Transcurridos varios meses desde la celebración del Auto de Fe de Logroño, surgieron los primeros problemas.
Uno de los conflictos al que tuvimos que enfrentarnos fue la actuación del licenciado Suárez de Guzmán, que había redactado varios escritos donde exponía las imprecisiones jurídicas que, a su parecer, encontraba en la justificación y observancia de las sentencias firmadas por todos nosotros el pasado verano, cartas que nos fueron remitidas a Logroño con la esperanza de que pudiéramos ayudarlo a encontrar respuesta a sus dudas. En todo caso, tras aquel fárrago de palabras se escondía un mensaje oculto escrito entre líneas: no se fiaba de nosotros.
Entre algunas de las cuestiones expuestas por Suárez de Guzmán, estaba la necesidad de saber si quienes delataban a los supuestos brujos eran parte legítima para poder acusarlos, si conforme a sus delitos los impenitentes merecían morir en la hoguera, y si realmente se reconocieron herejes o si se sospechó que pudieran serlo. También quiso saber, el susodicho licenciado, si el proceso estuvo bien extractado y si el orden en el proceder fue reglamentario; y otros muchos asuntos.
Yo, por mi parte, conservé una copia de los distintos oficios porque de algún modo me habrían de ayudar en la labor que me había impuesto: llegar hasta el fondo de la verdad.
Al margen de este asunto, que causó gran incomodo al licenciado don Juan del Valle y a don Alonso Becerra, tuvimos que enfrentarnos a la hostilidad del obispo de Pamplona y a las reprimendas del obispo de Calahorra, así como a la férrea investigación realizada por don Hernando de Golarte en las tierras altas de Navarra, después de que yo hubiese insistido tras mi reunión con él y con don Pedro de Valencia en Valladolid.
Fray Hernando había realizado un exhaustivo sondeo por diversas villas fronterizas. Envió varios informes a fray Gaspar de Vegas, provincial de la compañía de Jesús en la jurisdicción de Castilla, diciéndole que en dicha comarca lo único que había encontrado había sido confusión, inconstancia, variedad de pareceres e inquietud, y que en ningún momento halló pruebas que corroboraran la existencia de una secta organizada de brujas.
Por tales declaraciones, que nos fueron remitidas a Logroño, mis colegas procuraron desautorizar al padre Golarte y a todos aquellos que compartían sus opiniones. Es más, don Juan del Valle se encargó de archivar esa misiva entre la extensa documentación que manejábamos, no sin antes acotar en el margen del pergamino: «Es falso».
De todo esto y de otros asuntos similares, charlábamos mi secretario y yo mientras recorríamos la calle Herrerías en busca de una espada que fuera digna de un rey. Don Gonzalo pensaba hacerle un regalo al mayor de sus hermanos varones, a la sazón capitán general de las armadas de los navíos y galeras, cuyo barco había atracado en el puerto de Guetaria después de haber pasado varios años en el Pirú[3].
—Según cuenta Golarte en sus cartas, el rector de la villa de Yanci le envió, a su vez, unos pliegos en los que afirmaba haber sido testigo de una brutal ejecución llevada a cabo por los vecinos de Sumbilla —le dije, deteniéndome a observar un florete de negra empuñadura y hoja de acero toledano que había sobre el paño carmesí que cubría el mostrador de un mercader de espadas—. A la hora de la misa, varias mujeres fueron en busca de una vieja que había sido acusada de bruja. La estuvieron sometiendo a tortura durante más de una hora, después de haberla atado con sogas al último de los peldaños de una escalera de mano. A pesar de todo, la susodicha negó su participación en el sabbat, añadiendo que ni era bruja ni conocía a nadie que lo fuera.
»Al comprender que aquel no era el método más adecuado para hacerla hablar, la desataron con el fin de conducirla a la iglesia de San Joan. Allí, unas veces con halagos y otras con amenazas, los exaltados lograron que admitiera ser una de las servidoras del demonio. No obstante, cuando le exigieron que delatase a sus cofrades, fórmula sine qua non para acogerse al edicto de gracia, la vieja no pudo darles ningún nombre. ¿Y sabéis por qué? —cogí la espada entre mis manos, mostrándosela para ver si era de su agrado.
—Tal vez porque era inocente y le fue imposible inmiscuir a nadie más en el asunto —contestó don Gonzalo, negando a un tiempo con la cabeza.
Por lo visto, no era el modelo de espada que andaba buscando. Aunque, eso sí, acertó en su respuesta.
—Veo que lo habéis comprendido —subrayé, satisfecho.
—¿Y qué suerte corrió la vieja? Si puede saberse… —cogió otro florete del muestrario que exhibía el mercader de espadas.
Este permanecía silencioso y expectante ante la decisión que pensaba tomar mi secretario.
—La llevaron de nuevo a su casa y la volvieron a atar a la escalera, donde murió poco después víctima de la barbarie de aquellas gentes.
Para desgracia del mercader, don Gonzalo dejó el acero en su lugar y pasó de largo. Fue hacia un herrero que martillaba el metal sobre el yunque, quien había instalado su negocio bajo un pequeño tendal erigido al final de la calle. Del techo de lona de aquel improvisado taller pendían diversas schiavonas venecianas, con la cruz en forma de cesta para proteger la mano y con el pomo de gato, o cola de pescado, labrado en plata. La visión de aquellas armas nuevas le provocó tal embeleso que sus ojos brillaron de excitación. Me hizo un gesto para que fuese tras él, y al instante nos colocamos entre varios nobles que, asimismo, se habían detenido a observar la belleza de tales obras de arte. Era algo digno de admirar.
—Pero decidme, don Alonso… —me alentó mi secretario, sin dejar por ello de acariciar las afiladas hojas de las diversas espadas que colgaban frente a nuestros ojos—. ¿En qué medida les va a afectar al decano y a don Juan del Valle el hecho de haber recibido esas cartas del padre Golarte?
—Tenemos la obligación de remitírselas al Consejo.
—¿Y qué opinan los demás licenciados? —insistió mi sutil interlocutor.
—Dicen que están escritas con mucho atrevimiento, y no ven con buenos ojos reducir a opiniones y disputas las diversas crueldades de las sectas de brujos. Han alegado, además, que nuestra decisión y actitud está avalada por la gran experiencia del Tribunal.
Don Gonzalo me ofreció una sonrisa bastante atrevida. La contestación de los inquisidores, por taimada, pareció divertirle.
—¿Cuánto pides por esta? —se olvidó de mí por un instante, formulando la pregunta obligada al herrero mientras alzaba la espada que sostenía con su diestra.
—Cuatro coronas —respondió con voz recia, imprimiendo fuerza a sus palabras—. Sepa vuesa merced que suelen valer el doble, pues armas como las que aquí se exhiben sólo se encuentran en la región del Véneto.
—Me quedo con esta —don Gonzalo me pasó la espada para que se la sostuviera mientras sacaba las monedas de su bolsa—. He de reconocer que son las mejores que he visto en varios años.
El herrero, orgulloso, le dio las gracias inclinando la cabeza.
Satisfecho con su adquisición, mi secretario me instó a que regresáramos cuanto antes a palacio, pues debía redactar unas cartas de índole familiar.
—Vuestra señoría no está conforme con las palabras de sus colegas… ¿Me equivoco? —incidió luego, mirándome con fijeza.
Continuó con la conversación que habíamos interrumpido poco antes de que decidiese adquirir una schiavona para regalársela a un hermano que no veía desde hacía ya demasiado tiempo.
—Ya sabéis, nunca he estado de acuerdo con ellos —me aclaré ligeramente la garganta—, pero esa cuestión no es la que me inquieta. Lo que ocurre es que ayer fui testigo de un hecho que me ha dado en qué pensar.
—Podéis contármelo con toda confianza.
Asentí con un ligero cabeceo. Lo conocía demasiado bien. Su discreción era algo que yo tenía en muy alta estima.
—Un tal Laboyen, visitador del obispado de Pamplona, se ha visto envuelto en un turbio asunto relacionado con una mujer que ha sido acusada de brujería —le fui explicando con calma, al tiempo que caminábamos hacia la Calle Mayor—. Todo comenzó cuando el obispo de Pamplona nos rogó, a los miembros del Tribunal, que intercediéramos por una viuda de nombre María de Endara, que hace cosa de unas semanas fue arrestada por los alguaciles del brazo secular. Además, resulta que está preñada…
—¡Mal pinta la cosa! —exclamó don Gonzalo, interrumpiéndome.
Algo se olía el muy bribón.
—Dejad que continúe —le rogué, con un poco de paciencia—. Resulta que Laboyen, gran amigo del obispo, iba diciendo por ahí que no existían brujas y que todo era una invención de los más supersticiosos. Cuando se enteró de que el licenciado don Juan había ordenado detener y encerrar a María de Endara, se vino hacia acá, a Logroño, para intentar sonsacarle al alguacil de las cárceles secretas si su nombre estaba entre la lista de los acusados. Este le dijo que no. Aquella respuesta le hizo sentirse bastante más tranquilo.
»Aun así, intentó contactar con la viuda, que seguía presa en las mazmorras, pero don Juan de Jaca no se lo permitió, alegando que para una entrevista privada debía contar con la aquiescencia de don Alonso Becerra. Dispuesto a todo, Laboyen estuvo hablando ayer con el decano. Le rogó que intercediera por aquella mujer y por el hijo que lleva en sus entrañas… —me detuve en la vía pública para mirarlo a los ojos—. ¿Sabéis qué le contestó el de la Orden de Alcántara?
Mi secretario se encogió de hombros.
—Será mejor que me lo digáis. No soy adivino.
—Lo acusó de ser el padre de la criatura. Ante una insinuación así, Laboyen se vino abajo, rompiendo a llorar como un niño.
—¿Culpabilidad, tal vez? —inquirió mi secretario, arqueando una ceja.
—No… impotencia ante las injurias, en todo caso. ¡Agraviado!… Así es como se sentía aquel hombre, os lo puedo asegurar. No suelo equivocarme, como vos, en mi juicio.
Esbocé una sonrisa y seguimos caminando. Para no aburrirlo con problemas jurídicos, y con el fin de que pudiera expresar su alegría por haber encontrado un regalo tan magnífico para su hermano, le pedí que me contase algo más de él y de sus aventuras y desventuras por el Nuevo Mundo.
Pronto nos olvidamos de los problemas que suele arrastrar un caso de brujería tan complejo como era el de los vecinos de Zugarramurdi.
Catorce días después de iniciado el mes de febrero del año de nuestro Señor Jesucristo de 1611, don Alonso Becerra solicitó del Supremo una revisión de los hechos —obligado por el apremio de mis reclamaciones—, pidiendo su conformidad para que uno de nosotros pudiera viajar hasta los pueblos que miran hacia la frontera con Francia para interrogar a los aldeanos. Era imprescindible llevar a cabo una nueva visita a la región de Xareta, pues últimamente habíamos tenido alarmantes noticias de nuevos akelarres en las villas de Legassa, Narbart, Oyerigui y Oronoz, y de otros muchos lugares de las distintas comarcas de Navarra, por lo que debíamos actuar con rapidez antes de que el mal se propagase tanto hacia la parte de Aragón como para la de San Vicente de la Barquera y Santillana.
Adjunto a nuestra suplicatoria iba un elaborado informe redactado por los demás miembros del Tribunal, un cuadernillo donde le señalaban al confesor de su majestad los lugares marcados como conciliábulos diabólicos, además de varios escritos en los que se ponía de manifiesto el triunfo del demonio en las tierras de Navarra y Vascongadas.
Dicha relación era la siguiente:
Reos confidentes | Akelarres | Personas testificadas |
34 | Zugarramundi y Urdax | 124 |
32 | Villa de Vera | 187 |
23 | Villa de Lesaka | 230 |
19 | Villa de Rentería | 82 |
27 | Aranaz y Sumbilla | 84 |
19 | Arraioz y Ciga | 110 |
20 | Villa de Yanci | 40 |
10 | Elgorriaga y Santesteban | 84 |
50 | Donamaría | 119 |
20 | Çubieta y Aurtez | 109 |
23 | Oronoz, Arbarte y Oyeregui | 72 |
17 | Legassa | 73 |
15 | Leceta en Larraun | 32 |
2 | Arriba de Arayz | 18 |
2 | Garçayn | 9 |
1 | San Sebastián y Asteatu | 41 |
4 | Ainduayn | 3 |
2 | Fuenterravía | 162 |
3 | Urnieta | 9 |
3 | Eguinoa | 6 |
1 | Alegría de Alaba | —- |
1 | Miranda de Ebro | 3 |
1 | Labastiada | 1 |
4 | Gaztelu | 9 |
Por otro lado, contradiciendo la deposición de los vecinos que habían sido testigos de las reuniones ilícitas, el obispo de Calahorra enviaba un mentís dirigido al inquisidor general, donde expresaba su desacuerdo con las afirmaciones de los confidentes.
Don Bernardo de Sandoval, a quien yo había puesto sobre aviso en diversas ocasiones, diciéndole que tenía mis dudas con respecto a los métodos utilizados por los juristas inquisidores para conseguir las confesiones, no se fiaba demasiado de las noticias que le llegaban de Logroño, y menos después de leer la misiva del obispo de Calahorra. Tras lo cual, pidió consejo a don Antonio Venegas de Figueroa, obispo de Pamplona. Le urgía conocer su opinión para hacerse una idea más ecuánime de lo que estaba sucedi7endo en el valle de Baztan.
La carta que recibió el tío del duque de Lerma, y que pude leer un año y medio después en un viaje que hice a Madrid, decía lo siguiente:
Y con esto digo a V.S.I. que siempre he creído que en este negocio existe un gran fraude y engaño, y que de tres partes de lo que se dice, dos no son verdad. Todo lo que afirman esos niños, mozas y hombres, es fruto de la diligencia de los comisarios de la Inquisición, que se mueven con celo y por motivos particulares, como lo verá V.S.I. por la gran cantidad de testimonios que me han aportado los vecinos. He verificado que en este asunto no hay tanto daño como se habla. Todo es ilusión y ficción, levantamiento nacido de las mentes de los más jóvenes y de los ignorantes. Y si lo dicen, es por lo que han oído de las gentes que vienen de Francia, donde hubo persecuciones de brujas.
A todo esto hubo que sumarle la opinión del rector de Santesteban, quien suscribía las palabras del obispo de Pamplona.
La gota que colmó el vaso fue la carta escrita por el padre Golarte con fecha del primero de abril, y que recibió el Consejo de Madrid poco después. En ella, fray Hernando ponía de manifiesto que «los inquisidores de Logroño —se refería a don Juan del Valle y a don Alonso Becerra— no eran nada inteligentes y que, por eso mismo, mejor se estaban callados y quietos». Además, exhortaba al arzobispo de Toledo para que enviase a otro inquisidor que no fueran ellos, con el fin de tomar declaración a los vecinos de las distintas villas implicadas en los casos de brujería.
Por supuesto, ante tal diversidad de opiniones, don Bernardo de Sandoval se vio obligado a responder a la suplicatoria enviada por mi secretario poco antes del Auto de Fe, en la que le exponía mi deseo de visitar la región de Xareta. En la carta que me envió semanas después, mi mentor me pedía encarecidamente que marchase hacia las tierras altas de Navarra con un edicto de gracia, pues era aconsejable remitir los pecados y faltas de quienes declarasen, por propia voluntad, formar parte de la secta de los brujos, cosa que facilitaría mi tarea como inquisidor. De igual forma, me aconsejaba iniciar el periplo por la comarca cercana al Pirineo, que era el lugar donde se habían dado los primeros casos de brujería. De allí debía dirigirme a los valles de Salazar y Roncal, avanzando hacia el oeste, para luego bajar hacia el llano. También me rogó que llevase conmigo a dos secretarios que me enviaba desde Madrid, y a cualquier otra persona facultada de mi confianza que pudiera necesitar.
Después de comunicarles la noticia de mi viaje a los demás miembros del Tribunal, el arzobispo de Toledo les remitió un despacho donde les prohibía maltratar a los brujos que fueran a gozar del edicto de gracia, así como erigir tribunales extraordinarios sin su pleno consentimiento.
Tras lo cual, los tres inquisidores firmamos un documento que remitimos al Consejo, y que comenzaba así: «El señor inquisidor Salazar va a la visita, como ya sabe V.S.I., para remediar los grandes males que el demonio va introduciendo por todas partes de la región…».
Días más tarde iniciaba mi viaje hacia las villas fronterizas, llevando conmigo a mi leal secretario y otros dos más impuestos por la Suprema. Abandoné Logroño con un ferviente deseo de justicia, y con la firme convicción de que habría de llegar hasta el fondo del problema.
Había llegado la hora de la verdad.