XIX

Escuchar a mi corazón; eso es lo que hice durante los meses que se fueron sucediendo tras mi encuentro con don Pedro de Valencia en Valladolid. A pesar de todo, a día de hoy sigo pensando que mi corazón no supo bien aconsejarme, pues al final incurrí en el error de dejarme llevar por la inercia del proceso e implanté mi rúbrica con mano firme en los documentos de sentencia redactados por el escribano general, condenando a muerte a varias personas que, con el paso de los años, yo mismo habría de juzgar inocentes de los cargos que se les imputaban.

Pero antes de seguir con la narración de esta historia, he de decir a vuesas mercedes que cuando se iniciaron los interrogatorios oficiales, con el fin de evaluar la suerte de aquellos reos que habrían de estar presentes en el Auto de Fe, la peste ya se había cobrado las vidas de varios de los acusados. Entre las víctimas mortales se encontraban Estebanía de Yriarte, María de Etxalecu, Estebanía de Petrisancena, Martín Vizcar, Joanes de Etxegui, María de Zozaya, Joanes de Odia y Maria Juanto. Los cuerpos de los presuntos brujos, amortajados en sus respectivos ataúdes, habrían de aguardar la resolución del Tribunal del mismo modo que los otros cinco cadáveres fallecidos meses atrás. No en vano, necesitábamos justificar nuestra honrada labor presentándolos al pueblo en la manifestación pública que habría de celebrarse finalizado el proceso, aunque fuese en efigie; daba igual que la sentencia resultara de reconciliación o relajación.

Aquella mañana de junio, antes de que el Consejo se reuniera en sesión plenaria con los demás teólogos y juristas del Tribunal, el capellán celebró una misa en el oratorio que contó con la participación de todos nosotros. También estuvieron presentes el fiscal, el juez de bienes confiscados, cuatro secretarios, el alguacil, el alcaide de las cárceles secretas, el notario del secreto, el intérprete, el contador, el nuncio, el portero, dos capellanes, seis consultores teólogos y seis consultores juristas, además de un médico, los ministros inferiores y los «familiares»[2] que habrían de estar presentes en las interpelaciones.

Finalizada la liturgia, fuimos saliendo de la capilla siguiendo el orden eclesiástico por categorías y antigüedad; primero los de rango inferior, y después quienes formábamos parte del Tribunal, caminando en último lugar don Alonso Becerra Holguín, que lo hizo acompañado de don Lázaro de Badarán, canónigo de la colegial y enviado por el obispo de Pamplona para supervisar los interrogatorios.

Cuando finalmente llegamos a la sala del Consejo, el nuncio, el alcaide y el alguacil de las cárceles secretas, aguardaban de pie nuestra llegada. Tras subir a la tarima que nos elevaba por encima de los demás juristas y teólogos, tomamos asiento frente a la mesa cubierta por un enorme dosel donde podía verse bordada la emblemática Cruz Verde de la Santa Inquisición. En silencio, cada cual ocupó su lugar correspondiente: el decano en el centro, don Juan del Valle a su derecha, y yo a su izquierda. Frente a nosotros, en varios bancos de madera colocados en el centro de la estancia, fueron acomodándose los consejeros, calificadores, notarios, consultores, alguaciles y comisarios que formaban parte del clero secular, así como don Venancio Yriarte, el intérprete del Tribunal.

—Que entren el escribano y los relatores —dijo el de la Orden de Alcántara, dirigiéndose al portero.

Este acudió presto a la puerta principal con el propósito de llamar al secretario y a los procuradores fiscales. Una vez que entraron y tomaron asiento, don Alonso Becerra se quitó el bonete que cubría su cabeza e hizo sonar la campanilla.

—Se requiere la presencia de los siguientes reos —comenzó diciendo el decano, leyendo en voz alta los nombres escritos en un pergamino que sostenía con ambas manos—: Joana de Teletxea, María de Yurreteguia, Joanes de Goyburu, Joan de Sansim, María Presona, Graciana Xarra, María de Arburu…

En tanto que don Alonso Becerra iba nombrando a los acusados que habrían de presentarse ante el Tribunal, caí de forma irremediable en la fascinación del ensueño y mi mente retrocedió hasta el momento en que fui testigo de las terribles torturas a las que fueron sometidos los penitentes, reos que sufrieron en sus carnes mil y un suplicios a manos de los verdugos de la autoridad civil, todo ello con el beneplácito de la Suprema, sin que nadie tuviera en cuenta su sexo o edad…

Semanas antes de la celebración del proceso se había procedido a la tortura de algunos de los reos. Como era mi obligación, según la competencia del Tribunal eclesiástico, acudí a las mazmorras en compañía de mis colegas para dar veraz testimonio de las confesiones que les serían arrancadas por la fuerza a los inculpados de crimen pessimum; es decir, a todos aquellos que habían mantenido relaciones carnales con el diablo, renegado de Dios, o incurrido en sodomía, incesto y necrofagia. Como era habitual en estos casos, nos acompañaban los notarios del secreto, que irían transcribiendo cada una de las palabras que allí se dijesen. Igualmente, hicieron acto de presencia el alcaide y el alguacil.

Con el alma contrita, debido a los innumerables castigos que habrían de soportar aquellas pobres e ignorantes gentes, así como por tener que ser testigo de la violencia que solían exteriorizar los esbirros del brazo secular, descendí en silencio los mugrientos peldaños de la escalera que conducía a la mismísima capital del infierno: las cárceles secretas de Logroño.

El desagradable olor a excrementos y orines, como otras tantas veces, me resultó nauseabundo. Allí, el aire se hacía tan irrespirable y viciado que lo extraño era que los inculpados siguieran con vida, pues en aquellos lugares de hacinamiento y reclusión era precisamente donde más se sentía la deletérea presencia de la peste negra.

Minutos después llegamos a los enormes salones coronados por arcos de medio punto y dilatadas bóvedas. Desde allí se distribuían diversas escaleras, hacia un lado y otro, que se adentraban de forma inexorable en los abismos más profundos del infierno inquisitorial. En sus muros se alineaban gran cantidad de argollas que afianzaban el cuello y las extremidades de los presos. Estos dormían sobre un suelo de paja húmeda pródiga en piojos, chinches, cucarachas, ratas, arañas y gusanos.

En mitad de la oscuridad se escuchaban gemidos entrecortados de dolor, y voces que rogaban misericordia a quienes caminábamos a través de aquel valle de lágrimas, seguidos de don Juan de Jaca y el alcaide de las mazmorras. Quizá porque el hábito clerical era, o debía ser, atributo de caridad.

Pero ninguno de los que formábamos parte de la Consulta de Fe nos atrevimos a indagar en los sinsabores de los condenados o nos acercamos a confortarlos con esperanzadoras palabras. Nuestro trabajo se ceñía a autorizar a los verdugos para que cumpliesen su siniestra labor y les arrancasen las precisadas confesiones que necesitábamos antes de conducirlos a la sala del Tribunal para juzgarles.

Cuando llegamos a nuestro destino, el alcaide nos abrió la puerta de una enorme sala donde pudimos ver a varias personas aherrojadas con cepos y demás instrumentos de tortura —como eran la cigüeña y el cinturón de San Telmo—, y también a otras más colgadas del techo por las manos y con pesas en los pies. Entre los acusados pude reconocer a los clérigos fray Pedro de Arburu y don Joan de la Borda, así como a sus respectivas madres: ancianas decrépitas al borde de la muerte que lo último que hubiesen esperado de la vida, después de haber criado a sus hijos en el temor de Dios, era ser víctimas del poder oligárquico de la Iglesia católica.

—He aquí los reos que han desechado la posibilidad de confesar in conspectu tormentorum —dijo don Juan de Jaca, señalando a los desechos humanos que se arrastraban por el suelo al igual que sierpes moribundas, implorando piedad con lágrimas en los ojos.

—Me sorprende vuestra actitud —habló don Juan del Valle, dirigiéndose a fray Pedro—. La verdad, no esperábamos que un sacerdote se viese inmiscuido en los asuntos del demonio.

El clérigo llevaba colocada en su garganta la horquilla del hereje, un instrumento de tortura que estaba compuesto por cuatro puntas afiladas que, a un mismo tiempo, se le clavaban profundamente bajo la barbilla y sobre el esternón, de modo que le era imposible hacer cualquier movimiento de cabeza. No obstante, sí que le permitía murmurar la palabra «abjuro», con lo cual, el reo podía retractarse de sus acciones diabólicas y evitaba ser considerado impenitente, eludiendo así una muerte segura en la hoguera.

Por este motivo, fray Pedro apenas pudo defenderse del ataque verbal del licenciado, ya que el balbuceo que salía de su garganta resultaba incomprensible. En todo caso, rechazó la oportunidad de retractarse de los gravísimos delitos que se le imputaban.

Yo, mientras tanto, y sin solicitar la aprobación de ninguno de mis colegas, le ordené al alguacil que hiciera descender el cuerpo de don Joan de la Borda, que permanecía colgado de los brazos con los ojos en blanco y una espumilla reseca adherida a la comisura de los labios.

—¡Bajad de ahí a ese hombre, por el amor de Dios! ¡Y quitadle ese hierro del cuello a fray Pedro! —exclamé indignado—. Sólo existen indicios leves de culpabilidad en contra suya, pues no ha sido demostrada su participación en los asuntos de brujería. Me parece excesiva tanta sevicia para alguien que todavía conserva sus hábitos.

El decano aprobó mi decisión tras asentir levemente con su cabeza. El alguacil aflojó la cuerda y el cuerpo de don Joan de la Borda cayó al suelo, desvanecido. Luego fue hacia donde estaba el clérigo premostratense de la parroquia de San Salvador, y quitando el pasador que sujetaba el hierro punzante lo liberó de su ahogo.

Al margen de la garrucha, los distintos cepos y la horquilla, había en aquella lóbrega sala otros instrumentos creados por el hombre para el suplicio de sus semejantes. En un rincón pude ver una larga mesa por donde asomaban unos correajes a la altura de los pies, de los brazos y del cuello, lugar donde se aplicaba la tortura denominada la toca, o cura de agua. Por supuesto, también había un potro —terrible artilugio capaz de descoyuntar muñecas, tobillos, codos, rodillas, hombros y caderas, después de que el verdugo estirase al máximo las extremidades del reo—, así como una rueda y la terrorífica veille, según la denominaban los franceses; esta última, estaba destinada a martirizar a los acusados de crímenes contra naturam, como eran la sodomía, el incesto o el stuprum.

—Será mejor que procedamos —fue la opinión de don Alonso Becerra, ocupando la silla central frente a la mesa dispuesta en un extremo de la sala. Era allí donde habían dispuesto diversos útiles de escribanía y pergaminos que podríamos utilizar para tomar apuntes y extractar nuestras opiniones.

Todos nosotros, incluidos los notarios del secreto, fuimos sentándonos cada cual en nuestros escabeles y jamugas. En cuanto a don Juan de Jaca, que era el encargado de actuar como verdugo para los del brazo secular, inició la sesión de tortura conduciendo a las ancianas madres de los religiosos hasta los lugares donde habrían de practicarles toda clase de tormentos. De este modo se esperaba la rápida confesión de ambos sacerdotes.

María de Arburu fue atraillada en el potro después de que la hubiesen desnudado por completo, para vergüenza y dolor de su hijo. En cuanto a María Baztan de la Borda, madre de don Joan, la obligaron a recostarse sobre la mesa. Le sujetaron la frente, el pecho y las piernas, ciñendo su cuerpo con varios correajes. Una vez maniatada, el alguacil aguardó nuestras indicaciones.

Don Alonso Becerra inició la Consulta de fe. Por suerte, tanto los clérigos como sus madres comprendían el castellano.

In nomine Patris, et Filli et Spiritus sancti. Amén… —se persignó antes de comenzar. También en latín, le rogó a Dios Todopoderoso que tuviera misericordia de ellos—. Misereatur vestir omnipotens Deus.

Con estas palabras daba comienzo el interrogatorio.

Fue don Juan del Valle quien, con la venia del Tribunal, leyó la acusación antes de formular la primera pregunta.

—María de Arburu, viuda de Joan de Martinena, se te acusa de haber participado en diversos conventículos de índole diabólico llevados a cabo en las villas de Zugarramurdi, Arraioz, Urdax y otros pagos colindantes, con reincidencia en los mismos, y de ser también una de las reinas del akelarre… ¿Tienes algo que alegar en tu defensa?

La anciana, recostada sobre el potro, reviró su mirada hacia el licenciado. Sus ojos estaban anegados por las lágrimas; no a causa del dolor físico, pues don Juan no había iniciado aún la tortura, sino debido a una frustración irremediable que se iba afianzando en su alma según iba perdiendo la fe en Dios.

—Soy inocente… os lo juro —no tuvo fuerzas ni ánimo para defenderse, y esas fueron sus únicas palabras.

—Proceded —Del Valle le hizo una señal al alguacil de las cárceles secretas, y este giró la rueda hasta tensar las extremidades de la acusada.

La pobre mujer emitió un grito ahogado, que a pesar de su debilidad resonó en la estancia con fuerza. El eco se expandió hasta la bóveda del techo.

—¡En el nombre de Cristo, dejadla en paz! —sollozó fray Pedro, suplicando misericordia para su madre.

Obviando los ruegos del clérigo, don Alonso Becerra tomó la palabra.

—María de Arburu… te exhorto Christi nomine invocato a que digas la verdad. ¿En qué días tenían lugar las juntas, y cuál era la duración de las mismas? —la interrogaba según el canon inquisitorial dictaminado por la Suprema—. ¿Es cierto que quienes participabais de las juntas oíais tañidos de campanas, así como ladridos de perros y maullidos de gatos? ¿A qué distancia os reuníais las brujas del lugar más cercano?

—¡Piedad, os lo ruego! —gritaba la anciana, impelida por el intenso dolor.

Viendo que no contestaba, don Juan de Jaca giró de nuevo la rueda que tensaba la cuerda y el cuerpo de la rea se estiró hasta el límite de sus posibilidades. Una sensación desagradable nos embargó a todos cuando creímos escuchar un sonido hueco, como de huesos al descoyuntarse.

Con harto desagrado tuve que ser testigo del suplicio. Cuanto más se prolongaba la interpelación, con mayor fuerza me iba hundiendo en las farragosas aguas del desaliento. Así y todo, tuve que echarle hígados al asunto y guardar silencio ante la depravante actitud de los demás miembros del Tribunal. Gente fría e implacable. Hombres sin alma.

El interrogatorio siguió adelante muy a pesar de fray Pedro, testigo presencial del martirio al que estaba siendo sometida su anciana madre. Los otros presos que aguardaban su turno clamaron al cielo su desgracia, ya que presto habrían de ocupar su lugar en aquel terrible instrumento de tortura y ello les causaba tal pavor que creyeron enloquecer.

Al cabo de un tiempo, después de que yo mismo la interrogase con respecto a los ungüentos que se utilizaban en los conventículos, así como por los efectos que obraban en ella las distintas pócimas, María de Arburu tuvo que admitir que era bruja y que acudía junto a otras mujeres a los baztarres para bailar alrededor del fuego, aunque juró de forma reiterada que no había hecho mal a nadie y que tampoco había renegado de Dios, tal y como afirmaban sus delatores.

Las palabras de aquella mujer fueron recogidas por el notario del secreto, algo que me habría de servir en un futuro para demostrarles, tanto a don Alonso Becerra como al licenciado Del Valle, que en aquella confesión existían ciertas contradicciones. Una de ellas, es que la joven francesa que la delató afirmaba que la anciana, por ser una de las reinas del akelarre, permanecía sentada junto al diablo mientras los demás reían y bailaban alrededor del fuego, algo que no coincidía con la confesión de María de Arburu, quien dijo participar de la fiesta. Además, resultaba incomprensible que siendo bruja como decían sus delatores, y ella misma reconoció tras haber sido torturada en el potro, acudiera a la iglesia todos los días y ayudara a su hijo en las tareas del convento.

Tarde llegué a saber que la política de descrédito llevada a cabo por el abad del convento de San Salvador en contra de aquellos dos clérigos, se debía al hecho de que fray Pedro y sus deudos iban difamándolo por toda Zagarramurdi y Urdax; a él, y a otros religiosos de la comarca.

Gracias a ellos, muchos vecinos, con los que ahora compartían celda, llegaron a saber que los comisarios inquisitoriales, que gozaban de los favores del señor de Alzate, tenían pensado presionar a los arrendatarios que no hubiesen podido pagar el diezmo aquel año por culpa de las malas cosechas, obligándolos a denunciar a quienes seguían manteniendo vivos los antiguos rituales de los dioses paganos de Navarra y a todos aquellos que promovían revueltas en contra de don Tristán.

A pesar del suplicio al que fue sometida su madre, fray Pedro se mantuvo firme en su declaración de inocencia y negó que tuviese algo que ver con la secta de los brujos. Don Juan del Valle le recordó que meses atrás, cuando su viaje a la región de Xareta, le había sido imposible despertarlo una noche de viernes que dormía junto al resto de sus hermanos en Cristo en el monasterio de Urdax.

Terciando en el asunto a favor del reo, le dije al licenciado que algunas personas tenían el sueño pesado, y más si estas abusaban del vino durante la cena, y que no por ello eran seguidores del diablo. La mirada que me dirigió don Juan hablaba por sí sola, sobre todo después de que al alguacil se le escapasen unas risas al escuchar mis palabras.

Don Alonso Becerra hizo sonar la campanilla, interviniendo en la conversación para que no nos enzarzásemos de nuevo en otra de nuestras proclives disputas.

Y ya, sin más demora, el decano dio paso al interrogatorio de María de Baztan de la Borda…