Aquel incidente fue el primero de la larga lista de delaciones y disputas que habrían de iniciarse entre varios de los vecinos más polémicos de Zugarramurdi. Pero no sólo en esta villa se libró una auténtica cruzada inquisitorial contra todo aquel que fuera sospechoso de brujo, en otros pueblos sucedió lo mismo. Sin ir más lejos, la gente de Arraioz se organizó en grupos con el fin de darles un escarmiento a las hijas del demonio, siempre incitada por la superstición y los rotundos consejos de los poderes locales y eclesiásticos.
Cierta mañana, días después de que la mujer de Esteban el molinero dijera de confesar públicamente sus pecados, varios de los afectados por la desgracia, ya fuera debido a la mala suerte con la cosecha o por haber perdido un familiar cercano, se presentaron en casa de Graciana de Barrenetxea en compañía de María, la joven francesa. Algunos pocos pensaban que iban a pedirle recuesta de sus acciones; el resto, que era mayoría, sabía muy bien cuál iba a ser el resultado final de aquel encuentro.
La plebe, enaltecida, se detuvo en mitad de la senda que serpenteaba frente al caserío. Desde una prudencial distancia la increparon a voces para que saliera.
—¡Graciana, vieja bruja! —gritó el mozo que encabezaba la turba de gente, alzando por encima de su cabeza la horca de aventar la mies que llevaba en su mano izquierda—. ¡Sal ahora mismo o entramos a por ti!
Nadie contestó al requerimiento. Sólo se escuchaba el ulular del viento por entre los árboles y el vaivén de sus ramas más altas.
Alguien propuso prenderle fuego a la casa, y fueron varios los que apoyaron la iniciativa porque era el único modo de que la servidora del diablo abandonara su escondrijo. Martín de Errazu, que era el fornido pastor que había invitado a salir a la vieja sorgina, les hizo un gesto a todos para que guardasen silencio. Primero debía esperar a ver qué decisión tomaba la dueña de aquellas tierras.
—¡Graciana de Barrenetxea! —exclamó de nuevo—. ¡Hemos venido para hablar contigo, y no nos iremos de aquí hasta entonces!
La puerta se abrió lentamente, como empujada por el viento o fruto de un extraño sortilegio. De detrás de la hoja surgió el apergaminado rostro de la anciana, circundado por el rebociño de lino que le caía sobre el cuello y los hombros, rígido y almidonado como la piel de un difunto.
Frunció su mirada con recelo, mirándolos a todos con un particular sentimiento de desprecio.
—¿Qué hacéis aquí? Esta es mi casa. ¡Marchaos de una vez y dejadme en paz! —les arengó, señalándoles con su largo y uñoso índice.
—¡Nos iremos cuando te hayamos dado tu merecido, bruja! —gritó Domingo de Yriarte, talabartero natural de Elizondo, cuya hija pequeña había sido inducida a participar de la última junta después de que Graciana entrase en su habitación una noche cabalgando a lomos del diablo; o eso era al menos lo que afirmaba la pequeña.
La muchedumbre comenzó a instigarla, y ya ni siquiera las recomendaciones de Martín de Errazu, de no dejarse llevar por el arrebato, pudieron poner fin al vocerío.
Una mujer se agachó para coger una piedra del tamaño de una nuez, lanzándosela luego a Graciana. El proyectil vino a rebotar en la madera de la puerta, y aunque falló, en realidad su acción tenía un doble objetivo: asustar a la vieja sorgina e incitar al resto de los presentes para que dejasen de platicar y actuaran en consecuencia, que para eso se habían acercado hasta allí.
Graciana cerró la puerta al ver que todos corrían hacia la casa. Esperaba que la hoja de madera, que era recia, pudiese detenerlos. Pero fue inútil. Antes de que le diese tiempo a colocar el travesaño de hierro, una oleada de campesinos y pastores iracundos entraron de forma impetuosa en el interior del caserío, arrollándola a su paso sin ningún miramiento.
Cayó de espaldas al suelo.
—¡Malditos hideputas! —chilló la vieja de forma estridente, consiguiendo que un repelente reguero de baba le corriese por la comisura de sus labios—. ¡Así os lleve Satanás al infierno!
Impelido por el temor de que estuviese conjurando al demonio, uno de los pastores la hizo callar dándole un fuerte golpe en la cabeza con uno de los extremos de su cayado, lo que consiguió abrirle una brecha en la ceja por donde brotó de inmediato la sangre. Lejos de amilanarse, los alborotadores la pusieron en pie y la arrastraron hacia fuera de la casa, sin dejar por ello de maldecirla. Unos le escupían, otros la zarandeaban, y los que más, la insultaban a voces.
—¡Atadla a un árbol! —les propuso la joven María de Ximildegui, cuya exaltación se hallaba a la altura del resto de los vecinos—. ¡Así no podrá defenderse!
La sugerencia fue aceptada por unanimidad.
Tras mirar en derredor y comprobar que los manzanos eran demasiado pequeños para maniatar a la bruja, se decidieron por un poste que se erigía a la entrada del modesto corral de gallinas que abarcaba desde el camino hasta el establo. La ataron a dicho pilote, sujetando sus manos y pies por detrás con las sogas que traían para tal propósito. La anciana fue golpeada con brutalidad mientras la inmovilizaban. Algunas mujeres, incluso, tras quitarle el rebociño de la cabeza, le arrancaron varios mechones de pelo de forma violenta. A nadie le importaron los gritos de dolor que surgían desesperados de la garganta de Graciana.
—Dinos, bruja… ¿Dónde están tus hijas? —inquirió un labriego de hirsuta barba, amenazándola con una hoz.
—Están en casa de Estebanía —gimió la anciana—. Allí las encontraréis.
Tenía la esperanza de que si se lo decía la dejarían en paz.
—¿Está con ellas el pastor de cabras? —quiso saber un mocetón de rubicundas mejillas y ojos ralos.
—Joanes está en Santesteban… con su primo el tamborilero —respiraba con dificultad—. Y ahora… desatadme. ¡Os lo ruego! ¡Tened compasión de esta pobre vieja!
Volvieron a increparla, presionándola para que confesara sus turbias relaciones con el demonio, y a que respondiese por las muertes de varias de las personas que habían fallecido en las distintas aldeas del Baztan los últimos años. Fueron tan continuos y fuertes los golpes que recibió en su rostro, en su costado y en su vientre, que Graciana no tuvo más remedio que decirles lo que deseaban oír. De este modo, reconoció haber maldecido a algunos de sus vecinos.
No contentos con aquella respuesta, siguieron acosándola, incluso intentaron estrangularla tras haber pasado un nudo corredizo alrededor de su cuello. La anciana estaba tan atemorizada que declaró haberle dado muerte a Marijuan de Odia, otra sorgina que, al igual que ella, mantenía relaciones carnales con el diablo; algo que no era cierto, pero que habría de servir para que la dejasen en paz.
Eso fue lo que pensó.
—Una noche… que nos habíamos reunido en el prado… le di cuentas al diablo de mis celos y competencias con esa bruja de Marijuan… con la que también fornicaba —balbució Graciana, faltándole el aliento—. Le dije que quería vengarme de ella por rival, matándola… a lo que el demonio me respondió: «Si tú lo deseas, que así sea». Días después… Satanás me llevó volando hasta la habitación de aquella arpía… y así le eché unos polvos por encima del rostro… —aspiró aire con mayor dificultad— y enfermó… y a los pocos días murió.
—¡Puta bruja! —gritó María de Ximildegui.
Como si se tratase de una consigna u orden a seguir, los demás cayeron sobre Graciana golpeándola con exagerada violencia. Tal fue así, que esta exhaló un suspiro y su cabeza se vino abajo, como muerta.
Convencidos de que la vieja había fallecido, decidieron aflojar las cuerdas y el cuerpo cayó a plomo. Quedó hecho un ovillo sobre el embarrado suelo, con el rostro cubierto de sangre.
—¿Y ahora qué hacemos con ella? —preguntó el rufián que dirigía la concurrencia de vecinos.
—¡Arrojémosla al río! —rugió una mujer de entre el grupo.
Muchos se sumaron a la propuesta, aunque hubo otros que, bien aconsejados por la conciencia, dijeron que debían llevársela al párroco de Arraioz para que le diese cristiana sepultura.
Tras deliberar varias soluciones durante unos instantes, entre todos aprobaron finalmente su enterramiento. Con este fin, decidieron enviar a un grupo de tres hombres para que fuesen a llamar a sus hijas, pues estas eran las que debían encargarse de atender los preparativos del funeral.
El mocetón de ojos ralos y otros dos voluntarios, amigos suyos, se aprestaron a ir hasta la casa de Joanes de Goyburu para darles la mala noticia. Se marcharon con mucha prisa, y muy animosos según pudieron comprobar los más avispados.
«Algo se traen entre manos esos malandrines», pensaron algunos.
Apenas habían desaparecido, engullidos por la fronda del bosque, cuando Graciana volvió en sí y comenzó a balbucear palabras ininteligibles. Las mujeres, creyendo que la inesperada resurrección de la bruja era obra de Dios y que, por lo tanto, se encontraban ante un milagro, se acercaron a ella promovidas por el deseo de saber si realmente había vuelto a la vida o si, por el contrario, eran los últimos estertores antes de caer definitivamente en los brazos de la parca.
Una de ellas, asidua a la misa que solía celebrarse a diario en la iglesia de Arraioz, se arrodilló junto a la moribunda.
—Arrepiéntete —le aconsejó, manifestando cierta piedad hacia ella—. Pronuncia el sagrado nombre de Jesús y te serán perdonados todos tus pecados.
Graciana, con la mirada vidriosa y el rostro embadurnado de sangre y arena, hizo como si quisiera hablar pero no pudo. Sus labios temblaban como ratoncillos recién nacidos. Además, con el esfuerzo le sobrevino un ligero vómito. El líquido bilioso se derramó sobre la barbilla, bajándole por el cuello.
Y entonces, expiró.
Hubo un profundo silencio, como de duelo. No obstante, María de Ximildegui estaba dispuesta a ir más lejos en la teatral representación iniciada días atrás.
—¡Oh, Dios bendito! —exclamó, llevándose una mano a la boca; la otra señalaba el cadáver de la anciana. Se le había mudado el color de la piel—. ¿Qué es eso de ahí? ¿Acaso no lo veis? —retrocedió unos pasos, asustada.
—¡Habla, rapaza! —le exigió un tosco curtidor de pieles, que además de supersticioso le temía más al diablo que a la propia muerte. Se le notaba asustado—. ¿Qué eso que dices ver y que, sin embargo, nosotros no vemos?
La francesa chilló de forma histriónica, transformando su rostro en una mueca de terror. Se tiraba con fuerza de las puntas del cabello, y sus ojos parecían querer salírsele de las cuencas.
—¡Es una sombra oscura! —volvió a señalar con una mano temblorosa un lugar indefinido muy cerca de Graciana—. ¡Es un hombre de piel negra! ¡Le está mordiendo las quijadas a esa bruja! ¡Es el demonio! ¡Ha venido para llevársela al infierno!
Dicho esto, María se dio la vuelta y echó a correr despavorida senda abajo. El resto de hombres y mujeres, atónitos, no supieron qué hacer. Le echaron un ligero vistazo a la difunta, y luego otro a la joven francesa que corría hacia el pueblo como perseguida por los demonios. Sin pensárselo dos veces se fueron alejando, poco a poco en un principio, para luego acelerar el paso y culminar en una delirante espantada por todo el valle.
Ninguno tuvo agallas para quedarse en aquel lugar maldito, lóbregas tierras de una bruja amante de Satanás, que incluso rezumaban cierto olor a podredumbre y azufre.
Sentada frente al hogar sobre un pequeño escabel de tres patas, Estebanía giraba con un cucharón de madera el guisote que terminaba de cocerse sobre el calor de las ascuas. El tufo que destilaba aquella bazofia resultaba insoportable. El vapor del mondongo hervido que surgía de la marmita, impregnaba las paredes del caserío de un pringue churretoso que, al secarse, adquiría un tinte pajizo e inmemorial.
Se acercó la cuchara a los labios para comprobar su sabor. Esbozó una sonrisa. Sus estofados, según creía ella, eran tan exquisitos como los que solían preparar los cocineros de palacio. Y por supuesto, estaban muy por encima de los que guisaba su hermana María.
Esta, que desollaba una liebre sobre la mesa de madera situada en el centro de la cocina, ajena a las triviales comparaciones culinarias que ocupaban la mente de Estebanía, carraspeó con fuerza antes de lanzar un escupitajo verde al suelo. Luego se sonó los mocos con los dedos, que finalmente acabaron restregados contra su falda. Sin ningún escrúpulo continuó arrancándole la piel a tiras a la desafortunada liebre.
—En cuanto termine con esto regreso a casa —dijo, apartándose un mechón de pelo con el dorso de la mano.
Sin querer, se manchó la frente con la sangre del animal.
—¿Por qué no te quedas a comer? —le preguntó su hermana, girándose hacia ella—. Todavía es temprano. Además, este potaje es digno de un obispo —se echó a reír, campechana.
—No sé… —se mordió el labio, moviendo la cabeza de un lado hacia el otro—. Algo me dice que he de regresar a casa. Temo por madre.
—¿Acaso ha vuelto a hacer de las suyas?
No era la primera vez que tanto la vieja como ella, o María, habían recibido una brutal paliza a manos de esas malas bestias que eran las gentes que vivían en el valle, y sólo porque tenían la particular costumbre de entrar a escondidas en casa de los vecinos más pudientes, cuando nadie las veía, con el fin de sustraerles todo aquello que tuviesen de valor.
—No; se lo tengo prohibido desde el último y desafortunado encuentro con el guarnicionero. ¡Y eso va también por ti! ¿O es que ya no recuerdas los golpes que recibiste cuando te pilló el orfebre de Zugarramurdi? —la amonestó seriamente—. Pero verás… esta mañana, al marcharme, me dijo que regresara lo antes posible —de un solo tajo le cortó la cabeza a la liebre.
Clavó el destral sobre la superficie de madera y se giró para poder hablar cara a cara con su hermana. Después se limpió la sangre de las manos sobre la ropa mugrienta.
—La vieja no suele ser tan melindrosa —opinó Estebanía, dejando la cuchara de palo dentro de la marmita.
—Pues eso mismo es lo que yo pensé —chasqueó la lengua—. No sé… no me gusta. Ya sabes que nuestra madre es capaz de barruntar las desgracias. ¡Y buen olfato que tiene para los augurios!
Estebanía se puso en pie. Se rodeó el cuerpo con ambos brazos. Tenía frío.
—Será mejor que lo olvides y vengas aquí a echarme una mano —le dijo—. Yo sola no puedo apartar la marmita.
Dejando a un lado su recelo, María se prestó a ayudarla. Entre las dos, una de cada asa, apartaron la olla del trípode de hierro ennegrecido que había sobre un mar de rescoldos que palpitaban como si fuesen diminutos corazones ardientes.
—Sal fuera y trae algo de leña del cobertizo —le rogó Estebanía—. Si no avivo el fuego moriremos congeladas. ¡Vamos! —la alentó—. Mientras tanto, llenaré las escudillas para que podamos comer juntas antes de que te marches.
María cogió el chal de lana que colgaba de un gancho adherido a la pared y se lo echó sobre los hombros. Abrió la puerta y un torrente de hojas secas entró en la cocina, tal como si se tratase de un pequeño tornado. Fuera, el gélido viento que venía del norte podía incluso rasgar la piel curtida de cualquier hombre o mujer que se atreviese a deambular por aquellos pagos.
Regresó al cabo de unos minutos. Para entonces, una escudilla colmada hasta el borde de un humeante y espeso guisote le aguardaba sobre la mesa. Dejó caer, frente a la chimenea, el haz de leña seca que cargaba sobre sus espaldas.
—Será mejor que te sientes a comer —fue el consejo de Estebanía—. Yo iré en seguida. Antes echaré unas cuantas ramas sobre las brasas para que vayan ardiendo.
María no había hecho más que sentarse, cuando la puerta se abrió de forma violenta. Alguien había pateado la hoja. Un par de fornidos cabreros entraron en la casa moviéndose con increíble rapidez.
Estebanía reaccionó de inmediato y se hizo con el espetón que colgaba de una de las pilastras del humero. Por el contrario, María se quedó petrificada. Antes de que pudiese comprender qué estaba ocurriendo, sintió que unos brazos la sujetaban por detrás de la silla, inmovilizándola. Recibió un fuerte golpe en la quijada, que a poco estuvo de hacerle perder el conocimiento. Tumbada en el suelo, con la vista nublada y la mente ensombrecida, escuchó voces, gritos y risas de hombres. Al poco le pareció que alguien se apresuraba a aflojarle los cordeles de la almilla, abriéndose paso hacia su pecho. Trató de pensar, de resistirse, pero antes de que pudiera reaccionar, recibió un nuevo puñetazo en pleno rostro. Ahora sí, perdió el sentido.
En tanto que el mocetón de rubicundas mejillas se arrodillaba frente a las piernas abiertas de María con el propósito de violarla aprovechando que estaba inconsciente, los otros dos hombres fueron hacia donde estaba Estebanía con idéntico propósito. Pero esta, corajuda, gruñía como una bestia; es más, los amenazó con romperles la crisma con el espetón de hierro que blandía en su mano derecha si se atrevían a acercársele.
Ambos individuos, burlándose de los arrestos de la mujer, hacían como que se arrimaban para luego retroceder un par de pasos. Aquella maniobra consiguió despistarla durante unos segundos, pues uno le venía por la derecha cuando el otro hacía lo mismo por la izquierda. Estebanía se vio obligada a lanzar sus mandobles a diestro y siniestro a fin de defenderse. Una distracción en tales circunstancias podía llegar a ser fatal, e incluso podría costarle la vida, por lo que se mantuvo firme y atenta a los movimientos de aquellos dos hombres.
En un descuido, el más fornido de los dos se abalanzó sobre ella y le sujetó el brazo, ocasión que aprovechó el otro gañán para cogerla por la cintura y tirar hacia atrás con fuerza. Antes de que pudiera darse cuenta, la habían tumbado sobre la mesa y dos pares de manos trataban de reducirla.
En un denodado esfuerzo por liberarse, mordió con saña uno de los antebrazos de quien hacía presión en su hombro. Un fuerte grito de dolor se hizo eco por todos los rincones del caserío.
—¡Puto marrano! —chilló, enseñándole a su agresor los dientes cubiertos de sangre—. ¡Maldito seas, cabrón!
El campesino gritó de dolor, sujetándose la mano herida con la otra. Su compañero abofeteó a Estebanía esperando reprimir su bravura. Aprovechando que estaba aturdida, se despojó de la cuerda de cáñamo que rodeaba sus calzones y ató las manos de su víctima a las patas de la mesa.
Una vez reducida e inmovilizada, ambos truhanes cruzaron sonrisas. Gozarían de aquellas mujeres a su antojo —porque les apetecía y para darles un escarmiento—, y nadie habría de venir a interrumpirlos.
Poco les importaba para la fornicación que fuesen brujas o no.