XI

Envueltas en chales de lana, ambas mujeres abandonaron el caserío poco antes de la medianoche aprovechando que los hombres se hallaban inmersos en el más profundo de los sueños; y todo gracias a la esencia de adormidera que, con tal propósito, la esposa del molinero había mezclado con el vino de su esposo y de su suegro antes de la cena.

Adentrándose en el valle como dos sombras desgastadas y anónimas, dejaron atrás la muga que señalizaba los linderos de sus tierras. En total silencio se encaminaron hacia el norte. En mitad del firmamento, velada en parte por oscuros nubarrones, la luna llena iluminaba con su tibia luz los campos de helechos revestidos de nieve. El paisaje parecía envuelto en un fantasmal y nacarado ornamento. Aquella noche, el viento traía consigo cierto olor a pócimas y ungüentos de hechicería.

A pesar de las bajas temperaturas, dueña y criada descendieron la vaguada por donde discurrían dócilmente las aguas del río Ezcurra, cuya corriente, con el paso de los años, había conseguido erosionar una masa de rocas calizas hasta convertirla en un siniestro pasadizo de más de cien varas castellanas de longitud; un sombrío lugar donde solían reunirse las sorginas para celebrar sus encuentros paganos.

Caminaban en total silencio, adentrándose cada vez más en el bosque de olmos y castaños que circunscribían la aldea. Tan sólo se escuchaba el gemido del viento azotando las copas de los árboles, el eco tenaz del río a su paso por los arrabales de Zugarramurdi y el incesante palpitar de sus propios corazones. Todo, menos el temor de ser sorprendidas por otros vecinos, les era indiferente. La determinación de seguir adelante se justificaba gracias a los introspectivos criterios vinculados a la satisfacción personal. Su iniciático viaje hacia el prado de Berroscoberro se debía, en parte, a piadosas fórmulas de subsistencia. Tanto una como la otra sabían muy bien a qué atenerse, y nada de lo que ocurriera en el sabbat habría de cogerlas desprevenidas.

Pero mientras María de Yurreteguia acudía libremente a la cita impelida por un insaciable deseo de libertinaje, su criada lo hacía llevada por el temor de contradecir los deseos de su ama. Ni siquiera tuvo la oportunidad de decidir por sí misma, algo que no sólo agraviaba su orgullo, sino que también subvertía su espíritu disciplinado y sujeto a la voluntad de Dios.

Poco antes de llegar a la cueva, a cosa de cincuenta pies de donde estaban, percibieron el resplandor anaranjado que irradiaban las varias antorchas que traían consigo un grupo de personas: sombras anónimas que atravesaban los eriales que habían sido roturados para convertirse en tierras de labranza.

Los vieron acercarse por el oeste en total silencio, aprovechando la protección que les otorgaba la noche. La dueña le susurró a María de Ximildegui que aquellas gentes debían ser Graciana de Barranetxea, sus hijas y el resto de sus acompañantes; los hombres y mujeres que había conocido días atrás, cuando se presentaron en casa de la hacedora de la suerte en busca de un filtro pasional.

Nada más escuchar el nombre de la sorgina, la criada estuvo a punto de santiguarse debido al respeto que esta le imponía. Pero le retuvo el sentido común, ya que nadie que formara parte del conventículo de idólatras comulgaba con los sagrados ritos del catolicismo, y ello le podría ocasionar serios problemas.

Cuando estuvieron a su altura, Estebanía se acercó a su prima para abrazarla cariñosamente. Implantando un sonoro beso en su mejilla, le susurró ciertas palabras al oído que nadie llegó a alcanzar, y ambas rompieron a reír. Ajena a la amistad que las unía desde niñas, la francesa saludó con cierto retraimiento a los demás sectarios. Otros hombres y mujeres cuyos rostros le eran conocidos, ya que formaban parte de la comunidad de vecinos de Zugarramurdi, la saludaron cortésmente con breves palabras de bienvenida. Los había también de las villas de Urdax, Santesteban, Arraioz y Vera. Algunos de ellos llevaban a cuestas diversos haces de leña seca para encender un fuego; otros, por el contrario, portaban diversos amuletos y máscaras de animales. Entre estas predominaban unos horribles adornos fabricados con cabezas descarnadas de machos cabríos, de donde pendían una larga serie de láminas de oropel, pedrerías, lentejuelas y demás abalorios chamánicos.

Pero lo que más sorprendió a María de Ximildegui, fue descubrir a varios adolescentes entre toda aquella comparsa de licenciosas mujeres, varones excitados por el delicado aroma de los sexos y ancianos decrépitos en busca de diversión. Algunos eran casi unos niños. Sin embargo parecían felices de estar allí, compartiendo con los adultos aquel instante, como si la gloria de sus vidas consistiera en dejarse llevar por la frívola y pagana ceremonia que habría de celebrarse aquella misma noche en el prado del Cabrón.

La joven criada se sintió un tanto incómoda, pues sabía por experiencia que ese tipo de reuniones degeneraba en promiscuas orgías. El hecho de imaginarse a aquellos mozos formando parte del rito carnal, era algo sencillamente inaceptable. Poco le faltó para criticar la decisión de los concurrentes al permitir semejante perversión, pero guardó silencio por temor a lo que pudieran pensar de ella.

Sí; «perversa» era la palabra que mejor definía el miserable comportamiento de aquella secta de brujos, según razonó mentalmente María. Ni siquiera en las reuniones a las que había asistido en Ciboure tuvo ocasión de presenciar tamaña depravación.

De nuevo, el sentido común le puso trabas a la voz y resolvió guardar silencio de sepulcro. Aunque, por otra parte, su mente no dejaba de concebir tórridas escenas donde la edad no era un impedimento a la hora de invocar los goces y deleites que ofrecía la fornicación practicada sin reservas. Y ello consiguió perturbar, una vez más, su conciencia, pues tan pronto se sonrojaba al imaginar la desnudez de aquellas inocentes criaturas, como se sentía excitada ante la idea de disfrutar con un joven mozo.

Era la eterna lucha entre el bien y el mal que se libraba en su interior.

La estentórea voz de Graciana de Barrenetxea, elegida por todos como la «reina» del sabbat, les instó a ponerse en marcha, por lo que dejaron la plática para mejor ocasión y fueron tras sus pasos en completo silencio. Junto a la vieja hechicera iba Miguel de Goyburu, su consorte según los formalismos del conventículo. Les seguían un pequeño grupo de viejas embutidas en oscuros harapos, entre las que se encontraban las hermanas María Juanto y María Presona, así como María Zozoya y María Txipia. A unos pasos por detrás iba la esposa del molinero en compañía de su criada y de Estebanía de Yriarte, la cual llevaba consigo un fardel preñado de pócimas y bebedizos. A continuación desfilaba el resto del grupo formando una piña. Cerraban el cortejo Joanes de Goyburu y Joan de Sansim, quienes habrían de alegrar la fiesta tocando el txistu y el atabal respectivamente; instrumentos musicales necesarios a la hora de rendir culto a los dioses del cielo, el mar y la tierra.

Llegaron a una planicie cuyos verdes prados, salpicados de pequeños grumos de nieve, refulgían gracias a la cándida luz de la luna llena que declinaba sobre el paisaje. Estebanía dispuso que las mujeres fueran sentándose sobre la hierba formando un círculo, aprovechando que los hombres se afanaban en desliar las cuerdas de cáñamo que rodeaban los fardos de leña. Y entretanto, risas cómplices y satisfactorias llenaban los estancos de silencio de aquella gélida noche en la que habrían de entregarse a la relajación.

Antes de iniciar la ceremonia, Graciana fue distribuyendo entre los asistentes, diversos frascos de cristal que contenían aguardiente fabricado con bayas de endrina. También les entregó diversos pocillos con bálsamos de pestilente aroma, ungüentos que habrían de extender por las zonas más sensibles de sus cuerpos para que pudieran servirles de lanzadera hacia esa otra realidad que se ocultaba tras el tupido velo de la razón; pasta oleaginosa elaborada con diversas plantas autóctonas como eran la belladona, el estramonio, el beleño y la mandrágora.

Joanes de Etxalar extrajo su pedernal y su eslabón de la talega con el fin de encender un fuego. Por otro lado, Martín Vizcar, un campesino encargado de iniciar a los niños en las costumbres tradicionales de su pueblo, extendía diversas frazadas de lana y pieles de cordero sobre la hierba exenta de nieve.

María de Ximildegui se sintió algo más segura después de que la esposa del molinero la invitara a sentarse entre ella y su prima Estebanía. Varios hombres la observaban desde el otro extremo del círculo con una marcada expresión de voluptuosidad plasmada en sus rostros; entre ellos Juan de Sansim, el gallardo tamboril que se había encaprichado de ella. De hecho, en más de una ocasión le vio hacer el ademán de levantarse del suelo, impelido por el súbito e irresistible deseo de sentarse a su lado.

Tras aconsejarle a su joven primo que tuviese un poco más de paciencia, Joanes de Gayburu le guiñó un ojo a su esposa Estebanía. Esta le devolvió una pícara sonrisa mientras ceñía por los hombros a María de Ximildegui como si se tratase de un trofeo. Tales gestos implicaban una complicidad entre ambos fuera de lo común.

La leña seca comenzó a arder en el centro del círculo formado por hombres, mujeres y niños, y al instante fueron bendecidos por el calor que irradiaba la hoguera. Las más ancianas, después de conjurar a los genios de la tierra para que acudiesen a la llamada de sus fieles discípulos, incitaron a los presentes a que ingiriesen los bebedizos elaborados con bayas de endrina, y a que se aplicasen los ungüentos en el pecho, en las axilas y en las ingles.

Las primeras en suscribirse a las pautas del ritual fueron María y Estebanía Yriarte. Al ser su madre la reina del batzarre, debían dar ejemplo a los demás miembros de la secta.

Sin ningún pudor, aflojaron los entrelazados hilos de las almillas de lienzo con el fin de desabrochar la escotadura de sus camisolas. Sus senos, blancos como de un tibio alabastro, emergieron por encima del degolladero al igual que dos monumentales odres preñados de vino espirituoso. Con destreza, fueron extendiendo por todo su pecho el bálsamo de color negruzco.

Las demás mujeres apoyaron la iniciativa de las hermanas Yriarte, incluidas tres niñas cuyos pezones apenas si habían comenzado a despuntar. María de Ximildegui se vio obligada a desnudarse, igualmente, con el fin de llevar a buen término las normas del ritual pagano. Del mismo modo, los hombres se untaban el pecho, el vientre y también la verga, haciéndolo con la mixtura de hierbas que les ofrecía la vieja sorgina de Arraioz.

Todo esto sucedía mientras sus hijas hacían correr las redomas de licor y los hombres proferían soeces halagos que pretendían estimular la libido de sus compañeras de ceremonia, predisponiéndolas al coito como si se tratasen de hembras en celo.

Miguel de Goyburu se desnudó de cintura hacia abajo, colocándose muy cerca de la hoguera. Cubrió su cabeza con un capuchón que llevaba cosida la testa de un macho cabrío. Acto seguido, corrió de un lado a otro imitando el balido de un carnero, lo que suscitó la risa entre los más jóvenes.

Graciana de Barrenetxea, que hacía del culto a los dioses un fructífero negocio, colocó un bacín oxidado en el suelo para que los vecinos pudiesen ofrendar parte de su dinero al dios de la fecundidad. Uno a uno, los congregados a la junta fueron pasando por la bacinilla para depositar en ella algunas tarjas, reales y maravedíes, a medida de sus posibilidades, a la vez que exclamaban: «¡Esto es en honor del mundo y honra de la fiesta!».

La hacedora de la suerte, iniciando finalmente el ritual, invocó con voz ampulosa la presencia del fauno de los bosques.

—¡Oh, Akerbeltz, señor de los frutos y de las buenas cosechas! —gritó con fervor—. ¡En tu nombre unto mis partes más sagradas! —se alzó la falda, roída y llena de lamparones, aplicándose el ungüento por los marchitos labios de su vagina con la ayuda de un pequeño pincel—. ¡De ahora en adelante he de ser una misma contigo! ¡Yo te invoco en nombre de Mari, diosa de las fuerzas de la naturaleza, para que nos otorgues salud, felicidad y una buena cosecha!

Para entonces, la concurrencia andaba enloquecida a causa de las alucinaciones provocadas por los componentes psicotrópicos de las plantas. Los hombres voceaban cánticos e invocaciones con el fin de atraer a las deidades tutelares de sus ancestros. En cuanto a las mujeres, completamente desnudas, pusieron en práctica su particular baile de seducción dando vueltas y más vueltas alrededor del fuego, saltando y riendo como poseídas por el diablo.

María de Ximildegui se dejó llevar por la melodía del txistu y del tamboril, y en su delirio se unió al grupo de danzantes acompañada de la esposa del molinero, que tiraba con fuerza de su mano. Cuanto más giraba en torno a la hoguera, más desinhibida se sentía. El paisaje había cambiado a su alrededor. Ya todo era distinto, más luminoso. La realidad que determinaba su vida cotidiana fue sustituida por ese otro mundo donde los cinco sentidos se expanden en todas direcciones hasta formar parte de un sentimiento colectivo de unicidad. Había dejado de ser individuo para convertirse en muchedumbre. Su alma personificaba la intrínseca substancia que da forma al ser humano, su corazón latía en consonancia con el resto de los corazones, y el deseo carnal de todos era su propio deseo.

La joven sirvienta se olvidó de Dios, de los píos abates y de las caritativas enseñanzas de la Iglesia católica, para fundirse con la materia de la que están fabricados los sueños.

En un acto de lucidez se observó las manos. Sólo entonces comprendió que era capaz de abarcar con ellas los confines del universo. Tal fue así, que saltó con todas sus fuerzas y sintió cómo su cuerpo comenzaba a levitar, alzándose ligeramente unas cuantas varas castellanas por encima del fuego. A su alrededor, los demás brujos surcaban el aire al igual que había visto hacer a las gaviotas cerca de la costa. Planeaban de un lado a otro, por entre las copas de los árboles, en un inenarrable vuelo hacia la libertad del espíritu, mientras la luna llena era testigo de aquel extraordinario prodigio.

Parpadeó unos segundos y de nuevo estaba en la tierra, bailando desnuda en compañía de sexagenarios que asemejaban ser criaturas con rostro de ángel y con niños de miembros erectos cuyos glandes resultaban tan apetitosos como fresones en sazón.

Uno de esos muchachos, cuyos cabellos del color del trigo parecía irradiar una luz de estrellas, se abrazó a su cintura con fuerza haciéndole perder el equilibrio. Ambos cayeron sobre la verde y húmeda hierba del prado, sin dejar de reír como idiotas. Hasta ella llegó el suave aroma a inocencia que derrochaba cada parte de su cuerpo, cada pulgada de su piel.

Excitada como nunca antes lo había estado, la mano de la criada buscó desesperadamente el rígido y endurecido miembro del adolescente, el cual no habría de tener más de catorce años de edad. Una vez que se hizo con él, lo empuñó con fuerza, moviéndolo de arriba hacia abajo con lentitud. Disfrutó observando el gesto de placer que mostraba su joven y nuevo amigo. Lo besó en los labios, luego en los diminutos y tiernos pezones. Finalmente, bajó hasta las ingles para relamer con delectación el escroto de sus párvulos testículos. Una tímida y precoz eyaculación impregnó su rostro de semen. Limpiándose con el dorso de la mano, María se puso en pie de nuevo y comenzó a gemir como si en realidad, a ella y no al muchacho, le hubiese sobrevenido el orgasmo.

Graciana convocó a los participantes del sabbat para que fueran acercándose hasta Miguel de Goyburu, ahora convertido en el poderoso dios Akerbeltz, con el fin de que besaran sus partes más pudibundas; un juego que, en realidad, determinaba el inicio de la orgía colectiva.

Formaron una extensa fila unos detrás de otros, aunque no por ello sus cuerpos dejaron de bailar de manera espasmódica: crispados movimientos asociados a la locura. De este modo, y a pesar de las ventosidades que el anciano expelía cada vez que se le acercaban, diversión que promovía la risa de los participantes, los hombres besaron su fétido culo y las mujeres su ajado y maloliente bálano.

Finalizado el ritual de adoración, el pastor reencarnado en fauno se retiró hasta una cueva que había cerca de allí. Llegado este momento, Graciana iba señalando a las afortunadas que habrían de copular con el dios de las cosechas, con el propósito de que estas les fueran propicias aquel año. Como siempre, la primera en participar del ritual fue su hija Estebanía, que fue conducida por su propio esposo para que el viejo pastor de cabras pudiera gozar de las excelencias de su nuera. Joan de Sansim fue tras ellos, tocando el atabal.

Estebanía regresó al cabo de un tiempo indefinido —pues es cierto que las horas no tenían cabida aquella noche sin fin de prácticas paganas—, y lo hizo con un gesto de inconmensurable felicidad dibujado en sus labios. Nada más unirse al grupo de voluntariosos danzarines, fue en busca de su prima María de Yurreteguia. Acoplando su cuerpo al de ella, las lenguas de ambas se enroscaron en la lúbrica cavidad donde nacen las palabras. Las manos, celosas de sus labios, dieron rienda suelta a la imaginación y al pronto se acariciaban con frenesí, como auténticas amantes.

La siguiente en la lista fue María de Ximildegui, quien para entonces sentía el inconfundible ardor de la lujuria quemándole las entrañas, rugiendo entre sus piernas. Acompañada de Joanes de Goyburu y el joven tamborilero, se dejó conducir hasta la cueva donde le aguardaba el rey del akelarre. Alguien había encendido una nueva hoguera a la entrada, aunque algo más tímida, con el propósito de caldear el gélido y húmedo ambiente.

El interior estaba iluminado con antorchas de sebo. María caminaba con pasos cortos y cautelosos, acariciando las humectantes paredes de la gruta como si buscase en el tacto el modo de aferrarse a esa realidad totalmente distorsionada, donde los colores y el sonido adquirían una extraordinaria relevancia. Y he aquí que lo vio medio oculto por las sombras, tendido completamente desnudo sobre un viejo jergón de paja. Sin más preámbulos se recostó junto a Miguel de Goyburu. Impelida por la rítmica melodía de los músicos abrió sus piernas para dejarse poseer por un falso dios encarnado en el cuerpo de un mortal.

Con la mente enfebrecida a causa del licor de bayas y el ungüento elaborado por las sorginas, María apenas si era consciente de lo que realmente estaba ocurriendo a su alrededor. Ni siquiera le importó que, tras aparearse con el anciano, ocupara su lugar el joven Sansim, que disfrutó de ella como era su deseo. Después le tocó el turno a su primo Joanes, el cual, actuando contra naturam, le ordenó colocarse a cuatro patas para sodomizarla. La joven exhaló varios gemidos de dolor, en un principio, y luego otros más de placer. Pronto comprendió por qué algunos hombres se montaban entre sí como había visto hacer en las juntas a las que había acudido en Ciboure. Aquel era, y así lo reconoció, un placer distinto: un goce diabólico.

Transcurrido un tiempo, en el cual varias mujeres más fueron conducidas hasta la cueva para llevar a cabo la ceremonia de ayuntar con el dios de sus ancestros, dio comienzo la auténtica orgía.

Espoleados por el desenfreno, María de Ximildegui fue testigo de cómo se apareaban unos con otros alrededor del fuego, sin distinción de sexo o edad. Poco importaban los lazos familiares, pues lo mismo las hermanas Estebanía y María retozaban juntas por el suelo, al igual que perras en celo, como Joanes de Gayburu apaciguaba los ardores de su joven primo tomándolo como hembra por detrás. María Txipia, vieja tullida y maestra de novicios, se placía acariciando los senos de su sobrina, quien en ese mismo instante hundía su rostro entre las piernas del herrero Joanes de Etxalar, que hacía las veces de alguacil, juez y verdugo dentro de la secta de licenciosos. Graciana, la sorgina de Arraioz, se entregaba al placer en solitario sin importarle las miradas de los demás. Miguel de Goyburu, que a pesar de su avanzada edad parecía poseer el vigor sexual de un joven muchacho, se hallaba recostado entre dos mujeres que le ofrecían, cada una, uno de sus pechos. Y en cuanto a Martín Vizcar, un anciano labrador que superaba los ochenta años, sólo buscaba las caricias de las adolescentes.

Todo aquel espectáculo, denigrante y lujurioso hasta límites inimaginables, comenzó a girar alrededor de María, convirtiéndose en un círculo vicioso y nauseabundo que le oprimía el corazón. Un río de tórrida lava, que vino acompañado de un inesperado vértigo, ascendió hasta su garganta. Se arrodilló en el suelo para vomitar. Después de aquello sintió que la realidad volvía a cobrar sentido, que el pensamiento cabal se hacía fuerte en su cerebro y le reprochaba el haberse dejado llevar por el pecado. Pero sólo fueron unos segundos de escueta reflexión, pues de inmediato regresaron los manejos involuntarios del subconsciente; y así, todo pensamiento quedó supeditado a las prácticas que regulaban aquel conciliábulo de brujas.

Apenas se había dejado caer sobre la hierba, cuando alguien vino a manosear su cuerpo con delicada ternura. Era la esposa del molinero, su dueña, que tras haber satisfecho los deseos del herrero se hacía acompañar de Estebanía de Yriarte. Ambas consiguieron desencadenar sus más oscuros y recónditos deseos, haciéndola partícipe de un voluptuoso juego donde los labios, la lengua y las yemas de los dedos se conjugaban en deleitables complacencias.

Cerrando los ojos, María se abandonó a las caricias de aquellas mujeres. Tenues susurros musitados con gracia a sus oídos, frases incoherentes que hablaban de un amor distinto al de los hombres, se hicieron eco en su cerebro. Trató de encontrar el significado oculto de las palabras, pero le fue imposible.

Se sintió morir de placer, pero la suya no era una muerte común, era el renacimiento del ser, un filosófico reencuentro consigo misma donde lo humano y lo divino eran las únicas armas que podía esgrimir contra el embaucamiento que imperaba en aquel edén de artificio. Era prisionera de un mundo preñado de indefinibles sensaciones, rea de la lubricidad que tanto desdeñaba pero que, a la vez, le resultaba tan necesaria como el aire que respiraba. Escindida en ambiguos e incompatibles sentimientos, el sueño acudió a ella para velar sus ojos, un sueño tranquilo y a la vez turbulento, al igual que una de esas escenas de cuadros religiosos donde los ángeles portan flamígeras espadas mientras descienden a los infiernos. Quisiera o no, se hallaba a las puertas de un paraíso artificial en el que los demonios batían sus alas al compás de una alegre melodía.

Cuando María de Ximildegui despertó, el fuego se había consumido y sólo unos pocos concurrentes seguían entregándose al fornicio en completo silencio, protegidos por las sombras. A su lado, abrazando su cuerpo desnudo, dormía un apuesto mozo de tez bronceada y cabellos tan negros como el ébano. No le conocía de nada, aunque le había oído decir a la vieja sorgina que aquel hombre, llamado Joanes de Lambert, era hijo de un campesino que había sido condenado a morir en la hoguera en la región del Labourd.

Fue a ponerse en pie, pero tenía el cuerpo entumecido a causa del relente. Buscó a tientas su ropa entre quienes dormían al socaire de los helechos. Como todavía era de noche, y sólo los rescoldos de la hoguera iluminaban parcialmente el páramo, apenas pudo ver más allá de unas cuantas varas castellanas de distancia.

Dio un respingo cuando sintió que alguien apoyaba una mano en su hombro. Se giró con cierto recelo, temiendo que alguno de aquellos insaciables viniera a importunarla con disipadas proposiciones. Suspiró aliviada al descubrir que era María de Yurreteguia, cuyo rostro aparecía completamente desencajado debido a los imprevisibles efectos de la pócima elaborada con hierbas alucinógenas. Estaba vestida, y llevaba en su mano la falda marrón de cuatro picos, el jubón, la camisa y los escarpines que, hasta hacía bien poco, había estado buscando con desesperación entre los arbustos.

La dueña le entregó sus atavíos, diciéndole a continuación:

—¡Rápido, vístete! —la apremió—. El viento ha cambiado de dirección y ahora sopla galerna. Pronto amanecerá y nosotras hemos de regresar al caserío antes de que despierte mi esposo —luego, acariciando el rostro de su doncella como una madre haría con su hija, terminó diciendo—: La ceremonia ha finalizado.