Cuando le narraron el suceso de la noche anterior a fray Felipe, este se santiguó por dos veces tras invocar el dulcísimo nombre de Jesús. Joana, que fue la encargada de ponerlo en antecedentes, le refirió el modo en que la esposa del molinero había tratado de defenderse de las amenazas de las hijas del diablo —quienes supuestamente habían entrado de forma subrepticia por la chimenea de la cocina para llevársela consigo a uno de sus oscuros conciliábulos—, y cómo finalmente la propia María las había exorcizado con el rosario que ella misma sostenía entre sus manos, después de que consiguiera arrebatárselo en un descuido.
—Pero ¿realmente pudisteis verlas allí, entre el fuego? —preguntó el clérigo, refiriéndose a las brujas.
La serora, que aguardaba junto a él la llegada de los vecinos, de pie frente a las puertas de la iglesia, apretó con fuerza sus labios abruptos y negó con un giro de cabeza.
—Nosotras no vimos a nadie, pero María sí. Ella, como hechicera, puede ver lo que a los demás no nos está permitido —con ambas manos se cerró la manteleta que cubría sus hombros. A esas horas de la mañana, el viento que soplaba del norte resultaba demasiado gélido para sus huesos—. Dijo que eran sus tías María Txipia y Graciana de Barrenetxea, y que con ellas estaba el demonio. También nombró al viejo pastor que siempre las acompaña… ese tal Miguel de Goyburu. Este permanecía fuera de la casa, agazapado, con el rostro pegado al cristal de la ventana —suspiró al rememorar la escena—. ¡Fue horrible!
—No os comprendo, Joana —fray Felipe enarcó una ceja—. Si no pudisteis ver a los brujos, ¿cómo sabéis que en realidad estaban allí y que no se trataba de una ingeniosa triquiñuela urdida por la esposa del molinero?
—¿Una triquiñuela decís? —lo miró de hito en hito—. Fray Felipe, puedo juraros que sin ver a nadie, allí, entre nosotras, había alguien más —entonces, añadió en voz queda—: Y eran esas brujas y el mismísimo diablo —insistió.
El clérigo recordó la conversación que había mantenido la tarde anterior con el herbolario. Muy a pesar suyo, reconoció que todo aquello de las apariciones y de las juntas donde se invocaba a Satanás resultaba cuando menos discutible. No obstante, se veía en la necesidad de prestarle la atención que se merecía, pues el vicario de Urdax le había encargado la labor de comunicarle personalmente cualquier asunto que estuviese relacionado con el poder del demonio.
Entregarse a profundas reflexiones no era aconsejable, y menos discutir con una mujer, por lo que le hizo un gesto a Joana para que entrara en la iglesia.
En apenas unos instantes saldría el sol por el horizonte. Pronto habrían de llegar los primeros vecinos.
En el interior de la vieja iglesia de Zugarramurdi se habían dado cita la gran mayoría de los habitantes del pueblo. María de Yurreteguia, colocada frente al altar en compañía de fray Felipe, llevaba colocado un escapulario del Sagrado Corazón de Jesús que le llegaba desde la espalda hasta el pecho. En lo alto del sagrario, por detrás de sus cabezas, Joana había colocado una imagen de Nuestra Señora de Muskilda.
En la pequeña capilla que había junto al púlpito permanecían sentados fray Jerónimo, fray Higinio —el cillerero—, y los otros dos ancianos encargados del mantenimiento de la huerta. Sus hábitos de color blanco olían a incienso y retiro, si es que la vida en clausura puede llegar a desprender algún aroma en especial. Sus bonetes de puntas rasgadas como almenares decrépitos, descansaban sobre sus cráneos tonsurados.
Al poco tiempo la iglesia se llenó de gente. Se olía a sudor, a tierra mojada, a cabra y pesebre. Fray Felipe se subió al púlpito, dejando sola a María de Yurreteguia bajo el ábside, que miraba hacia la nave central del templo y, por consiguiente, a la muchedumbre que se había congregado allí para escuchar su confesión y su arrepentimiento. Examinando a los presentes desde la elevada plataforma, el clérigo aguardó a que todos guardasen silencio y fueran acomodándose en sus asientos. Mujeres enfundadas en basquiñas y sayuelos, así como ancianos labradores y pastores ceñudos, aguardaban expectantes el momento de escuchar el testimonio de María de Yurreteguia.
Fingiendo una sutil pesadumbre, esta les fue pidiendo perdón, públicamente, a todos los allí reunidos.
—Lo confieso… soy una bruja —dijo con una leve entonación de voz, avergonzada de ser ella el centro de atención. Se escuchó un gran murmullo por toda la iglesia—. Lo he sido desde muy niña, cuando mis tías María Txipia y Graciana de Barrenetxea me llevaron una noche al prado para que fuese testigo del magnífico poder del demonio —de nuevo el rumor, pero esta vez más resonante—. ¡Pido perdón a Dios por mis pecados! —enfatizó de forma teatral—. ¡Estoy arrepentida de haberme dejado engañar por los amaños de esas dos viejas que siembran cizaña y lanzan sortilegios de muerte y desgracia contra todos aquellos que osan contradecirlas o hacerles algún mal! —alzó la voz con el fin de fortalecer sus palabras—. ¡Oh, Dios, mi Padre amado! ¡Me pesa de todo corazón haberte ofendido! ¡Ten compasión de mi ingratitud! —se dejó caer de rodillas al suelo. Lloraba con gran desolación y angustia mientras imploraba al Cielo con las manos entrelazadas, formando un solo puño—. ¡Dios mío, ten compasión de mí! ¡Sé que no merezco Tú perdón, mas concédemelo! ¡No me abandones, incúlcame la fe verdadera y protégeme de mis enemigos y de todo mal!
Escondió su rostro entre las manos. Se sentía humillada, ridiculizada por el resto de los vecinos y por el propio fray Felipe, pero ese era un sentimiento tan intrínseco que debía mantenerlo oculto por encima de todo.
En realidad, María no se retractaba de nada, sino que actuaba magistralmente impelida por el temor a que una turba enloquecida de gente decidiera tomarse la justicia por su mano y le diesen muerte sin contemplaciones, tal y como algunos de ellos pretendían hacer.
Fray Felipe intercedió en su nombre, exhortando a los vecinos para que aceptasen el arrepentimiento de la joven María e indultaran todos sus pecados, al igual que Dios la había perdonado por haber sido buena confidente y prometer no apartarse del camino de la fe cristiana.
El acto de abjuración, amparado por el edicto de gracia que se concedía a favor de los reconciliados, la eximía de ser condenada a morir en la hoguera. Todo lo demás podría sobrellevarlo, incluso los insultos y la crítica de la gente.
Dando por concluida la reunión, el clérigo le dijo a María, desde el púlpito, que podía regresar a su casa, y que se mantuviese apartada de aquellas personas que le habían inculcado las oscuras ciencias del demonio desde bien joven. De este modo pretendía zanjar para siempre un asunto tan escabroso como era aquel de las reuniones brujescas, donde algunos de los hombres y mujeres de Zugarramurdi se entregaban sin reservas al pecado de la carne.
Apenas había terminado de pronunciar su discurso de absolución, cuando las puertas de la iglesia chirriaron al abrirse y entraron tres hombres —vecinos colindantes de las tierras del molinero—, dando gran grita de voces.
—¡Han sido las brujas! —vociferó uno de ellos, alzando su puño en alto—. ¡Mientras estabais aquí, en la iglesia, esos hijos del demonio acudieron al caserío del molinero para darle un escarmiento! ¡Como represalia a la confesión de María, les han arrancados las berzas de la huerta y varios pies de manzanos!
—¡Y lo que es peor! —exclamó otro de los vecinos que le acompañaba—. ¡Han degollado a varios de sus cerdos y ovejas!
María de Yurreteguia chilló con desesperación, sabiendo que algo así podría suponer la ruina de su familia. Corrió presta hacia la puerta, dispuesta a pedirles explicaciones.
Fray Andrés y el resto de los vecinos fueron tras ella.
—¿Qué es lo que decís que ha ocurrido? —les apremió para que hablasen—. ¡Por el amor de Dios! ¡Responded! ¿Dónde están mi esposo y mi suegro?
—Esteban y su padre van camino de Urdax —repuso el tercero de los hombres, que afanosamente se limpiaba con la manga de su camisa el sudor que le corría por la frente—. Partieron esta misma mañana tras descubrir el desaguisado. Sospechan que las brujas y el diablo, deseosos de venganza, hayan podido hacerle algún mal al molino.
Nada más escucharlo, María les rogó a fray Felipe y a varios vecinos que la acompañasen hasta la hacienda de su suegro, ya que temía ser víctima de las intrigas de sus antiguos cofrades. Un grupo de hombres y mujeres se ofrecieron como voluntarios. No es que pretendiesen protegerla de las demás brujas, más bien lo hicieron empujados por la curiosidad de saber qué había ocurrido realmente en casa del molinero.
María caminaba a zancadas por la senda del valle en compañía de fray Felipe. Tras ellos iba el grupo de zugarramurdiarras, intercambiando impresiones sobre lo ocurrido. Los más decididos ideaban el modo de darles un escarmiento a los malditos brujos y a las sorginas que, gracias a sus diabólicos maleficios, habían conseguido destruir las cosechas de casi todos los campesinos de la región, al margen de otras muchas desgracias. Hablaban de desviarse hacia Arraioz a fin de exigirle explicaciones a la vieja Graciana, o mejor aún, para prenderle fuego a su casa con ella dentro.
En el tiempo que duró el trayecto, fueron muchos los que encontraron en la confesión de María el modo de poder vengarse de los culpables de los robos sufridos en Zugarramurdi los últimos años. Aquella familia de hechiceras, al menos para ellos, no eran otra cosa que las barraganas de los Gayburu, además de ladronas, aojadoras, cabalistas y agoreras; hijas del diablo, al fin y al cabo.
Lo que nadie llegó a sospechar, es que los verdaderos culpables del desaguisado que les aguardaba en casa de María eran precisamente los mismos hombres que habían entrado en la iglesia proclamando la noticia. Ellos les habían arrancado las berzas del huerto y destruido gran parte de sus manzanos. Y lo hicieron por envidia, por rencor, por represalia a las veces que la buena suerte de sus vecinos les había agraviado. No soportaban el hecho de que el molinero y su mujer viviesen mejor que ellos. Era un insulto a sus propias familias. Además, habían oído decir que fray León de Araníbar estaba dispuesto a gratificar con exención de impuestos a todos aquellos que le ayudaran a delatar a las brujas de la comarca, y también a los que se arriesgasen a infligirles daños, tanto personales como materiales.
Ciertamente, la confesión de María de Yurreteguia les beneficiaba. Todo aquel asunto de las brujas habría de compensarles de las pérdidas que habían tenido que sufrir a causa de la mala cosecha. Irían hasta el monasterio de Urdax a exigir su estipendio. No en vano, habían hecho un buen trabajo.
María aceleró el paso al distinguir, desde la distancia, los cuerpos sin vida de varias ovejas dentro del corral. Echándose las manos a la cabeza gritó con desesperación. Ya sin fuerzas, se arrodilló junto a una de las reses que había sido degollada. Su blanca lana, en la zona del cuello, aparecía manchada de sangre.
No pudiendo reprimir su dolor, la esposa del molinero se echó a llorar maldiciendo a los culpables de aquella carnicería. Como mujer astuta que era, sabía muy bien que no habían sido sus compañeros de akelarre. Ni Graciana ni Estebanía eran capaces de hacer algo semejante, ni tampoco hubiesen permitido que otros lo llevaran a cabo.
¡No! Habían sido aquellos rufianes, sus vecinos, que deseosos de ampliar sus mojones y linderos, y acotar sus tierras más allá de las de su esposo, los atacaban donde más les dolía. Eso fue lo que pensó María de Yurreteguia mientras se abrazaba al cuello sanguinolento de la más hermosa de sus ovejas, precisamente a la que más cariño le tenía, pues ella misma la había ayudado a nacer. Miró a su alrededor. Los manzanos habían sido dañados, y la huerta literalmente saqueada. Toda una escabechina.
Fray Felipe le aconsejó que entrase dentro, donde él mismo y algunos de sus acompañantes —los que quisieran— le harían compañía hasta que regresaran su esposo y su suegro. María le dio las gracias.
Tragándose su orgullo y su rabia, los invitó a todos a que fueran con ella hasta el interior del caserío. Algunos se excusaron diciéndoles que debían cuidar de sus propios bienes y familias, como fue el caso de los tres labradores cuyas haciendas colindaban con las tierras del molinero, quizá porque pensaron que no era prudente permanecer allí después de lo ocurrido. Temían que la mala conciencia, o tal vez las inquisidoras preguntas de María, consiguieran delatarlos.
Varias horas más tarde, a falta de muy poco para el crepúsculo, Esteban y su padre regresaron a Zugarramurdi. Nada más entrar en casa, descubrieron que en su ausencia se estaba celebrando una singular reunión de vecinos. No sólo estaba María, la auténtica culpable de todas sus desgracias, sino que además pudieron ver a varias personas del pueblo en compañía de fray Felipe; gente que se regocijaba de verlos en la miseria.
María de Yurreteguia se levantó de la silla y fue al encuentro de su esposo. Necesitaba abrazar su cuerpo, sentirse protegida. El molinero, sin embargo, la apartó con rudeza. Dirigió sus pasos hacia el clérigo.
—Han desbaratado el molino —lo miró fijamente a los ojos, haciéndole responsable de lo ocurrido por haber permitido que la francesa, ahora bajo su cargo, les hubiese difamado sin pruebas concluyentes—. Rompieron el rodezno del molino, y han desencajado el husillo. En cuanto a la piedra de moler el trigo, la han sacado de su sitio.
—Lo siento de veras —le dijo, incómodo por la situación que se estaba viviendo en la villa.
—¿Eso es todo lo que podéis ofrecerme? —inquirió Esteban, con pronunciado ceño.
La pregunta llevaba implícito un reproche.
—Te prometo que los culpables pagarán caro sus fechorías.
—¿Quiénes? ¿Os referís a los brujos?
—Por supuesto… ¿Qué otros iban a ser?
Esteban guardó silencio. Conociendo el carácter levantisco de su hijo, Íñigo le aconsejó que lo dejase a él a cargo de todo y que se marchara a descansar. Obediente, el molinero apartó la cortinilla que separaba la cocina de las habitaciones y, sin despedirse siquiera de aquellas gentes que habían tomado la casa por asalto, buscó refugio en la oscuridad de su cuarto.
—Será mejor que os marchéis ahora —dijo el anciano, con voz firme—. Pero antes, quisiera preguntarle a los presentes… —miró a sus vecinos—. ¿Estáis dispuestos a ayudarnos a recomponer el molino a cambio de unos cuantos maravedíes? Quien acepte, que esté frente a esta casa al amanecer.
Varios se ofrecieron a acompañarlo hasta Urdax para reparar los desperfectos. Tras formalizar el compromiso de forma verbal, finalmente se marcharon, incluido fray Felipe.
Ya a solas, Íñigo le dirigió unas duras palabras a su nuera. Esta había permanecido callada hasta entonces.
—Y tú, puta del demonio… —escupió al suelo, con profundo desprecio—, si quieres dormir en esta hacienda, será mejor que lo hagas con los de tu calaña. O sea, que ya puedes dirigirte a los chiqueros —le señaló la puerta con una mano—. No creo que a los cerdos les importe el hedor a azufre que desprende tu cuerpo, ni el hecho de que te hayas revolcado con esos cabreros de Arraioz. ¡Vamos, márchate! ¿A qué estás esperando, bruja?
Herida en su corazón pero con más agallas que un alabardero, le hizo un mohín de desprecio a su suegro. Después cogió la esclavina que había sobre la silla de enea y se la colocó por encima de los hombros. Dándole la espalda, fue directa hacia la puerta.
No le importó. En realidad prefería dormir con un verraco que hacerlo bajo el mismo techo donde vivían unos hombres que apenas si tenían sangre en las venas: gente sin redaños, incapaz de defender lo que era de su propiedad.
¡Así le había ido al cornudo de su esposo!