Y he aquí que llegó el día de manifestar públicamente la sentencia que habíamos dictaminado los miembros del Tribunal, resolución que obligaba a participar de la procesión a los penitentes que serían conducidos de nuevo al seno de la Iglesia católica, así como a los condenados que tendrían que arder en la hoguera como herejes recalcitrantes.
Aquella misma mañana, después de que la tarde anterior se hubiese procedido a la entronización de la Santa Cruz, acto que culminó con una excelsa y emotiva ceremonia, miles de personas llegadas desde todas partes de España y allende sus fronteras, se congregaron en la plaza de Santiago bien temprano, con el fin de buscar un lugar desde donde poder asistir a las ejecuciones. Las campanas de todas las iglesias y conventos de Logroño repicaban con fervor, anunciando de este modo el inicio del Auto de Fe.
De un lado a otro iban aguadores y vinateros suministrando de beber a quienes lo solicitaban, y también chacineros que ofrecían sus salazones a todos aquellos que llevasen desabastecidas las alforjas. El bullicio de la gente que deambulaba por las distintas calles adyacentes a la plaza se convirtió en un rumor inacabable que iba creciendo al mismo tiempo que el sol hacía su aparición por el horizonte.
El piafar de los caballos de los soldados, las voces mendicantes de los pedigüeños, el comadreo de las mujeres asomadas a los balcones de sus hogares, las oraciones de los más devotos —que rogaban a Dios por la salvación de las almas de los herejes—, el sonido de las chirimías y atabales de los ministriles del convento, e incluso el arrullo de los centenares de palomas que sobrevolaban por encima de las gradas, del cadalso y del púlpito donde habrían de permanecer los reos mientras escuchaban el orden de las sentencias, son pequeñas imágenes y recuerdos que después de tantos años persisten en mi cerebro.
Sí; en mi memoria sigue vivo cada minuto de aquella terrible jornada. Y eso que le ruego a Dios, todas las noches, que se apiade de mí y me haga olvidar la trágica experiencia que me tocó vivir intramuros de la ciudad de Logroño. El recuerdo de aquellas expresiones de pánico —e inexplicablemente también de sumisión— que afloraban a través de sus miradas inocentes después de ser encadenados a las argollas de los pilotes, me ha perseguido como una sombra implacable hasta el día de hoy, cuando ya siento cercana mi propia muerte.
—¿Estáis seguro de que no os consternará la imagen de esas brujas retorciéndose de dolor mientras las consume el fuego?
El sonsonete de don Juan del Valle resultaba desagradable la mayor parte de las veces. He de admitir que permanecer todo el día en presencia del licenciado, y no sólo con él, sino también con don Alonso Becerra y otros consultores afines a sus estrictas reglas de castigo, formaba parte de mi trabajo y debía aceptarlo con resignación; un sacrificio que habría de conllevar con ahíta paciencia el tiempo que durase el Auto de Fe.
—No os preocupéis. Podré superarlo —contesté fríamente.
Aguardábamos de pie a las puertas de la iglesia de Santa María de la Redonda, junto al resto de la clerecía que habría de marchar en procesión hacia la plaza de Santiago. Hasta nosotros se allegó el doctor Vergara de Porres, chantre y canónigo de la colegial y vicario de Logroño. Iba en compañía de fray Gaspar de Valencia.
—Cuando deseen vuestras señorías —nos dijo el guardián del convento de San Francisco, dirigiéndose al inquisidor de mayor rango.
El de la Orden de Alcántara afirmó con un rotundo gesto. Una vez que contamos con su aprobación, subimos a nuestros caballos y la procesión se puso en marcha con total solemnidad.
En primer lugar iba el pendón de la cofradía del Santo Oficio, seguido de centenares de «familiares», comisarios y notarios, ricamente ataviados con sus mejores paños y alhajas. Tras ellos caminaban los clérigos de las distintas órdenes religiosas de la ciudad: trinitarios, jesuitas, franciscanos, dominicos y mercedarios, así como otra multitud de sacerdotes procedentes de pueblos y ciudades vecinas. Por detrás iba fray Gaspar de Valencia, llevando sobre sus hombros el distintivo de la Cruz Verde de la Santa Inquisición, precedido por los ministriles que entonaban cánticos de salmos con una voz como de auténticos querubines. A continuación marchaban los inculpados por brujería, seguidos de cuatro secretarios montados a caballo —entre ellos don Gonzalo de Mendoza— y del doctor Isidoro de San Vicente, que portaba el estandarte de la Fe. A su par iba un joven mozo y cofrade, tirando de las riendas de una acémila que llevaba sobre su lomo, bien sujeta gracias a diversos correajes, un cofre guarnecido de terciopelo carmesí donde se guardaban las sentencias escritas en pergaminos lacrados. Y nosotros, los consultores, juristas y demás miembros del Tribunal, cerrábamos la comitiva: don Alonso Becerra cabalgaba en el centro, entre don Juan del Valle y este pobre servidor de Cristo.
Desde mi lugar pude ver al grupo de impenitentes que habrían de ser relajados en la hoguera. Eran seis personas, en su mayoría mujeres, que llevaban puestos sus sambenitos y sus corozas puntiagudas con los dibujos de las llamas del infierno. Les acompañaba un mozo con una vieja carreta. Transportaba cinco ataúdes con los restos de quienes habían muerto a causa de la peste en las cárceles secretas del palacio inquisitorial, féretros que habrían de arder en la hoguera para que sus almas fuesen purificadas y pudieran alcanzar, de tal forma, la gloria de Dios.
Por delante de ellos, puesto que el grupo de los condenados a muerte era el último de todos, caminaban los culpables de reconciliación y abjuración, en total dieciséis personas, también con sus enormes escapularios de color amarillo y con los capirotes con aspas. En sus manos llevaban velas encendidas. Cinco estatuas de personas difuntas, igualmente con sus sambenitos y caperuzas, fueron transportadas por los alguaciles. En total, sumaban veintiún reconciliados.
Y luego, en el primer grupo de los tres que conformaban la cadena de prisioneros, marchaban otros veintiún hombres y mujeres llevando insignias de penitentes, con las cabezas descubiertas, sin cincha y con una vela de cera en las manos. Según deduje por las sogas que rodeaban sus cuellos, seis habrían de ser azotados.
Comenzamos a recorrer las calles de Logroño. Multitud de vecinos fueron agrupándose a nuestro alrededor. Personificaban el lado más oscuro del ser humano: gente hostil que se alimentaba del sufrimiento de quienes caminaban hacia el cadalso, individuos que con ruin y miserable desprecio se burlaban de los reos, que les escupían a la cara o les arrojaban todo tipo de fruta podrida. Sus airadas voces y gritos, sus burlas y gestos obscenos, que ridiculizaban así la suerte de «los hijos del diablo» —como solían nombrarlos con denotada crueldad—, formaban parte del escarnio que debían sufrir los herejes en su particular vía crucis hacia el infierno.
Sentí lástima de ellos. No debía ser nada agradable formar parte de un espectáculo tan ignominioso como aquel, donde eran considerados como auténticos parias o monstruos deformes, de esos que suelen viajar con las compañías de volatineros y que se exhiben en público a cambio de unos pocos maravedíes. Era una imagen triste de ver.
Minutos después llegamos al desproporcionado sitial de once gradas, donde habríamos de sentarnos todos aquellos juristas, consultores y notarios que formábamos parte del Tribunal del Santo Oficio en Logroño, que era a la derecha del estrado. En el lado contrario, en la izquierda, lo hicieron los caballeros de las nobles familias y demás ciudadanos. En la parte más elevada de las graderías, junto a los calificadores y otros eclesiásticos, tomó asiento el fiscal de la Santa Inquisición llevando consigo el gallardete. En total, habríamos cerca de mil personas sentadas en las gradas.
Y mientras nosotros nos disponíamos a colocarnos en nuestras correspondientes sedes, los reos fueron conducidos a unas bancas de gran altura y acomodados bajo el emblema de la Santa Cruz. En la tribuna más elevada del cadalso se colocaron las seis personas que habrían de ser relajadas, junto a los cinco ataúdes con los huesos de quienes habían fallecido meses atrás. Por debajo de ellos se sentaban los reconciliados; y en la parte más baja, los penitentes.
En el mismo instante en que cesó la música, don Alonso Becerra se puso en pie para darle gracias al Señor. El resto obramos igual.
Sin más demora, el decano comenzó a rezar el te Deum laudamus:
—Te Deum laudamus… te Dominun fontitemur… Te aeternumpatrem omnis terra veneratur…
Centenares de voces entonaban el tradicional himno de acción de gracias. Mientras, mis pensamientos volaban hacia el estrado de enfrente, allá donde permanecían sentados y en silencio un puñado de hombres y mujeres que lejos de rezar andaban sumidos en su particular tragedia. De nada había servido vestirles a todos con lucidos trajes, pues si bien daba gusto verlos tan peripuestos, bajo aquella elegante apariencia seguía latente la hipocresía de sus acusadores, así como la propia inmoralidad de los inculpados.
Finalizada la oración, el prior del monasterio de los dominicos predicó un sermón definiblemente ilustrativo, donde puso de manifiesto que entre las mujeres existía una mayor proclividad a la herejía y a tratar con el diablo, comparando la fascinación que prodigaban las hembras con el poder destructor de la madre de los demonios. Para ello citó a Isaías: «Perros y gatos salvajes se reunirán, y allí se juntarán los sátiros. También allí Lilith descansará y hallará su lugar de reposo».
Evidentemente, su auténtica finalidad era cotejar las juntas de los supuestos brujos en el prado del Cabrón con las palabras del profeta.
Después de escucharle hablar durante un buen tiempo se comenzaron a leer las sentencias de los once inculpados de relajación, que por ser ilimitadas, calculé que habríamos de estar allí sentados todo el día. Me armé de valor y paciencia, pues el Auto de Fe acababa de comenzar.
La voz del prior, leyendo las actas con las confesiones, sonaba como un soniquete en mis oídos.
—… Y Beltrana Fargue confiesa que le daba el pecho a su sapo, y que algunas veces este se alargaba desde el suelo hasta alcanzar sus pezones, y que otras veces, en figura de muchacho, se le ponía en los brazos para que ella misma le diese de mamar. Dice que dichos sapos suelen despertar a sus amos, y que les avisan cuando es tiempo de ir al akelarre; y el demonio se los da como si fuesen ángeles de la guarda para que los sirvan y acompañen, animen y soliciten a cometer todo género de maldades, y saquen de ellos el agua con que se untan para ir a las juntas, y también para destruir los campos y frutos, y para matar y hacer mal a las personas y ganados, y para elaborar los polvos y ponzoñas con que hacen los dichos daños…
La verdad, comenzaba a estar harto de escuchar tanta idiotez en boca de un hombre ilustrado.
—Contestadme, don Alonso… ¿Es cierto que habéis enviado una suplicatoria al inquisidor general solicitando un permiso con el que poder viajar a Zugarramurdi?
La pregunta del decano, formulada en voz queda para no interrumpir la lectura de la sentencia, me rescató de la monotonía y el hastío.
—Os han informado bien —respondí en tono neutro—. Ya sabéis que tengo dudas con respecto a la veracidad de las confesiones. Mi deseo es escuchar personalmente a los vecinos de las cinco villas y demás aldeas que componen la cuenca del río Ezcurra. Quiero tener la certeza de que hay brujas en el valle de Baztan, como afirman los confidentes.
Don Juan del Valle adelantó su cuerpo con el propósito de hablarme cara a cara.
—¿Acaso no os fiais de mis investigaciones? —inquirió, perspicaz—. Pues os debo decir que mi labor fue exhaustiva y elogiada por los comisarios inquisitoriales y demás clérigos del lugar.
—No es mi intención poner en entredicho vuestro esfuerzo por aquellos pagos, ni juzgar si hicisteis lo correcto al enviar hasta aquí a esas cincuenta y tres personas que nos observan desde el otro lado… —desvié mi mirada hacia el cadalso donde estaban sentados los reos—. Lo único que pretendo es igualar, y si es posible mejorar, vuestro trabajo. Para ello, en vez de un par de meses pienso pasar allí un mayor espacio de tiempo. Mi propósito no es otro que interrogar a cada uno de los vecinos que estén relacionados con la brujería o con los encuentros con el demonio. Creo que no está de más que sigamos indagando en el asunto, pues hay mucho que escarbar. Sólo que esta vez prefiero ser yo quien formalice una opinión de forma equitativa.
El licenciado enrojeció al momento, e incluso creí que iba a replicarme como otras tantas veces, aunque finalmente decidió guardar silencio. Desairado, volvió a recobrar su postura mirando hacia delante.
—Eso quiere decir que nos veremos privados de vuestra presencia durante… —el decano vaciló unos segundos—. ¿De cuántos meses estaríamos hablando?
—De ocho, como mínimo… a partir de que se acepte mi solicitud en Madrid.
Don Alonso Becerra frunció la mirada, asombrado de mi empeño por llegar hasta el fondo del problema.
—¿No es demasiado tiempo?
—No, si realmente deseamos que los informes sean exhaustivos y convincentes.
—¡Por fin tendremos paz en Logroño! —esgrimió ahora el licenciado al escuchar mis palabras.
—Pax vobiscum —añadí en latín, dispuesto a concluir la conversación para que no degenerara en disputa.
Y mientras tanto, la voz del procurador fiscal seguía escuchándose en toda la plaza de Santiago.
—… Y Joanes de Etxalar dice que cuando los brujos van al akelarre sin el demonio, la luz que llevan consigo es una tea obtenida del brazo de un niño que hubiese muerto sin ser bautizado, entero, y que lo encienden por los dedos, y que da luz como si fuera una antorcha de sebo, y que es cierto que los servidores del diablo ven con ella, pero los que no lo son, no pueden ver a los brujos…
«¡Bobadas!», me dije a mí mismo, harto de ser testigo de tamaña necedad.
Durante varias horas se estuvieron turnando los procuradores fiscales para leer las confesiones y veredictos, hasta que tuvimos que hacer un descanso para darle alimento a nuestros estómagos.
Transcurrido el mediodía proseguimos con la lectura de los hechos acaecidos en las distintas villas de la región de Xareta.
Mi cuerpo acusaba ya las incomodidades que origina estar tantas horas sentado en la misma postura. Por supuesto, mis colegas aguantaron impertérritos y sin hablarme durante toda la tarde. Llegado el momento de proceder a la ejecución, todos los que estábamos allí suspiramos de alivio.
Cuando los procuradores del Santo Oficio finalizaron su labor, don Alonso Becerra procedió a leer los nombres de quienes habrían de morir quemados en la hoguera. Fue un instante dramático, que se vivió con mayor intensidad en el banco donde se sentaban los procesados.
¿Alguien ha visto alguna vez la languidecida mirada de un condenado a muerte? ¿Qué hombre misericordioso no ha sucumbido ante el temor de unos ojos que buscan desesperadamente aferrarse a la vida? ¡Cuánta emoción encierra querer ayudarlos y no poder siquiera derramar una lágrima en su nombre, por temor a ser tildado de cómplice y servidor del demonio!
Aquella tarde, los hallados culpables por brujería perdieron su vida; yo, la dignidad.
Al instante hicieron bajar a los reos de las gradas, y también los ataúdes con los huesos de los demás relajados, fallecidos meses atrás. Los verdugos, diligentes, comenzaban a amontonar haces de leña alrededor de los pilotes donde serían aherrojadas las brujas junto al único varón: Domingo de Subildegui. La plebe, cuyos ánimos para entonces se hallaban enaltecidos a causa de las tantas horas de espera y por la masiva ingestión de vino y otros licores, comenzó a abuchear a los reos gritándoles palabras de desprecio así como todo tipo de insultos. Algunos, con cruel ironía, les recordaban que pronto habrían de bailar junto al diablo en el fuego del infierno. Otros, los más recatados, simplemente observaban con malsana curiosidad el desarrollo de los tan esperados acontecimientos.
Uno a uno, los «elegidos» fueron encadenados a los postes sin que ninguno de ellos pusiera resistencia. Un sacerdote rezaba por sus almas unas varas castellanas por detrás, no fueran a arder sus vestiduras con el fuego que comenzaba a prender en la leña. Igualmente, las cajas con los restos de los difuntos fueron amontonadas en el centro de un círculo de ramajes secos y recios troncos.
Y he aquí que llegó el momento más angustioso de aquel escalofriante y aterrador espectáculo: la quema de las brujas.
A través de la ígnea cortina de la hoguera pudimos ver cómo se retorcían sus cuerpos. Luchaban por soltarse de los herrajes, desesperados al sentir la cercana presencia de la muerte. Gritaban con ensordecedor empeño. Algunas de las mujeres maldijeron a los presentes, y lo hicieron en un idioma incomprensible para los logroñeses, víctimas de la angustia de sentir el fuego prendiendo en sus ropajes.
Poco después ardían como auténticas antorchas humanas. Sus bocas se desencajaron debido al dolor. Asombrado, descubrí lo rápido que arde el cabello de las personas, y cómo se les agarrota el gesto una vez que han muerto a causa de las quemaduras o por la falta de aire; pues es bien sabido que inhalar el humo acelera la muerte de los ajusticiados.
La fumarada que desprendía la leña se fue condensando en oscuros círculos que el viento arrastraba de forma caprichosa de un lado a otro de la plaza, impregnándonos a todos los que asistíamos a la ejecución de un mefítico olor a carne y vísceras quemadas. Era el aroma de la indolencia, del equívoco y la injusticia.
La ciudad de Logroño guardó silencio el tiempo que estuvieron ardiendo las luminarias. El fuego purificador había expiado las culpas de unas brujas que, a pesar de todo, jamás llegaron a adorar a ningún diablo.
Pero claro, llegué a esta conclusión tiempo después, cuando ya era tarde…, demasiado tarde.