Aquella mañana del día de Todos los Santos, oscuros nubarrones acechaban por lontananza como una estampida de corceles azabache cabalgando sobre las azules aguas del cielo. Tal vez, aquella tormenta en ciernes fuera un presagio de los truculentos sucesos que habrían de vivirse en la ciudad de Logroño en apenas una semana. Y si digo esto es porque el celaje, en verdad, se asemejaba a la sangre de los demonios.
Le dirigí una mirada inquisitiva a mi secretario, quien amablemente se había ofrecido voluntario para acompañarme a coger setas en el bosque. Era una de mis debilidades, para qué voy a negarlo.
—Creo que podremos llenar esa cestilla que cuelga de vuestro brazo antes de que la tormenta llegue a Logroño —señaló don Gonzalo, oteando las nubes que iban surgiendo como altas torres por el horizonte.
Siempre dije que el optimismo de mi secretario era digno de alabanza, y no me refiero al hecho de que fuésemos capaces de recolectar gran número de boletus, mízcalos, rebozuelos y otros tipos de setas, sino más bien a su cálculo matemático de cuándo debía, o no, hacer acto de presencia la lluvia. El problema es que solía equivocarse a menudo, por lo que sus palabras no me inspiraron demasiada confianza. Y lo último que deseaba era regresar hecho una sopa al palacio inquisitorial.
—Descendamos hasta aquella vaguada —señalé hacia una hondonada cubierta de ramajes, donde emergía un extenso pinar—. Por la umbría que se vive ahí abajo, estoy seguro de que los hongos deben haber brotado por doquier.
Sin más, comencé a descender una pequeña senda que, según avanzaba, iba desapareciendo devorada por la fronda. Don Gonzalo secundó mi iniciativa, caminando detrás de mí con todo el entusiasmo que puede mostrar un hombre que ha pasado media vida entre papeles. Un enjambre de mosquitos, procedente de las aguas estancadas de una charca cercana, envolvió nuestros cuerpos y no tuvimos más remedio que apartarlos a manotadas. Tras dejar atrás el camino descendente, preñado de helechos y cuna de un cañaveral de espeso boscaje, nos adentramos en aquel laberinto de pinos y hayedos.
—Decidme, don Alonso… ¿Qué suerte les aguarda finalmente a los sacerdotes inculpados y a sus madres?
La pregunta de mi secretario me arrancó un suspiro. Nada me costaba más en aquellos instantes que aceptar el veredicto de mis colegas —hay que tener en cuenta que ellos eran juristas y yo un teólogo—. En todo caso, siempre me quedaba el consuelo de no haber estado de acuerdo con la decisión del Tribunal.
—La pena que recaerá sobre fray Pedro y don Juan será la de abjuración de levi y destierro —me agaché para desmembrar, de la base del tronco, un mízcalo de gran tamaño. Poniéndome en pie le mostré a don Gonzalo lo que vendría a formar parte de nuestra cena—. Sin embargo, María de Arburu y María Baztan de la Borda serán quemadas vivas por brujas. Han sido encontradas culpables de relajación —guardé en la cestilla el hongo de color verdusco—. Es irónico pensar que las únicas responsables de todo este asunto, que a mi entender eran Graciana de Barrenetxea y sus hijas, sólo por el mero hecho de estar muertas, sean reconciliadas en efigie mientras que a otras de menor rango en la jerarquía de la secta, si es que en realidad participaron de los supuestos encuentros con el diablo, sean condenadas a una muerte terrible.
—Entonces… ¿Sabéis ya los nombres de los relapsos acusados de relajación?
—Sí; aunque ninguno es reincidente, como decís —mientras hablábamos, intentaba abarcar con la mirada la mayor parte de los árboles en busca de más setas.
Don Gonzalo señaló a mis espaldas, hacia el tronco de un viejo y solitario chopo que se había criado en mitad del pinar. Sin ser tan notable como el mízcalo, he de reconocer que aquel boletus no estaba nada mal. Me hice con él de inmediato.
Como le era imposible mantener la boca cerrada, mi secretario insistió.
—Por curiosidad, ¿podríais decirme quiénes son los demás condenados a muerte?
—Sin contar a las madres de los clérigos… —hice memoria—, Graciana Xarra, María de Etxatxute, Domingo de Subildegui y Petri de Juangorena —guardé el hongo en la cesta—. Con los relajados también arderán los ataúdes con los restos de María de Etxalecu, Estebanía de Petrisancena, Joanes de Etxegui, Joanes de Odia y María de Zozaya. En lo que se refiere al cadáver de esta vecina de Oyeregui, dudamos entre una sentencia de reconciliación o de relajación. Había sido buena confidente, es cierto, pero su confesión fue de las más terribles de las que se leyeron y además se reconoció maestra de niños y dogmatizadora del sabbat. Mis colegas decidieron en última instancia que debíamos condenar a la fallecida, irónicamente, a muerte. ¡Ahí se demuestra la estolidez de algunos!
El eco lejano de un trueno consiguió que ambos alzásemos la mirada al cielo. El viento del norte, glacial, azotó nuestros ropajes. Pronto habría de desatarse la tormenta.
—Será mejor que regresemos —le dije a mi secretario.
—¿Sin llenar antes vuestra cesta? —enarcó una ceja, sonriente—. Poco alimento daremos a nuestro estómago.
—Que se encargue de ello fray Gervasio, el cillerero, que es su obligación atiborrarnos de legumbres.
Ambos nos reímos de mi ocurrencia mientras ascendíamos de nuevo la senda que conducía al camino real. Era hora de regresar a Logroño.
Cruzamos un riachuelo con el fin de atajar, y lo hicimos pisando con cuidado las piedras cubiertas de verdín para no resbalar. Por entre los hayedos y pinares gimió de nuevo el viento, con furia implacable, y el sonido me trajo a la memoria el baladro de una bestia montaraz herida de muerte. A través de la espesura de un tamarindo vimos cruzar, de forma asustadiza, a un corzo de lomo plateado.
—Lástima no tener a mano un mosquete o ballesta —apuntó mi secretario, que había participado de las cacerías del rey.
—Suerte para él —me refería al pobre animal, que presto huyó al oír nuestras voces—. Por cierto, don Gonzalo… ¿Habéis terminado de escribir las suplicatorias que os pedí?
—Esta misma mañana.
—Quiero que se las enviéis cuanto antes a don Bernardo de Sandoval. Necesito que apruebe mi decisión de visitar la región de Xareta tras el Auto de Fe. He de atestiguar por mí mismo qué es lo que está ocurriendo en las villas fronterizas.
—He oído decir a ese afeminado de Berengario di Anzio que el decano y don Juan del Valle están remitiendo a Madrid las cartas que, a su vez, les enviaron los comisarios de las cinco villas. Le ofrecen, al inquisidor general, su particular versión de los hechos.
—¿Os ha dicho quiénes firman esas cartas? —quise saber.
—Una es de don Lorenzo Hualde, que dice estar desesperado por el gran trabajo que ha tenido durante el último año, en el que se vio obligado a darle cobijo en su casa a más de cuarenta muchachos confidentes que sus padres dejaron allí para evitar que los brujos les hiciesen algún mal, y a todos aquellos que acudieron por su propia voluntad después de acusar a sus deudos de incitarlos a acudir a los conventículos…
Un relámpago sesgó los umbríos nubarrones que ya cubrían nuestras cabezas, y don Gonzalo se santiguó, impelido por el atávico temor de ser alcanzado por un rayo.
—Otra misiva es la del vicario de Santesteban —prosiguió, en esta ocasión con más rapidez—, que habla de cuatro brujas maestras, de las cuales dos están presas en dicha villa y las otras fueron a confesar voluntariamente. Y luego está la de fray León de Araníbar, que según vuestros colegas ha desplegado un celo sin igual al descubrir gran número de juntas, con testimonios y pruebas irrefutables. Fijaos… ¡Si incluso llegó a denunciar a la esposa de su hermano, a una tal Domenja de Peruchena! —soltó una carcajada—. ¿Y sabéis una cosa…? —negué con la cabeza—. En todas esas cartas se pide remedio, cueste lo que cueste, contra los hechos testificados —volvió hacia arriba las palmas de sus manos, recibiendo las primeras gotas de lluvia que comenzaban a caer sobre nuestras cabezas—. Y ahora, si vuestra señoría está de acuerdo, será mejor que aligeremos el paso o acabaremos empapados de agua.
—Por una vez en vuestra vida, don Gonzalo, creo que vais a acertar en vuestro vaticinio.
Sin más retraso, comenzamos a correr camino de Logroño. No era cuestión de seguir hablando, pues la lluvia arreciaba cada vez más.
Cuando finalmente llegamos al palacio inquisitorial, toda el agua del mundo corría por nuestros encharcados cuerpos y vestimentas.