XIII

Demonios, demonios, demonios. No había más imagen en su cerebro que una horda de ángeles negros revoloteando a su alrededor.

Debido a la mala conciencia, pues se sentía poseída nuevamente por el diablo, víctima de sus inexorables artimañas, María de Ximildegui pasó los días de Pascua con altas fiebres que le nublaron la razón y que a poco estuvieron de acabar con su vida. La esposa del molinero, sintiéndose culpable de su enfermedad, o quizá por temor a que la doncella, en su delirio, pudiera balbucear palabras o frases que resultasen comprometedoras, y que estas llegaran a oídos de su suegro o esposo, apenas si se apartaba de su jergón y con ella pasaba la mayor parte del tiempo, cuidando de que no le faltase agua y comida.

Con ánimo de ayudar a la joven francesa en su inmediata recuperación, María Txipia le aconsejó a su sobrina que le diera de beber tintura de ajenjo mezclada con una infusión de pino y cebolla, pócima elaborada según la receta de su hermana Graciana. Era esta quien dominaba el arte de la herboristería como ninguna otra en aquellos pagos, y conocía demasiado bien las propiedades curativas de todas y cada una de las plantas. Según le explicó, la cebolla aportaba fortaleza y salud, el pino alejaba la melancolía, y el ajenjo era alivio y remedio de todas las enfermedades.

El tiempo que duró la convalecencia de la criada, y aprovechando que su esposo andaba atareado con la venta de los cerdos y cabras de sus corrales en el mercado de la vecina Urdax, María de Yurreteguia le permitió la entrada a su casa a varios de los vecinos que, con frecuencia, solían participar de las juntas que celebraban todos los viernes en el lugar llamado akelarre. Algunos traían consigo turrón de miel, pan de higo y mazapán de trufas, presentes que le entregaron a la joven convaleciente con el propósito de unir sus lazos de amistad. Otros, por el contrario, tan sólo buscaban interesarse por su estado de salud, pues ya la consideraban como un miembro más de la secta. En cualquier caso, el deseo de todos era que remitiese la fiebre para que pudiera participar con ellos, nuevamente, en las consabidas reuniones paganas.

Una buena mañana, dos días después de la Epifanía del Señor, María de Ximildegui consiguió ponerse en pie, aunque con cierta dificultad a causa de la indisposición que había acabado por consumir todas sus fuerzas. El molinero y su mujer, consecuentes con la enfermedad de la joven, la eximieron de sus obligaciones domésticas durante unas horas. Le aconsejaron que diese un largo paseo por los aledaños de la villa para ir desentumeciendo los músculos de sus brazos y piernas, pues la necesitaban completamente restablecida de salud para que pudiera emprender, aquella misma tarde, la tarea de limpiar de boñigas los chiqueros y establos de la hacienda, ya que andaban desatendidos desde el inicio de su afección. Esteban de Navalcorea, en todo caso, no estaba dispuesto a promover la haraganería de la criada con prerrogativas laborales.

Al verse libre de compromisos y deberes, María decidió acudir a la iglesia para pedirle encarecidamente a Dios por la salvación de su alma.

Estuvo cerca de una hora rezando frente a la imagen de Cristo, implorando perdón con los ojos anegados por las lágrimas. Era una reincidente. Su pecado resultaba doblemente punible, por lo que podría arder en la hoguera si su falta llegaba hasta los oídos de los esbirros del Santo Oficio, y estos la entregaban al brazo secular para que la autoridad civil ejecutara la resolución condenatoria, según las leyes de los juristas inquisidores.

Semejante pensamiento turbó su espíritu. Fue entonces cuando se sintió engañada por la esposa del molinero, a quien no parecía importarle mucho la seguridad personal de una joven a su servicio —como era su caso—, ni sus sentimientos más íntimos. Sin ir más lejos, a María de Yurreteguia ni siquiera le afectaba el hecho de que al amo Esteban, su propio cónyuge, se le conociera en el pueblo como «el cornudo del molino».

Y luego estaban Graciana de Barrenetxea y sus deudos, que no eran sino un grupúsculo de brujos que servían a un dios con cabeza de cabrón: gente dispuesta a tentar con sus marrullerías a las personas pobres de espíritu, e incluso a sacarles sus dineros a cambio de pócimas y ungüentos mágicos.

Lo cierto es que todos ellos habían urdido una red de mentiras a su alrededor, en la que estuvo atrapada hasta que la conciencia vino a devolverle el sentido común y el decoro.

Tras sesudas reflexiones, y alentada por la idea de recuperar la dignidad que había perdido al entregarse nuevamente a la barraganería, así como preservar su vida de las posibles represalias de los diabólicos hechiceros, resolvió romper el contrato verbal suscrito entre ella y María de Yurreteguia. Pensó que lo mejor sería poner tierra de por medio y olvidarse de regresar a casa del molinero, por lo que tendría que buscar de inmediato otra familia a la que servir, si es que quería dormir bajo techo.

Sin embargo, un nuevo pensamiento vino a atormentar su espíritu. En la región del Labourd había oído decir que quienes renegaban de la secta de brujos eran perseguidos por sus miembros, y que las sorginas, subrepticiamente, solían echar polvos mágicos a los familiares que dormían en casa de los arrepentidos, con el fin de llevarse a estos volando hasta los prados donde tenían por costumbre reunirse. De ahí que muchos decidieran esparcir agua bendita sobre sus cabezas antes de acostarse, pues de este modo no eran válidas las fórmulas nigrománticas de las hijas del diablo y les resultaba imposible conseguir arrastrarlos consigo al sabbat en contra de su voluntad. Se decía también que Satanás se les aparecía en espantosa figura, y que se les metía en la cama para ayuntar con ellos, así como para torturarlos. Quienes habían vivido la experiencia, decían de él que tenía las carnes frías al igual que los muertos.

Sintiendo un ligero escalofrío por todo su cuerpo, María se levantó con el fin de abandonar la iglesia. Recorrió la nave central en silencio, arrastrando consigo la peregrina idea de encontrar a alguien que quisiera hacerse cargo de ella. Con este invariable pensamiento cruzó la puerta de salida.

Una vez fuera descubrió que no todo estaba perdido y que el Señor le ofrecía una nueva oportunidad de redención. El milagro, por segunda vez, se presentaba en forma de mujer.

Fue Joana de Azcaín, serora de la iglesia de Zugarramurdi y asistenta de fray Felipe de Zabaleta, la que vino a paliar el temor de tener que enfrentarse de nuevo a María de Yurreteguia y sus caprichos: sacrílegos deseos originados desde la experiencia de quien comulgaba, desde niña, con las fechorías del diablo.

A ella se encomendó encarecidamente, esperando que la ayudase a salir de aquel infierno en el que se hallaba inmersa.

—¡Apreciada, señora! —exclamó, arrodillándose en el suelo—. Vuestro socorro me falta, y no puedo participaros la gran aflicción que me perturba sin sentirme avergonzada. Por favor… ¡Ayudadme! —le suplicó con lágrimas en los ojos.

Sorprendida por el sufrimiento de aquella joven, a la que reconoció de inmediato como la criada que trabajaba en casa del molinero, la mujer le pidió que se pusiera en pie y fuese más explícita; en suma, que le contara a qué se debía su consternación.

María de Ximildegui declinó la mirada, dudando entre decirle la verdad o buscar un falso pretexto que se acomodase al deseo de abandonar la casa, donde realizaba sus labores como doncella, sin perjudicar a la que hasta entonces seguía siendo su dueña.

Después de vacilar unos segundos se decantó por decirle la verdad, aunque prefirió omitir ciertos detalles relacionados con la secta de brujos. Temió que aquella mujer pudiera malinterpretar sus palabras.

Le confesó que el padre del molinero, viudo desde hacía años, se había encaprichado de ella y la perseguía, a escondidas y a cada momento, con la deshonesta intención de seducirla. Para terminar, le dijo también que Esteban de Navalcorea solía mirarla con ojos libidinosos, y que ello podría ocasionar ciertos desórdenes dentro del matrimonio. Le imploró que la ayudase, que intercediera en su favor porque no sabía cómo despedirse de la casa donde trabajaba sin que su dueña pudiera sospechar de los verdaderos motivos que la habían empujado a marcharse.

Joana asintió en silencio, haciéndose cargo de su delicada situación. Le prometió hablar con María de Yurreteguia, advirtiéndole que lo haría con mucho tacto para no poner en entredicho su buen nombre, ni el del esposo de esta.

—Le diré que no es prudente que una joven tan bonita como tú trabaje en su casa, donde podrías incitar, sin ser este tu propósito, el deseo de los hombres que conviven con vosotras bajo un mismo techo.

—¿Y qué haré entonces? —quiso saber la francesa, proyectando un gesto de aprensión—. ¿De qué voy a vivir?

—No te preocupes —le dijo—. Hablaremos con fray Felipe para que puedas ayudarme en las labores domésticas que realizo en la iglesia. Estoy seguro de que él, como sacerdote, se hará cargo de las circunstancias.

Sintiéndose libre de una pesada carga, la joven besó las manos de Joana con auténtico fervor, dándole las gracias por aquel desinteresado gesto de bondad. Esta le restó importancia, aunque bien es cierto que acogió con agrado su demostración de gratitud.

Aferrándola por los hombros, le aconsejó que se tranquilizara. A partir de aquel instante sólo habría de servir en la casa de Dios.

En el convento abacial de San Salvador, honra de la villa de Urdax, fray León recibió con gran honor y pompa a los comisarios del Santo Oficio. El propósito de la reunión no era otro que conjurar en contra del gobernador de las cinco villas de la montaña. Religados unos con otros, habrían de encontrar el modo de poner en entredicho el nombre de don Diego de Zabaleta con el fin de impedirle que se hiciera con el poder absoluto de la comarca. De no ser así, el alcalde y merino de aquellos pagos, comisionado de don Tristán de Alzate, corría el riesgo de perder la jurisdicción —mediana y baja— de juzgar y condenar a los habitantes de las cinco villas, la facultad de vedar y otorgar facerías o tratados para compartir pastos con los pueblos colindantes, así como limitar el respeto que le debían los lugareños al acotado del monasterio, sus majadas y corrales.

Tras haberles reunido en el ala este del claustro, en la sala capitular, fray León de Araníbar buscó la complicidad del rector de la parroquia de San Esteban en Vera, fray Lorenzo de Hualde, y la de fray Domingo de San Paul. Este último los había puesto en antecedentes, confesándoles que pronto habría de dejar su puesto en la rectoría para cedérselo a uno de sus sobrinos, Juan Martínez de San Paul, decisión que no iba a ser bien recibida por los habitantes de Lesaka.

Entre sus confabulaciones primaba la necesidad de permanecer fieles a la familia Alzate y defender sus intereses, pues no les convenía olvidar que don Tristán era el auténtico depositario de todas las riquezas que poseían. Si el hidalgo perdía un ápice de su potestad sobre aquellas tierras, pronto habrían de luchar por sus derechos como arrendatarios de los campos de cultivo, molinos y demás haciendas.

Sentados en sillones de madera de altos respaldos, alineados a ambos lados del muro, los máximos exponentes de la clerecía en el valle de Baztan buscaban el modo de salir airosos de aquella guerra no declarada entre las dos familias más influyentes de Navarra.

Ignorantia legis neminen excusat —fray León parafraseó el principio jurídico compilado en los textos legales del Liber Sextus del papa Bonifacio VIII, advirtiéndoles sobre la obligación de los ciudadanos de conocer las leyes—. Con esto os digo que hemos de recordarles a los siervos de la gleba que siguen bajo nuestra jurisdicción, y que cualquier propósito de rebeldía será firmemente castigado.

—La situación es insostenible —masculló fray Lorenzo de Hualde, seguro de sí mismo. Echó hacia delante su cuerpo—. Y culpa de ello la tienen las almas descarriadas que buscan en las prédicas de Calvino y de Théodore Bèze, su sucesor, el modo de contrarrestar la autoridad de la Iglesia.

—¿Y qué podemos hacer al respecto? —quiso saber el comisario inquisitorial de Lesaka, interviniendo en la conversación.

—Imprimir rigor a nuestras decisiones —puntualizó el de Vera, concretando la verdadera labor de sus respectivas rectorías.

El abad del monasterio de San Salvador se puso en pie, meditando a la vez que paseaba por la gélida sala en busca de una solución que les satisficiera.

—Estoy de acuerdo. Debemos darle un escarmiento a toda esa gente ignorante que idolatra a los dioses de origen pagano que antiguamente tutelaban estas tierras salvajes, campesinos y pastores que le pierden el respeto a Dios. ¡Brujos que sirven a los propósitos del diablo! —exclamó encolerizado. Retomando la compostura, esbozó una sonrisa—. Los del Santo Oficio en Logroño me han rogado que les envíe todas las declaraciones que obren en nuestras manos sobre las actividades que llevan a cabo los herejes en estos pagos. El inquisidor don Alonso Becerra, asimismo, ha prometido repartir prebendas entre todo aquel que le informe de lo que desea escuchar.

La noticia despertó el interés de sus interlocutores. Cualquier beneficio sería bien recibido en aquellos momentos de inseguridad política que se vivía en el Viejo Reino. Confabular en contra de unos pobres campesinos no habría de vulnerar sus conciencias cuando estaba en juego la renta aneja a un canonicato u otro oficio eclesiástico de mayor prestigio y autoridad.

La reunión se prolongó hasta la hora tercia. En todo ese tiempo se debatieron diversas cuestiones, entre ellas la posibilidad de exhortar a los campesinos más pobres, endeudados con la Iglesia católica, para que denunciaran a quienes fueran sospechosos de servir al demonio; advirtiéndoles que, de no hacerlo, podrían perder sus caseríos y el arrendamiento de sus campos, o en el mejor de los casos, sufrir un incremento en el pago del diezmo que debían satisfacer a los poderes locales representados por la familia Alzate.

Del mismo modo, habrían de incentivar a otros sacerdotes para que estuvieran atentos a las señales de brujería que pudiesen advertir en sus distintos términos jurisdiccionales. Estuvieron de acuerdo en poner sobre aviso al deán Yrisarri y a fray José de Elizondo. También ellos debían esforzarse en la virtud de acabar con aquella plaga brujesca que se extendía desde el Labourd hasta la región de Xareta. No obstante, debían mantener vigilados a otros clérigos que, según los espías al servicio de fray León, defendían a los que comulgaban con las costumbres arcaicas y paganas del lugar, como podían ser fray Pedro de Arburu y su primo, el canónigo don Joan de la Borda.

Por ello, y poniendo como excusa la fidelidad que le debían a don Tristán de Alzate, al Santo Oficio, a Dios y a sus propios hábitos, decidieron que había llegado la hora de actuar en contra de todos aquellos hechiceros, apóstatas y hugonotes que renegaban de la fe de Cristo.