Al día siguiente iniciamos una nueva procesión desde Santa María de la Redonda hasta la plaza de Santiago. Para entonces, los penitentes ya estaban sentados en los bancos del cadalso: cabizbajos, melancólicos, lívidos como la cera.
Todavía humeaban los rescoldos de las hogueras de la noche anterior, según pudimos comprobar. Diversos mozos, contratados para la ocasión, se encargaban de recoger las cenizas y los huesos de los reos que pudiesen haber quedado intactos después de que los cuerpos fueran consumidos por las llamas. Para tal menester utilizaban los badiles y herradas que les habían proporcionado los verdugos del brazo secular. Otros, por el contrario, se afanaban en colocar en lugares bien visibles los pilotes donde habrían de ser encadenados quienes recibirían los azotes de rigor tras la lectura de las sentencias.
Las gentes de Logroño, con más timidez y menos entusiasmo que el día anterior —no hemos de olvidar que la quema de brujas era el auténtico espectáculo—, fueron acercándose a las graderías donde se había dispuesto que pudieran sentarse. Muchos de ellos llegaban con sus fardeles repletos de vino y cecina, refacción que guardarían a buen recaudo hasta el momento que sintiesen rugir sus estómagos. Y entretanto, tambores y clarines anunciaban el inicio de la segunda sesión del Auto de Fe.
Tanto los inquisidores, como los consultores, secretarios y demás miembros de la clerecía, fuimos acomodándonos en los mismos asientos que el día anterior, bajo el dosel púrpura con el emblema del Santo Oficio bordado con hilo de oro. El pueblo llano, cuyo rumor de voces espantó a las palomas que anidaban en los aleros de las viviendas de alrededor de la iglesia de Santiago —las cuales volaron conjuntamente hacia las casonas que se erigían a las afueras de la ciudad—, fue tomando asiento en las gradas de la izquierda. Los pedigüeños y gente de baja estofa se apiñaban alrededor de la plaza, expectantes de la suerte de los condenados.
Cuando don Alonso Becerra se puso en pie para indicarle a la plebe y a los ministriles que guardaran silencio, y después de que su esfuerzo diese fruto y las voces y la música cesaran ante la solemnidad de sus gestos, tomó la palabra fray Gaspar de Palencia. Por ser el provincial de la orden de San Francisco, pidió la venia para predicar el sermón que habría de señalar el inicio de la sacra ceremonia de expiación de los penitentes.
Duras palabras las suyas, a fe mía. Habló de la inmoralidad que conlleva la idolatría, y del castigo que se merecían todos aquellos que, empujados por la intemperancia, se habían entregado al deliquio infernal incurriendo en crimen pessimum. Cotejó el final de los condenados en la hoguera a las almas que sufren eternamente el fuego del infierno. Aunque luego, en actitud conciliadora, suavizó su prédica recordándonos que Cristo fue capaz de perdonar los pecados de María Magdalena y exorcizar a diversos endemoniados, y que nosotros debíamos hacer lo mismo con los reos allí presentes. Les recordó, a los penitentes, que si habían escapado de las llamas era debido a su renuncia al diablo y por la abjuración de sus delitos, y porque así lo había querido nuestro Señor Jesucristo. Dios les ofrecía una nueva oportunidad de redimirse y regresar al seno de la Iglesia, algo por lo que debían darle gracias el resto de sus vidas.
Don Alonso Becerra se inclinó ligeramente hacia su lado izquierdo, acercando su rostro al mío.
—Quiero que sepáis, que si ayer os preguntaba por las cartas que habéis enviado a don Bernardo de Sandoval es porque también nosotros le hemos escrito —me dijo en tono confidencial—. Nos vimos en la obligación de enviarle los despachos recibidos por los vicarios de Vera, Lesaka y Urdak, pues ha de saber cuál es la crítica situación que se vive en el valle de Baztan, si en realidad quiere hacerse una idea equilibrada de lo que acontece en aquellas tierras.
—Habéis procedido según las exigencias de vuestro cargo —le recordé al instante—. No tenéis por qué disculparos.
—Simplemente, he querido que lo supierais —acarició su barba con solemnidad.
—Y os doy las gracias por ello. Sin embargo, he de deciros que ya conocía la existencia de esas cartas y de vuestro deseo de enviarlas a Madrid.
—Es lo que tiene contar con la ayuda de lacayos chismosos y secretarios entrometidos —don Juan del Valle intervino en la conversación, reprochándonos a ambos que diésemos tutela a gente tan indiscreta.
Antes de que pudiera contestarle, el decano intervino haciéndonos un gesto moderador a los dos para que guardásemos silencio y escucháramos las palabras de fray Gaspar, el cual seguía predicando su sermón en unos términos tan sumamente teologales que pocos vecinos llegaron a entender el significado de sus palabras.
—… El pecador debe recapacitar sobre la necesidad de un cambio total de pensamiento en su interior, y de conducta exterior. Si el arrepentimiento no es completo y radical, es inútil. Terribles serán las consecuencias de seguir en el mal. Que sea esta la hora crucial de vuestras vidas. Dios os dice: «Venid a mí». Y yo pregunto: ¿Qué os impide hacerlo?
Sentados sobre los escaños del cadalso, los inculpados mantenían las miradas fijas en las puntas de sus escarpines, inmersos en su propia desesperación. Porque, si bien es cierto que la hoguera resultaba el más aterrador de los castigos, varios de los reos tendrían que pasar el resto de sus vidas en una maloliente mazmorra, y eso era igualmente terrible o incluso peor. De ahí sus rostros desesperanzados.
Finalizado el sermón se leyeron las sentencias de dos patrañeros que, fingiendo ser ministros de la Santa Inquisición, habían cometido grandes delitos en nombre de la Iglesia católica, tales como obligar a varias mujeres, castas y casadas, a ayuntar con ellos bajo coacción de inculparlas de practicar la brujería, demostrándose así que los susodichos eran quienes realmente habían actuado por inducción del demonio. También solían pedirles limosna a los vecinos del lugar a través de vulgares triquiñuelas que iban asociadas a la caridad cristiana, diciéndoles que andaban recolectando dinero para iniciar las obras de una nueva iglesia. Uno de ellos fue condenado al destierro, por lo que no podría volver a pisar en su vida las tierras que componían el distrito jurisdiccional del Santo Oficio. En cuanto al otro, se le pidió que restituyese la gran cantidad de dinero que había sustraído de las arcas de los ingenuos al socolor de la Iglesia católica. Se le dieron doscientos azotes, y además fue desterrado en las mismas condiciones que su compinche. Pero antes, y si es que su cuerpo lo soportaba, habría de pasar cinco años en galeras, a remo y sin sueldo.
Se leyeron las sentencias de seis reos que fueron encarcelados por blasfemos. Sus penas, aunque rígidas, resultaron menos severas que las anteriores. Luego se procedió a la lectura de los veredictos de otros ocho inculpados, entre los que se encontraban fray Pedro de Arburu y don Joan de la Borda. Conforme a la gravedad de sus delitos, fueron castigados con abjuración de levi, destierro y cien azotes. Hubo también seis casos de cristianos nuevos, de judíos. A cuatro de ellos se les castigó públicamente por guardar el sabbat y realizar a escondidas las ceremonias que exige la ley mosaica, como era colocarse camisas y cuellos limpios y sus mejores vestidos. Su sentencia fue la de abjuración de levi, con destierro y otras penas. También tuvimos que asistir a la condena de un truhán que solía cantar por las villas y caminos, sin ningún temor, una sacrílega tonadilla que decía así:
Si es venido, no es venido
El Mesías prometido,
que no es venido.
Y hubo otro, que aun siendo judío practicante en la intimidad de su hogar durante más de veinticinco años, fue admitido a reconciliación, con sambenito y prisión en la casa de la penitencia del Santo Oficio, después de haber pedido misericordia con lágrimas en los ojos y demostrado un gran arrepentimiento. Acto seguido, se leyó la sentencia de un moro, que tras habérsele practicado todo tipo de torturas en las cárceles secretas reconoció su apostasía. Fue reconciliado con la casulla de penitente y condenado a permanecer recluido de por vida. Y luego hubo otro, un hugonote que había tenido proposiciones de la secta de Lutero pero que luego se arrepintió de ello. Fue reconciliado con sambenito y cárcel perpetua, recibiendo además cien azotes en la plaza de Santiago para que todos fuésemos testigos de la sentencia.
Las dieciocho personas restantes fueron reconciliadas por buenas confidentes, por haber pedido misericordia con súplicas y ruegos, y por reafirmarse en sus deseos de regresar a la fe de Cristo. Los miembros del Tribunal perdonamos sus pecados, así como el que hubiesen pertenecido a la secta de los brujos. Si bien es cierto, nos estremecimos cuando se leyeron sus sentencias, pues cosas tan horrendas y espantosas no eran fáciles de escuchar, aunque yo seguía teniendo mis dudas con respecto a la autenticidad de las confesiones.
La lectura se prolongó durante horas, y antes de que nos diésemos cuenta hizo acto de presencia el crepúsculo. Tal fue así, que tuvimos que abreviar y omitir varias de las relaciones para que quedaran zanjadas ese mismo día.
Pero antes de dar por finalizado el Auto de Fe, los reos fueron bajando de las bancadas del cadalso para venir a postrarse ante el dosel donde estábamos sentados los inquisidores y demás juristas del Tribunal. Después de que se arrodillasen en las gradas más altas, don Alonso Becerra llevó a cabo un solemne y devoto acto de reconciliación. Los absolvió de la excomunión en la que se hallaban desde que fueran detenidos por el brazo secular, expresándose con la atribución y clemencia que se espera de un buen clérigo.
El pueblo de Logroño, emocionado, fue testigo de la muestra de misericordia que demostrábamos los inquisidores. Y más se conmovió cuando don Alonso Becerra, delante de todos los vecinos, le quitó el sambenito a una de aquellas brujas, a María de Yurreteguia, diciéndole que la perdonaba por haber dado ejemplo de buena confidente, y porque había perseverado en defenderse del terrible acoso que había sufrido por parte de sus familiares y amigos brujos para que esta regresara al redil del diablo. Aquella demostración de piedad causó gran devoción en las almas de todos los que asistían a la ceremonia, y también en la mía propia.
Al instante se elevaron alabanzas y bendiciones a Dios y al Santo Oficio. Y con este gesto caritativo y generoso, dimos por finalizado el Auto de Fe.
El chantre de la colegial retornó a la iglesia con la Santa Cruz sobre sus hombros, acompañado por la música y coros de los ministriles que cantaban en voz alta el te Deum laudamus. Tras ellos caminaban los penitentes. Y nosotros, por detrás, cerrábamos la procesión.
La noche cayó sobre Logroño como si de un mandoble justiciero se tratase. Las brujas habían sido relajadas y reconciliadas según la gravedad de sus respectivos pecados. Se había puesto veto al demonio, a sus arterías, a sus juntas y al poder de sus maleficios. Todo parecía haber acabado.
Sin embargo, mi trabajo como inquisidor no había hecho más que empezar…