El estropicio era considerable, pues no sólo habían revuelto todas sus pertenencias en busca de amuletos o animales diabólicos que los delataran como brujos, sino que además les habían destrozado gran parte de sus humildes y primarios utensilios domésticos, como podían ser las mesas, sillas, alacenas, escudillas y pucheros de barro, además de haberle propinado una monumental paliza a su amancebada. Sin embargo, el rostro de Joanes apenas expresaba el verdadero sentimiento de rabia que anidaba en su interior. Tampoco se dejó llevar por el natural impulso de la ira, ni juró o maldijo la suerte de los culpables de aquel agravio. Era como si nada le importase.
Y eso fue lo que más temió Estebanía —quien conocía demasiado bien aquella postura de hombre tranquilo que luego derivaba en violentas reacciones—, que fuera capaz de tomarse la justicia por su mano y corriese en busca de sus agresores con el fin de darles su merecido. Ir demasiado lejos podría conducirlo directamente al cadalso.
En todo caso, jamás le diría que ella y su hermana habían sido salvajemente violadas por un grupo de tres hombres, los mismos que casualmente habían reñido con él, hacía de ello unos meses, por culpa de una subida importante en el precio de la lana de sus ovejas. Le ocultaría aquel escabroso detalle, como le había ocultado otras tantas cosas desde que seis años atrás decidiera ser su barragana. No es que a Joanes le importase demasiado el hecho de que, de vez en cuando, mantuviera relaciones sexuales con otros hombres, pues ya estaba acostumbrado a compartirla con todos aquellos que acudían a las juntas que se celebraban en el prado del Cabrón. Si decidió guardárselo para sí misma, fue para no avivar su irascibilidad. Se le hacía muy duro tener que explicarle que los mismos ganapanes con los que había discutido tiempo atrás la habían gozado por la fuerza, porque eso era una provocación, una ofensa a su honor, un ultraje que todo individuo que se preciara de ser un hombre con arrestos tenía la obligación de resarcir con sangre.
Y allí estaban ambos, frente a frente, mirándose a los ojos. Rígida como una estatua de mármol en mitad de aquel desorden, con las piernas ligeramente entreabiertas debido a un intenso dolor en la vagina y con serias contusiones en sus pómulos, Estebanía le iba explicando lo ocurrido a su esposo. Este seguía de pie bajo el dintel de la puerta; en total silencio, aguardando a que terminase de hablar.
Una vez que se lo contó todo, exceptuando el desagradable asunto de la violación, el pastor apretó los dientes e insufló de aire sus pulmones.
—Cierra la puerta y no salgas de casa —la avisó con gravedad—. Regresaré antes de medianoche.
Joanes de Goyburu cogió su zurrón y su txistu, y tras echarle un último vistazo a lo que parecía ser el resultado de una batalla campal, dio media vuelta y volvió a marcharse por donde había venido hacía apenas unos minutos.
El corazón de Estebanía era un desierto de arena de color púrpura que agonizaba por falta de unas lágrimas que se negaban a fluir por sus ojos. En lo más recóndito de su alma, como mujer, había una herida abierta difícil de cicatrizar. A pesar de ese dolor tan íntimo, que iba creciendo en su interior ante el recuerdo de una ignominiosa burla sin nombre ni castigo —no era la primera vez que alguien la sometía por la fuerza, y en ningún caso se hizo justicia—, decidió olvidarlo todo. Tenía otras preocupaciones, como recoger los desperfectos ocasionados por los hombres que habían abusado de ella y de su hermana.
Y fue al acordarse de María, que se había negado a permanecer allí por más tiempo y ahora iba camino de regreso a casa de su madre, cuando le vino a la memoria la conversación que habían mantenido poco antes de que aquellos bastardos irrumpieran violentamente en la cocina.
Y he aquí que pensó en Graciana, su madre, y en esa inquietud que había demostrado aquella misma mañana nada más levantarse, según María.
Una oleada de calor ascendió hasta su garganta impidiéndole respirar.
Ahora era ella, Estebanía, quien se estaba dejando llevar por un oscuro y terrible presentimiento.
Tras referirle lo ocurrido en el caserío de su propiedad, Joanes miró fijamente al sacerdote que tenía ante él. Era fornido, de flácidas mejillas y vientre pronunciado. Su nariz, por el contrario, parecía un simple botón de carne salpicada de puntos negros en los surcos de los orificios. Su barba patriarcal, luenga, híspida y pelicana, se cerraba en pico sobre la cruz estampada en el hábito, a la altura del pecho. Tenía la frente arrugada, los labios delgados y la mirada profunda. Pero sobre todo se fijó en su modo de expresarse: con un comedimiento digno de un buen clérigo y con delicadas palabras de consuelo.
Pero Joanes estaba harto de escuchar frases de cortesía.
—Jamás me hubiese atrevido a venir hasta aquí de no ser por un buen motivo… —la voz del cabrero sonó con firmeza—. Y el agravio lo es.
Fray Felipe, que después de recibir la noticia de la muerte de Graciana a manos de la muchedumbre ahora debía enfrentarse a otra cuestión igual de delicada, asintió en silencio. Buscaba las palabras precisas con las que poder aplacar la rabia de aquel hombre.
—Dices que varios hombres de las villas de Arraioz y Zugarramurdi se han presentado en tus tierras, y que aprovechando que no estabas presente han registrado violentamente tu casa después de maltratar a tu esposa —repitió la breve explicación que poco antes le ofreciera Joanes—. ¿Podrías explicarme por qué iban a hacer algo así?
—Piensan que mi mujer es una bruja.
—¿Lo es? —inquirió el hombre de Dios, arqueando las cejas.
—Si vuesa merced no estuviese sujeto a los votos de castidad, sabría que en cierto modo todas lo son —lejos de querer bromear, el marido ofendido hablaba muy en serio—. Eso no quiere decir que Estebanía tenga tratos con el diablo, tal y como aseguran por ahí.
Fray Felipe le hizo un gesto para que fuese tras él. Dejaron atrás la sacristía y salieron al exterior con el fin de pasear por los aledaños del bosque, aprovechando que la niebla de la mañana se había evaporado después de que, tras varios días de intensa lluvia, extrañamente hubiese salido el sol.
—Lo ocurrido en tu casa no es un hecho aislado —le confesó—. Se han registrado otras agresiones, y con un final bastante más trágico que el vuestro. Tu mujer y tú habéis tenido suerte.
De momento, optó por no decirle nada de la muerte de Graciana; no hasta saber qué era lo que andaba buscando en realidad.
—Poco me importan a mí las cuitas de los demás. Como si no tuviese ya bastante con aguantar la miseria a la que nos vemos sometidos por culpa del vasallaje que le debemos a don Tristán… así como a la Iglesia —incidió Joanes.
—¿Has venido para hablar del diezmo, o quizá porque necesitas que alguien como yo escuche unos problemas que a nadie le importan?
El sacerdote fue directo. No se anduvo con rodeos. Si algo había aprendido de aquellas gentes tan indómitas y bravas, es que debía tratarlos del mismo modo: con dureza. Sólo así conservaría el respeto de los feligreses.
—Ya os lo he dicho. Si he hecho un largo viaje desde Arraioz es porque tenía que hablar con vuesa merced —alzó el mentón—. Estebanía es inocente.
—¿Y por qué había de creerte?
—Porque es la verdad.
—Eso debo juzgarlo yo —sentenció el eclesiástico, sombrío.
Joanes rebuscó con su lengua una miga de pan que se le había quedado prendida entre los dientes. Tras lograr sacarla de su sitio, escupió a un lado.
—Sois el único que podríais conseguir que nos dejen en paz. ¿Os cuesta tanto ayudarnos?
—Yo sólo defiendo la inocencia y la doctrina de Cristo.
—Pues si defendéis a la gente honesta, obligado estáis a ofrecernos protección, que ni hay brujos en esta comarca ni los ha habido nunca.
—¿Y qué me dices de la confesión de la joven francesa que fue testigo de cómo muchos de vosotros fornicabais con el diablo?
—Es triste pensar que prestáis atención a lo que dicen unos, y luego ignoráis lo que afirmamos otros —el pastor era un hombre astuto. No quiso admitir lo que sabía todo el pueblo—. Os digo que no somos brujos. Y por justicia debéis creerme.
—Resulta que también la esposa del molinero ha confesado ser una bruja, y ha reconocido que lo había sido desde niña gracias a las maquinaciones de sus tías María Txipia y Graciana de Barrenetxea. ¿Qué tienes que decir a eso?
Aquella noticia pilló desprevenido a Joanes, pues no había tenido ocasión de hablar con sus cofrades y amigos de Zugarramurdi.
—¿Afirmáis que esa mujer, por su propia voluntad, dijo eso de Graciana? —ladeó la cabeza al formular su pregunta.
—Así es —contestó fray Felipe, muy serio—. Y lo hizo aquí, en la parroquia… delante de todo el pueblo.
Ahora entendía por qué algunos vecinos les habían hecho una visita con ánimo de intimidarlos. Efectivamente, tal y como acababa de explicarle fray Felipe, tenían suerte de estar vivos.
—Perdone vuesa merced que insista, pero nosotros no tenemos nada que ver con lo que van diciendo por ahí esas mujeres. Todo es mentira.
—Igualmente me reitero: eso he de juzgarlo yo mismo —deteniéndose frente al riachuelo que corría cerca del bosque, el clérigo ocultó sus manos en las amplias mangas de su hábito—. Haz una cosa, ven mañana con tu mujer y deja que yo hable con Estebanía. Si no tiene nada que ocultar, como dices, te prometo que intercederé por ella ante los demás vecinos.
—¿Me dais vuestra palabra?
—La tienes.
Joanes se sintió algo más tranquilo después de que ambos formalizasen verbalmente un compromiso de asistencia. Jamás se hubiese imaginado que también los sacerdotes mentían con la misma asiduidad que un simple villano.
Primero, unos hombres abusaban sexualmente de ella con la excusa de que era una bruja; más tarde, recibía la noticia de la muerte de su madre; y ahora, el requerimiento de fray Felipe para que acudiera a la iglesia. Decididamente, aquel no era su día.
Estebanía caminaba en silencio por la cañada real, a unas varas castellanas por detrás de su amante, quien había decidido atajar por la senda de las cabras para llegar a Zugarramurdi antes del atardecer. Tenía prisa por entrevistarse de nuevo con fray Felipe para poder zanjar, de una vez por todas, aquel turbio asunto de las acusaciones.
Según le había comentado Joanes antes de salir de Arraioz, no estaba dispuesto a dejarse amedrentar por los vecinos, los cuales andaban a la greña entre sí por nimiedades y las delaciones se sucedían continuamente, aumentando así la desconfianza que ya se vivía en el pueblo y que comenzaba a esparcirse por toda la comarca. Por ello, y para limpiar su buen nombre, tendrían que demostrar primero su inocencia.
—¿Tienes miedo? —inquirió el cabrero, sin volver la vista atrás.
No hubo respuesta. El silencio de su amancebada, ya de por sí, resultaba bastante elocuente. Y más cuando existían motivos para la inquietud.
En realidad, ambos temían que sus devaneos con los dioses paganos pudieran llegar hasta los oídos del Santo Oficio —siempre celosos de su fe—, y que los inquisidores metieran sus narices en el asunto. Porque si esto llegaba a suceder, existía el riesgo de que pudieran ser condenados a muerte por brujería.
Ya habían escuchado las espeluznantes historias que se contaban sobre las detenciones realizadas al otro lado de la frontera, donde los inquisidores franceses, sin tan siquiera corroborar la legitimidad de las delaciones, habían ajusticiado a varias personas inocentes enviándolas a la hoguera. La situación era bastante crítica. No podían arriesgarse a ser denunciados por alguno de sus detractores, que eran demasiados por culpa de los incesantes robos y otros actos delictivos perpetrados por la difunta Graciana y el resto de la familia.
—A ver como te conduces en presencia de fray Felipe —le avisó Joanes, girando un tercio la cabeza para que su amancebada pudiera escucharle—. Será mejor que sólo hables cuando te pregunten.
—Descuida. Sabré manejarme bien con ese meapilas —escupió a un lado con cierto asco—. No en vano, de joven fui su barragana durante dos años —se echó a reír—. ¡Las vueltas que da la vida! Antes decía de mí que era un ángel, y ahora piensa que soy una bruja.
—Espero que el hecho de que hayas retozado con frailes y clérigos te sirva de algo, aunque sólo sea para conservar la cabeza en su sitio.
—¡Ay! Si yo te contase…
—Pues no me cuentes tanto y mantén los ojos bien abiertos —le aconsejó él, con la misma aspereza con la que el amo suele amonestar a su lacayo—. No me fío de ese cura.
—Haces bien. Tampoco él se fía de nosotros.
Tras la breve conversación, siguieron adelante sin decirse nada más. Por encima de la erosionada colina pudieron ver el chapitel del campanario. Estaban cerca.
Minutos después se detenían frente a la puerta de la iglesia. Con cierto recelo, intercambiaron una mirada de complicidad no exenta de temor. Ambos sonrieron a un mismo tiempo.
—Saldremos de esta… ya lo verás —le dijo Estebanía, implantándole un tierno beso en los labios.
Joanes se sintió algo más tranquilo.
Una vez que cruzaron las puertas del santuario erigido en nombre del dios de los cristianos, descubrieron que fray Felipe les aguardaba de pie frente al altar. No estaba solo. Le acompañaba el abad del monasterio de San Salvador de Urdax: fray León de Araníbar.
—¡Pasad! No os quedéis ahí —el párroco les hizo un gesto con la mano para que se acercasen.
Con pasos cortos y medidos, la pareja se allegó a donde estaban los religiosos.
—Perdone vuesa merced, pero no esperábamos…
—¿Qué es lo que no esperabas? ¿Acaso te ha sorprendido verme en esta iglesia? —atajó fray León, con el ceño fruncido y la mirada penetrante, interrumpiendo de este modo al cabrero—. Por si no lo sabes, es mi deber velar por la seguridad de los feligreses de las cinco villas. Y aunque todavía no he sido designado como comisario inquisitorial, bien es verdad que cuento con la aquiescencia de don Tristán de Alzate y el tribunal de Logroño para tomar en consideración, y sentenciar, los posibles casos de brujería.
Joanes inclinó la cabeza, mordiéndose los labios. Una cosa era permitir que fray Felipe juzgara si su esposa era realmente o no una bruja, y otra bien distinta era dejarla en manos de aquella mala bestia de fray León, un hombre sin entrañas que solía exigir desorbitados diezmos a las familias de los servidores de la gleba que cultivaban las tierras de la Iglesia, hasta dejarlas arruinadas y literalmente sin nada que echarse a la boca.
—¡Yo no soy ninguna bruja! —escupió Estebanía, mirándolo con desafío.
—Ten cuidado, mujer —le advirtió fray Felipe, en tono severo—. La ira es un pecado mortal. Modera tu lengua si no quieres que pensemos que tienes motivos para esconder algún secreto.
—Mis secretos, como bien decís, ya los conocéis —proyectando una especial sonrisa, apoyó ambas manos en las caderas retándole con la mirada—. ¿O queréis que os refresque la memoria?
El cabrero comprendió al instante que la estrategia utilizada por Estebanía no era la más apropiada, y que tampoco era el mejor modo de iniciar una conversación con quienes tenían el poder de destruirlos. Cogió a su amancebada por el codo con cierto embarazo y le apretó disimuladamente, dándole a entender que no fuera tan arisca ni que se arriesgase a una reprimenda clerical actuando de aquel modo.
—Debéis perdonadla —se excusó ante los religiosos—. La muerte de su madre la ha afectado.
—Algo normal, por otro lado —apuntó fray León—. Sin embargo, he de pedirte que nos dejes a solas con ella. Debemos hacerle algunas preguntas.
Como no tenía otra elección que aceptar su mandato, Joanes se retiró después de inclinar ligeramente su cuerpo en actitud devota. Le dirigió una última mirada de advertencia a Estebanía.
—¡Ven! Síguenos —le instó fray León—. Quiero mostrarte algo.
Como una res que es conducida al sacrificio, la hija de la sorgina se dispuso a ir tras sus pasos. Lo que no sabía, en aquel instante, es que acababa de iniciar un viaje que habría de arrastrarla hasta el mismísimo infierno.
En completo silencio, subieron las escalinatas de piedra que conducían al dormitorio común de los frailes y a otros aposentos, como eran la biblioteca, el armarium —donde se guardaban los libros litúrgicos—, el locutorio y la enfermería. Había también una pequeña sala que los clérigos de Zugarramurdi, con el paso de los años, habían convertido en un almacén de objetos inservibles. Y fue precisamente, frente a esa puerta, donde se detuvieron ambos clérigos.
Fray Felipe empujó la hoja y la puerta se abrió sin ninguna dificultad.
—Pasa… —la invitó a que entrase—. Dentro hablaremos mejor.
A Estebanía no le gustó el tono en que lo dijo. Aquella actitud, tan comedida, le trajo a la memoria la imagen de cuando era invitada a entrar en la cillería para entregársele como mujer mientras el resto de los frailes se rompían el espinazo cultivando la huerta. Aun así, entró porque era lo que se esperaba de ella.
El corazón brincó en su pecho al ver una larga serie de objetos extendidos sobre un paño de terciopelo rojo encima de una mesa, terribles artilugios forjados para torturar e infligir toda clase de castigos y atrocidades a los acusados de brujería. Pero eso no fue todo, en la habitación les aguardaban un alguacil y un notario del secreto del brazo secular.
Desposeídos de toda consideración, ambos sacerdotes la intimidaron con amenazas, diciéndole que pensaban someterla a suplicio si no reconocía públicamente haber servido al demonio. Le ofrecieron, in conspectu tormentorum, que renunciase a la doctrina de los paganos y regresara al rebaño de Dios, como ya habían hecho otras mujeres, pues de no acatar los mandamientos de la Iglesia podría acabar en la hoguera por bruja. La instigaron duramente, alzando el tono de sus voces para transmitir un mayor dramatismo a las palabras.
Sintiéndose hostigada por unos hombres de gran astucia y pocos escrúpulos, que habrían de castigarla sin piedad si no aceptaba las reglas de aquel escabroso juego en el que ella era una figura de irrisorio valor, Estebanía acabó cayendo en la trampa y reconoció haber participado, alguna vez, en las juntas organizadas por su madre. Cuando le exigieron que detallara los nombres de los demás participantes, bajo pena de someterla a la tortura de la mancuerda, o peor aún, a la del agua, la mujer se vino abajo y entre lágrimas de arrepentimiento fue enumerándolos uno a uno. La angustia de tener que sufrir el tormento fue mayor que las normas de fidelidad que se debían entre sí los miembros de la secta.
Empujada por el temor, delató a María Txipia y a su hija María Pérez de Barrenetxea —su otra prima—, así como a Joana de Telechea, Estebanía de Navarcorena y a varias mujeres más. Les dijo que sí, que adoraban al demonio y que se refocilaban en su presencia porque a este le satisfacía verlos a todos desnudos realizando actos impúdicos y obscenos. Les habló de sus maleficios, de sus pócimas infernales que trastocaban la razón y de los diversos encantamientos que había lanzado contra varios de sus vecinos. En resumen, confesó todo aquello que deseaban escuchar.
El notario, diligente en su trabajo, fue anotando con solemnidad cada una de sus palabras.
Tristemente, con la confesión de Estebanía de Yriarte se iniciaba el mayor proceso inquisitorial contra la brujería de los centenares de sumarios recogidos en los anales de la historia de la Santa Inquisición.
El infierno estaba a punto de desatarse en las tierras altas de Navarra.