A comienzos de la primavera del año de nuestro Señor Jesucristo de 1610, con más pena que gloria decidí viajar a Madrid. Mi propósito no era otro que entrevistarme con don Pedro de Valencia, cronista del rey. Este ya debería haber leído los escritos que le fueron enviados por mi secretario hacía un par de semanas. Pero antes tuve que requerir la aprobación de los demás miembros del Tribunal, pues debía proceder con legitimidad y no de otro modo.
Tanto el decano como don Juan del Valle suscribieron mi decisión de dejar Logroño, a pesar del mucho trabajo que quedaba por hacer antes de iniciar el proceso. A cambio, me rogaron que solicitase del Consejo del Santo Oficio la anulación del edicto de gracia —que la Suprema había concedido a los inculpados de brujería—, y sustituirlo por un edicto de fe, por lo que toda persona que se considerase buen cristiano debía denunciar a los supuestos herejes bajo pena de excomunión. Y lo hicieron por dos motivos: primero, porque así pensaban demostrar que el indulto no favorecía las confesiones de quienes se entregaban por propia voluntad, tirando por tierra mi hipótesis con respecto a la inocencia de los delatados; y segundo, porque las delaciones vecinales reafirmarían sus teorías sobre la participación del demonio en las juntas nocturnas, y tendrían libertad a la hora de dictaminar sentencia. Querían asegurarse la detención de los maestros brujos sin que yo pudiera juzgar su proceder, pues las confesiones se considerarían válidas por derecho y los reos no podrían acogerse al perdón del Tribunal sin la aprobación de los tres inquisidores. Al ser ellos dos mayoría, poco o nada determinaba mi criterio.
Como ya he explicado, semanas antes de iniciar el regreso a la Corte, mi secretario había redactado varias cartas que fueron enviadas a don Pedro de Valencia, solicitando su consejo sobre las cosas que estaban sucediendo en las tierras altas de Navarra. Así, notificándole de mi llegada con antelación, podría posponer sus otras obligaciones, que eran profusas desde que el rey Felipe el Tercero le encargase la elaboración de una historia sobre su vida, las relaciones de los asuntos de Indias y las censuras de los libros que debían imprimirse en los distintos talleres de Madrid. Necesitaba acogerme a la omnisciencia de las muchas materias que su asiento y cordura dominaban, pues no había otro humanista más esclarecido, ilustre, famoso y digno de admiración y respeto que él.
De esta guisa, recorriendo el Camino Real que llevaba a Madrid en compañía de los alabarderos de la Guardia Vieja del rey, de mis pajes, y también de mi fiel secretario don Gonzalo de Mendoza, decidí pernoctar en Valladolid a pesar de que, por aquel entonces, era una ciudad acosada por la peste; un lugar que con el paso del tiempo se había ido despoblando ante el temor que provocaba tan terrible enfermedad.
A pesar de todo, en ningún momento tuve miedo del contagio ni me amedrentaron los gemidos de quienes lloraban a sus difuntos frente a las hogueras purificadoras erigidas a las afueras de la ciudad, donde el fuego reducía a cenizas gran cantidad de cadáveres que habían sido amontonados por los sepultureros. Al fin y al cabo, el espectro de la muerte negra campaba a sus anchas de un extremo a otro del reino, por lo que no existía en toda España un lugar seguro donde esconderse.
Mientras nos adentrábamos en el barrio de la Ronda, al otro lado de las murallas, me dejé llevar por la memoria y el recuerdo…
Valladolid, debido a la intercesión del duque de Lerma, había albergado durante cinco años a la familia real y al resto de los cortesanos, algo que lamentaron profundamente los madrileños el tiempo que duró la ausencia de sus majestades los reyes. Eran demasiados los nobles e hidalgos que se habían enriquecido gracias a los beneficios que les aportaba la vida palaciega, y que ahora tenían graves problemas pecuniarios al haber quedado desatendidas sus necesidades. Causa de hilaridad fue la campaña de desprestigio que iniciaron contra Valladolid, pues decían de esta ciudad que era insalubre y de malos olores, indigna de un monarca español. Hubo otros comentarios bastante más cáusticos e ingeniosos, cuya finalidad no era otra que burlarse de sus mujeres, a las que motejaban de «cazoleras». Por otro lado, los vallisoletanos decían de Madrid —esa villa de la osa que come bellotas—, que tenía un aprendiz de río, ridiculizando de este modo el escaso caudal del Real Canal del Manzanares en comparación con el Pisuerga. Igualmente, tachaban a sus hembras de «ballenatas».
Lo que sí resultaba cierto, era que los cortesanos madrileños tuvieron que dejar su vida social y sus palacios para levantar otros nuevos en Valladolid, pues necesitaban seguir gozando de los favores del rey.
Pero no todo fueron chacotas y discrepancias. El traslado de la corte a Valladolid favoreció la ejecución de grandes cambios arquitectónicos, de ahí que se acometieran muchas y costosas obras en un denodado esfuerzo por convertir la ciudad en meritoria residencia digna de sus reyes. Se erigieron nuevos palacios y casas nobles. Se reforzó el envío de agua desde Argales. Se pavimentaron gran parte de sus calles. Se levantaron pasadizos en pleno centro, para que el monarca y su séquito pudiesen circular a sus anchas desde el Palacio Real hasta la Huerta del Rey sin que la plebe viniese a molestarlos con su presencia. Y se proyectaron, además, otros trabajos dignos de mención, en los cuales los vallisoletanos se jugaron su honor y prestigio.
Esto me hizo recordar unos versos que le había oído recitar a un joven poeta llamado Francisco Gómez de Quevedo y Santibáñez Villegas, hombre de sutil ironía, cuando visitó Valladolid después de haber pasado varios años cursando sus estudios en Alcalá de Henares:
A fuerza de pasadizos
Pareces sarta de muelas,
y qué cojas con tus calles
Y sus puntales muletas.
Esta era la ciudad a la que llegamos, ya cerrada la tarde, después de haber recorrido un largo trecho desde la villa de Torquemada. Gracias a Dios, pudimos pernoctar en la iglesia parroquial de Santa Eulalia.
Agotados del viaje, y con más sueño que hambre, nos entremezclamos con los tejedores, maestros de obras, curtidores, caldereros, silleros, bribones, perdularios, trotamundos, curanderos, artesanos ambulantes, falsos tullidos, moceros, estudiantes hambrientos, soldados de fortuna, meretrices, indigentes, pícaros, faramalleros y demás gentes que vivían de la depredación y la ingenuidad de los más pudientes; plebeyos de patibulario aspecto que recorrían las callejuelas de la ciudad tratando de sobrevivir a la enfermedad y a la pobreza.
Sentí cierta lástima al comprobar personalmente sus tribulaciones, pues los vallisoletanos me resultaron bastante más necesitados que años atrás, antes de que el monarca hubiese aceptado la proposición del corregidor de Madrid de recibir doscientos cincuenta mil ducados a cambio de retornar a la villa que le había visto nacer; decisión que, por otro lado, se acomodaba a sus regios intereses, que no eran otros que huir de las fiebres que hacían estragos en la villa pinciana.
Finalmente llegamos a la plaza de la Cruz Verde, llamada también de los Herradores porque allí se congregaban los talleres de ferrería, incluidos los de chamberga. Las voces de los ferrones, instando a los mozos para que avivasen el fuego, se confundían con el sonido estridente de los diversos martillos que golpeaban los yunques situados junto al horno, y con el jadeo de los fuelles y el agua que se precipitaba desde las ruedas hidráulicas. En aquel mismo lugar, junto a la parroquia de San Andrés, se solían instalar el corral de comedias, los juegos de cañas, las mascaradas y demás saraos populares, algo que causaba gran enojo a los clérigos del monasterio debido a la frívola naturaleza de los susodichos eventos.
Bajamos por la calle de las Calaveras —que recibía este siniestro nombre debido a su proximidad con el osario del convento—, para luego hacer un largo recorrido hasta llegar al palacio del conde de Benavente. Fue entonces cuando se desató la curiosidad de don Gonzalo, mi secretario.
—Vuestra señoría sabe que soy hombre piadoso y de preclaro entendimiento, aunque esté mal que yo lo diga, y también que temo al diablo como todo buen cristiano. Sin embargo… —vaciló unos segundos— me es imposible comprender que esas gentes puedan ser capaces de realizar los prodigios y maravillas que dicen. No sé si me he expresado bien.
—Perfectamente.
—Veréis, todo eso de que pueden desplazarse de un lado a otro volando por los aires, gracias al poder que les otorga el demonio, o el hecho de que se conviertan en animales para que nadie los reconozca, es algo que está más allá de mi capacidad de entendimiento —mirándome a los ojos, preguntó—: ¿Vuestra señoría sabe a qué es debida tanta patraña, o si es cierto que ellos mismos se creen capaces de tales portentos?
—Recuerdo haber leído, en mis años de estudiante, un tratado acerca de las supersticiones, escrito por don Martín de Arles de Andosilla, gran teólogo y archidiácono del valle de Aibar, donde se decía que no hay tales vuelos nocturnos sino que es el diablo quien provoca extraños sueños a estos hombres y mujeres para que se crean sus propias fantasías. Todo eso de que son capaces de volar por los aires, de llevarse a los niños de casa de sus padres, con el fin de asarlos y comérselos, de fornicar con el demonio y demás atrocidades, en realidad son fruto de una entelequia… eso sí, una entelequia diabólica —maticé, ahora con cierta ironía.
—Pero ¿y los niños? —porfió mi subalterno, sin llegar a entender del todo mis explicaciones—. ¿También ellos son víctimas de esas pesadillas que decís?
—Los niños son quienes más viva tienen la imaginación —aduje—. Bastante que hayan escuchado la delación de algún vecino, para que su espíritu esté por las cosas malas —moví la cabeza de un lado a otro, con tristeza—. Su ánimo de protagonismo es uno de los peores inconvenientes con los que debe enfrentarse un inquisidor, pues al presuponerlos puros de corazón nos cuesta rebatir sus afirmaciones.
—¿Por qué entonces don Lorenzo de Hualde tiene encerrados en la parroquia a todos los niños de Vera, con la excusa de protegerlos del mal que puedan ocasionarles sus propios padres? ¿No sería más inteligente hablar seriamente con ellos para que digan la verdad? —quiso saber don Gonzalo.
—Sí… eso sería lo mejor. Sin embargo, el hecho de que esas criaturas confirmen la existencia de brujos en la región, diciendo que los obligan a participar de los reniegos de Dios y otras felonías, favorece al vicario y a los demás comisarios inquisitoriales de la comarca por lo que, como resulta obvio, no harán nada para contradecirlos.
—¡Por las llagas de Cristo que no entiendo nada! —exclamó mi secretario, frunciendo el ceño.
—Ni falta que os hace, don Gonzalo… ni falta que os hace —repetí, encogiéndome de hombros.
Ahí finalizó la conversación. Ante nosotros pudimos ver el convento de San Agustín, en cuya fachada se exponían los escudos de los condes de Villamediana, quienes se hallaban enterrados en la capilla mayor. Y hacia él nos dirigimos en total silencio, permanentemente escoltados por la compañía de alabarderos.
Nadie, ni siquiera mi fiel secretario, podía sospechar que dentro me aguardaban dos ilustres personas, de lógica inflexible y serenidad de espíritu, que habrían de ayudarme con sus discursos en la defensa de aquellos que decían servir al diablo.
Debía consultarles antes de tomar una decisión de la que tuviese que arrepentirme el resto de mi vida.
A la mañana siguiente, aprovechando que los frailes agustinos se aseaban en las letrinas antes de acudir a la misa de tercia, mantuve una breve conversación con mi secretario mientras paseábamos por la huerta del monasterio.
—Don Gonzalo, lamento haber tenido que mentiros —dije con cierto apuro—, pero me he visto obligado ante el temor de que los espías de don Alonso Becerra pudieran llegar a enterarse de la auténtica finalidad de nuestro viaje.
El escribano se me quedó mirando, deteniéndose en mitad de la senda que separaba en dos los plantíos de hortalizas.
—¿Vuestra señoría, acaso, no confía en mí? —preguntó, mostrándose ofendido en el tono y la expresión.
—Jamás he dudado de vos —reconocí en voz queda—. Si he tenido que ocultaros la verdad es porque no quise arriesgar mi misión. Los sillares del palacio inquisitorial, últimamente, parecen haber cobrado vida y escuchan cada una de nuestras palabras. Allí, en Logroño, todo está subordinado a los intereses del decano, inclusive la intimidad.
—¿Puedo saber en qué me habéis mentido? Si me es lícito preguntaros.
—Nuestro viaje finaliza aquí, y no en Madrid —contesté. Pensándolo bien, añadí con cierta cautela—. Bueno… por lo menos el mío. Yo he de permanecer en la ciudad un par de semanas, pero vos debéis seguir adelante con mis pajes y con la compañía de alabarderos. Don Bernardo de Sandoval os aguarda en el palacio del Consejo de la Suprema Inquisición. A él deberéis entregarle las cartas redactadas por el licenciado don Juan del Valle, rogándole la anulación de los edictos de gracia.
—No os entiendo —susurró mi secretario—. Se supone que don Pedro de Valencia espera reunirse con vuestra señoría en Madrid.
Le hice un gesto para que siguiésemos andando. Fuimos hacia la puerta que comunicaba con el claustro.
—Don Pedro de Valencia no se encuentra en Madrid en este momento —carraspeé antes de continuar—: Está aquí, en este monasterio, desde hace unos días.
—Pero… —repuso don Gonzalo, atónito.
—Sí, ya sé que le escribisteis una carta diciéndole que pensaba entrevistarme con él en el Alcázar. Sin embargo, antes de lacrar el pergamino cambié de opinión y yo mismo añadí unas letras.
Mi acompañante se quedó pensativo, reflexionando al respecto.
—¿Le pedisteis que viniera a Valladolid? —preguntó al cabo de unos segundos, al comprender ya mi argucia.
—Sí, y no sólo a él —añadí con voz cómplice—. También le rogué que, por otros medios no oficiales, se pusiera en contacto con el jesuita don Hernando de Golarte. Ambos me aguardan en este momento en el scriptorium del monasterio.
Asintió, pensativo.
—¿Y cuándo deseáis que parta para Madrid?
—Esta misma tarde. De hecho no debéis demorar más vuestro viaje.
—¿Y si el arzobispo pregunta por vuestra señoría? —insistió, preocupado.
Sonreí ante la ingenuidad de mi secretario.
—No lo hará —le confesé en voz aún más baja—. Está al tanto de mi reunión con el cronista del rey.
—Entonces… ¿Pensáis regresar sin mí a Logroño?
—No —contesté, ahora de forma tajante—. Aguardaré aquí hasta que volváis de Madrid.
Don Gonzalo abrió la boca para decir algo más, pero se abstuvo de seguir adelante con el interrogatorio al ver mi gesto impaciente. Movió la cabeza de un lado a otro, chasqueando la lengua con harta resignación. Era algo muy propio de él cuando estaba confundido.
Ya en el patio del claustro, despedí a mi secretario antes de dirigirme hacia la puerta de entrada al convento. Me adentré en el corredor de gélidos sillares, y subí las escaleras que conducían a la biblioteca y al scriptorium, donde ya debían estar esperándome don Pedro y don Hernando.
Era don Pedro de Valencia un hombre de semblante duro y anguloso, así como cejudo y de frente despejada. Lucía una barba bien recortada y un fino bigote que, al igual que la gorguera de encaje que rodeaba su cuello, le proporcionaba cierta solemnidad a su imagen. Iba vestido con elegancia, con casaca de paño de Segovia de color negro y calzas de terciopelo de idéntica tonalidad. Tras las lentes que se apoyaban en el puente de su nariz pude ver sus ojos acerados, fijos en los míos.
A su lado, junto a uno de los atriles cercanos al ventanal, estaba don Hernando de Golarte, ataviado con su hábito de la Compañía de Jesús.
—Un enrevesado asunto el de las brujas de Zugarramurdi.
Con estas breves pero sentenciosas palabras, don Pedro iniciaba la conversación.
—Enrevesado y desconcertante, a fe mía —agregó don Hernando, dando conformidad a lo expuesto por el cronista oficial del rey.
—La pregunta que deberíamos plantearnos, para llegar a comprender la verdad, es la siguiente: ¿existen las brujas como entes diabólicos, capaces de transformar sus cuerpos y de lanzar maleficios gracias al poder del demonio? —expuse mi interrogante sin circunloquios, después de guardar un discreto silencio—. Defender lo contrario es considerado herejía por la Iglesia desde que Inocencio VIII redactase su bula papal Summis desiderantes affectibus. Sin embargo, según la opinión de Dionisio en su epístola a Policarpo de Esmirna, nadie, ni siquiera el diablo, puede alterar las más nobles obras de la creación, como son los hombres y los animales, si no es con la aquiescencia de Dios.
—Estoy de acuerdo con vuestra señoría —convino don Pedro, que asintió con un ligero gesto de cabeza—. Ya se menciona en las Decretales que a los brujos les es imposible afianzar su poder, a menos que el inefable, justo y equilibrado designio de Dios les permita hacer uso de las artes mágicas del demonio.
—Yerran quienes creen en la brujería, pero también lo hacen quienes niegan la influencia de Satanás sobre el hombre —terció el jesuita, ofreciéndonos su opinión—. El Altísimo tutela todo lo que acontece dentro y fuera del orbe, cierto… pero a veces el diablo se manifiesta como un gran taumaturgo trastocando la voluntad de Dios. Ya entonces, cuando Adán y Eva convivían en el Edén, se valió de sus amaños para alterar el orden de las cosas divinas.
—Sí; pero la potestad del demonio sobre la tierra es perecedera —le recordó el cronista.
—En todo caso, lo que sí es cierto es que el diablo no necesita, obligatoriamente, la colaboración de los brujos para llevar a cabo sus malignidades —les dije a ambos—, por lo que la muerte repentina de una persona y otros infortunios, como es perder la cosecha a causa de las plagas, no tiene nada que ver con el hecho de que unas gentes se reúnan alrededor del fuego los viernes de cada semana y en las vísperas de los días festivos.
—Estoy de acuerdo con vos —don Pedro apoyó mis palabras, sin vacilar—. Tras haber leído los informes que me fuisteis remitiendo desde Logroño, en donde se recogen las confesiones de los inculpados y los testimonios de los delatores, he llegado a la conclusión de que en esas juntas no interviene el diablo, sino el vicio y la depravación. En tales conventículos, y esa es mi opinión, no se invoca la presencia del demonio porque lo único que les importa a los participantes es entregarse a la fornicación, el adulterio y la sodomía.
—No digo yo lo contrario —opinó don Hernando, reflexionando al respecto—. No obstante, ¿quién les ha imbuido la idea de que pueden volar o convertirse en animales a su antojo?
—Si tenemos en cuenta el asunto de las bacanales en Roma, que tal y como nos dice Tito Livio obedecían al terror provocado por las discusiones civiles, los misterios dionisíacos estaban emparentados con el uso de pócimas y ungüentos, capaces de alterar la realidad —añadió el cronista—. Son muchas las plantas, y muy venenosas, que son utilizadas por las sorginas en sus juntas desde tiempos inmemorables. Por eso os digo que todo está en la imaginación de quienes participan en los llamados akelarres. Además, algunas personas son víctimas de aberraciones mentales como la melancholía o el morbum imaginosum —reconoció—. Gente enferma… orates sin seso, en todo caso.
—Cierto es que existen varios detalles que se escapan a nuestro entendimiento —me dirigí al jesuita—. De ahí que quisiera pediros, como un gran favor, que habléis con don Gaspar de Vegas, provincial de la Compañía de Jesús en la jurisdicción de Castilla, que tiene su sede aquí, en Valladolid, para que os permita viajar hasta el valle de Baztan con el fin de recopilar toda la información que os sea posible. Yo, de momento, no puedo salir de Logroño sin contar con el consentimiento de mis colegas del Tribunal. Aunque, en una carta privada que va camino de Madrid, le ruego a don Bernardo de Sandoval me sea concedido un permiso para recorrer las tierras altas de Navarra, una vez que haya finalizado el Auto de Fe contra los inculpados que aguardan en las cárceles secretas de la ciudad.
Don Hernando de Golarte enarcó sus cejas, sopesando mi propuesta de indagar en el asunto.
—¿Y qué hay de la investigación realizada por el licenciado don Juan del Valle? —se interesó—. ¿Os ha parecido insuficiente?
—Más bien inexacta, pues ha sido redactada a su conveniencia y a la de los comisarios inquisitoriales de las distintas parroquias de la región.
—¡Sea! —me dijo—. Hablaré con mi superior.
Después de recibir el apoyo del jesuita, me acerqué hasta colocarme muy cerca de don Pedro.
—En cuanto a vos, necesito de vuestro consejo —solicité.
—Os ayudaré en todo lo que esté en mi mano.
—¿Podríais decirme, entonces, qué diligencias inquisitivas se han de realizar para poner fin a las injustificadas delaciones que vienen sucediéndose desde hace más de un año?
El cronista, seguro de sí mismo, me dio su opinión.
—Si yo formara parte del Tribunal, haría todo lo posible por descubrir al brujo mayor de estos nefandos misterios —me dijo—. Probablemente, este tratará de ocultar sus vicios con palabras engañosas… verbis decoris vitium obvolvere. También convendría no prestarle oídos a los testimonios de los confidentes, que sólo hablan disparates para encubrir la verdad y desviar la atención de sus propios pecados. Que nadie os diga que el diablo lo engañó, que de seguro miente. Pues aunque el demonio sea quien aliente sus almas, no interviene en forma visible ni habla directamente con ellos.
Las palabras de don Pedro de Valencia quedaron grabadas a fuego en mi memoria. En un futuro me servirían de ayuda ante la dura lucha que habría de iniciar, en solitario, contra el decano del Tribunal y su fiel consejero don Juan del Valle Alvarado.
Finalmente, sin embargo, ambos inquisidores ganarían la partida.