Joana de Azcaín abandonó la iglesia bien temprano —con los primeros rayos de sol—, movida por la necesidad de dar la voz de alarma entre los habitantes de Zugarramurdi. No dejaba de pensar en las palabras de la joven María, quien la noche anterior, movida por los remordimientos, se había sincerado con ella refiriéndole las diabólicas reuniones que solían celebrarse en el prado de Berroscoberro, juntas en las que ingerían adictivas pócimas de sabor amargo, bailaban desnudos alrededor del fuego, invocaban el nombre del diablo y se entregaban a la más desenfrenada lujuria. La suya era una confesión sincera, nacida del corazón y del arrepentimiento. En sus palabras no había lugar para el falso testimonio y la calumnia. Eran tan cuantiosos los pormenores detallados por la francesa, que resultaba imposible creer que todas aquellas escenas de naturaleza orgiástica fuesen fruto de la enfermiza imaginación de una pobre muchacha.
Tuvo lástima de ella. El hecho de haber sido embaucada por los servidores de Satanás, tanto en Ciboure como allí en Zugarramurdi, era una clara muestra de su inocencia. El diablo sabía cómo tentar a las mujeres débiles de espíritu, como María de Ximildegui.
Echando mano de su memoria, Joana recordó el proceso de las brujas de Ceberio, acaecido cincuenta años atrás en esta villa vizcaína. Se lo había oído decir a su madre siendo ella muy niña. Aquel había sido un asunto bastante escabroso y polémico, según las opiniones de quienes lo vivieron de cerca.
Por aquel entonces, una niña llamada Catalina de Guesala, vecina de la barriada de Santo Tomás de Olabarrieta, declaró haber sido instigada por los miembros de una secta de brujos pertenecientes a la casa de Hereinoça, quienes la obligaron a renunciar de Dios y a rendir pleitesía al diablo. Varias personas fueron detenidas tras la delación de la pequeña, entre ellas el dueño de dicha hacienda, su mujer, su hermana y una anciana de nombre Puturu, madre del cabeza de familia. También fueron arrestados, y conducidos ante el Santo Oficio, Diego de Guinea, Bastiana de Hereinoça, Marina de Barbachano, Juan de Ysasi, María Ochoa de Guesala y la esposa de un picapedrero llamado Min de Ameçola.
Hubo, al margen de la niña, varios confidentes que, invariables en sus declaraciones, afirmaron haber sido víctimas de las diabólicas agresiones de los acusados. Unos decían que por las noches se les aparecían en sueños para chuparles la sangre; otros, que esparcían ciertos polvos con el fin de hacerles perder la cosecha de trigo a los vecinos de la villa. Pero a pesar de todo el revuelo que había provocado el escándalo, la sentencia no fue tan severa como todos esperaban, pues los brujos sólo fueron condenados a suplicios de agua y cordel a discreción del merino Hernando de Gastaza.
A su parecer, el diablo volvía a hacer de las suyas después de medio siglo de silencio. Primero en el Labourd, y ahora en la región de Xareta. De ahí que su deber como buena cristiana la empujara a difundir la noticia entre los habitantes de Zugarramurdi. Debían estar preparados ante la oleada de posibles encantamientos, conjuros, maleficios y sortilegios que habrían de sufrir los vecinos si las sectas prosperaban. De hecho, y así lo creía firmemente, los primeros crímenes ya habían comenzado con la muerte de un recién nacido tras la visita a la aldea de la vieja sorgina de Arraioz y su hija Estebanía.
Aferrando con fuerza el chal que se había echado sobre los hombros, Joana atravesó la muga que separaba las tierras de la iglesia de las comunales y cogió el camino que habría de conducirle hasta el caserío de Catalina de Aranzate, esposa del orfebre. Este ya había tenido un desencuentro con una de las implicadas en aquel turbio asunto, concretamente con Estebanía de Yriarte, a la que sorprendió robando en su taller la pasada primavera.
La mañana, aunque gélida, se presentaba en calma. No se escuchaba ni una voz labriega en todo el valle, ni siquiera el canto de los pájaros. Era como si el tiempo se hubiese detenido en el valle de Baztan.
En el cielo gris se oyó el eco de un urajeo, el único sonido que vino a romper la sensación de paz y calma que se vivía a aquellas horas de la mañana. Joana alzó el rostro y descubrió una bandada de cuervos sobrevolando el tenebroso bosque que circundaba la villa. Tuvo la impresión de que un millar de ojos, obstinados en la malicia y ocultos a la mirada de los hombres, la observaban desde las profundidades más recónditas del infierno con el único propósito de arrebatarle su alma inmortal. Sólo entonces cayó en la cuenta de que estaba sola, de que no había nadie más por aquellas tierras. Sintió escalofríos por todo su cuerpo, un estremecimiento que se iba incrementando según la sangre se templaba gracias al sofoco de la piel y al ligero temblor de su pecho. Aligeró el ritmo de sus pies impelida por una extraña sensación de peligro —un temor irracional vinculado a las arterías del diablo—, y no se detuvo hasta que repicó con fuerza en la puerta de entrada de la casa del orfebre.
El tiempo que estuvo esperando a que le abriesen el portón se le antojó infinito y agónico.
Ya le faltaba el aire cuando vislumbró el rostro jovial de Catalina de Aranzate surgir de detrás de la hoja de madera. Rondaría los veinticinco años de edad. Iba ataviada con un largo camisón de lino de color blanco y puntillas en las mangas y en el cuello. Era alta y cenceña, de rubia melena ensortijada, boca pequeña y labios encendidos como el fuego en las noches de estío. Sus ojos verdes se asemejaban a dos esmeraldas sin tallar, velados por largas y sombreadas pestañas. Poseía la misteriosa belleza de una flor silvestre humedecida por el rocío de la mañana, y su piel desprendía el dulce aroma de la fruta en sazón.
Dejando asomar el rojo y menudo aguijón de su lengua, sonrió antes de preguntarle:
—¿Puedo saber qué te trae por aquí… tan temprano? —subrayó sus últimas palabras con cierto retintín.
—Un asunto que te concierne —le dijo Joana, empujándola con suavidad para que entrase dentro del caserío. Echó un ligero vistazo en derredor suyo—. ¿Y tu esposo? ¿Está trabajando en el taller?
Necesitaba intimidad para hablar con ella a solas.
—No, sigue acostado —torció el gesto, proyectando una sonrisa sarcástica pero a la vez reluctante—. Precisamente «trabajaba» mi cuerpo cuando has venido a golpear en la puerta —con los brazos en jarras, le recriminó—: ¿Acaso no sabes que Dios proclamó el domingo día de reposo?
Joana le lanzó una mirada de reproche, como si esperase de ella un poco más de decencia.
—Es pecado fornicar en dies dominicus, incluso estando bajo la bendición del santo matrimonio —le recordó con acritud, como cristiana vieja que era.
Después se acercó a un escabel de madera que había frente a la mesa de la cocina. Tras tomar asiento, la invitó a que hiciese lo mismo
—Mi consejo es que no vayas por ahí diciendo que incumples los preceptos de la Iglesia, y menos en estos tiempos tan difíciles que vivimos. Tus palabras podrían malinterpretarse.
—No te entiendo…
—Para eso he venido. He de contártelo todo.
—Desembucha, vieja —le exigió la dueña de la casa, acomodándose a su lado—, que ya has conseguido avivar mi curiosidad.
—La joven María de Ximildegui, la que trabajaba en casa del molinero y que ahora está bajo mi tutela, confiesa haber sido víctima de una secta de brujos que practican sus malas artes en el prado de Berrroscoberro… ¿Y a que no sabes quién la ha inducido a participar de sus juntas? ¡María de Yurreteguia!
La mujer del orfebre enarcó sus cejas, dibujando una tímida sonrisa en sus labios.
—¿Dices que esa mala pécora, que se contonea lasciva cada vez que viene a ver a mi esposo aprovechando que el suyo se rompe el espinazo moliendo trigo en Urdax, pertenece a una secta de brujas?
—Eso mismo te digo. —La anciana cruzó los brazos sobre el pecho, frunciendo los labios.
Catalina de Aranzate odiaba a la mujer del molinero. No soportaba sus aires de importancia, ni aquel estúpido orgullo del que hacía gala cuando entraba en el taller para elegir las mejores piezas labradas que se exponían públicamente. Conocía de sobra el poder de seducción que ejercía María de Yurreteguia sobre su esposo, pues en más de una ocasión lo había sorprendido mirándola de un modo especial, como si el cuerpo de aquella zorra fuera lo más importante que pudiese existir sobre la faz de la tierra. A su parecer, María era una mujer peligrosa, inmoral, sin escrúpulos, capaz de interferir en la felicidad de un matrimonio sin importarle las consecuencias. De hecho, había oído decir que a Esteban de Navalcorea le pesaban más los cuernos que las talegas de trigo que acarreaba del almacén a la solera del molino.
Por un instante se alegró de que aquella arpía, de abrirse una investigación inquisitorial, tuviera que enfrentarse a la justicia de Dios y a la de los hombres. Se lo tenía merecido por libertina.
—¡Ea! ¿A qué estás esperando? Quiero saberlo todo… —volcándose de lleno en la conversación, presionó a la asistenta de fray Felipe para que fuese más explícita y la pusiera al corriente de las prácticas diabólicas de su eterna rival.
La serora, después de aclararse la voz, le fue enumerando cada uno de los detalles que la joven francesa le había referido la noche anterior. No pudo menos que sonrojarse mientras hablaba, pues existían ciertos pasajes de aquel sicalíptico asunto que resultaban arduos de explicar para una mujer que trabajaba en la casa de Dios.
Catalina la escuchaba con suma atención, elucubrando el modo de aprovechar la delación de María en su propio beneficio. Según pensó, contribuir a que la esposa del molinero fuera acusada de bruja ante el Santo Oficio vendría a recompensar, de algún modo, los distintos agravios que había tenido que sufrir por culpa de esta. Nada le satisfacía más en aquel instante que verla pedir clemencia frente a los miembros del brazo secular. En todo caso, aunque aceptase su culpa y fuera reconciliada con el fin de salvar su vida, nadie podría evitar que la condenaran a abjurar de sus errores, a llevar el sambenito durante varios años, a soportar los cien latigazos de rigor y a ser desterrada durante un largo espacio de tiempo.
También le alegró saber que Estebanía de Yriarte, la misma que había recibido una monumental paliza a manos de su esposo, cuando este la sorprendió robándole una bolsa con monedas de plata que guardaba en su taller de orfebrería, era una de las implicadas en el batzarre e hija de la reina de las brujas. Era como si la Providencia quisiera sonreírle aquella mañana, premiándola con hacer realidad sus más oscuros deseos de venganza.
Una parte de ella escuchaba a Joana de Azcaín; la otra, ideaba el modo de aprovechar aquella delación con el fin de resarcirse de la afrenta de ambas mujeres.
Cuando la serora terminó de detallarle las prácticas nigrománticas realizadas por la secta de brujos y sorginas, Catalina le propuso ir a casa del pastor Bartolomé Zuazo, padre del bebé que había fallecido debido al mal de ojo, y también a la del labriego Hernando de Zubiaur, que extrañamente había visto como su cosecha de trigo era destruida por diversas plagas de insectos. Debían poner en su conocimiento aquello que le había confesado la hija del Zarracatín.
Era obligación de ellas desenmascarar a las siervas del diablo, y que estas recibiesen su merecido y justo castigo.
Mientras hacía la colada en el pilón de piedra que había a la puerta del caserío, María de Yurreteguia tuvo un mal presentimiento. Venteó el aire al igual que los lobos cuando olisquean la sangre fresca de sus presas. En el ambiente creyó percibir el tenue aroma de la tragedia, un hedor maligno que provenía de la iglesia y de otros lugares de Zugarramurdi.
El viento había cambiado de dirección y ahora soplaba del norte. Las nubes sedeñas, de un color acerado como la hoja de una espada, se hacinaban sobre el montuoso horizonte de colinas ralas y dispersas. El cielo parecía sellado de adustez y melancolía. Tales signos no resultaban de buen augurio. Miró a su alrededor. No vio a nadie en todo el valle.
Dejó lo que estaba haciendo para limpiarse las manos con el mandil que ceñía su cintura. Se olvidó del barreño de madera donde mantenía en remojo su camisola y su enagua de ricos bordados, con el fin de buscar refugio en el interior de la casa. Cerró la puerta por dentro. Por último, echó el travesaño de madera para impedir que nadie ajeno a la familia pudiese entrar sin su autorización.
Tras exhalar un ligero suspiro, fue hacia el puchero que ardía en el hogar. Ahora que debía hacerlo todo ella sola, ya que su criada se había marchado sin darle explicaciones, perder el tiempo era un lujo que no se podía permitir. Su esposo y su suegro, que habían salido bien temprano a cortar leña, debían estar al llegar y todavía le quedaba por majar el hígado de una gallina, mezclarlo con leche de almendras y añadírselo a la salsa camelina para que esta cuajara como es debido.
Hacia el mediodía, aprovechando que el hervor del guiso se mantenía constante y el fuego de la chimenea había decrecido, decidió salir de nuevo para finalizar la colada. Pero cuál sería su sorpresa cuando, al abrir la puerta, vio a un grupo de vecinos por la senda del valle camino de su casa. Sintió que una mano invisible le traspasaba el pecho con un espetón ardiente. Sus rodillas temblaron al no ser capaces de soportar el peso de su cuerpo. Ya sin respiración, se horrorizó al descubrir que la gran mayoría portaban horcas de hacinar la mies, garrotes y cuerdas. Y parecían furiosos.
Para venir a agravar aún más la situación, distinguió a lo lejos la robusta silueta de su esposo, con un haz de leña cargado sobre los hombros, caminando junto a su padre a una veintena de varas castellanas por detrás de la muchedumbre. Ambos parecían igual de sorprendidos de ver allí congregadas a las gentes de Zugarramurdi.
Catalina de Aranzate encabezaba la comitiva de vecinos. Junto a ella caminaba el alguacil, con la faja de tafetán de color carmesí ciñendo su voluminoso vientre. Portaba en su mano el inconfundible bastón de mando.
Antes de que María pudiese reaccionar, la plebe ya había entrado en sus tierras y se acercaba al caserío con paso firme y decidido.
—¡María de Yurreteguia! —exclamó el oficial inferior de justicia, plantándose a tres pasos de ella—. Se te acusa explícitamente de adorar al demonio, de formar parte de un conventículo de brujas, y de incitar a otros para que renieguen de Dios y hagan culto al diablo. ¿Qué dices en tu defensa?
María fingió sentirse ofendida por las palabras del alguacil. Apoyando las manos en sus caderas, alzó el mentón con marcada soberbia.
—No sé de que me hablas, pero barrunto que alguna despechada posee una imaginación enfermiza —le lanzó una mirada de odio a Catalina de Aranzate—. El único pecado que veo yo aquí, son los celos y envidias de una correveidile demasiado holgazana como para atender las labores de su hogar… una que prefiere perder su tiempo en chismes de vieja a tener que doblar la espalda.
—¡Calla, bruja del demonio! —chilló la esposa del orfebre, dándose por aludida. Avanzó un paso hacia delante con los puños cerrados, haciéndole frente a la situación—. Bien me consta que te arrodillas ante Satanás y que lo adoras de este modo, besando sus partes más pudibundas con harto placer. Y también que te entregas carnalmente a hombres y mujeres después de bailar desnuda alrededor del fuego del infierno.
—Cuán fácil es hablar con insolencia cuando se tiene un broquel por corazón y una pica por lengua —ironizó María, aferrándose a los emponzoñados estiletes de las palabras con el propósito de no dejarse avasallar.
—¡Os digo que es una bruja! —terció Joana de Azcaín, arrollándose entre las manos un rosario—. ¡Nadie levanta falsos testimonios si no existen pruebas!
—¿Pruebas…? —inquirió la esposa del molinero, jactanciosa—. Muéstramelas, pues. Y si no es así… ¡Que te lleve el diablo!
Los vecinos de Zugarramurdi retrocedieron asustados al creer que les estaba lanzando una maldición. Entre el murmullo del gentío se oyó entonces la voz de un hombre: Bartolomé Zuazo; el padre del bebé que, según creían todos en el pueblo, había fallecido víctima de un maléfico sortilegio de las brujas.
—¿Acaso no me llamaste un día «marrano comedor de niños»? ¡A mí, que soy cristiano viejo! —enfatizó el hombre.
—Lo de marrano te lo dije porque al agacharme a coger el cántaro de la fuente, tus ojos se quedaron prendidos en el canalillo de mis pechos… ¿O es que no te acuerdas, bribón? —le recriminó María con cierto pudor, pues ya su esposo, tras haber dejado la gavilla de leña en el suelo, apartaba a la muchedumbre para ver qué era aquello tan importante que había reunido a gran parte de los vecinos a la puerta de su casa—. Lo de comedor de niños es una de tus deleznables fantasías, pícaro embustero. ¡Yo jamás he dicho tal cosa!
Interponiéndose entre la turba enfurecida y su esposa, Esteban de Navalcorea solicitó que le explicasen el motivo de aquella afrenta. El alguacil, en términos legales, le fue exponiendo cada una de las razones por las que su mujer había sido acusada de bruja.
Harto de escuchar necedades, el molinero se encaró con los allí presentes. Les aconsejó que si tenían evidencias que justificasen sus palabras, se las hicieran llegar a fray Felipe o al abad del monasterio de San Salvador de Urdax. Pero que si no las había, que callasen para siempre o sería él quien haría justicia con sus propios puños.
Viendo que la plebe no se amilanaba, y que alguien había mentado el nombre de María de Ximildegui como la presunta delatora, el molinero giró su cuerpo para pedirle explicaciones a su esposa. Esta comenzó a llorar, jurando que todo era mentira y que aquellas mujeres, llevadas por la envidia, lo único que pretendían era mancillar su honor y hacerle daño. Clamando a gritos su inocencia, le exigió que defendiera su buen nombre de las deposiciones de unas arpías que sólo buscaban arruinar su matrimonio; pues, según trató de hacerle entender, la francesa aspiraba a ocupar su lugar en el caserío una vez que ella fuese desterrada de la región o quemada por bruja. Y que si no la creía, que le preguntase a su padre, al viejo Íñigo, el cual ya había caído bajo el hechizo de la muy libertina.
El anciano respingó nada más escuchar su nombre, gruñendo entre dientes al igual que un perro rabioso. Como sabía lo artera y sagaz que podía llegar a ser su nuera, reconoció haber manoseado las piernas de la joven, bajo la mesa, llevado por un irresistible deseo que diabólicamente se había adueñado de su voluntad.
Indeciso, el molinero requirió la presencia de María de Ximildegui, pues sólo ella habría de arrojar algo más de luz a aquel turbio asunto.
Poco después, la hija del Zarracatín se personaba en casa de María de Yurreteguia acompañada de la serora y del alguacil de la villa, quienes habían ido a buscarla a la iglesia. Ya en su presencia, la francesa no se amedrentó ante aquella mirada chispeante que parecía querer fulminarla con el fuego de sus ojos. Se sentía protegida por la autoridad local y por los muchos vecinos que se habían dado cita en las tierras del molinero.
Segura de sí misma, la increpó con saña:
—Ella y otros muchos me obligaron a postrarme ante el diablo, que se hallaba sentado con gran majestad en un trono de madera negra chapado en oro… ¡Creedme! ¡Yo lo he visto! —enfatizaba cada una de sus palabras—. Posee los ojos torneados, descomunales, abrasadores… terroríficos. Su barba es idéntica a la de un chivo. Tiene el cuerpo y el talle como entre hombre y cabrón… las manos corvas… las uñas de los dedos rapantes al igual que las aves de rapiña… los dedos de los pies palmeados como los de un ganso… y la voz espantosa y desentonada —hablaba sin parar, describiendo una historia elaborada a su conveniencia—. Esta mujer —señaló con la cabeza a María de Yurreteguia— y otras más, sorginas del pueblo de Arraioz, me dieron de beber una pócima de sabor amargo como la hiel y al instante pude volar por los aires del mismo modo que un pájaro… ¡Asuntos de brujería os digo! —les fue explicando a los zugarramurdiarras, imprimiéndole veracidad a sus palabras—. De esta guisa, consiguieron que renunciara de Dios después de haberme prometido grandes venturas… a mí, y a los varios mocitos de corta edad que engañados por los brujos más ancianos se habían unido a la secta. El demonio nos tomó a todos de uno en uno, tanto a hombres como a mujeres y niños. A cambio de nuestros favores, nos entregó unos sapos que, según nos explicó, debíamos cuidar como si se tratasen de nuestro ángel de la guarda. Y además…
—¡Eso es mentira! —estalló la esposa del molinero, temiendo que la confesión de la que hasta hacía bien poco había sido su criada pudiera ponerla en un serio aprieto—. Os juro que no sé nada de lo que dice esta necia —la señaló con el índice diestro, dirigiéndose a ella—. ¡Hablas así porque estás loca! ¿Me oyes?
—¿Decir la verdad es estar loca? —se defendió la joven—. ¿Acaso no es cierto que cuando fornicáis con un hombre, vuestros gemidos de placer se asemejan a los rebuznos de un asno? ¡Uuuaaaah! ¡Uuuaaaah! —imitó el roznido, imprimiéndole cierta burla a la parodia—. Así gritabais cuando os poseía el diablo. Y si no me creéis… —se dirigió a los presentes—… preguntadle al molinero. Él, mejor que nadie, debe de saber si esto que os digo es verdad o no, pues como esposo habrá tenido que ayuntar con ella en más de una ocasión y sabrá de sus goces e intimidades.
Esteban de Navalcorena dudó unos segundos, pues era cierto que aquel sonido onomatopéyico era el mismo que su mujer emitía cada vez que la poseía. Le extrañó que la francesa estuviese al tanto de aquel detalle tan íntimo, pues desde que dijera de hospedarse en su casa, y por culpa del trabajo en el molino, no había tenido ocasión de mantener relaciones sexuales con su esposa.
Aprovechando la indecisión del molinero, María de Ximildegui siguió adelante con la acusación:
—Debéis de saber que esta mujer tiene una verruga horrible y negruzca en las nalgas, que no es otra cosa que la señal con la que el diablo marca a sus discípulos para que puedan reconocerse entre sí. Y si no me creéis, pedidle que os la enseñe. Así podréis saber que no miento.
Si la joven conocía ese detalle tan personal, era porque había sido la propia María de Yurreteguia quien se prestó a enseñarle aquella excrecencia el día que se desnudaron para secar sus cuerpos frente al fuego, después de que les sorprendiera la lluvia mientras regresaban de Arraioz. Ya entonces le dijo que se trataba de una verruga un tanto peculiar, pues había surgido ex abrupto tras contraer matrimonio con el molinero, como si Dios hubiese querido marcarla con el sello de la fidelidad en un lugar tan poco apropiado como aquel, con el fin de alejar la tentación de otros hombres.
Ahora se arrepentía, incluso, de haberle dado labor y hospedaje en su casa.
La muchedumbre comenzó a instigarla para que les mostrase aquella marca diabólica. Otros, por el contrario, pedían que confesase su culpa; y un pequeño grupo, que delatara a los demás partícipes del sabbat.
Viéndose acorralada, la esposa del molinero se echó las manos a la garganta fingiendo que le faltaba el aire. Llevando al límite el engaño, pues su estrategia era intercambiar el papel de bruja por el de víctima, se dejó caer al suelo para que creyeran que había perdido el conocimiento. Necesitaba tiempo para pensar cómo salir indemne de aquella situación.
Cuando trataron de reanimarla, expelió un sonoro eructo que consiguió que la plebe, apiñada sobre ella, retrocediera temerosa ante aquella andanada de hediondos vapores que parecían provenir del mismísimo infierno. Su aliento, según los más supersticiosos, apestaba a azufre. Aunque, en realidad, sólo olía a cebolla.
Suplicando misericordia, María de Yurreteguia confesó ser una bruja, que lo había sido desde muy niña, pero que las verdaderas culpables eran sus tías María Txipia y Graciana de Barrenetxea, hermanas de su madre, porque estas la embaucaron con truculentas artimañas cuando apenas tenía uso de razón. Con lágrimas en los ojos pidió perdón a su esposo, al alguacil y al resto de los vecinos de Zugarramurdi, rogándoles que la condujeran hasta fray Felipe porque necesitaba ponerse en paz con Dios cuanto antes.
La suya habría de ser la primera de una larga serie de confesiones.