María de Ximildegui, sentada en la puerta del monasterio, observó durante unos segundos la única estrella que resplandecía en el cielo de la tarde como una lágrima humedecida de nostalgia. La soledad del lucero vespertino la imbuyó de una profunda tristeza. Se sintió identificada con ella. Era un reflejo de sus propios pensamientos.
La mano membruda y sabia de fray Felipe vino a apoyarse en el hombro de la joven, la cual dio tal respingo que a punto estuvo de dejar escapar un grito de sorpresa. El sacerdote, sonriendo ante la inesperada reacción de María, encontró en la mordacidad un elemento de distracción.
—Sólo muestran inquietud aquellos que no tienen la conciencia tranquila —bromeó.
Ella guardó un prudente silencio, dirigiendo su mirada hacia las colinas que comenzaban a desaparecer engullidas por la opacidad del crepúsculo.
—Cuando yo era una niña, mi madre me dijo una vez que las almas de algunas personas resultaban tan escabrosas como los montes que se desgarran en barrancos y cañadas —susurró de un modo apacible—. Ahora sé lo que intentaba decirme.
Fray Felipe no llegó a comprender el significado de sus palabras. Acusó la falta de espíritu de la joven al hecho de haber tenido que abandonar la casa del molinero, forzosamente, tras sentirse amenazada por la actitud libertina del viejo Íñigo. Como ya era tarde, le aconsejó que entrara a la iglesia: la humedad del atardecer en los días de invierno era harto perjudicial para la salud. María accedió a la petición del clérigo porque lo último que deseaba era contradecir el deseo de quien, gracias a la intervención divina, la había redimido del pecado sin que este llegara a tener conocimiento de su desventura.
Accedieron a la capilla por una puerta lateral guarnecida de herrajes oxidados. Después de efectuar la indefectible genuflexión ante el Sagrado Sacramento, el sacerdote se detuvo bajo el púlpito.
—Será mejor que te sientes y esperes a que venga Joana —le dijo, señalando la hilera de bancos que había frente al presbiterio. María accedió a su recomendación—. Estará contigo en unos minutos, cuando termine de guardar las casullas, tunicelas, dalmáticas, estofas de púlpito y gremiales en el arca de la sacristía.
Arrastrando sus pies cansados a la vez que arregazaba el hábito unas pulgadas, fray Felipe se perdió entre la oscuridad del transepto camino de la sala capitular.
La mesa consagrada del altar, los candeleros, las vinajeras, los aguamaniles y el sagrario —en cuyo corazón residía el cuerpo de Cristo—, se vanagloriaban de su propia grandeza. Paños de raso y tapices prelaticios colgaban de los muros y columnas de la nave central, como ingrávidos espectros rezumando austeridad pragmática y fastuosa. El coro se velaba de vapores debido al incienso de los pebeteros que dulcificaba el ambiente con su plácido aroma. En las hondas capillas, fungosas de humedades, las cancelas de hierro protegían el descanso eterno de los diversos párrocos de otrora épocas allí enterrados.
Un súbito recelo vino a tirar por tierra toda aquella magia clerical que mantenía ensimismada a la joven. Cuando la adivinación sensitiva de su conciencia le avisó de un peligro a su espalda, de inmediato se le aceleraron los latidos del corazón. Girándose lentamente vislumbró una sombra oscura avanzando por el corredor de la nave. Era un gato de color negro. Se acercaba a ella con sigilo, buscando el contacto con sus pies.
María ahogó un grito de terror. El miedo la traspasaba como una espada ardiente e infinita. Al instante le sobrevino una terrible sospecha: aquella criatura del infierno, en realidad, no era otra que Graciana de Barrenetxea, que había ido en su busca para recordarle las obligaciones contraídas con los demás miembros de la secta de brujas.
Se retrajo asustada, entrelazando sus dedos hasta que formaron una cruz. Intentó detener, de este modo, el acompasado movimiento del animal. El conjuro no surtió efecto. El gato seguía avanzando hacia ella de forma inexorable.
Poniéndose en pie, la sirvienta giró su cuerpo para huir de aquella aparición. Y he aquí que chocó de forma inopinada con Joana de Azcaín.
—¡Válgame el cielo, muchacha! —exclamó la serora, sobresaltada—. Estás pálida… ¿Te ocurre algo?
—¡Es esa cosa de ahí! —gritó, señalando hacia atrás sin volver la cabeza. Un destello delirante brillaba con fuerza y pasión en sus pupilas—. ¡Viene a por mí! ¡Quiere llevarme consigo! —tenía los pómulos húmedos de sudor.
Joana dirigió su mirada hacia el lugar donde señalaba la joven, pero no encontró nada extraño, tan sólo el suelo ajedrezado y envejecido de la iglesia.
—Lo siento, pequeña —se excusó, encogiéndose de hombros a continuación—. Pero hasta donde mi vista alcanza, lo único que puedo ver es la suciedad del pavimento… que dicho sea de paso necesita una buena frotada —añadió, reprochándose tal descuido.
María giró su cuerpo con una expresión de estupor plasmada en el rostro. Atónita, pudo comprobar por sí misma que el minino había desaparecido como por arte de magia.
«¡Brujería!», caviló mentalmente.
—¡Estaba ahí! —insistió—. ¡Yo misma la he visto poco antes de que llegaseis!
—Pero… ¿De quién hablas?
—¡Era ella! ¡La sorgina de Arraioz! —estalló finalmente, con lágrimas en los ojos—. ¡Venía hacia mí!
Joana la estrechó entre sus brazos al descubrir que la muchacha temblaba por alguna extraña razón que no llegaba a comprender. Tenía las manos heladas. Sudaba profusamente. Su cándido rostro, de una palidez fría como el alabastro, ocultaba un misterio de confusiones y remordimientos. Le ardían la frente y las sienes, y las venas del cuello oprimían con fuerza su garganta.
Ante aquella demostración de angustia la condujo hasta la sacristía. Tras obligarla a sentarse en una silla de enea, la asistenta de fray Felipe le dio de beber del vino que solía utilizarse en la Eucaristía, esperando que el licor aliviase su ansiedad y le devolviera el color a las mejillas.
María le dio las gracias. Después, añadió con voz apagada:
—Estimada señora, quisiera confesaros un secreto pero el pudor me lo impide.
—No soy yo quien debe escucharte, sino fray Felipe —le recordó Joana, sentándose a su lado con el fin de ofrecerle consuelo—. Porque, según barrunto, guardas algún pecadillo en tu inocente corazón que no te deja vivir… ¿No es así?
La joven afirmó en silencio, cabeceando con cierta reserva.
Fue a decir algo, cuando el sacerdote apareció en el umbral de la puerta. Este exhaló un bufido. Parecía nervioso, incómodo, contrariado. Sin vacilar, fue hacia el arca donde guardaba los utensilios religiosos. Abrió el cofre. Extrajo de su interior la estola y la cruz labrada en plata con pedrerías. Al darse la vuelta para marcharse reparó en ambas mujeres. Se mordió el labio inferior. No esperaba encontrarlas allí.
Con discreción, llamó a su asistenta para hablar con ella en privado.
—Joana… necesito que vayáis en busca del alguacil —le rogó en voz queda—. La gente de aquí ha enloquecido. Pretenden apalear a dos mujeres que han estado mendigando frente a la iglesia. Desconozco los motivos, pero he de impedir que se tomen la justicia por su mano.
Tras ponerla al corriente de lo acaecido, el sacerdote se colocó la estola alrededor del cuello. Empuñando con fuerza la cruz de plata salió a zancadas de la sacristía.
Expedita, la serora le dijo a María que esperase allí mientras iba en busca de la autoridad, pues en la calle se había iniciado un altercado y lo último que deseaba era que se viese inmiscuida en un asunto tan desagradable como aquel. Sin ofrecerle otra explicación, abrió la pequeña puerta que conducía directamente a la parte de atrás de la iglesia, cuyo dintel era de tan exigua alzada que tuvo que inclinarse al pasar.
Ya a solas, la joven sintió curiosidad. Contraviniendo el consejo de Joana se dirigió a la capilla mayor. Una vez allí atravesó la nave principal, yendo después hacia la puerta de entrada. Con más temor que prudencia, la abrió ligeramente con el fin de descubrir qué es lo que estaba ocurriendo más allá de los sagrados muros de la iglesia. Y fue al asomar su cabeza por detrás del armazón de madera, cuando comprobó, horrorizada, que las responsables de aquel disturbio no eran otras que Graciana de Barrenetxea y su hija Estebanía.
Varios vecinos las increpaban a voces, culpándolas de la muerte de un niño recién nacido cuyos padres habían recibido, días atrás, la visita de ambas mujeres. Las acusaban de aojadoras, de haber practicado magia negra contra la inocente criatura aprovechando que esta estaba sin bautizar. Otros decían de ellas que habían hechizado los campos con sus conjuros, de ahí las malas cosechas de aquel año. Las sorginas, sintiéndose acorraladas, gruñían como bestias.
Y mientras tanto, fray Felipe trataba de contener a la muchedumbre instándoles, en el nombre de Dios, a que no cometiesen el error de dejarse llevar por la exaltación extrema de los afectos y pasiones y por la superstición.
María de Ximildegui sintió un nudo en la garganta, pues creyó que aquellas brujas habían viajado desde Arraioz con el propósito de darle escarmiento. Cerrando de nuevo la puerta, corrió hacia el presbiterio en busca de su sagrada protección. Arrodillándose frente a la imagen de Cristo, la joven rompió a llorar entonando una oración con la que paliar su angustia. Balbuceaba un débil rezo entre dientes con temblor y confusión de palabras, imbuida de extraña inquietud que atarazaba sus entrañas.
Y allí estuvo, postrada ante la imagen de Jesús crucificado, hasta que dejó de escuchar el tumulto que provenía del exterior. Tan sólo alzó su cabeza cuando oyó la voz de fray Felipe hurgando en su conciencia.
—¿Qué preocupación te aflige, hija mía, para que tengas que buscar consuelo en presencia del Señor?
La joven se arrastró por el suelo como una penitente, con los ojos anegados por las lágrimas.
—¡Confesión, fray Felipe! ¡Confesión! —le suplicó a voces—. ¡Confesadme antes de que sea demasiado tarde y me vea arrastrada al infierno, porque mi pecado es tan grande que mancilla esta santa iglesia!
El sacerdote se santiguó al escuchar sus palabras, pues nadie mentaba el averno en un lugar sagrado como aquel sin un buen motivo. Adolecido de una invencible piedad, fray Felipe le ordenó que se pusiera en pie.
Había llegado la hora de enfrentarse a los demonios que desordenaban la mente de aquella irresoluta muchacha; y por supuesto, vencerlos con la ayuda de Dios.
Fray Felipe escuchaba atentamente la confesión de la joven María, en completo silencio. Fue tan revelador el testimonio de la francesa, que ni siquiera se atrevió a juzgar, de momento, la importancia que podrían tener aquellas palabras en caso de que llegasen a oídos de los vecinos.
A pesar de sentirse terriblemente incómodo escuchando las diversas y terribles historias de brujas que fornicaban y apostataban en el prado de Berroscoberro alrededor del fuego, un oscuro deseo suscitó su interés por todo lo prohibido y lo mundano. Un gélido estremecimiento sacudió su cuerpo de arriba abajo: un espeluzno brutal, mezcla de renuencia y frenesí, que vino a acelerar los latidos de su corazón. Incluso saboreó el agridulce regusto que destilaban los detalles más indecorosos que le iba explicando la joven.
Sin importarle demasiado su responsabilidad moral como discípulo de Cristo, el sacerdote se dejó arrastrar por las fantasías sexuales que podrían esperarse de cualquier hombre que, sentado muy cerca de una criatura tan atractiva y lozana como María de Ximildegui, tuviese que escuchar las lúbricas escenas que esta le detallaba entre sinceras lágrimas de arrepentimiento. Inevitablemente, tuvo una erección.
Estuvo tentado de abrir la celosía del confesionario con el fin de acariciar las manos de María para transmitirle confianza, lograr que su arrepentimiento resultara un poco más llevadero, pero temió provocar una situación que pudiera malinterpretarse. Y aunque bebía sus palabras sin poder apartar la mirada de los verdes ojos de aquel ángel arrojado al infierno de la relajación, que a su vez le observaba desde el otro lado de la celosía, fray Felipe permaneció erguido en el pequeño banco forrado de terciopelo carmesí sin demostrar ningún tipo de sentimiento. Aunque bien es cierto que comenzó a sentir que allí dentro, en aquel aislado recinto destinado a ser testigo de las debilidades del ser humano, la temperatura comenzaba a subir gradualmente según la historia de la joven María se iba tornando cada vez más tórrida.
La descripción de los juegos eróticos y paganos de los habitantes de Zugarramurdi, al margen de provocar su indignación —pues no dejaba de ser un ministro de Dios—, tendían a conceptuarse como idílicas escenas donde se entremezclaban la esencia onírica que daba vida a las fantasías más frívolas del hombre, con el acre aroma del azufre del infierno.
La francesa terminó de referirle sus múltiples pecados. Para ella, las palabras sólo eran eso: argumentos de redención que apenas fortalecían su espíritu traspasado por la vergüenza. Y si bien es cierto que tras haberse confesado se sentía bastante más libre y cerca de Dios, tuvo la sensación de que sus acciones habrían de convertirse en un futuro en motivo de disputa.
Fue la primera vez que juzgó la inocencia como un bien inmaterial ligado al alma desde su nacimiento, un estado anímico difícil de explicar, una recóndita sensación que no podía ver ni apreciar hasta que vino a establecerse una realidad paralela al margen de ella misma. La experiencia no la dejó indiferente. Fue como observar su cuerpo reflejado en las aguas del río, pero con los ojos de otra persona.
Ya apenas se reconocía después de haber aceptado su culpa.
Fray Felipe se excedió en el cumplimiento de sus obligaciones religiosas, ofreciéndole la absolución sin antes haber consultado con las más altas jerarquías de la Iglesia católica; un procedimiento inadecuado, ya que los hechos narrados por la joven formaban parte de un despropósito de sacrílega naturaleza, realmente difícil de indultar.
Tras hacer el signo de la cruz y besar su estola abrió la puerta del confesionario. Fuera le aguardaba María, que aferraba con fuerza la tela de su falda en un intento de atenuar su ansiedad. En los ojos de la arrepentida, en sus pupilas ahogadas en lágrimas, el sacerdote descubrió la inquietud y el temor.
—Si es verdad que esas gentes adoran al diablo, tal y como has confesado, tu deber como buena cristiana es delatarlas designando a los implicados para que puedan arrepentirse públicamente de sus actos… aquí, en la iglesia —imprimió solemnidad a sus palabras—. Yo no puedo hacerlo porque estoy bajo secreto de confesión. Te aconsejo que hables con Joana. Ella se encargará de comunicárselo al resto de los vecinos y al alguacil de la villa, quien habrá de tomar la decisión de juzgarlas como se merecen; o en el peor de los casos, avisar al merino de Urdax para que este convoque una audiencia pública. Sólo así te sentirás mejor.
María accedió a la petición del sacerdote moviendo significativamente la cabeza, de arriba abajo. Sintió un calor pudibundo en sus mejillas de ascuas. Se marchó cabizbaja en busca de la serora, que aguardaba impaciente en la sacristía el final de la confesión. Arrastraba consigo el sinsabor de la derrota espiritual y el desapacible aroma de una delación no deseada pegado a su piel.
Fray Felipe la vio desaparecer más allá del púlpito que precedía el altar mayor; engullida por las tinieblas que se agolpaban al final de la galería del transepto. Mientras se alejaba, sintió sobre él la mirada atenta del Padre Celestial, quien ya debía estar juzgando sus indecorosos pensamientos.
Refugiándose en la ascética dirigió sus pasos hacia las escaleras de maitines que habrían de conducirlo hasta la sala de los monjes. Cuando llegó a la estancia comunal, sus hermanos en Cristo dormían en distintos jergones de paja extendidos en el suelo. Fue hacia su rincón en busca de esa paz que tanto necesitaba en aquel momento de debilidad. Arrodillándose frente a la arqueta de bronce y nácar, cubierta por un paño de raso que había bajo el pequeño ventanal, la abrió con sumo cuidado para que el sonido oxidado de las bisagras no perturbase el silencio que se adueñaba de cada uno de los rincones. Extrajo un chicote largo de cuero, delgado y flexible, que aferró con fuerza con su mano. Se despojó del hábito talar hasta la cintura, permitiendo que la tela de lienzo quedase replegada sobre el cíngulo. De rodillas en el suelo, mordiendo con fuerza los labios en un claro gesto de contención del dolor, el sacerdote flageló con fuerza su espalda imponiéndose disciplina frente a un pequeño crucifijo, ya que la imagen desnuda de María de Ximildegui, dejándose sodomizar por un cabrero, se le antojaba tan terrible como excitante.
Después de varios azotes, contrito y dichoso a la vez, fray Felipe se complacía más con el sentimiento de purificación que con el goce del pecado.