Después de pasar cerca de un mes en la región de Xareta, tiempo que dedicó a entrevistarse con los comisarios inquisitoriales de aquellos pagos, así como a interrogar tanto a delatores como a los sospechosos de adorar al diablo, don Juan del Valle regresó a Logroño una soleada mañana de septiembre. Trajo consigo gran copia de informes y testificaciones formuladas por gente de acreditada honradez, documentos que llevaban impresas las rúbricas testimoniales de los abades y vicarios de las distintas villas afectadas por el mal de la brujería. Al margen de las confesiones de los acusados, arrancadas tras incesantes torturas y amenazas por parte de los alguaciles del brazo secular, el licenciado condujo a veintidós nuevos inculpados hasta el Tribunal de esta ciudad; entre ellos a los dos clérigos llamados fray Pedro de Arburu y don Joan de la Borda, cuya actitud había sido censurada, semanas atrás, por algunos miembros de la clerecía logroñesa.
En total, ya eran treinta y uno los reos que aguardaban en las cárceles secretas del palacio inquisitorial a la espera de juicio. Un número demasiado reducido teniendo en cuenta que sólo en Zugarramurdi y en los demás villorrios de la región se habían levantado actas a cerca de trescientas personas, presuntamente implicadas en los asuntos del demonio.
Igualmente, y esto sí que me causó gran asombro cuando no espeluzno, supe que Del Valle se había traído con él, tras ordenar su exhumación, el ataúd donde descansaban los restos mortales de la difunta Graciana de Barrenetxea. El propósito del licenciado no era otro que el de purificar el cuerpo y el alma de la sorgina con el fuego de la hoguera, en caso de que el Tribunal, tras el correspondiente auto de fe, firmara en contra de ella una sentencia de relajación.
Así las cosas, don Alonso Becerra se holgó mucho al conocer la excelente labor realizada por nuestro colega en el valle de Baztan. Salió a recibirlo, con gran honor y pompa, a las puertas del convento de San Francisco en compañía del prior y de otros calificadores de su entera confianza, pertenecientes a las distintas órdenes religiosas de la ciudad: mercedarios, franciscanos, dominicos, trinitarios y jesuitas.
Yo mismo tuve que hacer acto de presencia porque así me obligaba mi cargo. También acudí al sínodo que se celebró en la sala del Consejo tras su llegada, pues tenía curiosidad por saber qué nuevas nos traía el más implacable de los inquisidores de Logroño. Este nos habló del gran interés demostrado por fray León de Araníbar, y del excelente trabajo llevado a cabo por los comisarios de Vera, Santesteban y Lasaka, quienes habían conseguido concienciar al pueblo para que delatasen a todos aquellos que fuesen sospechosos de pertenecer a la secta de brujos; aunque bien es cierto que algunos habían confesado su culpabilidad por propia iniciativa después de haber sido presentados in conspectu tormentorum, exhortándoles a que por amor de Dios dijesen la verdad o se enfrentasen al suplicio inquisitorial.
De este modo, los reos se evitaban un castigo que, en caso de negar su participación en el akelarre, innecesariamente habrían de sufrir en sus propias carnes.
También se abordó el delicado asunto que relacionaba al fraile premostratense de San Salvador de Urdax, así como a su primo el presbítero de Hondarribi, con el resto de los inculpados y sus demoníacas conjuras, algo que resultaba embarazoso en toda su acepción. Llegado mi turno de hablar, le pedí explicaciones a don Juan del Valle con respecto a la acusación de brujería que recaía sobre las cabezas de ambos clérigos, exigiéndole pruebas concluyentes que viniesen a corroborar que ciertamente se hallaban involucrados en los oscuros propósitos del diablo.
—Habéis de saber —me confesó el licenciado—, que fray Pedro de Arburu negó en todo momento haber participado de las juntas celebradas en el prado del Cabrón. Incluso, y eso es algo que os costará entender, yo mismo puedo atestiguar que a esas horas se encontraba en el convento con el resto de sus hermanos.
—Siendo así, no entiendo por qué le habéis traído con vos. Es obvio que no pudo estar en dos lugares a un mismo tiempo —objeté al instante.
—Menospreciáis mi labor, don Alonso —me lanzó una mirada pretenciosa—. He de deciros que no suelo dejar nada al azar.
—¿Entonces? —quiso saber don Vergara de Porres, participando en la conversación.
El licenciado Del Valle, acomodado en su sillón, alzó unas pulgadas su túnica hasta dejar al descubierto las corvas. Lo cierto es que hacía bastante calor en la sala.
—Como ya he dicho, fray Pedro estaba en el monasterio a la hora del akelarre. Cierto, dormía con placidez —asintió con la cabeza—. Pero he de añadir que su alma no se hallaba ligada al cuerpo, pues harto trabajo nos costó despertarlo a quienes vigilábamos aquella extraña soñolencia.
—Conozco bien los síntomas —añadió el decano, saliendo en defensa de su colega con una rigurosa disquisición que venía a interpretar el profundo sueño del acusado—. Son muchos los brujos que acuden a los conventículos en espíritu, ya que estos tienen poder para abandonar sus envolturas carnales cuando así lo desean. Es un poder que reciben directamente del diablo.
Estuve tentado de exigirle una razonamiento admisible que confirmara su supuesto, evidencias que vinieran a demostrar que aquel comentario, tan fuera de lógica, era algo más que retórica eclesiástica basada en la superstición, pero me abstuve de avivar la controversia porque una palabra pronunciada a destiempo podría conducirnos a la disensión y al debate.
No fui yo, sino el chantre de la colegial, el que sí se atrevió a poner en duda la culpabilidad de los acusados, y lo hizo dirigiéndose a don Juan del Valle.
—He recibido noticias de don Antonio Venegas de Figueroa, obispo de Pamplona, quien al igual que vos ha recorrido el valle de Baztan en busca de pruebas que vengan a corroborar la existencia de brujos en la región. Sin embargo, su ilustrísima me ha informado que el fenómeno de la brujería se basa enteramente en embustes e ilusiones. Afirma que las gentes de allí, la gran mayoría, no saben qué es ser brujo… y mucho menos conocen el significado de la palabra akelarre.
—Coincidí con él en Lesaka —reconoció el licenciado—. Según me dijo, cuando tuvimos ocasión de intercambiar opiniones, los miembros del Tribunal actuábamos impelidos por nuestro celo cristiano —hizo un elocuente gesto de desaprobación—. Prefiero creer que nos estamos aventurando a juzgar a esas gentes a la ligera, sin antes haber comprobado sus tropelías, a permitir que el diablo nos confunda a todos con sus artimañas y entorpezca nuestra labor y buen juicio. Opino igual que Arnaldo Amalrico, legado papal, inquisidor y ferviente enemigo de los albigenses, cuando el ejército de Montfort atacó la ciudad de Béziers, cuyas gentes eran sospechosas de herejía: «¡Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!» —proyectó una sonrisa un tanto despectiva—. Nos guste o no, es nuestro deber acogernos a las pautas marcadas por el Santo Oficio. Contraria contrariis curantur.
—Ni vos sois Hipócrates, ni estamos tratando una enfermedad —no me pareció correcto el aforismo, de ahí mi réplica—. Estamos hablando de brujería, y de si es cierto o no que los inculpados realmente son culpables de las atrocidades que se les imputan.
Del Valle no encajó bien mis palabras, pues sus ojos chispeaban de ira al igual que los de un lobo que hubiese caído en una trampa para conejos.
—Si vais a tener en cuenta la opinión de don Antonio Venegas, también deberíais leer las cartas del inquisidor francés, monsieur D’Espaignet, y las del señor d’Uturbie —precisó, un tanto ufano—, pues en ellas se habla de siete procesillos de actos comprobados de las cosas que han confesado los brujos de Bayona.
—Es fácil confesarse culpable cuando se proclama un edicto de gracia por el cual pueden reconciliarse y esperar la benevolencia del Tribunal. Pero ¡ay!, cuán distinto sería si sus testimonios hubiesen de conducirlos hasta la hoguera.
Hubo un gran silencio en la sala del Consejo. Les gustase o no, los allí reunidos sabían muy bien que decía la verdad.
—En todo caso, fray Pedro de Arburu y don Joan de la Borda son culpables —intervino el doctor Isidoro de San Vicente, que estaba sentado junto al prior del convento de San Francisco—. No hemos de olvidar que sus respectivas madres son tan brujas como ellos. Y ya sabéis lo que se dice… de tal parra, tal racimo.
—Si vamos a acogernos a los adagios, recordad… In dubio, pro vita —atajó el doctor Vergara de Porres, amparándose en la necesidad de demostrar, primeramente, que un reo condenado a muerte era en verdad culpable del delito que se le imputaba.
Aquel comentario, tan contrapuesto al pensamiento generalizado de los miembros del Tribunal, suscitó de nuevo la polémica. Unos consultores, la mayoría, afirmaban que el obispo de Pamplona pecaba de ingenuidad y que se dejaba engatusar por los astutos hijos del diablo y sus marrullerías; otros, los menos, defendíamos la posibilidad de que todo se tratase de una locura colectiva que tendría su razón de ser en el temor y la ignorancia de la gente.
Para poner fin al litigio tuve que ejercer de mediador y lanzar mi propuesta al Tribunal.
—Creo que para no enzarzarnos en luchas internas deberíamos enviar los informes de don Juan del Valle al inquisidor general de Toledo, como ya hemos hecho en reiteradas ocasiones, y que este juzgue cómo se ha de proceder en cada uno de los casos —les dije en tono neutro, poniéndome en pie—. Por mi parte, pienso escribir una carta dirigida al cronista oficial de la corte, don Pedro de Valencia, para que en su justa opinión estudie los testimonios de los delatores y las confesiones de los reos, pues es harto conocido su buen juicio y la equidad de sus disertaciones humanistas.
—¿Acaso dudáis de nuestra labor como inquisidores? —preguntó, enojado, don Alonso Becerra.
—No… pero creo que la controversia acabará cegándonos a todos y eso va en detrimento de la verdad. Pienso, y esa es mi opinión, que nos falta perspectiva para ver lo que realmente está ocurriendo en la región de Xareta —le hice un gesto a mi secretario, que permanecía sentado frente a la mesa donde varios escribanos transcribían nuestra conversación, para que recogiese el tintero y su pluma y se aprestara a acompañarme—. Podéis continuar debatiendo todo el día sobre los asuntos del diablo, si así lo deseáis. Yo, por mi parte, tengo la obligación de…
La súbita aparición del alguacil en la sala del Consejo, el cual venía acompañado de don Antonio de Horcajadas, físico encargado de velar por la salud de quienes permanecían encerrados en las cárceles secretas de Logroño, vino a interrumpir mi invectiva. Demasiada turbación en sus rostros, según pude apreciar.
—Supongo que existirá una poderosa razón para que vuesas mercedes irrumpan en la sala de ese modo.
El decano se puso en pie, molesto ante la osadía de aquellos hombres que, por su condición de seglares, tenían prohibida la entrada al cónclave monacal.
Don Juan de Jaca, con evidente nerviosismo, le ofreció las oportunas explicaciones.
—Pido disculpas… pero he de poner en conocimiento de vuestra señoría que el reo Miguel de Goyburu se encuentra gravemente enfermo.
—Eso no justifica vuestro atrevimiento —le arengó don Juan del Valle.
—Sí… si el asunto requiere tomar medidas drásticas —intervino el físico, cuya mirada exteriorizaba cierta preocupación—. El prisionero que agoniza en los calabozos de palacio presenta diversos bubones por todo el cuello y en las axilas. Creo que nos encontramos ante un caso de Pasteurella pestis.