El tenue sonido de pies arrastrándose por el suelo, semejante al eco indefinido de un lamento lejano, así como el de la campanilla que hizo sonar don Alonso Becerra al ver entrar a los reos en la sala, consiguió traerme de vuelta al presente. Me olvidé de la crueldad de unos hombres que parecían encontrar cierto deleite en la tortura y en el dolor ajeno.
Y allí estaban los acusados, tristes desechos de lo que meses atrás fuesen campesinos y pastores entregados a sus quehaceres: hombres y mujeres que sin saber cómo ni por qué, habían pasado de ser gente libre a cautivos de una locura transitoria engendrada por la sinrazón. Algunos llevaban una soga alrededor del cuello. Otros, un capirote cónico que delataba su condición de infamantes. En cada uno de sus rostros pude ver plasmado el terror y la angustia.
Después de que el escribano general leyese en voz alta las imputaciones que recaían sobre los inculpados, le tocó el turno al procurador fiscal. Con el beneplácito de todos aquellos que formábamos parte del Tribunal de la Santa Inquisición en Logroño, fue interrogando a cada uno de los reos.
La primera en hablar fue Joana de Teletxea.
Aquella mujer de mediana edad, envuelta en sucias y malolientes jerapellinas, reconoció haber formado parte de la secta de brujos, aunque también nos confesó que había sido víctima de las iras de sus propios compañeros de akelarre.
—¿Podrías explicarnos qué ocurrió para que tus coadjutores en los asuntos del diablo quisieran de torturarte? —el procurador formuló su pregunta mirándola fijamente a los ojos.
Don Venancio Yriarte cumplió con su deber de intérprete.
Con voz mortecina, debido a las muchas fatigas que había tenido que sufrir durante los meses de encierro en las cárceles secretas, Joana respondió la interrogante del fiscal:
—Ha de saber vuesa merced que mi esposo fue elegido por la cofradía a la que pertenece para representar al rey moro la víspera de San Juan, en competencia con otro que hacía de rey de los cristianos. Yo debía ir con él, pues todo rey necesita su reina… además, debía preparar la refacción para los invitados. Así que me fue imposible acudir a la junta que habría de celebrarse esa misma noche en el prado —se detuvo un instante para tomar aliento. Su quijada comenzó a temblar de forma inopinada. En verdad, era grande su temor—. Finalizada la fiesta, regresamos de nuevo a nuestro caserío y nos acostamos rendidos después de haber estado toda la noche holgándonos con el resto de los cofrades y bebiendo el vino jocundo de la celebración. Aprovechando que mi esposo se hallaba inmerso en el más profundo de los sueños, los brujos entraron por la ventana en compañía del demonio y le echaron ciertos polvos por encima del rostro para que le fuera imposible despertarse. Más tarde… —titubeó unos instantes—, maldijeron el hecho de que yo les hubiese fallado al no acudir al conventículo, y me azotaron con desmedida crueldad durante toda la noche, de tal modo que al día siguiente tuve que excusarme ante mi esposo diciéndole que no me encontraba bien de salud.
—Entonces… ¿Te ratificas en tu confesión, redactada el pasado mes de marzo ante los miembros de este Santo Tribunal?
—Sí, lo hago.
—¿Confirmas, igualmente, que los brujos y brujas que te hicieron malos tratamientos son los mismos que declaraste en su día?
—Lo confirmo —sentenció Joana, que se mordió el labio inferior.
Después de que el intérprete tradujera las palabras de la acusada, el fiscal revirtió su mirada hacia nosotros, los inquisidores, esperando nuestra aprobación. El decano asintió con la cabeza y el alguacil condujo a la rea hasta su asiento, con los demás acusados.
El siguiente en declarar fue Joanes de Goyburu, esposo de Estebanía de Yriarte, la cual había fallecido a causa de la peste hacía apenas unas semanas. Cuando el procurador le preguntó por su función dentro de la secta, el pastor fue sincero y explícito.
—Tocaba el txistu en las reuniones —confesó abiertamente—, y también acompañaba a las mozas y a otras mujeres hasta donde estaba el diablo, para que las fuese tomando de una en una como a él le gusta. Mi primo Joan y un servidor alegrábamos los placeres de Satanás con nuestra música.
—¿Y no es verdad que Graciana de Barrenetxea, madre de tu barragana, era ofrendada con carne de difunto que otros brujos le entregaban como pago a su fidelidad al demonio? —inquirió de nuevo el fiscal.
—Es así, como dice vuesa merced —el reo cabeceó con languidez, entrecerrando sus párpados—. Y aunque es verdad que la carne resultaba hedionda, la comíamos porque de este modo agradábamos al diablo. Para nosotros no había mayor divertimento que ir a los cementerios a desenterrar los cadáveres de los condenados a muerte, así como los cuerpos de los niños recién fallecidos, para luego guisarlos y comérnoslos entre todos. Es más, días antes de que fuésemos requeridos por fray Felipe de Zabaleta, Estebanía profanó la tumba de uno de nuestros hijos, que había muerto años atrás a los pocos meses de nacer. Engullimos su carne con gran satisfacción… hasta los tuétanos.
Don Venancio cumplió con su trabajo y tradujo la confesión de Joanes de Gayburu. Hubo evidentes muestras de aversión entre los miembros del tribunal, también entre los secretarios, calificadores y juristas presentes en la sala. Resultaba repugnante escucharlo hablar de ese modo, con tan excesivo lujo de detalles.
Tal fue así que algunos de los vecinos de Logroño, quienes se asomaban a los barrotes del ventanal que daba a la calle con el fin de seguir de cerca el proceso, no pudiendo reprimir las náuseas que les provocaba escucharlo hablar, tras la oportuna traducción le lanzaron toda clase de improperios, como «marrano judío» e «hijo del diablo». El decano hizo sonar la campanilla para que guardasen silencio quienes se aglomeraban a las afueras del palacio inquisitorial, advirtiéndoles que si no lo hacían se vería en la obligación de enviar a los alguaciles para que los disolviera por vagos y curiosos.
Joanes afrontaba los improperios en completo silencio, declinando su mirada hacia el suelo con cierto pudor.
Lo que jamás llegué a saber es si realmente se sentía culpable de aquellas atrocidades, o si por el contrario su turbación se debía al hecho de tener que seguir mintiendo para salvar su vida. Porque, a pesar de su execrable confesión, resultaba inconcebible pensar que alguien pudiera comerse la carne de un niño muerto después de que este llevase enterrado varios años. Por lo visto, nadie había caído en la cuenta de que para entonces los gusanos ya se habrían encargado de dejar tan sólo la osamenta.
Una nueva contradicción que venía a corroborar mi sospecha de que los inculpados podrían ser inocentes de los cargos que se les imputaban, y que si reconocían tales delitos, horrendos por lo demás, era sólo por placernos a los miembros del Tribunal y salvar sus vidas. Esperaban así, admitiendo su culpabilidad y abjurando de sus presuntas atrocidades, acogerse a una sentencia de reconciliación que les privase de una muerte segura en la hoguera.
Le tocó turno a Joanes de Etxalar. El ferrón reconoció ser el verdugo de la secta y uno de los validos del diablo. Admitió que este le había impreso con su pezuña una marca en el estómago, de modo que no podía sentir ningún dolor en dicha zona de su cuerpo. Llevado por la curiosidad, don Alonso Becerra le instó a que les enseñara a todos aquella señal diabólica. En efecto, según pudimos observar tenía una especie de verruga por encima del ombligo.
Un alguacil, después de recibir la orden directa del licenciado don Juan del Valle, le introdujo con fuerza un alfiler sin que el reo exteriorizase ningún gesto de dolor. Pero cuando se le pinchó en otras zonas del cuerpo, como fueron los brazos o el cuello, este se quejaba de la pinchadura.
Y aunque a todos nos sorprendió el resultado de la prueba, yo sabía, por los cirujanos de la Corte, que algunas excrecencias y tumorcillos resultaban insensibles a una agresión realizada con hierros punzantes ya que eran carne muerta, y por lo tanto indolente.
—Dime, pues… —el procurador siguió adelante con el interrogatorio—, ¿en qué consistía tu labor como verdugo de la secta?
—Mi misión era castigar a los jóvenes que hubieran hablado con sus padres de todo aquello que acaecía en nuestras reuniones.
—¿Puedo saber de qué modo?
—Azotándolos con unos manojos de mimbres retorcidos, unas veces, y otras con tallos espinosos que laceraban la piel de sus cuerpos hasta hacerlos sangrar. Debía hacerlo para que no olvidasen que le debían obediencia al diablo.
—¿Es por ese motivo que don Lorenzo de Hualde, de la parroquia de San Esteban de Vera, decidió encerrar a los niños de aquel villorrio?, ¿por temor a las represalias de Satanás?
—Sí, en efecto —afirmó Joanes, sin dudar ni un instante—. El vicario solía bendecirlos cada noche con un hisopo de agua bendita a fin de que no pudiésemos acercarnos a ellos. Pero en una ocasión se le olvidó hacerlo y varios de nosotros pudimos llevarnos a los niños al prado del Cabrón, donde yo mismo los torturé con saña hasta la salida del sol… porque el demonio así me lo había exigido.
Los presentes en la sala rezongaron, molestos, después de intercambiar entre sí diversas opiniones que venían a reprobar la cruel actitud del acusado.
Para entonces ya era mediodía, hora de llenar nuestros estómagos vacíos. Don Alonso Becerra resolvió posponer los interrogatorios para más tarde. Y así, los miembros del Tribunal acudimos al refectorio a la espera de que se reanudase el proceso.
Caminando por el oscuro corredor en compañía de mis colegas, seguidos de los demás juristas y teólogos del Consejo, me dejé llevar nuevamente por el recuerdo…
Si violento fue el interrogatorio de María de Arburu, más implacable y terrible se presentaba el de la madre de don Joan de la Borda, pues esta, tozuda como una mula, nos dijo a los miembros del Tribunal que no habríamos de conseguir de ella una confesión impuesta a la fuerza que fuera en contra de la verdad.
—Vuestras señorías pierden el tiempo conmigo —concretó María Baztan, cuyo cuerpo seguía ceñido por diversos correajes a la mesa de tortura—. No he hecho mal a nadie, ni jamás he estado en presencia del demonio. ¿Por qué me pedís que os diga algo que no es cierto?
Don Juan de Jaca procedió según dictaminaba su trabajo: encajó una cuña de madera en la boca de la acusada. De este modo mantendría separada la mandíbula.
Para dejar de escuchar el gorjeo agónico de la rea, le introdujo hasta la tráquea una toca de lienzo empapada en agua. Sustrayéndose a los sofocados gemidos de la anciana, originados por la angustia de sentir que le faltaba el aire, aguardó la señal de los inquisidores.
—Me asombra ver hasta dónde llega la rebeldía de esta gente con tal de servir al diablo —le escuché decir a don Alonso Becerra, que acercó su rostro al del licenciado para exponerle su opinión.
—Algunas poseen una voluntad inquebrantable. Prefieren morir a reconocer que son hijas de Satanás —le respondió don Juan, refiriéndose a las brujas—. Tanto peor para ellas —concluyó en tono lapidario.
A continuación, le hizo un gesto al alguacil para que iniciase la tortura. Este cogió una redoma con agua y la fue vertiendo lentamente, a través de un embudo, en el hueco que quedaba entre los escasos dientes de María Baztan. La anciana comenzó a convulsionar su cuerpo tratando de escapar a la presión de los correajes. Arqueaba la espalda con tal desesperación que creí ver su cuerpo partido en dos. Su cabeza, a pesar de la cinta de cuero que sujetaba la frente, giraba de un lado hacia otro como si realmente estuviera poseída por el demonio, presa de una enloquecedora angustia. En esa dramática situación, un balbuceo agonizante se fue expandiendo por cada uno de los oscuros rincones de las cárceles secretas.
Mis ojos estaban fijos en la acusada, tratando de ayudarla sin poder hacer nada más que guardar silencio. Pude sentir su angustia, su miedo, la terrible sensación de que no podía respirar, que se asfixiaba con lentitud. Debía hacer algo por ella o moriría sin remisión.
Ya tenía pensado detener tamaña inclemencia, pues para interrogar a una mujer de su edad existían otros métodos algo menos violentos, cuando el verdugo tiró con fuerza del extremo de la tela que emergía de su garganta y la anciana gritó al sentir la áspera fricción del lienzo en la tráquea. Vomitó parte del agua mezclada con sangre, que también parecía salirle por la nariz.
—Y ahora… ¿vas a reconocer que tú y otras brujas os comíais los corazones de los niños que fallecían después de haber sido víctimas de vuestros maleficios? —inquirió don Juan del Valle, con un acaloramiento propio de un hombre sin honor, perverso y despreciable.
No fue María, sino su hijo, el que vino a responder la pregunta del licenciado.
—¡Dios os juzgará por vuestros crímenes! ¡Vosotros sí que formáis parte de las legiones del diablo!
Nadie le prestó atención a las declamaciones de don Joan, que para entonces ya había recobrado el conocimiento. Lo habían aherrojado a la pared por medio de unos grilletes cuyas cadenas permanecían tensas debido a los encolerizados gestos que hacía con los brazos al querer acercarse a su madre.
María, a pesar del sufrimiento de su hijo y el suyo propio, no estaba dispuesta a satisfacer el capricho del licenciado.
—Por más suplicios que me inflijáis, jamás conseguiréis convertirme en una bruja. Y si otras han confesado servir al demonio… —su mirada se desvió hacia María de Arburu, que permanecía hecha un ovillo sobre la pútrida paja del suelo, temblando como un recién nacido debido al dolor que le provocaba la dislocación de alguno de sus huesos.
Pensaba decirles que no se debían tener en cuenta las declaraciones realizadas bajo tortura, pero un nudo en su garganta le impidió hablar. Sin poder evitarlo, dos lágrimas resbalaron por el rabillo del ojo.
—¡Por el amor de Cristo! ¿Acaso sois tan ciegos que no veis la inocencia cuando la tenéis delante? Sabed que a quienes no reciben el amor de la verdad para ser salvos, Dios les envía un poder engañoso para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia.
—¿Cómo te atreves a conjurar el nombre del Señor, bruja? —don Alonso de Becerra golpeó la mesa con su mano abierta, mostrando una vehemencia irascible, acorde con el carácter de un inquisidor—. ¿Y esas palabras acusadoras? ¡Una herejía digna del propio diablo!
—¿Herejía decís? —preguntó uno de los reos desde el oscuro rincón donde los demás prisioneros gemían sus desventuras, y lo hizo en un tono de voz bastante crítico. Era fray Pedro de Arburu, cuyas heridas en el esternón y bajo la barbilla seguían sangrando copiosamente—. Han de saber vuestras señorías que las palabras de esa mujer, lejos de ser diabólicas, personifican la voz de Pablo de Tarso, pues forman parte de una de las epístolas a los Tesalonicenses. ¿O también el apóstol fue un hijo del diablo?
«Le está bien empleado, por engreído», pensé a la vez que ocultaba la boca con mi mano, reprimiendo así una sarcástica sonrisa.
Rojo de ira, el decano farfulló algo bronco entre dientes e inclinó la cabeza para anotar unas frases en el pergamino que había frente a él.
En esta ocasión, don Juan no tuvo que esperar a que le diesen instrucciones. Actuó por iniciativa propia. El ritual del agua siguió su curso, y nuevamente fui testigo de cómo aquella anciana se debatía entre la vida y la muerte tratando de conseguir un poco más de aire.
Para entonces, mi cabeza daba vueltas y mi estómago amenazaba con regurgitar la escasa comida que pudiese haber en él. Un sudor frío resbalaba por mis mejillas hasta impregnar los cabellos de mi barba.
El decano reparó en mi aspecto.
—¿Os encontráis enfermo? ¿O es que no sois capaz de soportar las inclemencias de un interrogatorio?
Su pregunta, por cruel e improcedente, hirió mi orgullo. Para entonces había muerto cualquier atisbo de envanecimiento que pudiera atesorar mi alma. La única fórmula de subsistencia a la que podía aferrarme en aquellos momentos, era a la de mostrar piedad hacia los inculpados o abandonar de una vez por todas aquel infierno.
Haciendo un supremo esfuerzo me puse en pie.
—Lo siento… —les dije en voz baja, apoyándome en la mesa para no perder el equilibrio—, habréis de seguir sin mí. Necesito tomar el aire.
No di más explicaciones. De nada hubiera servido decirles que eran sus procedimientos los que habían provocado mis náuseas. La inflexibilidad y dureza de sus actos resultaban bastante más diabólicas que los pecados de aquellos que habían sido inculpados por brujería. Y yo no quería ser cómplice por más tiempo de semejante aberración.
Dejé atrás el terrible recuerdo de lo acaecido hacía unas semanas, pues también el presente se avecinaba turbulento. Y aunque olvidar los gritos de dolor de las víctimas resultaba bastante difícil, pues el eco de los lamentos repercutía en mi cerebro del mismo modo que el estridente sonido de una chirimía, tuve que seguir adelante con mi trabajo como inquisidor y afrontar aquella teatral representación que eran el interrogatorio, las confesiones y demás aspectos legales del juicio, y lo hice en el mismo instante en que tomé asiento frente a la mesa del Tribunal.
Tanto el decano como don Juan del Valle ocuparon sus respectivos sillones sin decir ni una sola palabra. Se mantenían distantes, alejados de mí, como si la prudencia les advirtiera que había ciertos asuntos de los que era mejor no hablar. Incluso evitaban discutir conmigo los autos con las calificaciones de los acusados. Y todo porque alguien, tal vez fray Gaspar de Palencia, les había hablado de las varias cartas que mi secretario había enviado a la Suprema de Madrid, concretamente a don Bernardo de Sandoval, comentándole mis impresiones con respecto al proceso inquisitorial contra las brujas de Zugarramurdi. Temían que mi amistad con el inquisidor general pudiera poner en entredicho su autoridad y, asimismo, el modo en que estaban conduciendo el sumario.
La voz de uno de los consultores vino a romper el silencio que se vivía en la sala. Habló después de que don Alonso Becerra agitara la campanilla, dando por iniciada la sesión de interpelaciones.
—Antes de proseguir, he de recordarles a vuestras señorías los grados y distinciones dentro de la secta de brujos para que juzguen a los reos según su participación en los conciliábulos del diablo —alzó la voz fray Atanasio de Zuñega, que había sido recomendado por el obispo de Pamplona para el cargo de nuncio inquisitorial—. Los hay niños que son llevados sin su consentimiento, y otros que aceptan ir sin coacción. Luego están los catecúmenos mayores de edad, que reniegan de Cristo en su primera reunión, y los neófitos que ya han renegado en otras ocasiones… —estornudó hasta tres veces—. En cuanto a los que no necesitan tutela, por ser brujos reincidentes, están los iniciados de primer grado, que fabrican ponzoñas y maleficios, y los iniciadores, tutores y brujos maestros, que son los auténticos artífices de las juntas y quienes demandan la presencia del demonio.
Finalizada su alocución, y después de pasar un dedo por su nariz, le cedió el turno al procurador, quien ordenó al alguacil que condujese a María Presona hasta la sala del Tribunal. Don Juan de Jaca abrió la puerta, permitiéndole la entrada a una anciana que llevaba el capirote de penitente sobre la cabeza y el gran escapulario —llamado «sambenito» por la plebe— colgado entre el pecho y la espalda.
Avanzando con lentitud, así como con visible temor, se colocó frente a la tarima donde estábamos los inquisidores. Casi sin aliento alzó la mirada hacia nosotros. Tenía los ojos tristes y los labios agrietados debido a la sed. Débiles marcas del suplicio se esparcían por todo su rostro: la inequívoca señal del alguacil de las cárceles secretas impresa a fuerza de golpes en una piel marchita e inocente.
—María Presona… —comenzó diciendo don Andrés de Guevara, el fiscal—, entre las varias acusaciones que recaen sobre ti, que son diversas y horrendas, está la que hace Martín de Amayur, vecino y molinero de Zugarramurdi. Según cuenta, tú y varias brujas más le salisteis al paso una noche que regresaba a su molino, para infligirle tormento… —se aclaró la voz—. Y atestigua también que os habíais transformado en puercos, cabras, ovejas y yeguas. Dicho molinero afirma, igualmente, que consiguió golpearte en la cabeza con su cayado, y que te reconoció por la voz y los gritos que surgían del hocico de aquella cabra negra, apestosa y diabólica en la que te habías convertido gracias a tus oscuras artes de bruja. Incluso afirma que estuvo enfermo varios días debido al horror que tuvo que vivir la mencionada noche —dejó de leer el pliego que sostenía con ambas manos para dirigirle una mirada crítica—. ¿Qué tienes que decir a eso?
—Que si vuesa merced lo dice… —la mujer se encogió de hombros—, pues tiene que ser verdad —dijo de forma chocarrera, olvidando por un instante el suplicio al que había sido sometida y la confesión firmada, donde admitía su culpabilidad, que obraba en manos del Santo Oficio.
La contestación ofrecida por el intérprete enojó bastante al decano. Bajo sus prominentes cejas se escondían unos ojos ardientes, capaces de fulminar a cualquier hombre, mujer o niño.
—¡Aquí nadie presupone! —vociferó don Alonso Becerra—. Nos limitamos a leer las delaciones de los vecinos y «familiares», así como el testimonio de los inculpados. Recuerda, bruja, que tú misma has reconocido ser una sierva del diablo. Y ahora, responde… ¿Estabas entre el grupo de hechiceras que atacó a Martín de Amayur?
—Sí, lo reconozco… el molinero me golpeó con fuerza en las costillas —todo el empaque de María Presona se vino abajo ante la arrolladora fuerza verbal del hombre que vestía el hábito de la Orden de Alcántara—. Incluso mis cofrades me reconvinieron por haber sido tan estúpida de acercarme a él.
—¿No es verdad, también, que dicho vecino no fue el único al que le procurasteis una buena espantada? —insistió el procurador fiscal.
—Tenéis razón —admitió ella a desgana, tal vez porque nada de aquello era cierto y le incomodaba prestarse al juego de los inquisidores—. Como bien decís, otra noche les salimos a tres hombres que eran vecinos de Zugarramurdi, y si lo hicimos fue porque días antes nos habían insultado delante de todo el pueblo diciendo que éramos «brujas». Pensamos darles un buen escarmiento aprovechando que regresaban a sus caseríos después de realizar sus negocios en el pueblo, pero nos delataron las hojas secas al quebrarse bajo nuestros pies. Los muy bribones escucharon el sonido de nuestros pasos y desenvainando sus espadas nos persiguieron por todo el bosque… hasta que pudimos escondernos en una charca.
—Prosigue… —le instó don Andrés de Guevara.
—También reconozco haberme presentado, junto a otras brujas, en las casas de los vecinos que no acostumbran a bendecir la mesa cuando comen o cenan, y que tampoco dan gracias a Dios. El demonio nos acompañaba para alumbrar nuestros pasos con su luz; además, abría las puertas cerradas gracias a su terrible poder. Les echábamos unos polvos a quienes dormían en sus habitaciones para que no pudiesen despertar. Y ya dueñas del lugar, bailábamos, quebrábamos sus platos y pocillos y les hacíamos otros males semejantes.
El interrogatorio prosiguió durante varios minutos, hasta que don Alonso le ordenó retirarse.
Las confesiones de los acusados fueron sucediéndose sin pausa durante toda la tarde, tiempo en el cual muchos de los logroñeses congregados frente a la ventana del palacio inquisitorial se fueron retirando a sus casas, hastiados de escuchar siempre las mismas declaraciones.
Una vez que se analizó el testimonio de los reos inculpados de brujería, los cuales regresaron al infierno de las cárceles secretas finalizado el proceso, mis colegas del Tribunal y otros consultores del Santo Oficio comenzaron a debatir la inquina naturaleza que demostraban los brujos navarros. Se felicitaban mutuamente por haber sido capaces de detener, de momento, las acometidas del demonio.
Yo, en silencio, escuchaba la desatinada conversación que mantenían juristas y teólogos, mas harto de escuchar necedades tuve que intervenir. De no arriesgarme a hablar, todo el conocimiento adquirido a lo largo de mi vida corría el riesgo de verse influenciado por culpa de un baturrillo de despropósitos.
—Creo que perdéis el tiempo asegurando que los aspectos más complejos de este asunto sólo pueden ser comprendidos por aquellos iniciados en los misterios de la secta, ya que los acontecimientos, a pesar de todo, solicitan que el caso sea juzgado por gentes que no sean brujos —les arengué, con expresión tosca—. No conseguís nada diciendo que el demonio es capaz de esto o aquello, mientras repetís la teoría de su naturaleza angélica y hacéis referencia a los sabios doctores de la Iglesia. Todo ello resulta fulminante. Nadie ha puesto en duda tales palabras.
»El problema es el siguiente… ¿Hemos de creer que en una u otra ocasión determinada hubo brujería, y sólo porque esa gente lo dice? No, naturalmente no debemos creer a los brujos. Nosotros, los inquisidores, no debemos juzgar a nadie a menos que los crímenes puedan ser documentados con pruebas concretas y objetivas… pruebas evidentes como para convencer a quienes las oyen.
»Entonces… ¿Cómo podemos afirmar que una persona, a su antojo, es capaz de volar por el aire y recorrer largas distancias en escaso espacio de tiempo, o que una mujer pueda salir por un agujero por el que no cabe una mosca, o que pueda hacerse invisible a los ojos de los presentes, o sumergirse en el río y no mojarse, o que pueda estar a un mismo tiempo durmiendo y asistiendo al sabbat, o que una bruja sea capaz de convertirse en el animal que se le antoje, ya sea cuervo, cabra o sapo? —proyecté una sonrisa, no exenta de cierto dramatismo—. Estas cosas son tan contrarias a toda sana razón, que incluso muchas de ellas sobrepasan los poderes puestos al servicio del demonio.
Tal y como esperaba, mi breve discurso no fue del agrado de mis colegas. El primero en estallar fue don Juan del Valle.
—¡No comprendo cómo puede haber quien se atreva a decir que somos los sabios y el Consejo de la Inquisición los que estamos sumidos en el error, y que durante tanto tiempo hayamos procedido de forma injusta! —exclamó, sumamente ofendido.
Don Alonso Becerra, una vez más, apoyó las palabras del licenciado. Su voz sonó todavía más estridente.
—¡Me asombra que intentéis convencernos de que la gran mayoría de las confesiones de los brujos no sean otra cosa que delirios y fantasías! Sin embargo, he de reconocer que el demonio ha sabido engañaros con sus malas artes y os ha cegado la razón —dijo aquello para desprestigiarme—. Y ello, sin lugar a dudas, le ha proporcionado a Satanás la facilidad de proteger a sus brujos aunque sea a través de vos.
Por supuesto, repliqué. Y lo hice con la misma efusividad que ellos. Y así, presto nos enzarzamos en una lamentable disputa, desavenencia que tuvimos que olvidar al descubrir que unos pocos vecinos de Logroño, que seguían asomados al ventanal, se burlaban de nuestra ridícula controversia.
—¡Por Dios, que alguien cierre esa ventana! —chilló el decano, y al momento se le hincharon las venas del cuello.
—Pero, el calor… —tímidamente, el portero trató de justificar el hecho de que estuviera abierta.
—¡Aunque nos ahoguemos! —porfió don Alonso Becerra.
Pero ya era tarde. El proceso se había convertido en un sainete y el palacio inquisitorial en un auténtico corral de comedias. Y mientras tanto, cincuenta y tres personas, vivas y muertas, iban a ser juzgadas por un atajo de inoperantes.
Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit.