X

Durante los meses que siguieron al cónclave, tras el regreso a Logroño del licenciado don Juan del Valle, fueron varios los reos que encontraron en la muerte negra una liberación y un escape a sus tribulaciones. El primero en sufrir el azote de la temible peste fue Miguel de Goyburu, que falleció a los pocos días de contraer la enfermedad; según me contaron después, lo hizo entre terribles padecimientos. Le siguió Estebanía de Navarcorena, por aquello de que la muerte gusta de llevarse a las gentes de mayor edad, y más tarde le tocó el turno a María de Yriarte y a su prima María Pérez de Barrenetxea. Sus cuerpos jamás recibieron sepultura, sino que permanecieron confinados en sus respectivos ataúdes, dentro de las celdas de castigo, a la espera del Auto de Fe que habría de celebrarse un año más tarde.

He de reconocer que aquel otoño fue uno de los más largos y difíciles de mi vida, no sólo por la cantidad de despachos, notificaciones y comunicados que tuve que leer y redactar con el propósito de informar a mi valedor, el cardenal y arzobispo de Toledo, sino también porque debía atender mis otras obligaciones como canónigo del cabildo de Jaén, que me aportaban fructuosas prebendas y demás beneficios.

A pesar de mis compromisos como inquisidor y de mis otros deberes religiosos, dediqué parte de mi tiempo a investigar los auténticos motivos que derivaron en la enajenación conjunta de quienes creían estar siendo atormentados por la magia diabólica de los brujos. Según iba recibiendo informes de algunos clérigos de mi entera confianza, como eran el licenciado Labayen, don Miguel de Orgaray y don Tomás de Urrutia, e incluso del obispo de Pamplona, más sospechaba yo de la posible relación entre las sectas de brujos en el valle de Baztan y el hecho de que los señores tributarios del sur de Francia anduviesen fraguando intrigas con el fin de recuperar parte de sus antiguos territorios, ahora bajo el dominio y la jurisdicción del virrey de Navarra y del gobernador de Guipúzcoa. Tal era el caso de don Tristán de Alzate, un poderoso hidalgo, dueño de distinguidas posesiones a un lado y otro de la frontera, que lo mismo presentaba pleitesía al rey español que a Enrique el Cuarto de Francia; en realidad, espía de ambos y señor de sí mismo.

Siempre pensé que las paces firmadas en la catedral mayor de Valladolid entre Felipe el Tercero y el monarca francés, gracias a la intervención del papa Clemente VIII, habrían de resultar infructuosas si no existía de por medio un compromiso matrimonial entre los hijos de ambos reyes: la infanta Elena y el joven Luis, ambos todavía unos niños. Y si bien es cierto que era demasiado pronto para un enlace regio, no estaba de más que se fuera pactando el casamiento con el fin de asegurar la paz entre ambos reinos. Y todo esto lo digo porque como consecuencia de la inestabilidad política que se vivía en las villas fronterizas gracias a las diferencias entre los poderes locales, representados estos por las familias Alzate y Zabaleta, caprichosamente habían aumentado las delaciones por brujería que tanto favorecían al señor d’Uturbie y a los monjes que recibían de ellos canonjías y otras rentas anejas.

Y así, durante los meses de otoño y principios de invierno, los comisarios inquisitoriales de las distintas villas pertenecientes a la región de Xareta ejercieron de emisarios del Tribunal del Santo Oficio, enviando de forma sucesiva a distintos vecinos después de que estos, obligados in conspectu tormentorum, declarasen formar parte de la secta de los brujos. Entre los nuevos acusados se encontraban María Presona, Graciana Xarra, María de Etxatxute, María de Etxegui, María de Etxalecu, Estebanía de Petrisancena, Martín Vizcar, Joanes de Etxegui, Domingo de Subildegui, Joanes de Odia, María Zozoya, Joanes de Lambert, Mari Joanto, Beltrana de la Fragua, Joanes de Yribarren, y otros más cuyos nombres se han ido borrando de mi memoria debido al implacable paso de los años. Y sin embargo, recuerdo cada uno de sus rostros… sus gestos consumidos… la tristeza de sus miradas al ser encarcelados en las mazmorras del palacio inquisitorial, a la espera de una sentencia que habría de decidir el destino de sus vidas… el rictus de impotencia y desesperación de sus labios… así como el decaimiento exánime de sus pies arrastrándose por los corredores que enlazaban las distintas salas que hubieron de visitar antes de descender, definitivamente, al infierno de las prisiones.

Todavía hoy, después de tantos años, me entristezco al pensar que pude haberles salvado la vida si mi empeño se hubiese manifestado como una declaración de rebeldía. Sólo espero que Dios nos perdone a todos aquellos que formamos parte del Tribunal.

Junto con los inculpados que fueron enviados a Logroño, don Juan del Valle recibió varias cartas escritas por los comisarios de las distintas parroquias que ejercían su labor con ahíta perseverancia. De ahí que aquella tarde de mediados de enero y sin previo aviso, el licenciado se presentase en mi despacho sosteniendo en su diestra un pergamino enrollado. Tras besar fraternalmente mis mejillas en una expresa ostentación de paz, esa paz que nos debíamos como hermanos en Cristo, me entregó una misiva que acababa de recibir y que iba firmada por fray León de Araníbar.

—Tomad, don Alonso —extendió su mano—. Leed esto con atención y decidme sinceramente qué pensáis.

Le hice un gesto para que tomase asiento en la jamuga que había al otro lado de la mesa. Después de desenrollar el pergamino, comencé a leer en voz alta:

—«La insolencia prevalece entre los hombres y mujeres que han sido inculpados de brujería. Lanzan sus calumnias sin ningún pudor. Van diciendo por ahí que todo es un engaño, que soy yo quien, desde el púlpito, incito a las gentes para que denuncien a sus vecinos acusándoles de brujos, incluso han llegado a afirmar que amenazo a los niños para que digan lo que no es. Tras lo cual, he tomado la decisión de mantenerme al margen del asunto hasta que el Santo Oficio me conceda una mayor autoridad y comisión. Los ánimos se van enardeciendo día a día. Y aunque a vuestra señoría pueda parecerle que me mueve el deseo de ser nombrado calificador, os prometo ocuparme de todo desinteresadamente para servir a Dios y al Santo Oficio» —le entregué nuevamente la carta a don Juan, reflexionando en silencio antes de ofrecerle mi opinión—. Si es sinceridad lo que buscáis, os diré que el proceder de esas gentes es fruto de la rebeldía… natural, en todo caso.

—¿Rebeldía? —inquirió, frunciendo la mirada al no ser capaz de comprender mis palabras.

—En efecto. La desobediencia está motivada por los trágicos sucesos que últimamente acontecen en el valle de Baztan, donde gentes sin autoridad se toman la justicia por su mano y prenden a los sospechosos para torturarlos sin orden ministerial —me aclaré la voz—. Hablamos de alborotadores que son apoyados por los alcaldes de corte y merinos chicos de los distintos villorrios, quienes, a su vez, también abusan de sus prerrogativas. Sé, porque así han llegado hasta mí las quejas, que hay grandes disturbios que degeneran en violencia. Sin ir más lejos, el párroco de Zugarramurdi me ha confesado, en una carta, que a la difunta Graciana de Barrenetxea le fueron inflingidos severos castigos después de que varios vecinos se allegasen hasta el caserío donde vivía y la sacasen de él a la fuerza. Hubo allí suplicios como encadenarla a un poste y golpearla hasta morir. O el caso de una mujer preñada a la que ataron a un banco, la torturaron aplicándole el garrote para, finalmente, apalearla sin misericordia y sin ningún tipo de consideración hacia el hijo que llevaba en sus entrañas. Por supuesto, tanto la madre como el niño nonato sucumbieron al tormento —le lancé una fría y crítica mirada—. Y después de semejantes atrocidades, ¿todavía os sorprende que los ánimos de los vecinos anden soliviantados?

Don Juan torció el gesto, acariciándose la barba en un instintivo gesto de contrariedad. Mis argumentos debieron de parecerle exagerados, aunque no tanto como la barbarie que se vivía en las tierras altas de Navarra. Asintió con la cabeza, aceptando el hecho de que los tumultos iban acrecentándose según se sucedían las delaciones.

—Las autoridades locales se esmeran en mantener el orden, aunque a veces la buena voluntad no es suficiente —dijo, al cabo de un plúmbeo silencio—. Pero tendréis que reconocer que si los buenos cristianos actúan así, es porque se sienten amenazados por los servidores de Satanás.

—Los enemigos de Dios no siempre son aquellos que acuden a las juntas nocturnas montados en escoba —mascullé irritado, dejándome llevar por el pecado de la soberbia.

Del Valle envaró su cuerpo, molesto por el mensaje que se ocultaba tras mis palabras.

—Creedme, a veces creo que estáis inspirado por el diablo —me soltó a la cara.

Después apretó con fuerza los dientes, reprimiendo otros muchos criterios que guardaba en su interior. También yo me sorprendí al escuchar su comentario.

—No tendré en cuenta vuestras palabras porque las habéis pronunciado a la ligera, sin deteneros a reflexionar. No obstante, os ruego sentido común, pues en el asunto de los brujos veo más la mano del hombre que la del demonio… ¿O no os habéis puesto a pensar que las relaciones entre el monasterio de Urdax con el señor de Alzate vienen de lejos, y que este ejerce su derecho de patronato sobre la parroquia de Vera y otras feligresías?

—¿Intentáis decirme que todo es una maniobra política urdida por el hidalgo don Tristán, y que su propósito no es otro que aprovecharse de la detención de los inculpados con el fin de restablecer el dominio absoluto de sus tierras?

—No lo sé —reconocí al instante—, pero estoy dispuesto a averiguarlo.

Antes de que el licenciado pudiese refutar mi comentario, don Alonso Becerra entró en el despacho acompañado de un escribano de los que daban fe de los desempeños y ocupaciones del brazo secular.

—Ruego a vuestras señorías que me acompañen a la sala del Tribunal —nos dijo con voz grave y de forma concisa—. Quiero que escuchen el testimonio de una mujer que dice haber dado a luz al hijo del diablo.

Mientras caminaba por los corredores de palacio en compañía de los demás inquisidores, en dirección a la sala del Tribunal, no dejaba de pensar en la ridícula confesión de aquella mujer que afirmaba haber concebido un vástago del demonio. Tal y como yo juzgaba su declaración, o bien la rea buscaba acabar con sus huesos en la hoguera, con el fin de terminar de una vez por todas con su sufrimiento —he de recordarles que la vida en prisión resultaba el peor de los suplicios—, o en realidad había acabado por volverse loca y sus palabras eran fruto del desvarío. Quizá esto último fuese lo más acertado, pues no existía una explicación racional que justificase sus palabras.

Según nos iba relatando don Alonso Becerra —mientras caminábamos hacia la estancia donde nos aguardaba la inculpada en compañía del alguacil, un escribano y don Venancio Aniorte, intérprete de palacio—, el proceso de la susodicha se había iniciado el dos de octubre del pasado año tras el viaje del licenciado a la región de Xareta, pero se había pospuesto hasta que a la acusada le llegase el momento de dar a luz a su hijo y este fuera entregado a las hermanas del convento, como se solía proceder en estos casos. Ya habían transcurrido dos semanas del parto. De ahí que el decano creyese conveniente retomar el interrogatorio con el fin de redactar un informe completo y cotejarlo con la anterior confesión de la rea, expedido en Urdax en presencia de fray León de Araníbar.

Por lo que pude entender de las explicaciones que nos iba ofreciendo don Alonso Becerra, el prior del monasterio de San Salvador había sido requerido por la autoridad local para que les sirviese de intérprete, pues ninguno de los oficiales inferiores de justicia del brazo secular conocía el dialecto utilizado por los navarros.

—Y allí se presentó fray León dispuesto a ayudar a la pobre mujer, pues de poco le iba a servir su preñez en caso de que los alguaciles del brazo secular perdiesen la paciencia y la condujeran a la sala de tortura —nos dijo el de la orden de Alcántara—. Según los informes, la rea se negó a hablar en cinco ocasiones, creyendo que el hijo que llevaba en su vientre habría de salvarla del suplicio de la mancuerda. Sin embargo, el dominico de Urdax, cuya mente preclara parece inspirada por el mismísimo Dios, tuvo la ocurrente idea de mandar detener a la madre de María de Barrenetxea…

—¿María de Barrenetxea? ¿Acaso no falleció a causa de la gran pestilencia hace unas semanas? —lo interrumpí, pues en realidad andaba desconcertado.

—Os confundís de acusada. Por suerte, tiene el mismo nombre que la bruja de Arraioz, mas ni siquiera son familia —don Alonso Becerra frunció el ceño. Tras ello, siguió explicándonos los pormenores del caso—. Y bien, como decía… fray León de Araníbar mandó llamar a Catalina Dechave, madre de la inculpada, para que los verdugos la torturasen en presencia de su hija. La instó buenamente a que hablara, apremiándola para que confesara sus pecados ante los alguaciles del Santo Oficio porque era deseo de Dios perdonarla, y no condenarla. Y que si no lo hacía, su madre habría de expiar por ella todas sus culpas —al llegar al final del corredor giró a la derecha—. Le recordó que el Altísimo quería sustraerla de la ignorancia, pues en caso contrario la idolatría habría de ocasionarle graves perjuicios, tal como perder su alma inmortal. Le dijo también que sólo Él podría salvarla de la abominación que había practicado durante tanto tiempo. Por ello, la instó a que le dijese el nombre del padre de la criatura que llevaba en sus entrañas. No en vano, la joven seguía sin desposar y no se conocía varón que viviese con ella bajo un mismo techo.

—¿Y lo hizo? —pregunté de nuevo—. ¿Dijo quién la había preñado? —insistí, intrigado.

Don Alonso esbozó una amplia sonrisa.

—Aguardad un instante y podréis escuchar vos mismo su confesión.

Finalmente llegamos a la sala del Tribunal. La rea, que llevaba una cuerda alrededor del cuello, estaba sentada en un escabel entre los dos alguaciles. Junto a la tarima aguardaban don Juan de Jaca y el consabido intérprete.

Sin más dilación ocupamos nuestros asientos tras la mesa —vestida con un cobertor de raso color púrpura— que estaba situada en lo alto del estrado, bajo el dosel. Sobre ella descansaba una escribanía y una campanilla que se utilizaba para recordar a los presentes que debían mantener silencio el tiempo que durase el interrogatorio. Don Alonso Becerra, como decano del Tribunal, lo hizo en el centro después de quitarse la birreta. El licenciado y yo ocupamos las sillas que había a ambos lados. En cuanto al escribano general y al notario del secreto, ambos se sentaron frente a una mesa larga, situada en medio de la sala, para ir transcribiendo las respuestas de la acusada.

—Don Alonso… —se dirigió a mí el decano—. ¿No sentíais curiosidad por saber quién preñó a esta pobre muchacha?

—Así es —respondí, escueto.

—Pues bien, preguntádselo vos mismo. —Me hizo un gesto con la mano para que procediese al interrogatorio.

Con la venia de don Alonso, y después de aclarar mi garganta, me dirigí a la acusada.

—¿Puedes decirnos el nombre del padre de tu hijo?

El intérprete fue traduciendo mis palabras, con soltura y buena voz. La mujer respondió en la lingua navarrorum.

Fraydevaççuec eremenindute leccoesqutuvaterat etahan eda neraçy oncivatetic.

—¿Qué ha dicho? —me dirigí a don Venancio Aniorte.

—Asegura que fue inducida por el demonio a yacer durante tres días consecutivos, y que eso fue en marzo. Dice que unos frailes la llevaron a un lugar escondido y le dieron de beber de un recipiente.

—Debe referirse a fray Pedro de Arburu, acusado de brujería —fue la opinión de don Juan del Valle—. Tampoco me extrañaría que estuviese implicado don Joan de la Borda. Para mí que han sido ellos los responsables de su preñado. De seguro que estaban bajo la influencia del diablo.

Ignoré su comentario y seguí adelante con el interrogatorio.

—En todo caso, no ha respondido a mi pregunta —maticé, antes de seguir con mi labor inquisitorial—. Don Venancio… pregúntele a la rea, Christi nomine invocato, si había mantenido antes relación con el demonio, y si había sido por voluntad propia o por sometimiento.

Así lo hizo, fiel a su obligación, después de que el secretario del decano hubiese escrito mi pregunta y la respuesta de la inculpada.

La rea contestó con voz ronca:

—Yndarracaldu nituen vaynan begiac eççaystan laussotu, enuen minçeçenahal artuninduten eta comentuco caperarat ereman: hamberçe fraydevaççuez zaoten eta villostuninduten.

—Afirma que cuando tenía doce años se le apareció el demonio en figura de ángel de luz, y se le aparecía como Cristo crucificado moviéndola a devoción, y que siguió viéndolo desde entonces. También dice que esos frailes que ha mencionado antes la llevaron a la capilla del convento, sintiéndose ella sin fuerzas, y que allí la desnudaron.

—¿Y eso…? —quise saber, un tanto perplejo.

El intérprete se encogió de hombros, como desentendiéndose de tener que explicarme el significado de aquellas frases sin sentido.

La acusada siguió hablando. Nos confesó que sus relaciones carnales con el diablo eran continuas, y que ella le tenía gran afecto. Aseguró sentirse arrobada en su presencia, y que a veces lo veía como si fuera la Santísima Trinidad.

—¿De qué forma invocabas a tu dueño infernal? —inquirió esta vez don Juan del Valle, participando del interrogatorio.

Vatec urresco yrur quoroa zeramaççam buruan etappeç guisa yaonçiric zagon. Berçehec oynac yquçtençioç atelaric[1] —contestó, sonriendo de forma idiota.

Don Venancio tradujo de nuevo.

—Dice que no necesita invocarlo, porque ella misma es parte del demonio y que sólo a él quiere agradar… y que odia a Dios como a su peor enemigo.

Don Alonso Becerra se santiguó al escuchar aquellas palabras en boca de la acusada.

—Como veis, su confesión no esconde ningún arrepentimiento, por lo que es imposible que pueda acogerse al edicto de gracia. No hay de por medio una intencionalidad oculta que venga a salvarla del castigo. Si Dios no lo impide, acabará ardiendo en la hoguera… y a ella ni siquiera parece importarle —me dirigió una mirada pretenciosa—. ¿Necesitáis más pruebas que certifiquen la presencia del diablo en las villas de Baztan?

He de reconocer que me quedé sin adarves tras escuchar la declaración de la encausada. Guardé silencio ante la incómoda sensación de ser yo quien estaba siendo juzgado por mis colegas del Tribunal. No me atreví a formular ninguna otra pregunta. El testimonio de aquella desdichada había resultado tan explícito y contundente que me fue imposible tratar de ayudarla, y mucho menos rebatir su brutal confesión. Ella misma se había condenado.

Aquella tarde, tras las oraciones de completas, me introduje en mi lecho con el fin de descansar de las labores del día. Aproveché ese instante de atenuación para buscarle un significado a las palabras de la mujer que afirmaba haber sido poseída por el demonio. Fui sincero conmigo mismo y me dije que tal vez estuviese equivocado, y que en realidad mi convencimiento respondiera a la necesidad de la lógica, pues es verdad que la razón puede ser alterada por los ardides del diablo, quien suele confundir nuestras mentes aconsejándonos cosas vanas que no son ciertas y que él mismo nos imbuye.

Por otro lado desconfiaba de don Venancio Yriarte, el intérprete al servicio del Tribunal. El hecho de que cobrase su estipendio de manos del decano no hacía sino incrementar mis dudas. ¿Cómo podía yo estar seguro de que su traducción había sido fiel a la realidad, si ni siquiera me había acompañado mi secretario, gran conocedor del dialecto de las tierras altas de Navarra? ¿Y si todo se trataba de un vulgar engaño por parte de don Alonso Becerra para confundirme y hacerme cambiar de opinión con respecto a la presencia del diablo en la región de Xareta?

Y así, debatiéndome entre la desconfianza hacia los hombres, la fe en Dios y el temor al diablo, comencé a rezar para que el hijo de aquella barragana no fuese, en verdad, el Anticristo profetizado por el más joven de los apóstoles.