedes.
—Es como una rueda que siempre gira en el mismo sentido —parafraseé metafóricamente—. Si nos colocamos frente a ella, acabaremos arrollados.
—Eso quiere decir que hemos de actuar con prudencia… ¿Cierto? —insistió don Francisco, hombre de una gran carnosidad bajo la quijada y fuerte como un toro.
Asentí en silencio con la cabeza.
—Con prudencia y cautela —remarqué después—. Lo último que hemos de hacer es interferir en las luchas internas que existen entre las distintas familias de la región. Nuestro único cometido es interrogar al pueblo llano sobre el asunto de las brujas, nada más.
El oficial nos avisó de que habían terminado de erigir un túmulo de piedras sobre el cadáver, y que podíamos seguir adelante después de haber cumplido con nuestra obligación de buenos cristianos.
Santesteban estaba a menos de media legua de distancia. Y era el destino final de nuestro viaje.
El rector de Santesteban, don Miguel de Yrisarri, nos recibió frente a las puertas de la iglesia después de que un muchacho del pueblo corriera a avisarle de nuestra llegada. Sus palabras de bienvenida fueron escuetas, pronunciadas con mucho tiento y frialdad. Estaba bastante rígido, pétreo como una estatua de mármol. Pensativo. Confuso.
Lo descubrí en su mirada: recelaba de nosotros; sobre todo de mí, por ser el canónigo inquisidor.
Tras oírme decir que mi labor en la comarca habría de ser exhaustiva, que estaba allí para averiguar la verdad de lo ocurrido y revisar las confesiones, y que no me dejaría influenciar por exigencias ni consejos de nadie, cambió de opinión con respecto al motivo de mi visita. Una ligera sonrisa se esparció por todo su rostro. Creo que fue entonces cuando me gané su confianza.
Tal fue así, que aprovechó la oportunidad para ponerme a prueba.
—Sé que estaréis cansado del viaje, pero me haríais un gran favor si esta misma tarde accedéis a venir conmigo a casa de María de Çuraurre —dijo con serenidad, aunque firme en su decisión—. Con ella vive, desde hace unos meses, una vecina de Ciga llamada Graciana de Serorena. Aguardan vuestra llegada desde hace varios días. Tienen algo que contaros.
Le dirigí una inquisitiva y fugaz mirada a don Gonzalo, que estaba apostado a las puertas de la iglesia junto a los demás secretarios, aguardando a que terminásemos de hablar. Se encogió de hombros, dándome a entender que era asunto mío, y no suyo, aceptar la propuesta del hombre que iba a ser nuestro anfitrión durante los próximos meses.
—De acuerdo —pensé que algún provecho habría de sacar de aquella entrevista—. Iremos a verlas después de que los mozos suban a los dormitorios los baúles y fardeles.
—¡Excelente! —don Miguel de Yrisarri juntó las yemas de sus dedos, acusando una actitud bastante más amigable que en un principio—. Os indicaré vuestros aposentos, si me lo permitís —añadió a continuación.
Fuimos tras él mientras los mozos se hacían cargo de las monturas y del equipaje. Recorrimos la senda arbolada que conducía a una de las puertas del huerto, y de allí fuimos directos al claustro. El cillerero salió a nuestro encuentro. Nos preguntó si deseábamos comer algo antes de alojarnos —ellos acababan de cenar—. Declinamos la invitación, pues ninguno teníamos hambre. Hizo un gesto de aprobación, situándose después junto al párroco. Uno tras otro, subimos por las angostas escaleras que ascendían en espiral hasta alcanzar una amplia sala dividida en diversos sotabancos: mis aposentos, y aquellos que habrían de ocupar los distintos secretarios que me acompañaban.
Después de que los soldados acomodaran a los caballos en los establos y los mozos deshiciesen el equipaje, volvimos a bajar a la iglesia. El cillerero regresó a sus obligaciones. El hecho de habernos acompañado a los dormitorios se debía, simplemente, a las pautas de cortesía que debían observarse en un monasterio.
Tal y como le habíamos prometido al rector, fuimos a ver a esas mujeres que aguardaban nuestra visita. Encabezábamos la comitiva don Miguel y yo, seguido de mis secretarios y dos alabarderos al servicio de la Santa Inquisición. El caserío no estaba muy lejos, por lo que el trayecto apenas nos llevó unos minutos.
Nada más detenerme frente a la puerta de entrada, pude ver una cruz de piedra sobre el dintel. A su lado, alguien había escrito con letras bastante legibles:
Cristo vence. Cristo reina. Cristo me defiende de todo mal. Demonios malditos y excomulgados. En virtud de estos santos nombres de Dios: Mesías, Emmanuel, Salvado Salvador, Santo, Fuente, Inmortal, Geobá, Adonai, Itetra, os obligamos y separamos de esta criatura de todo lugar y casa donde estuviesen estos nombres y signos de Dios y os mandamos y obligamos para que no tengáis poder de hacernos daño por peste, ni por cualquier otro maleficio, ni en el alma ni en cuerpo. Salid, salid, salid malditos hacia el lago de fuego o hacia los lugares designados por Dios para vosotros.
—Según deduzco deben ser gente cristiana, aunque también supersticiosa —opiné, pensativo.
Don Miguel asintió en silencio, circunspecto. Firme en su decisión golpeó la puerta. Esta se abrió segundos después.
En compañía de mis secretarios y dos alabarderos que nos servían de escolta, entré en el caserío de María de Çuraurre después de que ella misma nos invitara a hacerlo.
—¡Pasad! —nos apremió con un gesto de su mano—. Estáis en vuestra casa.
Aunque no llegué a entender el significado de sus palabras, pues la gran mayoría de los vecinos de aquellos pagos hablaban el idioma de los navarros, por el tono de su voz y la radiante expresión de su rostro comprendí que se alegraba de vernos.
Nada más cruzar la vieja puerta pude ver a dos mujeres sentadas frente a una larga mesa que ocupaba el centro de la cocina. Vestían con sencillez, y eran recatadas por lo que pude observar. Cubrían sus cabellos con albanegas de lienzo, y ocultaban los hombros y las escotaduras de sus jubones con rebociños de lana que sujetaban por delante con las manos.
—Será mejor que toméis asiento —me aconsejó el rector.
Me acomodé en una de las sillas que había al otro lado de la mesa, y al instante sentí cómo las miradas inquisidoras de aquellas mujeres parecían querer escrutar mi alma, desnudarla: averiguar cuáles eran realmente mis intenciones.
Don Gonzalo y demás secretarios permanecieron de pie, al igual que don Miguel de Yrisarri. La dueña de la casa regresó junto a sus invitadas.
—Y bien… ¿Qué es eso tan importante que tienen que decirme? —le pregunté al rector, esperando que supiera explicarme qué hacíamos allí realmente.
Don Miguel se dirigió a una de las mujeres, hablándole en su muy antigua lengua natal. Ella lo escuchaba con atención, afirmando en todo momento.
—Le está pidiendo que os cuente lo que acaeció hace un año, cuando don Juan del Valle visitó estas tierras —me tradujo don Gonzalo en voz queda, pues sabía demasiado bien lo que me incomodaba no enterarme de las conversaciones entre navarros.
Cuando el párroco terminó de hablar, la mujer en cuestión se prestó a referirme su historia mirándome a los ojos. Una vez más, mi secretario hizo de intérprete.
Y así, pude saber que se llamaba Graciana de Serorena, y que era de Ciga, villa cercana a Arraioz. Nos dijo que sus vecinos la habían acusado de bruja ante el abad de Urdax, y todo porque en cierta ocasión la oyeron hablar a solas en el campo mientras recolectaba manzanas de los árboles. Nos explicó que solía hacerlo a menudo, añadiendo que eso no significaba que tuviese tratos con el diablo, sino que era fruto del rapto que le originaba el profundo sentimiento de soledad que embargaba su alma desde que muriera su esposo.
La tranquilicé, diciéndole que una actitud así resultaba irrelevante, casi infantil, y que por lo tanto aquello no tenía por qué estar relacionado con el asunto de las brujas.
Ella, a pesar de todo, temblaba como un conejillo recién nacido.
—¡Pardiez! —exclamé indignado, dirigiéndome al rector de Santesteban—. Esta mujer está aterrorizada.
—Por favor… dejad que termine —me rogó este—. Estoy seguro de que si la escucháis hasta el final, comprenderéis por qué hace unas semanas apoyé la crítica del obispo de Pamplona cuando afirmó no haber encontrado pruebas que corroboraran la culpabilidad de los condenados a muerte en Logroño.
—De acuerdo, te escucho —le hice un gesto amable a la mujer para que continuara hablando.
Graciana siguió adelante con su relato. Mi secretario, fiel a su labor, me iba traduciendo las palabras en su exacto significado.
—Fray León de Araníbar llegó con otro hombre, un escribano de la villa de Narbart —nos dijo—. Después me condujeron hasta Elizondo, donde fui interrogada por los hombres del brazo secular. Durante quince días, tras un largo y riguroso interrogatorio, me encerraron en una celda maloliente infectada de piojos y cucarachas. Fui aherrojada a la pared sin piedad, con los brazos por detrás de la espalda para que la tortura resultase más dolorosa.
—¿Te maltrataron para que les dijeras los nombres de alguna otra bruja? —quise saber.
—Sí, lo hicieron… y yo tuve que inculpar a un buen puñado de inocentes, delatarlos sin que me hubiesen hecho ningún mal. Estaba asustada. Yo… siento mucho… —titubeó unos segundos, antes de añadir de forma precipitada—: ¡Vuestra señoría ha de saber que jamás he tenido tratos con el demonio, que no soy bruja… y que si confesé lo contrario fue para que me dejasen en paz! ¡El dolor! ¡No podía soportarlo!
Ahogándose en un mar de lágrimas se cubrió el rostro con ambas manos, terriblemente afectada por el recuerdo de los deplorables momentos vividos en el ayer.
—Nadie en la región se fía ya del prójimo —afirmó la otra mujer que las acompañaba, de nombre María Miguel de Erniaga—. A cualquiera que hable de marcas diabólicas, vuelos, abjuraciones y reniegos, se le tiene en cuenta y es delatado por los «familiares». Algunos clérigos, como don Lorenzo de Hualde y el comisario de Lesaka, subyugan la voluntad de las gentes gracias al terror que imparten desde el púlpito. Incluso se han llevado consigo a los niños de Vera y hace un año que nadie sabe de ellos. Las delaciones han afectado la relación entre los miembros de una misma familia. Ahora se acusan unos a otros: padres a hijos… hijos a padres.
—Los que fueron acusados de brujería acabaron reconociendo su culpa, y todo porque el temor que suscita el suplicio es mayor que el sentido común —terció María de Çuraurre—. Primero, reconocieron que eran brujos y que habían causado grandes males a los vecinos. Luego, cuando el brazo secular dejó de aplicarles tormento, volvieron a retractarse —echó su brazo por encima del hombro de Graciana, tratando de consolarla—. Pero eso ya no importa, pues sus firmas están impresas en las actas de la Santa Inquisición. De ahí que muchos viajen a Logroño con el fin de buscar el perdón del Tribunal. Necesitan explicarles de qué modo fueron coaccionados por los sacerdotes y por los alguaciles inquisitoriales. Sólo buscan remedio.
Aquella escena, que fielmente describía la dueña del caserío, me recordó el comportamiento de los primeros detenidos en Zugarramurdi. Jamás se hubiesen imaginado que su viaje a Logroño, en busca de redención, habría de conducirlos directamente al infierno inquisitorial.
—¿Conocéis más casos como este? —le pregunté a don Miguel.
—Tantos, que podría estar hablando de aquí a mañana.
—¿Don Juan del Valle llegó a escuchar el testimonio de esta mujer?
—Así es —afirmó el rector—. Y lo hizo sentado en la misma silla que vuestra señoría ocupa en este momento.
—¿Puedo saber cuál fue su opinión?
—Que María era una bruja y que, como tal, mentía descaradamente.
La actitud del licenciado, en verdad, llegó a preocuparme. Su prejuicio, cuando no oscuro interés, era ilimitado. La investigación realizada por don Juan resultó ser un fraude, a mi modo de ver.
—De acuerdo —me puse en pie—. Tendré en cuenta el retracto. Mis secretarios son fieles testigos de esta conversación.
—Antes de que os vayáis, me gustaría que me dijeseis si estáis aquí para ayudar a estas pobres gentes, o si por el contrario forma parte de un trabajo rutinario que debéis cumplir por orden del inquisidor general de Madrid… una labor de la que quizá os olvidéis una vez que volváis a Logroño.
Me molestó la insinuación de don Miguel, aunque al pronto recordé que una actitud tan razonable y objetiva como la mía no era la que podría esperarse de un inquisidor. Era del todo natural que dudara de mis palabras.
—Os lo dije antes, y os lo repito ahora —le recordé, con extrema frialdad, haciendo hincapié en mis palabras—. He venido para saber qué es lo que está ocurriendo realmente en la región. Si es cierto que el demonio se asienta en estos pagos, antes o después me enfrentaré a él. Pero si todo es fruto de la imaginación de la plebe, y tras las delaciones se esconde el interés, la envidia o la venganza, tened por seguro de que los culpables pagarán por ello.
—Celebro saber que vuestra señoría está dispuesto a llegar hasta el final, algo que no sólo os honra sino que además demuestra perspicacia y discernimiento. ¿Sabéis…? —ladeó el rostro para mirarme fijamente—. Hasta puede que vuestra señoría descubra la verdad antes de tiempo, si realmente se lo propone.
—¿Por qué decís eso? —inquirí, un tanto perplejo.
Mi interlocutor apretó sus labios, proyectando luego un gesto que expresaba cierta indecisión. No parecía estar seguro de querer decírmelo.
Tras vacilar unos segundos, que se me hicieron eternos en un plúmbeo silencio, me respondió con otra pregunta:
—¿Os gustaría ser testigo de un akelarre?