XVIII

Señor Jesucristo, Tú que eres manso y humilde de corazón, ofreces a los que vienen a ti un yugo llevadero y una carga ligera; dígnate, pues, aceptar los deseos y las acciones del día que hemos terminado… que podamos descansar durante la noche para que así, renovado nuestro cuerpo y nuestro espíritu, perseveremos constantes en tu servicio. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

Una vez que terminó de rezar el «Oremos», fray Felipe les dirigió una preocupante mirada a los pocos hermanos en Cristo que compartían con él las oraciones vespertinas de Completas. Como los cuatro sacerdotes que lo acompañaban, y que junto a él permanecían sentados en las cátedras de la sala capitular de la humilde iglesia de Zugarramurdi, parecían amodorrados a causa de la labor diaria y por la avanzada edad que arrastraban sus doloridos cuerpos, no tuvo más remedio que carraspear para que le prestaran un poco más de atención y respondiesen así a la tradicional plegaria.

Los clérigos reaccionaron con presteza, abriendo los ojos al tiempo que se agitaban en sus asientos.

—Amén —añadieron al unísono, a fuerza de costumbre.

Fray Felipe continuó con la rogativa de bendición.

—El Señor Todopoderoso nos conceda una noche tranquila y una santa muerte.

—Amén —dijeron todos de nuevo, tratando de mantenerse despiertos.

Acercándose a ellos, el oficiante los fue besando en las mejillas uno a uno. Hasta él llegó el decrépito aroma que desprendía la piel estriada de sus ancianos rostros, un olor a rancio y a beatitud que sólo podía percibirse en un lugar de santidad como podían ser los monasterios y conventos. Por un instante se sintió abatido, pues vio su vida, su propio futuro, reflejado en las pupilas de aquellos monjes. Pronto, demasiado quizá, algunos de ellos dejarían para siempre la vida terrenal para ir a presentarle cuentas al Altísimo; e igualmente pronto, también él se vería acosado por las dolencias que conlleva la senectud.

Pensó que se estaban haciendo viejos y que, antes o después, habrían de necesitar la ayuda de nuevos monjes que viniesen a suplirles en sus tareas monásticas. Sin embargo, la diócesis de Pamplona, tan lejana y apartada de sus obligaciones tanto personales como espirituales, no habría de aprobar el envío de jóvenes novicios y ordenados hasta que transcurriesen varios años. Y llegado ese momento, el obispo de Navarra impondría sangre nueva, de pensamientos más actuales y acordes con la política del rey Felipe el Tercero; religiosos que vendrían a exterminar para siempre las antiguas costumbres de un pueblo que, debido a su cultura y arraigo, ponía en un aprieto al arciprestazgo mayor.

Fray Jerónimo de Izazu, el herbolario que ya rozaba la centuria, le sonrió con inefable exultación. Se puso en pie con dificultad, apoyándose en el bastón que sujetaba su mano sarmentosa de prominentes venas azules; la otra se aferró a las amplias mangas de la túnica norbertina de fray Felipe, más que por nada para equilibrar su cuerpo menudo y corcovado. El resto, que no eran otros que fray Higinio de Orisoain, el cillerero, y otros dos frailes encargados de cultivar la pequeña huerta que había en la parte de atrás de la iglesia, se marcharon camino de sus celdas con paso renqueante.

—Hace unas horas, Joana y el alguacil vinieron a buscar a la francesa —le dijo el anciano, con voz quebradiza y asmática, mientras caminaban por la galería del claustro—. Decidme, hermano… ¿Es cierto que María le confesó anoche a la serora haber participado en un oscuro ritual vinculado al paganismo, y que después inculpó a la mujer del molinero de haberla iniciado en las maléficas prácticas del demonio?

—Oísteis bien —contestó, visiblemente afectado. Hizo un gesto tan sacerdotal y significativo como el de juntar sus manos y alzar la mirada al cielo—. Un triste suceso.

—¿Y puedo saber a qué conclusión habéis llegado después de escuchar tales majaderías?

Fray Felipe abrió del todo sus ojos. No se esperaba una pregunta como aquella, tan controvertida. De hecho, le costó reaccionar.

Tal fue su asombro, que tuvo que meditar unos segundos antes de responder con una nueva interrogante:

—¿Creéis que lo que se dice de esas gentes, eso de que se reúnen en el prado en mitad de la noche para adorar al demonio, forma parte de algún despropósito?

—No hay nada en este mundo que permanezca al margen de la razón —apuntó fray Jerónimo.

—¿Entonces…?

—Como buen navarro que sois, deberíais saber que estas tierras, antiguamente, estaban tuteladas por los dioses pre-cristianos —le recordó—. Mari… Maju… Mikelatz… Atagorri… Akerbeltz… son nombres que todos nosotros hemos escuchado alguna vez a lo largo de nuestra vida, sobre todo de niños. ¿O acaso vuestros padres no os hablaron jamás de ellos?

Fray Felipe conocía muy bien las leyendas que corrían en torno a las deidades paganas de Navarra. Según le había oído decir a su madre, siendo él muy pequeño, la diosa Mari era un espíritu femenino que habitaba en las cumbres de las montañas. Se decía que personificaba a la madre tierra, y que era la reina de la naturaleza y de todos los elementos que la componen. Algunos contaban de ella que iba vestida de verde, y que a veces se les aparecía a los campesinos y pastores como una mujer con patas de cabra y garras de ave, o como una doncella de fuego de abundante cabellera rubia. Su esposo era Maju, y sus dos hijos, Mikelatz y Atagorri, venían a representar las fuerzas del bien y del mal —una versión pagana de Cristo y Lucifer—. También sabía, como todos los nacidos en aquellos pagos, que las sorginas mantenían viva la tradición de invocar su nombre para que les reportase fructíferas cosechas a los campesinos de la región; cuando no lo contrario.

—Gracias a Jesucristo Nuestro Señor, todos aquellos númenes cayeron en el olvido, si es que alguna vez llegaron a existir —le dirigió una mirada crítica—. Os recuerdo que sólo hay un único Dios, y que fomentar el paganismo está considerado una herejía.

El anciano sonrió, mostrándole sus encías desdentadas.

—Dejadme que os explique algo de nuestra religión —fray Jerónimo le indicó a su acompañante, con un gesto, que en vez de dirigirse a sus habitaciones fueran hacia la puerta que conducía al interior de la iglesia—. Veréis… no todos los padres de la Iglesia se comportaron como auténticos cristianos. Muchos de ellos incurrieron en los mismos errores que ahora inciden los comisarios inquisitoriales del Santo Oficio.

—Es muy arriesgado lo que decís —avisó fray Felipe, que después torció el gesto.

—Permitidme que finalice mi alocución —solicitó de él que se mantuviera callado y escuchase con atención sus palabras—. Como decía, proclamar una opinión como materia de fe no siempre forma parte de una doctrina irrefutable… los dogmas nunca lo son. Incurren en un grave error quienes creen que el demonio se les aparece en figura humana en las juntas. En realidad, el único acto diabólico que ponen en práctica es la lujuria —su rostro, de piel apergaminada y macilenta, pareció rejuvenecer durante unos segundos tras recibir la luz de los velones que iluminaban la entrada al transepto; un efecto óptico de singular misterio—. Lamento deciros que las brujas, tal y como os las imagináis, no existen, por lo que se deduce que los grandes inquisidores que medraron en el pasado lo hicieron manchándose las manos de sangre inocente. Y entre ellos… que Dios me perdone por lo que voy a decir —suspiró—, hubo algunos papas.

—¿Os referís a la condena que Clemente VIII le impuso a fray Giordano Bruno? —inquirió, recordando la polémica muerte del dominico filósofo, astrónomo y poeta.

—Bruno fue una de las tantas víctimas de la intolerancia y de la superstición —el anciano movió tristemente su cabeza—. No obstante, más trágicos fueron los sucesos acaecidos en la región de Calabria, en el reino de Nápoles, donde a los valdenses se les aplicaron atroces torturas antes de degollarlos, descuartizarlos, mutilarlos y quemarlos por orden directa del papa Pío IV… o la masacre que se llevó a cabo en la ciudad francesa de Mérindol, donde todos, absolutamente todos los habitantes, entre los que había niños, mujeres y ancianos, fueron ejecutados con la aquiescencia de Pablo III tras haber sido despojados de sus bienes personales. Dicen que la ciudad permaneció vacía durante muchos años, sin que nadie se atreviese a entrar en ella. Se cuenta que el hedor de centenares de cadáveres pudriéndose al sol podía sentirse a varias leguas a la redonda… como aviso a los herejes.

—Pero, si no recuerdo mal, esa gente fue condenada por haber abarcado la fe de los protestantes evangélicos, al igual que los anabaptistas alemanes de Münster.

Frunció el ceño, como si le costase trabajo recordar las antiguas conversaciones mantenidas de joven con fray Junípero de Villaverde —su antiguo maestro de filosofía en el monasterio de Santa María la Real de Palencia—, cuando ambos se enzarzaban en debates teologales que ponían de manifiesto su interés por conocer los entresijos del pensamiento luterano y su reforma; sólo para poder contrarrestarlo, claro está.

—Esa gente, no lo olvidéis, por encima de todo eran personas… hijos de Dios.

Al pasar por delante del presbiterio, ambos realizaron una genuflexión frente al altar.

—Sí, claro… —fray Felipe se sintió confundido—. Pero ¿qué tiene eso que ver con la confesión de la joven francesa?

—De momento nada, todavía. Sin embargo, puede que dicha delación sea el inicio de una larga serie de acusaciones entre vecinos. Y si esto ocurre, pronto seremos testigos de la violencia que es capaz de generar la ignorancia de algunos clérigos ante unos hechos que llevan inscritos el estigma del fanatismo y la mentira, y que nada tienen que ver con la brujería.

—Es muy aventurado hablar así, pues algo de razón han de tener los vecinos del lugar cuando relacionan las maldiciones lanzadas por las sorginas y sus correligionarios con las malas cosechas, el mal de ojo y otras desgracias que sufren a diario —se detuvo en mitad de la nave central—. Y que conste que no es la primera vez que intercedo a favor de esos herejes. Sin ir más lejos, hace apenas un par de días evité que una turba de gente enfurecida diese muerte a la vieja Graciana de Barrenetxea y a una de sus hijas, a las que acusaban de aojadoras y de haber sido las culpables del óbito de un niño recién nacido, cuyos padres las habían echado a patadas de su casa cuando estas llamaron a su puerta en busca de limosna —bajó el tono de su voz—. Según dice la gente del pueblo, maldijeron a la criatura.

—¿Vos creéis que si alguien desea la muerte de una persona, y esta última fallece de forma inesperada, es por obra y gracia del diablo?

—Estoy completamente seguro.

—Visto de ese modo, quizá deberíamos pensar que santa Ángela de Foligno, cuyo cuerpo incorrupto permanece en el convento franciscano de dicha ciudad, también es una bruja.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó, santiguándose—. ¿Por qué decís eso?

Fray Jerónimo entrecerró sus párpados, saboreando aquel victorioso instante. La superstición quedaba en entredicho.

—No sé si sabréis que esta noble mujer, que es venerada como una santa, le rogó a Dios verse liberada de su familia. En unos pocos años murieron progresivamente su marido y sus ocho hijos, así como su propia madre… ¿Acaso no es esto brujería, según el pensamiento inquisidor?

Fray Felipe fue a decir algo en defensa de la mística religiosa perteneciente a la Tercera Orden de San Francisco —que entre otras cosas inapreciables había ejercido un importante papel pacificador entre los franciscanos espirituales y los conventuales—, cuando se abrió la puerta principal de la iglesia y entró en tropel un grupo de gente encabezada por Esteban de Navalcorena. Sujetaba con fuerza el brazo de su esposa. María, con el cabello enmarañado y lágrimas en los ojos, gemía como una penitente.

Adelantándose al resto del grupo, el molinero le dijo sin más a fray Felipe:

—¡Aquí os traigo a esta mujer que ha reconocido ser bruja y amiga del demonio! —exclamó en un tono de voz abrupto. Luego, expulsando con ímpetu el aire retenido en sus pulmones, terminó diciendo—: Ha venido para confesar sus múltiples pecados.

Aquella misma tarde, tras la confesión de la joven esposa del molinero, fray Felipe le impuso como penitencia pedir perdón públicamente en la iglesia de Zugarramurdi. Como ya era noche cerrada, pospusieron la ceremonia expiatoria para el día siguiente. Tanto el vicario como el alguacil de la villa, exhortaron a los vecinos para que acudieran a primera hora de la mañana, diciéndoles que todos y cada uno de ellos tenían la obligación moral de ser testigos del arrepentimiento de una apóstata que, tras haberse alejado del amor de Cristo siendo aún una niña, ahora regresaba a Él con más fuerza que nunca.

Lo que se pretendía con esta convocatoria era que María de Yurreteguia pidiera perdón por sus pecados y delatase a los hombres y mujeres que solían acompañarla a los nefandos conciliábulos de brujas; esas reuniones diabólicas donde, a través de la magia, se conjuraba la mala suerte de quienes no comulgaban con ellos de los asuntos paganos.

Como medida de prevención, tanto para que no pudiese escapar de la justicia como para que le fuera imposible prevenir al restos de los miembros de la secta, fray Felipe le aconsejó a Joana de Azcaín y a otras vecinas que pasaran la noche junto a María, con el fin de velar su sueño.

De regreso a las tierras del molinero, el grupo de mujeres buscó refugio en el interior de la casa, donde se sentían más seguras. Esteban y su padre, de mutuo acuerdo, decidieron enfundar sus cuerpos con buenas pieles y encendieron un fuego frente al caserío, a unos cuantos pasos del cobertizo. Su propósito no era otro que permanecer despiertos y vigilar los alrededores de la hacienda. Temían las represalias del resto de los vecinos. Sin duda, muchos de ellos podrían dejarse llevar por un deseo de venganza provocado por el arrebato y el rencor, por lo que había que estar alerta y no bajar la guardia.

Poco antes de la media noche el viento cambió de dirección y su empuje zarandeó las ramas de los árboles. Se introdujo por los resquicios de la techumbre y también por entre las hendiduras de la puerta, imitando extrañamente el gemido de un niño recién nacido unas veces, y otras incluso la berrea de un ciervo en celo. El resplandor de la luna llena, roja como la sangre, entró en la cocina del caserío a través del ventanal. Dentro, cuatro mujeres permanecían sentadas alrededor de la mesa, en cuya superficie alguien había colocado un enorme crucifijo. Joana de Azcaín, por ser la más piadosa de las congregadas, llevaba un rosario entre las manos. Rezaba en voz queda. Sólo podía escucharse el tenue murmullo de sus oraciones.

—Se ha levantado el viento —apuntó Petra de Arosteguy, la madre del niño que había muerto después de que las sorginas merodearan por sus tierras.

Lo único que pretendía era iniciar una conversación que viniese a atemperar la frialdad que se vivía en la cocina.

—Eso es porque a medianoche las brujas abandonan su cubil para ir al encuentro del diablo —la esposa del orfebre no vaciló a la hora de dar su opinión.

Lo dijo de forma intencionada. Pretendía incordiar a la esposa del molinero con sus palabras. Pero esta, prudente, guardó silencio con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada. No quiso seguirle el juego.

—Mejor será que no mentes a esa mala bestia en una noche como esta —terció la vieja Baxilia de Zubieta, viuda de un porquerizo de Ainhoa y gran amiga de Joana, la cual seguía rezando el rosario con los ojos cerrados y la mente puesta en Dios y en la Virgen María.

Catalina se puso en pie y comenzó a pasear de un lado a otro con denotado nerviosismo. El hecho de permanecer en vela toda la noche la predisponía a la ansiedad y la angustia. La ahogaba el estar allí, encerrada con una bruja, pero formaba parte de la tarea que les había encargado fray Felipe después de escuchar sus delitos en confesión.

El sacerdote necesitaba a un grupo de mujeres que custodiasen a la arrepentida, no fuera a reunirse de nuevo con sus compañeros brujos aprovechando que todos dormían. Y ellas fueron las elegidas: aceptaron sin problemas ser quienes la vigilaran y la protegiesen hasta la mañana siguiente.

«¿Protegerla?… ¿de qué?», se preguntaba Catalina, reiteradamente, mientras sus pies la llevaban de la puerta de entrada hasta la chimenea que había al otro extremo de la cocina.

—¿Vas a estar toda la noche dando vueltas?

Joana había interrumpido sus oraciones para recriminarle, con voz austera, el hecho de que no pudiera estarse quieta y sentada como las demás mujeres.

—¡Es por culpa de ella! —se acercó a la mesa con los brazos entrecruzados por debajo de sus senos, consiguiendo así que estos se alzasen unas pulgadas por encima de la escotadura. Hizo un gesto desafiante con la barbilla, mirando fríamente a la dueña del caserío—. Sólo estar en su presencia me produce grima. Por si no lo sabes, no es nada fácil velar por la seguridad de una servidora del diablo.

—¿Qué quieres decir? —quiso saber Petra.

Tampoco ella se sentía muy cómoda teniendo que compartir estancia con la sobrina de Graciana, la auténtica culpable de la muerte de su bebé.

—Pues que corremos cierto peligro permaneciendo aquí —se adelantó a contestar Baxilia—. ¿No os habéis puesto a pensar que el diablo podría aparecer en esta cocina, si él quisiera, y llevarse consigo a la bruja?

María de Yurreteguia se mordió la lengua, reprimiendo su rabia. Bien que le hubiese gustado darle un escarmiento a la viuda, o permitirse la licencia de mandarla al infierno por cizañera, pero se retuvo.

Un pensamiento, o mejor habría que decir la idea de poner en práctica un ocurrente desquite, se fue forjando en su cerebro. Y he aquí que María musitó unas palabras que había aprendido de niña gracias a su tía María Txipia. Era una oración destinada a pedir la intercesión de la diosa Mari.

Poco después se escuchó el eco lejano de un lobo aullando en mitad de la noche. El viento volvió a arreciar, pero esta vez con mayor fuerza, y un relámpago centelleó en la noche iluminando el firmamento durante un ínfimo espacio de tiempo. Incluso, y eso sí que fue motivo de inquietud, creyeron escuchar extraños sonidos en el tejado.

—¿Qué ha sido eso? —inquirió Catalina, alzando la mirada hacia el techo.

—Tranquilízate. Es el viento… nada más —le aconsejó Petra, que frotaba sus manos para entrar en calor.

Baxilia se levantó y fue hacia la ventana. Asomándose al exterior, después de haber pasado su mano por la superficie del cristal con el fin de desempañarlo, pudo comprobar que Esteban y el viejo Íñigo seguían haciendo guardia frente a la casa, al calor de una hoguera.

Sin apartar su mirada del molinero, que caminaba en círculos alrededor del fuego, la viuda vino a poner nuevamente a prueba la paciencia de María de Yurreteguia.

—Dime, bruja… ¿Cómo lleva tu esposo el hecho de ser un cornudo? —le preguntó con despiadada crueldad.

Todas, menos Joana y la aludida, se echaron a reír.

—¿Queréis dejarla en paz? —intercedió la asistenta de fray Felipe—. No es de buen cristiano burlarse de las cuitas de los demás.

—¡Déjala! ¡No la defiendas! —exclamó Catalina—. ¡Que lo haga ella, si es que tiene suficientes hígados!

Volvieron a escuchar un sonido extraño en la cubierta del tejado, como de pasos. Un grumo de hollín se desprendió de las paredes del humero y cayó sobre el fuego de la chimenea. Tanto Joana como Petra se pusieron en pie, sobresaltadas, al escuchar el crepitar del tizne sobre las llamas de la hoguera. Raudas en el movimiento, se acercaron al resto de las mujeres que permanecían frente a la ventana. Algo extraño estaba ocurriendo, o así lo intuyeron.

Joana, agorera como las demás, se santiguó impelida por el atávico temor de tener que enfrentarse a las fuerzas del maligno.

Las cuatro habían palidecido. Aguantaban la respiración a la espera de que algo terrible pudiera acontecer de un momento a otro. El pensamiento común de aquellas mujeres, nacido de la superstición, era que el diablo se les iba a aparecer en figura humana para llevarse con él a la bruja.

María aprovechó el temor de sus vecinas para darles un escarmiento. ¿Cómo? Haciéndoles creer que sus tías, el demonio y otros brujos, les estaban acechando escondidos tras las sombras.

Arrastrando hacia atrás la silla, María se incorporó vacilante. Sus ojos estaban fijos en el fuego del hogar.

—¿Qué hacéis aquí? —frunció la mirada, proyectando una mueca entre sorpresa y terror. Observaba un lugar perdido más allá de la chimenea—. ¿Por qué venís a torturarme? ¡No quiero ir con vosotras! ¡Dejadme en paz!

—¿Qué ocurre, María? —preguntó Joana, acercándose a ella con el fin de apaciguar sus temores—. ¿Con quién hablas?

Las demás mujeres comenzaron a temblar, víctimas de una inenarrable inquietud. Allí no había nadie más que ellas. Sin embargo, sólo por un instante les había parecido sentir la gélida presencia de un espíritu maligno revoloteando por encima de sus cabezas.

—¿Acaso no las veis? Son mis tías Graciana y María Txipia —cambiando de actitud, la mujer del molinero habló en voz baja, haciéndolo con tenebrosa entonación. Las mujeres sintieron cómo se les erizaba el vello de la piel—. Han descendido por el humero. Andan escondidas tras el fuego de la chimenea… y el diablo está con ellas.

Baxilia se santiguó, muerta de miedo, y al instante comenzó a llorar. Las otras tres aplacaron su inquietud mordiéndose los labios, o plisando sus vestidos con dedos firmes como garras. Silenciosas y cariacontecidas, encontraron en la afonía un modo de escapar a la pesadilla que estaban viviendo. Ellas sabían que, ciertamente, las brujas merodeaban el caserío gracias al poder que les otorgaba el mismísimo Satanás. Aunque no las viesen, ellas estaban allí. Habían venido a por la esposa del molinero.

El viento, cuyo furor había ido a más desde que María iniciara su teatral representación, arrastró consigo un puñado de hojas secas que vinieron a estrellarse contra el cristal de la ventana.

Respingaron los cuerpos de las presentes. El corazón les latía con tal fuerza que creyeron morir de dolor.

—¡Por favor! ¡Dejadme en paz! —revirando su cuerpo hacia la derecha, se arrodilló en el suelo, señalando la oscuridad que podía apreciarse más allá del ventanal—. ¡Ya he servido al diablo durante muchos años! ¡Olvidaos de mí!

—María, hija… —Joana se le acercó nuevamente, tal vez porque necesitaba certificar que eran ciertas sus visiones.

La dueña del caserío le arrebató de las manos el rosario, aprovechando que la serora intentaba ayudarla a levantarse.

—Es ese pastor… Miguel de Goyburu —susurró, aparentemente aterrada.

Sus labios mortecinos temblaban de forma inopinada. Le castañeteaban los dientes. Sus mejillas y su frente estaban empapadas en sudor. Y en el cristalino de sus ojos se adivinaba un temor irracional.

—¿Qué ocurre con ese hombre? —insistió Joana, lívida como la cera—. ¿También le ves a él?

María pensó que debía ser algo más convincente en su actuación, y por eso agudizó el ingenio.

—Sí, lo veo —afirmó con gravedad—. Me está amenazando. El muy brujo pone sus dedos en la frente y me maldice porque he renegado del diablo —dejó escapar un largo suspiro—. Es un maleficio de muerte —en un arranque de valor, se acercó a la ventana y las mujeres, a su paso, se apartaron temerosas—. ¡Déjame en paz, maldito! ¡No me persigas más! ¡No quiero adorar al demonio! —extendió ambas manos hacia la ventana, anteponiendo el rosario—. ¡A Dios quiero! ¡Él me ha de defender! ¡En el nombre de Cristo y en el de su madre, la Santa Virgen María, yo te maldigo! ¡Regresa al infierno!

María se dejó caer al suelo, fingiendo un vahído. Y como la naturaleza, a veces, es harto caprichosa e incluso casual, un relámpago iluminó la noche y el estrepitoso sonido del trueno que vino después subvirtió los débiles espíritus de unas mujeres que, arrepentidas de haberles hecho frente a las fuerzas del mal, se estremecían de pies a cabeza creyendo que también ellas habrían de caer fulminadas víctimas de la ira del diablo.

Segundos después, una espectacular tromba de agua cayó desde los cielos y apagó la hoguera frente a la que estaban sentados Esteban y su padre, quienes al instante buscaron refugio en el interior del caserío. Nada más entrar por la puerta, ambos empapados hasta la médula, vieron a María tumbada en el suelo, sin sentido.

Las demás mujeres, cuyos rostros se mostraban macilentos y desencajados por causa del miedo, rogaban a Dios por la salvación de sus almas.