El tiempo que permanecí en Valladolid, aguardando el regreso de mi secretario, lo dediqué plena y exclusivamente a dos tareas de gran importancia: escribir y conversar.
En lo que a escribir se refiere, aproveché la ausencia de don Gonzalo para redactar, personalmente, diversas cartas que irían dirigidas a los diversos canónigos de Jaén que formaban parte del cabildo de la iglesia catedral. Lo hice porque desde mi nombramiento como inquisidor del Santo Oficio, los capitulares jiennenses, sobre todo don Gonzalo Herrero y don Francisco Sarmiento, se oponían a que yo siguiese recibiendo los frutos de mi canonjía —como era el reparto de frutos, rentas y demás distribuciones—, alegando que había dejado de participar de forma activa en las cuestiones de la Iglesia, y que, por esta causa, estaba exento de los derechos pecuniarios que me eran lícitos. En realidad, hacía ya varios meses que no recibía ningún tipo de prebenda. Aunque el verdadero inconveniente, era que se estaba retrasando la concesión que había solicitado para ausentarme de Jaén y poder atender, de este modo, las obligaciones que demandaban mi cargo como inquisidor del Tribunal de Logroño.
Tanto perjuicio me estaba suponiendo el hecho de que quisieran privarme de la patrimonialidad que me pertenecía legítimamente —según lo reglamentado por las bulas papales y breves apostólicos concedidos a favor del Consejo de la Suprema Inquisición—, que tuve que escribirle a don Bernardo de Sandoval para que intercediese por mí ante el cabildo de Jaén.
En cuanto a la plática, recuerdo haber mantenido largas conversaciones con don Pedro de Valencia, el cual había decidido permanecer unos cuantos días más en la ciudad antes de iniciar su viaje de regreso a Madrid. En aquellas reuniones no pudo acompañarnos don Hernando de Golarte, pues otros asuntos relacionados con la Compañía de Jesús reclamaban su atención, aunque tuve noticias suyas a través de su secretario, que me entregó un mensaje donde, el jesuita, afirmaba haber hablado con don Gaspar de Vegas y haber solicitado de él un permiso especial para visitar las villas colindantes con la frontera, erigidas entre el valle de Baztan y Bidasoa.
Como he antedicho, pasaba largas horas conversando con el cronista del rey en el claustro del convento de San Agustín, y también cuando dábamos largos paseos por la ciudad poco antes de vísperas. Sus sabias palabras, al margen de proporcionarle cierta paz a mi espíritu, tenían la virtud de mostrarme hasta dónde podía llegar el miedo de la gente al diablo y lo fácil que era incurrir en la ignorancia y la superstición en aquellos pagos, cuando la adversidad venía a sacudir con marcada violencia las vidas de unos cuantos labriegos que parecían seguir viviendo en los confusos años del oscurantismo.
Aquella tarde de finales de marzo, ambos recorríamos las calles de Valladolid en dirección al Palacio del Sol, donde vivía don Diego Sarmiento de Acuña, conde de Gondomar y caballero de la Orden de Calatrava. El motivo de presentarnos en el palacio de tan ilustre personaje, se debía al interés que sentía don Pedro de Valencia por conocer la prolífica biblioteca que poseía el señor de las villas y casa de Gondomar.
Mientras paseábamos sin prisa alguna por el antiguo barrio de los judíos, donde se hallaban los almacenes de lana merina que los comerciantes vendían a Flandes, el cronista me confesó que pensaba aprovechar la amistad que le unía a don Diego para pedirle, como un excepcional favor, que le dejase consultar algunos de sus libros y documentos donde se hablara de los casos de brujería acaecidos antaño en las tierras de Navarra y sus alrededores. Aunque existía una salvedad…
—Si he de ser sincero, nos va a ser imposible contar con el beneplácito del conde —arguyó don Pedro, que para entonces trataba de esquivar a la plebe que iba y venía de un lado a otro de la estrecha callejuela en su quehacer diario—. Tengo noticias de que el rey lo ha enviado a las costas de Galicia con el fin de repeler un ataque naval perpetrado por los rebeldes holandeses.
—No os entiendo… ¿Pensáis irrumpir en el palacio de don Diego sin su anuencia?
Me extrañó el comportamiento del cronista oficial de la corte, puesto que, según acababa de reconocer, ya sabía de antemano que no habríamos de encontrarlo en su residencia habitual.
—No llega a tanto mi osadía —replicó, dibujando una sonrisa que venía a demostrar que no era una persona tan mohína como afirmaban los cortesanos de Madrid—. Resulta que entre mi familia y los Acuña existe una vieja amistad que viene de lejos. Conozco a doña Constanza de Acuña desde hace años. Ella nos abrirá las puertas de su casa.
—Espero que esté por la labor de permitirnos husmear en la biblioteca de su hijo —dije yo, en mi ignorancia.
El cronista, no pudiendo reprimir su sorpresa, soltó una sonora carcajada que vino a llamar la atención de los viandantes. Algo gracioso debía haber dicho, o así me lo pareció.
—Perdone vuestra señoría mi conducta —se excusó, pasándose el dedo índice por debajo de los párpados con el propósito de limpiarse unas lágrimas, producto de su hilaridad—, pero doña Constanza no es la madre de don Diego, sino su prima y segunda esposa, que por ser hija única y heredera del maestrazgo de su tío, la familia suscribió en el testamento que debía casarse con un hombre que ostentase el linaje de los Acuña —recobrando la compostura, y con un tono de voz algo más sobrio, añadió—: La primera esposa de don Diego, su sobrina doña Beatriz Sarmiento, falleció hace ya muchos años a causa de unas fiebres, lo que le causó un pleito debido a la restitución de la dote.
Como si el mero hecho de mentar las fiebres se hubiese convertido en el preludio de un oscuro presagio, vimos venir hacia nosotros una carreta conducida por un robusto mozo que debía trabajar, a ciencia cierta, en casa de algún físico o en el hospital más cercano. Transportaba los cuerpos sin vida de dos hombres que habían muerto a causa de la gran pestilencia, cumpliendo de este modo lo decretado en el bando del concejo vallisoletano, que obligaba a los familiares a enterrar o incinerar los cadáveres a las afueras de la ciudad. Le acompañaban dos clérigos de la iglesia de San Benito, quienes rezaban en voz alta un responso a su paso por las angostas callejuelas donde antaño se solían reunir los herejes, seguidores de Calvino. Los fallecidos iban ocultos bajo una amplia frazada de cuero curtido.
Acostumbrados como estábamos a convivir con aquella terrible enfermedad, lo único que hicimos fue apartarnos de su camino, cubrir nuestras bocas con la parte superior de las esclavinas, persignarnos con gran devoción como buenos cristianos, y seguir caminando hacia delante sin volver la vista atrás.
—Decidme, don Pedro… ¿Qué información esperáis encontrar entre los libros del conde? —retomé la conversación por la parte que más me interesaba.
—Mi intención es ahondar en la historia de la brujería, especialmente en los casos, probados o no, de acciones demoníacas en Navarra y Vascongadas.
—Quizá en eso pueda ayudaros. He tenido la suerte de consultar centenares de informes relativos a los autos de fe realizados en toda España durante los últimos ciento cincuenta años.
—¿Habéis oído hablar de las niñas de Pamplona? —inquirió, mirándome fijamente a los ojos a la espera de una respuesta.
—En efecto, pero eso acaeció hace ya casi cien años.
—¿Y qué opinión os merece?
—Bueno… primero habría que estudiar a fondo el asunto —no sabía dónde quería ir a parar, pero le seguí el juego—. Por lo visto, tal y como pude leer en los oficios de fray Prudencio de Sandoval, dos niñas de nueve y once años respectivamente, se presentaron en el Consejo Inquisitorial de Pamplona y le dijeron a los oidores que estaban dispuestas a confesar cosas terribles si a cambio les eran eximidos sus pecados.
—¡Adelante! ¡Continuad! —me instó don Pedro, apremiándome con un gesto de su siniestra—. Antes de formularos algunas preguntas, aguardaré a que vuestra señoría termine de relatarme los pormenores del caso.
Dejando atrás la Plaza Mayor, nos adentramos en el barrio de los artesanos que trabajaban la plata.
—Según creo recordar… —hice memoria— estas inocentes criaturas confesaron pertenecer a una secta de brujas, e imploraron el perdón de los inquisidores con el propósito de entregarles a quienes las habían obligado a participar de las reuniones que solían celebrarse en aquellos pagos. Les dijeron, a merinos chicos y oidores, que ellas podrían reconocer, sólo con mirarlas a los ojos, a todas aquellas personas que habían hecho un pacto con el diablo y renegado de Dios.
»Dispuestos a saber la verdad, los calificadores del Santo Oficio enviaron a las niñas, junto a cincuenta soldados y uno de sus comisarios, llamado Avellaneda, a las villas donde decían oficiarse las juntas, que estaban a varios días de viaje desde Pamplona. En cada uno de estos lugares, los oficiales de justicia encerraron a ambas niñas en casas diferentes para que no pudiesen hablar entre sí. Luego marcharon en busca de los sospechosos de brujería, y los prendieron junto a otros de reconocida honradez con el fin de entremezclarlos y hacer más difícil su identificación.
»Tras cubrirlos a todos con mantas y telas, de forma que sólo podían ver de ellos un ojo para que les fuese imposible reconocerlos, los presentaban, primero a una de las niñas y luego a la otra. Estas observaban atentamente las pupilas de los sospechosos, e iban señalando a los culpables después de que asegurasen haber visto, por encima de la pupila izquierda, la señal del diablo: un anca de sapo.
»Lo más extraño del caso, es que ambas coincidieron en todo y señalaron a los mismos hombres y mujeres. De ahí que, tal y como dice fray Prudencio de Sandoval en los informes que pude leer en la biblioteca del palacio del Santo Oficio en Toledo, fueron detenidos ciento cincuenta brujos y brujas.
—Os olvidáis la carta que el inquisidor Avellaneda envió al condestable Íñigo de Velasco. ¿O esa parte de la historia no la conocéis?
—No… no se hablaba de ello en los pliegos que tuve la oportunidad de consultar —admití no saber nada al respecto.
Don Pedro debía de estar de buen humor aquella mañana, pues volvió a sonreír; esta vez, de forma mordaz.
—Si damos fe a lo escrito por Avellaneda, él y otros hombres, entre los que se encontraba el alguacil Pedro Díaz de Término y un secretario del secreto, así como un mozo de escuadra llamado Sancho de Amiçaray, cierta noche de viernes encerraron a una de las acusadas en la celda de una torre cuya única salida al exterior era el tragaluz abierto en lo alto del muro, el cual estaba tan alejado del suelo que hasta un gato se hubiera roto el cuello de saltar al vacío —me fue explicando el cronista con todo lujo de detalles—. Una vez que la recluyeron a solas en dicha celda, junto a sus botes de pócimas y ungüentos, los oficiales de justicia la espiaron a través del ventanillo de la puerta para ver si era verdad que podía conjurar al diablo.
»De esta guisa, fueron testigos de cómo la bruja, tras desnudarse por completo, se frotaba con un oscuro ungüento por todo su cuerpo e ingería un apestoso brebaje de los que ella misma solía preparar. Y he aquí lo más inconcebible de este relato, pues al poco tiempo dio un gran salto y se aferró a los barrotes de la claraboya, invocando a gritos al demonio. Según afirma quien redactó la carta, Satanás hizo acto de presencia y se la llevó volando por los aires. Por supuesto, después de haber reducido el cuerpo de la bruja al tamaño de un ratón —mi interlocutor me miró de nuevo, en esta ocasión con cierta frialdad—. Ante un hecho así… ¿Qué piensa vuestra señoría al respecto? ¿Puede el diablo manifestarse en presencia de los mortales y acudir a la llamada de los brujos, o la autoridad inquisitorial fue víctima de una ilusión conjunta?
Realmente, no supe qué decir. Pero como don Pedro todavía aguardaba mi respuesta, después de un pesado silencio le ofrecí la más racional y pertinente.
—Es posible que todo se trate de un engaño, ¿no os parece? —expuse mi opinión—. Tal vez la inculpada consiguiera escaparse en un descuido, y los alguaciles se vieran obligados a buscar una excusa que ofrecerle a los del Santo Oficio.
—Entonces, ¿rechazáis la posibilidad de que el demonio tuviese algo que ver en el asunto?
No quise aventurar mi respuesta antes de haberla meditado en profundidad.
—No voy a dar libelo de repudio a la existencia del diablo, pues su intervención en los asuntos mundanos es harto conocida. Sin embargo, de ahí a que se les aparezca en cuerpo presente a los hombres… —no terminé la frase, pues se sobreentendía que no estaba de acuerdo.
—Una respuesta de lo más inteligente —me dijo don Pedro—. Sin embargo, ¿no encontráis en esta historia algo más que os resulte extraño, y que os haga dudar de su veracidad? —entonces, añadió en voz baja—. Pensadlo bien.
Y eso hice mientras transitábamos frente a la fachada de la iglesia de San Pablo: entregarme de lleno a aquel juego de interrogantes que me iba planteando el cronista oficial del rey. Traté de reconstruir la historia que acababa de narrarme, buscando alguna otra referencia o particularidad que tirase por tierra el testimonio de Avellaneda, e incluso repasé mentalmente lo escrito por fray Prudencio de Sandoval.
—Pues… —titubeé un poco—, al margen de la increíble anécdota de la bruja escapando de la prisión gracias a la ayuda del demonio, no encuentro nada sorprendente en lo demás.
—¿De veras?
—Sí… hasta donde mi mente alcanza.
—¿Y no os parece significativo el que dos niñas, de nueve y once años, realizaran ellas solas y a pie, un viaje de varios días hasta Pamplona, cuando hasta vos mismo viajáis con una escolta de soldados debido a los muchos peligros que encierran las tierras donde no llega la justicia del rey?
Su lógica resultaba aplastante. Aquel era un detalle del que no me había percatado hasta entonces.
Ciertamente era improbable, por no decir imposible, que dos niñas de esa edad pudieran haber hecho aquel viaje sin haber sufrido ningún contratiempo, y menos sabiendo que incluso los peregrinos que recorrían el Camino de Santiago eran víctimas de la extrema violencia de los asaltantes de caminos y fugitivos de la justicia. Ante un hecho así, era evidente que alguien mentía.
Pensaba preguntarle cuál era su opinión al respecto, cuando descubrí que estábamos frente a la puerta de entrada al Palacio del Sol, residencia del conde de Gondomar.
Muy a mi pesar, tuve que dejarlo para otro momento.
Era doña Constanza de Acuña una mujer espigada, de cabello castaño y unos preciosos ojos azules. Iba vestida a la usanza cortesana, con una saboyana de rico paño de color sinople, sin cola y con la falda abierta por delante, que ocultaba parcialmente la basquiña de talle alto con manguitos de encaje unidos entre sí por cintas de terciopelo. No obstante, el verdugado de blanca tonalidad, haciendo juego con la gorguera y los chapines, resultaba algo afrancesado para mi gusto. En el pecho llevaba una escarapela carmesí con la imagen del Sagrado Corazón, y mantilla adamascada sobre los hombros.
Tal y como me había confesado don Pedro antes de entrar en palacio, la esposa del conde cumplía fielmente el modelo de características perfectas de la mujer, según los cánones dictaminados por fray Antonio de Guevara; es decir: tenía paciencia para sufrir al marido, amor para criar a los hijos, afabilidad con los vecinos, diligencia para guardar la hacienda, era cumplida en cosas de honra, amiga de honesta compañía y muy enemiga de liviandades de moza.
Nos recibió con gran alborozo, como si el hecho de poder hablar con alguien más que no fuesen sus doncellas y sus hijos, le proporcionase una exagerada satisfacción. Don Pedro, que era buen amigo de su padre, don Lope de Acuña, la hizo partícipe de su deseo de consultar la magnífica biblioteca de su esposo, el conde. Ella accedió sin poner objeción, pues el cronista era persona bien recibida en su casa. Sin embargo, nos dijo que debíamos hablar antes con don Diego de Santana, el secretario de su marido, que era quien estaba al cuidado de la biblioteca en su ausencia.
—Don Pedro… —comenzó diciendo nuestra anfitriona, esta vez con gesto grave y un tono de voz algo más discreto—, os conozco desde que era una niña y sé que puedo confiar plenamente en vos. Quiero que sepáis que aunque le debo respeto a mi señor esposo, el hecho de que haya adquirido ciertos libros ha conseguido turbar mi estado de ánimo. Son libros prohibidos —dirigió su mirada hacia mí—… libros que deberían ser confiscados por comprometedores.
—¿Acaso no goza don Diego de una licencia escrita por el papa Paulo V, y gracias a ella puede leer toda clase de textos vetados por la Iglesia? —inquirió el cronista.
—Todavía no la ha solicitado, aunque va diciéndole a todos que es cosa hecha —reconoció ella en voz queda, con cierto malestar—. De ahí que siga pensando que un corregidor de su majestad no debería tener en su biblioteca papeles tan comprometedores, legajos y textos que la Suprema debería expurgar conforme manda la ley.
—Si os preocupa mi presencia como inquisidor, puedo aseguraros que no es mi trabajo juzgar la materia a tratar en los libros que guarda don Diego en los anaqueles de su librería —dije yo, tratando de tranquilizarla—. Sólo he venido a acompañar a don Pedro. No me mueve más interés que indagar en la búsqueda de ciertos escritos que puedan ayudarnos a comprender mejor los asuntos del diablo y la brujería.
Doña Constanza se santiguó, ruborizándose al instante. Después, como aviso, nos puso en antecedentes.
—Ya tuvimos un problema hace años con el padre Benito Guardiola, del Santo Oficio —nos confesó—. Uno de los libros que se guardan en la biblioteca, que lleva como título El abecedario espiritual, y que fue escrito por don Francisco de Osuna, hubo de ser corregido por orden de la Inquisición bajo pena de excomulgar a mi esposo. Y aunque de ello hace ya diez años, todavía tengo harto recelo —hizo un mohín que expresaba inquietud—. Me aterra pensar que mi familia pueda ser sancionada por culpa de unos libros que deberían ser pasto de las llamas, como son los manuscritos de El viaje de Turquía, el Alcorán, Los triunfos… y algunos títulos más que, y esto es lo que realmente me horroriza, ensalzan las ideas reformistas de Lutero, Calvino, Erasmo, Melanchthon, Juan de Nicolás o Cipriano de Valera.
Don Pedro la tranquilizó, diciéndole que nada de lo que viésemos en esa biblioteca habría de transcender a la censura de la Suprema. Yo mismo tuve que darle mi palabra de honor.
Sintiéndose algo más tranquila, doña Constanza mandó llamar al secretario de su esposo para que nos acompañara hasta la enorme sala donde se guardaban todas aquellas obras literarias que el conde había ido atesorando durante los últimos veinte años.
En compañía de don Diego de Santana cruzamos el dintel de la biblioteca. A su entrada, como pude apreciar a pesar de la penumbra que se extendía por todo el corredor, los canteros habían esculpido en piedra las figuras de un sol y la de un ave fénix. En cuanto a la amplia sala por la que nos adentramos, siempre tras los pasos del hombre de confianza del conde de Gondomar, he de decir que no había visto otra igual en mi vida, pues era tal la cantidad de volúmenes alineados en los estantes cubiertos de polvo, que llegaron a impresionarme por su cuantía. Entre aquellos textos de envejecida lomera, pude reconocer libros de linaje, de arte militar, de filosofía, de ciencias, de historia de los reinos, de poesías y comedias, de constituciones sinodales, de órdenes y caballería… y de otras muchas materias.
Fue una sorpresa para mí descubrir un ejemplar de De degeneratione et corruptione, de Aristóteles, así como el De ofiiciis, de Tullio Cicerón; ambas sujetas a la expurgación según el manual Qualificatorum Sanctae Inquisitionis. También pude ver obras que hablaban de los fraticelli, de los dulcinistas, de los miguelistas, de los husitas y de los begardos, como era el libro Antigraphum petri, escrito por el hereje Lambert le Bègue. Pero lo que realmente llamó mi atención fue encontrar un ejemplar del libro Arbor vitae, atribuido al franciscano italiano Ubertino da Casale, pues sólo se había editado una vez, en Génova, hacía de ello ya ciento veinticinco años, y eran muy pocos los ejemplares que circulaban por las librerías europeas.
Por un instante comprendí el temor de doña Constanza. De no ser el dueño de aquellos libros don Diego Sarmiento y Acuña, corregidor del rey Felipe el Tercero, de seguro que ya estaría encerrado en una oscura y hedionda mazmorra a la espera de ser juzgado y condenado por herejía.
Don Pedro de Valencia consultó varios ejemplares en presencia del secretario. Los abría, leía algún escueto pasaje y volvía a dejarlos en su lugar. Mientras él seguía husmeando entre las estanterías, me adentré por los laberínticos pasillos de la biblioteca, absorto en mis pensamientos.
Minutos después, le oí decir:
—Don Alonso, ¿puede vuestra señoría venir a ver esto?
Acudí a la llamada del cronista impelido por el apremio de sus palabras, y también por el afán de saber qué era realmente lo que andábamos buscando.
Cuando llegué hasta ellos, un viejo libro permanecía abierto por la mitad sobre un atril que había junto a las vidrieras plomadas del ventanal.
—Quiero que prestéis atención a este texto —me dijo don Pedro, haciéndome un gesto para que me acercase un poco más—. Es del Polycraticus, escrito por Juan de Salisbury, que llegó a ser obispo de Chartres —entonces, comenzó a leer—: «El espíritu maligno, con permiso de Dios, dirige su malicia a que algunos crean falsamente real y exterior, como ocurrido en sus cuerpos, lo que sufren en la imaginación y por falta propia. Así, afirman los tales que una noctiluca o Hérodiade convoca, como soberana de la noche, asambleas nocturnas en las que se hace festín y se libran los asistentes a toda clase de ejercicios, y donde son castigados unos y otros recompensados. Creen también que ciertos niños son sacrificados a las lamias, cortados en pedazos y devorados con glotonería; después echados y por misericordia de la presidenta, vueltos a sus cunas. ¿Quién será tan ciego que no vea en ello malvada ilusión de los demonios? No hay que olvidar que a quienes tal ocurre es a unas pobres mujercillas y a hombres de los más simples y poco firmes en su fe» —tras cerrar el libro, se lo entregó al secretario y fue en busca de otro ejemplar. Abriéndolo entre sus manos, y después de buscar entre las líneas escritas en el papel, leyó de nuevo—: «¿Crees que hay alguna mujer que, semejante a la que la locura del vulgo llama Holda, cabalgue durante la noche sobre ciertas bestias, en compañía de demonios transformados en mujeres, cosa que afirman algunas personas engañadas por el diablo? Si participaste de aquella creencia, debes hacer penitencia durante un año en los días señalados» —lo cerró. Mirándome a los ojos, me dijo con voz grave—: Son las Decretales de Bugardo, obispo de Worms.
—Comparto vuestra opinión —le dije—. Sólo es que…
No pude terminar la frase. Me sentía realmente confundido.
—Lo que ocurre es que no estáis seguro del todo y teméis ser víctima de las argucias del diablo, ¿verdad? —antes de seguir hablando, le pidió a don Diego de Santana que nos dejase a solas.
Sin mediar palabra, el secretario se marchó expedito tras asentir con un gesto.
—Así es, don Pedro —le confesé sin rodeos—. He de reconocer que la mayor parte de las veces pienso que todo es una farsa, un engaño urdido por mentes humanas para su beneficio y provecho. Sin embargo, hay otras en las que vislumbro la inicua presencia del demonio oculta en cada una de las acciones de todos aquellos que han sido llamados a testificar. La verdad, temo equivocarme, tanto si apoyo a mis colegas del Tribunal como si discrepo de sus ideas.
—Vuestra inseguridad, en todo caso, es la de cualquier persona que pone en duda su fe en Dios.
—¡Jamás he puesto en entredicho mi fe! —me defendí, alzando la voz.
—Entonces, si eso es así, vuestra señoría no debe preocuparse de nada. Dios guiará vuestros pasos y sabréis juzgar honestamente a esas pobres gentes. Estoy seguro de ello.
A pesar de la intencionalidad de sus palabras, que trataban de atenuar mis dudas y temores, yo seguía atrapado entre dos posibles respuestas para una sola verdad. Necesitaba abundar en la opinión de don Pedro con el fin de aplacar mi conciencia.
—Si fueseis vos quien se viera en la tesitura de condenar a muerte a una persona o dejarla en libertad, sin saber realmente si es culpable o no de brujería… ¿Qué haríais?
Esbozó una amplia sonrisa, antes de responder:
—Escucharía a mi corazón… que no os quepa duda.