Aquella fría mañana de diciembre, en la que la mayor parte de los vecinos de Zugarramurdi se aprestaban a seleccionar las mejores aves y corderos que habrían de acabar en las mesas de sus hogares el día de la Natividad, la nieve hizo acto de presencia en forma de diminutos corpúsculos que asemejaban ser plumones de blancas palomas zarandeadas por el viento. No había chimenea, de entre los distintos caseríos dispersos por todo el valle, que no vomitase el condensado y ceniciento humo procedente del fuego del hogar que alimentaba el hervor de los guisos en las marmitas. En el ambiente se apreciaba cierto aroma a carne, legumbres y especias: un tufillo agradable que indicaba el inicio de la tradicional celebración pascual.
Apenas faltaban tres días para que se conmemorase el nacimiento de Jesucristo, una fecha que no todos los zugarramurdiarras veneraban con el fervor propio de un cristiano viejo y piadoso. Unos pocos vecinos, simplemente, no se dejaban contagiar por las incursiones verbales y dogmáticas de los monjes del lugar, ni tampoco por su venerada procesión de edictos evangelizantes. No necesitaban toda esa parafernalia eclesiástica imbuida a golpe de espada por las huestes de la Iglesia desde hacía siglos. Ellos ya poseían sus propias tradiciones, prácticas vinculadas a aquellas tierras desde el principio de los tiempos. Eran unos ritos casi olvidados por la memoria colectiva de los navarros, pero vivos en las ancestrales costumbres heredadas de padres a hijos.
Tal y como sostenían sorginas y brujos paganos, el ceremonial de la Natividad se hallaba emparentado con la magia atávica y hereditaria del pueblo navarro. La noche más larga del año, según la creencia popular enriquecida por las arcaicas ceremonias druídicas —que solían celebrarse a escondidas en las cuevas y prados de la comarca—, era causa de regocijo porque marcaba el inicio de la renovación y el triunfo de la vida sobre la muerte: natalis invictis. Sólo que en este caso, el invicto había dejado de ser el Sol, numen superior de todas las civilizaciones primordiales, para ser suplantado por la ingrávida figura del Hijo de Dios.
Este era el mensaje que intentaba transmitirle María de Yurreteguia a su joven doncella.
Ambas se dirigían a casa del pastor Beltrán Larralde, y lo hacían en compañía de María Juanto y María Presona, dos hermanas de avanzada edad naturales de Vera. La esposa del molinero pensaba permutar con él uno de sus cabritos a cambio de algunas arrobas de trigo de las varias fanegas con las que había sido gratificado su esposo tras la molienda. No era la única vecina del lugar que utilizaba el sistema de trueque como moneda de cambio. Allí, en las tierras altas de Navarra, el intercambio de favores y alimentos no se consideraba una transacción comercial, sino más bien una forma de sobrevivir a los diezmos e impuestos que debían tributar a los poderes locales.
El gélido viento de la mañana las fue envolviendo con su manto helado, por lo que decidieron unirse unas contra otras con el fin de procurarse el calor que anhelaban sus cuerpos. De este modo parecían formar un todo consecuente. Tal era la imagen uniforme de las cuatro mujeres, que cualquiera que las viese deambular por la senda preñada de guijarros que atravesaba el valle, diría de ellas que eran una misma persona representando los inconciliables rostros de la vida del ser humano: la juventud y la ancianidad.
—Has de saber, María, que los clérigos yerran al pensar que la felicidad radica en la abstinencia y en la purificación del alma —dijo María Presona, dirigiéndose a la criada al servicio de su joven amiga—. Existen otras satisfacciones que templan el espíritu, y que nos descubren las cosas buenas de la vida. Cuando nos reunimos en el prado, oye bien lo que te digo, lo hacemos para endulzar nuestros pesares. El baile, la música y el fuego, sirven para aliviar las desventuras que hemos de sufrir día a día, por lo que resultan bastante más seductoras que las prédicas de los sacerdotes.
—No renuncies a la idea de disfrutar de los dones que nos ofrece la diosa Mari, que es fuente de sabiduría —añadió la otra vieja, cuya verruga encima del labio superior le daba una apariencia, cuando menos, sombría. A eso contribuía también la nariz aquilina que parecía curvarse hacia abajo.
María no quiso llevarles la contraria, pero seguía defendiendo el canon eclesiástico de que la virtud del cuerpo y el sacrificio del alma habrían de acercarla a Dios, algo por lo que venía luchando desde que las brujas de Ciboure la obligaran a apostatar.
Ante el ominoso silencio de la joven francesa, intervino María de Yurreteguia.
—Escúchalas con atención —le susurró al oído—. Eres demasiado crédula en los asuntos relacionados con la Iglesia, y te dejas influenciar fácilmente por la charlatanería de unos clérigos que aman más su bolsa y sus placeres que la santidad que tanto predican. ¡Ay! Si yo te contara… —enfatizó.
Y fue al sentirse menospreciada, llegando incluso a creer que la tenían por una joven sin temperamento, cuando María de Ximildegui incurrió en el peor de todos los pecados: la soberbia.
—Mal concepto tienen de mí vuesas mercedes. Pues deben saber que sin llegar a ser ilustrada, tampoco soy lerda —se apartó el cabello que un golpe de viento había conseguido deslizar hacia su rostro—. Escucho, cavilo y mantengo cerrada la boca, que discreta soy desde que mi madre me echó al mundo, y jamás me sentí embaída por los asuntos de Dios, ni tampoco por los del… —se mordió el labio inferior, guardando silencio al no saber cómo iban a juzgar su reflexión.
—¡Vamos! ¡No refrenes el ardor de tus palabras! —la exhortó María Juanto, aferrando su antebrazo—. ¡Atrévete a decir su nombre!
Tarde se arrepintió la doncella de haberse dejado llevar por un rapto de arrogancia. Sus ínfulas de mujer rebelde la habían delatado como alguien capaz de razonar por sí misma, sin ayuda de disciplinarios discursos clericales o arterías de gente marrullera.
—No es bueno conjurar al diablo —fue lo único que pudo decir, y lo hizo en un susurro.
—¿No será que le tienes miedo? —porfió la vieja.
—Puede ser —reconoció María, sin ambages—, pues las prédicas de fray Felipe de Zabaleta nos advierten del peligro que corremos cada vez que pronunciamos el nombre de Satanás.
Fray Felipe era el párroco de la iglesia a la que solía acudir todos los domingos desde que regresara a Zugarramurdi.
—¿Y tú crees que es ciencia infusa todo lo que dicen unos hombres que, beneficiándose de las prebendas que les otorgan sus hábitos, viven diez veces mejor que tú? —inquirió esta vez María Presona, que a continuación hizo un gesto que expresaba cierto acaloramiento del ánimo—. Escucha, niña… No hace falta que presumas de casta y piadosa en nuestra presencia. Sé, demasiado bien, que eras asidua a los batzarres que solían celebrarse en Bayona antes de la llegada del inquisidor Pierre De Lancre. Yo misma, que acudí a algunos de ellos, te he reconocido nada más verte aparecer en compañía de nuestra amiga María. Y he de decir a tu favor que bailabas como una endemoniada la víspera de San Juan del pasado año. ¿O es que ya no recuerdas cómo cimbreabas tus caderas de placer cuando te dejaste montar por aquel mozo cuyo bálano era tan grande como la cabeza de un sapo? —bajó el tono de su voz, mostrándole una dentadura cuyas encías supuraban debido a la piorrea. Un tufo hediondo taladró las fosas nasales de la doncella, hasta el punto de sentir repugnancia—. Eres una de las nuestras… quieras o no —soltó una carcajada estridente.
La francesa, avergonzada, admitió en silencio haber participado de los conventículos que se llevaban a cabo al otro lado de la frontera. Tenía razón, en aquellas reuniones sectarias había fornicado con varios hombres, e incluso se había dejado acariciar por otras mujeres sin importarle en absoluto las consecuencias de sus ignominiosos actos. De ahí que le pesara más el recuerdo de tales obscenidades que la talega de trigo que llevaba colgando de su espalda. Eran tan cuantiosos e inconfesables sus pecados, que llegó incluso a dudar de que Dios pudiese perdonarla algún día.
La conversación declinó en comadreo, y al pronto se fueron sucediendo las confidencias de unas y otras.
María de Yurreteguia, despojada ya de todo ese pudor que proyectaba su cándido rostro de mujer respetable, les confesó que aguardaba con impaciencia el momento de acudir a la junta que habría de celebrarse, a falta de dos noches, en el prado de Berroscoberro. En voz queda, pero abriendo al máximo sus ojos a la vez que sonreía con incipiente picardía, añadió que también ella esperaba hallar un hombre bien dotado, tal y como había encontrado su doncella en Bayona. Necesitaba desfogarse, liberarse de lo que ya era una necesidad imperiosa de la carne y del espíritu, puesto que el zote de su esposo sólo tenía ojos para la mula que hacía girar la piedra del molino, como si las peludas ancas del animal fuesen más deseables que su prietas, redondas y turgentes posaderas.
—Que no os extrañe que el muy rufián dedique su tiempo a levantarle la cola a la pobre bestia con el fin de tomarla como hembra —aseveró, convencida de sus palabras. Se echó a reír con desparpajo al imaginar a su cónyuge copulando frenéticamente con el animal—. De ahí que llegue a casa sin fuerzas y sin ganas de cumplir con sus obligaciones maritales… ¡El muy cabrón!
Después de que la esposa del molinero diese rienda suelta a su enfermiza imaginación, María Juanto se dispuso a narrarles, con todo lujo de detalles, lo que había acontecido en Vera cuando ella era una adolescente; un hecho que, aunque no llegó a ser de dominio público, le afectaba personalmente. En realidad, lo había tenido que sufrir en sus propias carnes.
Por lo visto, siendo ella muy joven fue inculpada de brujería y apresada por los hombres del brazo secular. Como se negaba a admitir su delito, a pesar de las diversas torturas que le infligieron, llamaron a un saludador de Logroño que además de ser el sobrino del caudatario del arzobispo de Sigüenza, era también muñidor de una cofradía que ofrendaba sus dones a la imagen de Nuestra Señora de Muskilda. Este les prometió arrancarle los demonios del cuerpo, aunque para tal menester se vería obligado a efectuar una de las prácticas más indecorosas y repudiadas por la Iglesia: la fornicación.
Con embaimientos y palabras retorcidas, Francisco de Alvarado, que así se llamaba aquel degenerado, consiguió convencer al comisario inquisidor de Vera de que era necesario actuar de ese modo, y cuanto antes mejor. El viejo abad, aconsejado por varios de sus hermanos en Cristo, se prestó al juego del saludador. No obstante, dispuso como condición que él y otros clérigos del convento fuesen testigos de aquel exorcismo tan inusual, por aquello de que más valía comprobar con sus propios ojos el resultado de la profana ceremonia que dejarle a solas con el diablo y sus tentaciones.
Después de que el verdugo la atase desnuda a la rueda de tortura, el muñidor se acercó a ella con el fin de ensalivar todo su cuerpo y bendecirlo con el agua del hisopo. Llevando hasta el final su engañifa, recitó una larga serie de fórmulas religiosas destinadas a alejar al diablo. Tras lo cual, el impúdico se bajó los calzones y la poseyó con brutalidad en presencia de varios miembros del Santo Oficio.
A los pocos minutos, según la propia María Juanto, el dolor dio paso al placer y sintió las sacudidas de un inesperado orgasmo, por lo que no pudo evitar que una larga serie de gemidos brotasen involuntariamente de su garganta. El saludador aprovechó la ocasión para decirles a los inquisidores presentes que tales suspiros no eran otra cosa que el lamento de un espíritu diabólico abandonando la envoltura carnal de la acusada; asegurándoles, también, que después de haber expulsado a Satanás de su cuerpo gracias al conjuro y a sus rezos, y de ser bendecida por los fluidos de sus santos testículos, aquella hembra, hija del pecado, quedaría inmunizada para siempre, por lo que ningún otro demonio habría de venir a poseerla.
—Todavía no sé si aquellos doctos y sapientísimos clérigos llegaron a creer tal estupidez —les dijo María Juanto, proyectando una amarga sonrisa—. Pero hay una cosa que es cierta, y es que las túnicas de algunos clérigos se elevaron unas pulgadas como por ensalmo o fuerza divina… ¡Ja, ja, ja! Os aseguro que aquella noche más de uno terminó estrujándose la verga, cuando no decidiera recurrir a la disciplina del chicote.
Las demás mujeres rieron también al escuchar la ocurrencia de la más vieja del grupo.
La conversación siguió su curso, siempre por el escabroso camino de la frivolidad. María de Ximildegui, sin poder evitarlo, sintió cierto cosquilleo bajándole por el vientre hasta humedecer los ángulos más recónditos de sus muslos. Y a pesar de que recitaba en silencio el nombre de Jesús de forma iterativa, tal y como le aconsejara el fraile de la ermita erigida a las afueras de Ciboure, había una parte de ella, la más oscura, que disfrutaba con el sabor picaresco que exteriorizaban todas esas historias de falos enhiestos como picas y, además, dominantes.
Otros relatos de análogo mensaje, donde lo erótico y lo carnal primaban por encima de la virtud, sirvieron de solaz entretenimiento a las mujeres hasta que por fin llegaron a casa de Beltrán Larralde.
María de Ximildegui se hallaba sentada a la mesa frente a Esteban de Navalcorea y su joven esposa. Tenía a su lado a Íñigo, el padre del molinero. Engullían desordenadamente la liebre con ajiqueso de sus respectivas escudillas, sin importarles que la salsa se deslizara por las comisuras de sus bocas, pues cuando el hambre acucia se suele embuchar a dentelladas como animales y apenas si hay lugar para las taxativas delicadezas de la que hacen gala los hidalgos.
Fuera, más allá del recio portón, varias pulgadas de nieve cubrían todo el valle de Baztan. El fuego del hogar templaba los muros del caserío, que a esas horas de la noche rezumaban una extrema frialdad, ya que el agua penetraba a través del roblón hasta humectar los maderos que formaban la techumbre. Para entrar en calor, los comensales encontraron en el vino el mejor paliativo.
Ya iba por su segundo cuartillo, alampado por el regusto del licor en la boca, cuando el anciano le preguntó a su hijo:
—¿Vas a aceptar la oferta del corregidor?
—Sabéis muy bien que no, padre. Jamás se las vendería a ese miserable… ni a ningún otro —contestó Esteban con hosquedad, mirándolo fijamente a los ojos—. Las tierras que se extienden más allá del río me costaron mis buenos reales de plata, y si las compré fue porque María y yo, una vez que se quede preñada y vengan los hijos, necesitaremos un lugar donde erigir nuestra propia casa —le sonrió a su esposa, cogiéndola de la mano—. Si el azar ha querido situarlas en mitad de sus cultivos, es cosa de Dios y no mía. Además, ya tiene demasiados manzanos para vivir holgadamente.
—Me alegra oírte decir eso, hijo. Los Olgaray andan en conflicto con nuestra familia desde que vivía tu abuelo. La culpa la tienen unas mulas que mi padre le vendió a ese engreído, siendo este muy joven, las cuales fallecieron poco después de acomodarlas en sus cuadras. Como mi difunto padre se negó a devolverle su dinero, lo acusó de brujo y de haberle echado una maldición a las bestias una vez consumado el acuerdo. Gracias a Dios, la delación no fructificó y todo quedó como una simple anécdota.
—Libelos y denuestos de gente con mucha imaginación y pocos redaños, padre… superchería boba. Jamás he creído en esas historias que se cuentan sobre sorginas que vuelan por los aires para ir a besarle el culo a un diablo cabrón. Chismes de vieja, al fin y al cabo —subrayó Esteban, y siguió comiendo como si nada.
María de Ximildegui dirigió su mirada hacia la dueña, que hizo un mohín con los labios y torció el gesto, dándole a entender que mantuviese la boca cerrada.
—Hablas con mucha ligereza —le recriminó el anciano—. Es bien sabido que el diablo arremete con sus oscuras artes contra los impíos y los recelosos, trastornándoles el seso.
—¿De verdad pensáis que los inquisidores se creen esas patrañas? —Esteban alzó ligeramente las cejas, observándolo con estupor.
—A eso te podría responder el señor d’Amou, que fue víctima de la mordedura de una bruja que le estuvo chupando la sangre del muslo mientras dormía —Íñigo frunció los labios, bajando el tono de su voz—. Si hasta asegura que el propio Satanás y tres brujas a su servicio, entre ellas la dueña de Sansinena, le infligieron diabólicos tratamientos después de rodearle el cuello con una soga para que no pudiese escapar.
—¡A saber qué hacía la bruja en la cama del francés! —Esteban se echó a reír, burlándose de la ingenuidad de su viejo padre—. Para mí que la bruja le chupó algo más que la sangre. Ya sabéis…
El molinero soltó una carcajada bastante ordinaria, mirando con cierto descaro a la joven que estaba sentada frente a él; mejor dicho, a los próvidos senos que asomaban por encima del corpiño.
Con el fin de desviar el tercio de la conversación, y para que dejase de observar lo que no era de su incumbencia, María de Yurreteguia le comentó a su esposo que el día anterior había ido a casa de Beltrán Larralde, tal y como le había pedido, a permutar dos sacas de trigo por uno de sus cebados corderos. Esteban, a su vez, le preguntó por la salud del viejo pastor, con quien le unía una grata amistad. Y así, antes de que se diesen cuenta, platicaban de otros asuntos relacionados con la economía familiar.
Aprovechando que la pareja hablaba de sus cosas, el sexagenario deslizó sigilosamente su mano hasta colocarla sobre la falda de la francesa, por encima de sus rodillas. La joven, nada más sentir que alguien manoseaba sus muslos, dio un respingo y ahogó un grito de sorpresa. No quiso desviar su mirada hacia el viejo impertinente, cuyos dedos ascendían poco a poco buscando el calor de su entrepierna. Apenas si podía hablar. El pudor y la vergüenza se lo impedían.
Tras soslayar la mirada, advirtió que el muy truhán seguía engullendo los cuartos traseros de la liebre, tajada que sostenía con su otra mano como si nada de aquello fuese con él.
—Señora, si me lo permitís, quisiera retirarme a descansar —solicitó atropelladamente. Hizo un ligero movimiento con sus pies, liberándose de la presión que ejercía la mano diestra de Íñigo sobre su pierna—. Ya es tarde y mañana he de levantarme al alba.
Entre las virtudes de María de Yurreteguia estaba el percatarse de todo lo que acontecía a su alrededor, incluso con los ojos cerrados. Por eso adivinó de inmediato el apremio de su criada; no en vano, había advertido el ligero movimiento que ejecutaba el brazo de su suegro bajo la mesa.
—Puedes marcharte —la despidió con una cordial sonrisa—. Ya recogeré yo todo esto.
Desvió su mirada hacia las escudillas y cubiletes de madera que había sobre la mesa.
La joven abandonó su asiento, imaginando la cara de frustración que pondría el pícaro anciano al ver que se esfumaba la posibilidad de seguir adelante con su juego. Lo cierto es que se sentía un tanto asqueada por la falta de comedimiento de aquel libertino, y mucho más de ser ella su centro de atención. Sin embargo, mientras ascendía los peldaños que habrían de conducirla al húmedo camaranchón, recordó el sueño que había tenido días atrás: la nítida imagen del viejo pastor poseyéndola con desenfreno.
El rubor ascendió hasta sus mejillas. No se había sentido así de turbada desde que se arrepintiese de sus pecados, antes de cruzar la frontera de Francia en busca del perdón de Dios.
Envuelta en una nube de pensamientos erráticos, se echó sobre el jergón relleno de paja y esparto, cubriéndose con la frazada hasta la nariz. Las imágenes del pasado giraban en su mente al igual que una volandera de molino. Y así, sumida en las más profundas abstracciones, estuvo cerca de una hora sin poder dormir.
Ya el sueño velaba sus ojos, cuando escuchó el quejumbroso rechinar de los goznes mal engrasados de la puerta. Incorporó su cuerpo con denotado nerviosismo, pues al instante creyó que eran los brujos que venían de nuevo para torturarla con sus diabólicas artes, tal y como, según pensaba, había ocurrido días atrás. Sin embargo, tras la hoja del portón apareció el rostro angelical de su ama, e iba sola. En la mano sostenía una vela de sebo cuyo pabilo ardía de forma tenue. Al recibir de frente el resplandor, su rostro quedó escindido entre luces y sombras.
Nada más entrar, le hizo un gesto a su doncella para que se pusiera en pie, añadiendo a continuación:
—¡Vamos, vístete! —la apremió—. Esta noche sopla el Sorgiñaizia y los dioses nos favorecen. Tenemos una cita en el prado del Cabrón a la que no podemos faltar.