VII

Vuestra señoría ha llevado el interrogatorio con gran maestría y acierto, sobre todo en el desagradable asunto de los azotes y el abuso cometido contra la más joven de las acusadas —me dijo don Gonzalo, sorprendido de mi perspicacia. Caminábamos por la galería superior de palacio, desde donde se podía observar una vista magnífica del cubo artillero del Revellín, y también del río Ebro—. Por un momento, creí culpable a don Juan del Valle. Y sin embargo, vos… —se detuvo bajo la arcada del mirador, apoyándose en la balaustrada de madera que se precipitaba sobre el patio de armas. Luego me observó con extrañeza. Parecía desconcertado—. ¿Cómo habéis sabido que era el alguacil?

Al igual que mi secretario, coloqué ambas manos en el antepecho del corredor. Dirigí mi mirada hacia los tornasolados muros de piedra, tórridos e inmemoriales, que recibían la luz de un esplendoroso sol de mediodía. Más allá de la techumbre del palacio inquisitorial, el cielo sedoso sonreía a los montes lejanos, cuyas cumbres abrazaban un cúmulo de nubes resplandecientes que se asemejaban a las crestas espumosas del mar.

—Si hubiese sido el licenciado, cosa poco probable debido al valor que este le profesa a sus hábitos, no se habría limitado a decirle a la rea que guardase silencio, ni tampoco se hubiera marchado de Logroño sin antes ordenar que fuese conducida a una celda de castigo, donde seguiría incomunicada hasta su regreso —me giré hacia él para ofrecerle una explicación todavía más convincente—. Además, don Juan del Valle puede ser un hombre de rígidas costumbres, e incluso un tanto presuntuoso, pero no es un depravado. Os lo aseguro.

—Pero, la acusada dijo…

—No —lo interrumpí, enérgico—. En ningún momento dijo que fuese él.

—Ya… cierto —don Gonzalo reflexionó unos segundos—. ¿Entonces? —porfió, con curiosidad.

—Pensad un momento. El alguacil es el único que tiene acceso a las llaves de las mazmorras. Nadie, que no cuente con su autorización, puede entrevistarse con los prisioneros. Es un detalle que, según pensó, habría de beneficiarle, puesto que la rea no podría decirle a nadie que había sido violada a la fuerza —apunté, sagaz—. Él sabía que don Juan del Valle partía para Zugarramurdi y que, tanto yo como el decano del Tribunal, andábamos ocupados con las instrucciones que habíamos recibido de la Suprema de Madrid. Lo último que esperaba es que volviésemos a interrogar a los reos antes del inicio del proceso, que no habrá de celebrarse antes de un año. ¿Acaso no os disteis cuenta del mal humor que ha demostrado toda la mañana? —inquirí.

—Creí que era motivado por el hambre.

—Puede que también fuera así —tuve que reconocer, en voz queda ahora—. Sin embargo, recordad que intentó convencerme de que no debía prestarle demasiada atención a las palabras de la joven María, añadiendo que todas las mujeres mentían de forma inherente debido a su veleidosa naturaleza. Fueron tantas las veces que trató de prevenirme de los posibles engaños de la acusada, que de inmediato recelé de sus advertencias e intuí que trataba de ocultarme algo.

—¿Pensáis denunciar el hecho?

Moví tristemente la cabeza de un lado a otro.

—Flaco favor le haría yo a esa mujer si les digo a los demás miembros del Tribunal que el alguacil ha abusado de ella.

—No os entiendo…

—Si hago público lo ocurrido, pensarán que esa bruja lo ha hechizado con sus malas artes con el propósito de hacerle pecar; que al fin y al cabo es la misión del diablo. Cualquier motivo es válido si con ello justifican la certificación de las delaciones.

Mi escribano estuvo de acuerdo. De saberse que ambos habían mantenido contacto carnal, don Juan excusaría su incontinencia diciéndoles a los del Santo Oficio que se había visto obligado a fornicar con aquella bruja impelido por algún extraño maleficio. En todo caso, aunque María de Yurreteguia denunciase el hecho de haber sido salvajemente violada por el alguacil, nadie creería jamás sus palabras, y menos si era para inculpar a uno de los miembros del brazo secular, que supuestamente cumplían los preceptos de la Iglesia de forma decorosa.

Ya iniciábamos nuestra marcha cuando vimos que un paje de cámara, elegantemente vestido, venía hacia nosotros desde el otro extremo de la galería. Lo reconocí de inmediato. Era Berengario di Anzio, uno de los lacayos de don Alonso Becerra: un emperejilado joven de rostro angelical que hacía las veces de espía del decano.

—Perdonad que os interrumpa, pero don Alonso requiere la presencia de vuestra señoría en la secretaría del Consejo —se dirigió a mí con respeto, ignorando en todo momento a mi secretario.

Aquel mancebo de origen napolitano, que por alguna extraña razón no gozaba de mi simpatía, además de petulante desconocía las normas de cortesía, pues es bien sabido que el saludo ha de ofrecerse en primer lugar y no anteponerlo a las obligaciones.

—¿Podrías decirme el motivo de su requerimiento? —le exigí con frialdad.

—Lo desconozco —torció el gesto, como si lamentase el hecho de no estar al corriente de lo que pergeñaba su amo—. Sólo os puedo adelantar que se encuentra reunido con fray Gaspar de Palencia y con el doctor Vergara de Porres, chantre y catedrático de la colegial de Nuestra Señora de la Redonda y vicario por el señor obispo de Calahorra.

—¡Sea! Dile que iré en breve.

Sólo entonces se dignó a mirar a don Gonzalo. Lo escudriñó de un modo sutil, afectivo. Alzó su barbilla para sonreírle, como sintiendo mucho no haberse fijado en él al llegar. Acto seguido se marchó por donde había venido, moviendo capciosamente sus caderas. Aquel era el andar característico de un afeminado.

—Tened cuidado —le sugerí a mi secretario—. Creo que le habéis caído en gracia a ese bello mozo.

—¡Pardiez, señoría! —exclamó, horrorizado—. Cuidad vuestra lengua e insinuaciones, que para nada soy de la condición de ese lacayo.

Me eché a reír al verle de aquella guisa, tan desazonado. La soflama pintaba de rojo sus mejillas y sus pupilas chispeaban de indignación.

Le resté importancia al asunto, trivial en todo caso, pidiéndole que me entregase los pergaminos donde había transcrito los diversos interrogatorios. Deseaba estudiarlos en profundidad, después de que finalizase mi reunión con el decano y el chantre de la colegial de Santa María de la Redonda.

Allí se separaron nuestros caminos. Don Gonzalo bajó a las caballerizas para comprobar que los mozos cuidaban de nuestras monturas, proporcionándoles heno y agua fresca del abrevadero, mientras yo acudía a la llamada de don Alonso Becerra.

Cuando llegué a la secretaría del Consejo, el decano mantenía una acalorada conversación con sus allegados clericales. Según pude observar, el cillerero les había llevado un frugal refrigerio y algo de vino, pues debido al carácter urgente de la reunión ninguno de ellos había tenido ocasión de pasar por el refectorio de palacio. Entonces recordé que también yo estaba en ayunas. Lo cierto es que después de escuchar las confesiones de los reos apenas si tenía apetito.

Se alborozaron mucho al verme, como si mi presencia entre ellos fuera motivo de júbilo. Don Alonso, que portaba en sus manos un escrito, me instó a que leyera la carta que le había enviado el licenciado don Juan del Valle después de su entrevista con el abad del monasterio de San Salvador de Urdax. Su buen humor me dio mala espina. Al instante comprendí la verdad: dicho comunicado venía a certificar que, en efecto, nos enfrentábamos a una terrible secta de hechiceros que pretendían envilecer las mentes de los navarros.

Leí detenidamente el texto ante la mirada atenta de los consultores del Santo Oficio. Reconocí la letra del licenciado, así como su modo de describir los horrores promovidos por el diablo y sus fieles seguidores. Don Juan del Valle, con la autoridad que le otorgaba el Tribunal de Logroño, había conseguido que un gran número de vecinos colaborasen con él en las pesquisas e interrogatorios. Según decía en su carta, las delaciones se sucedían unas tras otras cada vez con mayor reincidencia. Hablaba de la multiplicación de conventículos, de los alborotos provocados por las gentes que decían ser víctimas de los hechizos, y también, cómo no, de las actuaciones de los alcaldes de corte y comisarios inquisitoriales de aquellos pagos. Me sorprendió encontrar, entre los detenidos, los nombres de dos clérigos: fray Pedro de Arburu y el canónigo don Joan de la Borda.

Para hacerles partícipes de mi estupor, leí en voz alta:

—«… por estar como están refrendados por los diez testigos que fueron presos de esta complicidad, además de los ocho testigos de la primera declaración; por los cuales se comenzó a entrar en complicidad. Y también por parecernos que, siendo como son sacerdotes, sabrán el castellano, o por lo menos el latín, y tendrán discurso y razón para que con ellos podamos descubrir y entender los fundamentos, marañas y secretos de esta diabólica secta…» —mostrando mi perplejidad, aparté la mirada del pergamino—. ¿Sacerdotes implicados en un caso de brujería?

Mi pregunta motivó una nueva discusión, pues también a ellos les escandalizaba saber que el alcance del demonio pudiera estar influyendo en la actitud, hasta ahora intachable, de quienes servían al Dios verdadero.

—Y no sólo ellos han sido detenidos por brujos, sino también sus respectivas madres, María de Arburu y María Baztan de la Borda —me confirmó don Alonso, preocupado pero a la vez satisfecho de la labor llevada a cabo por el licenciado—. Y eso no es todo… —antes de continuar, tosió dos veces—. En Vera, el comisario inquisitorial, don Lorenzo de Hualde, ha conseguido reunir en su parroquia a un gran número de niños y niñas que dicen ser víctimas de algunos de sus familiares. Estos, por lo visto, los obligaban a participar de las juntas de brujas.

—¿Las palabras de un niño prevalecen por encima de las afirmaciones de sus padres? —pregunté con cierta ironía.

—Bien es sabido que la inocencia no alberga mentira alguna, y que sólo la verdad puede brotar de unos labios que no conocen el pecado.

—La región anda desprotegida, por lo que el demonio gana adeptos con gran facilidad —añadió fray Gaspar—. Prueba de ello son las incontables delaciones que se están efectuando desde que fueron detenidos los miembros de la secta de Zugarramurdi. Tenemos noticias de que don Miguel Yrisarri, deán de Santesteban, y fray Domingo de San Paul, en Lesaka, han reconocido que el problema también afecta a sus respectivas feligresías. Tanto es así, que don Juan del Valle ha nombrado notario del Santo Oficio al sobrino de fray Domingo, ofreciéndole prebendas a cambio de que le informe sobre posibles casos de brujería.

—Tales persecuciones están causando pendencias y riñas entre los vecinos —terció el doctor Vergara, el cual parecía bastante inquieto por las consecuencias originadas desde la llegada de don Juan del Valle a la región de Xareta—. Se están cometiendo toda clase de atrocidades contra aquellos que han sido delatados. El pueblo se está tomando la ley por su mano, quemando hogares, torturando a quienes creen sospechosos de herejes, e incluso ejecutando a personas que ni siquiera hemos interrogado. Mi opinión es que el licenciado, al margen de detener y mandar torturar a los posibles culpables de brujería, debería imponer el orden dentro de los términos territoriales de la comarca, ya que a los poderes locales parece no importarle en absoluto.

También yo estaba de acuerdo, y así quise exponérselo al decano; pero antes de que pudiese hablar, se me adelantó el prior del convento de San Francisco.

—Las autoridades civiles y eclesiásticas están cumpliendo con su cometido, que es hacer hablar a quienes sirven al diablo —nos recordó fray Gaspar, reprochando de algún modo las críticas palabras del chantre de Nuestra Señora de la Redonda—. No hemos de juzgar sus métodos, que al fin y al cabo son los procedimientos a utilizar en estos casos.

Decidí intervenir antes de que los ánimos de los consultores fuesen a más.

—Opino que deberíamos ser nosotros quienes formalicemos los interrogatorios —me dirigí a don Alonso, que parecía reflexionar en silencio—. Hemos de pedirle a don Juan que remita a los inculpados a este Tribunal, incluidos esos dos clérigos que menciona en su carta. Asimismo, esta misiva… —agité el pergamino que sostenía en mi mano— debería enviarse a la Suprema de Madrid para que sea estudiada por el inquisidor general, quien habrá de disponer sobre cómo hemos de actuar con los acusados.

—Por una vez estoy de acuerdo —don Alonso Becerra dio por válida mi propuesta—. Hay que poner fin a este turbio asunto antes de que se nos vaya de las manos.

Tras pronunciarse, el decano me pidió amablemente que le entregase la carta enviada por el licenciado. Así lo hice, enrollando de nuevo el pergamino. Fue entonces cuando se fijó en los pliegos que sostenía bajo el brazo.

—¿También vos habéis recibido correspondencia? —me preguntó, frunciendo la mirada—. ¿Tal vez del arzobispo de Toledo?

—Hace tiempo que no recibo noticias de don Bernardo de Sandoval —le confesé, pasando por alto su insinuación—. Esto que veis aquí son las nuevas confesiones de los reos.

—¿Habéis vuelto a interrogarlos?

—Así lo he creído conveniente.

—Supongo que seguirán negando ser fieles seguidores del diablo —intervino fray Gaspar, y lo hizo imprimiendo certeza a sus palabras.

La arrogancia de aquel hombre iba siempre a la par de sus intervenciones, debilidad humana que no se ajustaba a la sencillez propia de un franciscano.

—Os equivocáis —repliqué, aunque con algo menos de soberbia—. Muchos de ellos han admitido su culpa y piden arrepentimiento público de sus actos.

—¡He ahí la prueba de que los reos son fieles condiscípulos del demonio! —exclamó don Alonso Becerra, reprochando así la indulgencia que yo había mostrado hasta ahora con los condenados—. Ya os lo dije… esas gentes, que fueron delatadas por sus familiares y vecinos, se refocilan en el placer de damnificar a sus semejantes.

—¿Dónde queda el placer cuando es mayor el temor que sienten a ser quemados vivos en la hoguera?

Mi pregunta lo cogió desprevenido. No supo qué contestar.

Aproveché ese instante para despedirme de los allí reunidos. Necesitaba tiempo para analizar las confesiones de aquellos pobres desgraciados a los que se les atribuían increíbles prodigios, como era adquirir la forma de diversos animales o atravesar las paredes, con el fin de acudir a sus juntas. Y sin embargo, nadie cayó en la cuenta de que seguían encerrados en las cárceles secretas, cuando bien podrían haberse escapado volando a través de las aspilleras de las mazmorras gracias al poder que, de ser ciertas todas aquellas atribuciones que se le arrogaban, recibían del mismísimo Satanás.

Yo, por el contrario, seguía creyendo que dichas afirmaciones eran fruto de la imaginación de los acusados.

Veritas filia temporis.

En asuntos de brujería no hay nada más desacertado que el concepto que genera la mentira, ni nada peor que el miedo que origina acogerse a la verdad. Una increíble paradoja.

Si bien los sofismas de los miembros del Tribunal tiraban por tierra la integridad moral de los acusados, y aniquilaban con sus argumentos cualquier vestigio de inocencia que pudieran atesorar sus almas, el hecho de que los reos hablasen con franqueza podía conducirlos al potro, y de ahí al cadalso. Era entonces cuando la verdad adquiría un terrible significado.

Leer las confesiones de los acusados, esas otras que habían sido rectificadas tras conocerse que la Suprema había decretado un edicto de gracia para todos aquellos que, reconociéndose brujos, demostraran interés por arrepentirse y abrazar de nuevo la fe de Cristo, no me ayudaron a sentirme a gusto con mi menester como inquisidor del Santo Oficio. Porque si la mentira se reorganizaba a conveniencia de las personas que se habían manifestado libremente, tergiversando las primeras declaraciones según su provecho, me iba a resultar difícil hacerme una idea de lo que en realidad había acaecido en las distintas villas diseminadas por el valle de Baztan.

Sentado frente a mi mesa de despacho, leí la nueva declaración de Miguel de Goyburu. Me pregunté, no sin ciertas dudas, si aquel anciano era capaz de comunicarse con el diablo, tal y como afirmaba, o si todo era un vil engaño con el fin de buscar el perdón del Tribunal. Si en un principio había negado cualquier relación con Satanás, ahora admitía haber lanzado conjuros contra sus vecinos por el mero hecho de hacerles sufrir o para llevar a cabo una venganza. Aquel cambio de opinión, a mi juicio, resultaba bastante sospechoso. Dijo también, y así lo había recogido mi secretario en su librillo, que varias veces al año, coincidiendo con las fiestas religiosas, él y varias brujas más acudían a los camposantos de las iglesias para desenterrar los cuerpos de los difuntos, y que no les importaba profanar a los muertos porque el diablo les exigía que sacasen los huesos de los menudillos de los pies, las ternillas de las narices y los sesos hediondos de los cadáveres que allí descansaban en paz, y que tan sabroso bocado resultaba para el macho cabrío y su prole de demonios. Del mismo modo afirmaba que Lucifer se les aparecía sentado en un trono dorado con cinco cuernos, y que él, como rey del akelarre, se colocaba a su derecha, llevando entre sus manos un puñado de culebras, que eran símbolo del pecado y la maldad.

Asimismo, atestiguó que la fallecida Graciana de Barrenetxea, y otras mujeres desposadas con el demonio, solían presentarles a los niños que habían sido seducidos gracias a sus hechizos para que lo adoraran como único dios. Reconoció, además, que elaboraban filtros y pócimas, y que en sus marmitas se cocían pieles de sapos, carne putrefacta de los ahorcados, corazones de niños sin bautizar y entrañas de otros animales inmundos. Incluso admitió que acudían a sus conventículos montados en escobas o sobre machos cabríos engendrados en el averno, siendo conducidos por los diablos menores que servían a Satanás.

También su hijo, Joanes de Goyburu, así como su sobrino Joanes Sansim, confesaron pertenecer a la secta de brujos. Su cometido era el de amenizar, con la música de sus instrumentos, el instante en que el demonio poseía carnalmente a las mujeres que eran de su agrado. Decían que su poder era tal, que podían hundir los barcos que faenaban frente a las costas de San Juan de Luz gracias a los arpegios del txistu y del tamboril, así como de provocar terribles tormentas y ventiscas.

Las hermanas Yriarte, dos barraganas que se entregaban sin ningún comedimiento al placer de la carne, reconocieron igualmente pertenecer a la secta de brujos, lo mismo que Joana de Telechea y Estebanía de Navarcorena, cosa que no admitieron la tullida María Txipia y la corcovada de su hija. Estas negaron cualquier relación con el demonio. Ya no sé si por sinceridad o estupidez.

Dejé a un lado los diversos pergaminos que contenían las confesiones de los reos y me puse en pie. Mis pasos me condujeron hasta el ventanal desde donde podían verse las aguas del río. Al principar el crepúsculo, las calles de la ciudad se fueron vistiendo de oro y sangre. En los sembrados que se extendían al otro lado de las murallas se apreciaba cierta serenidad, como una promesa de ternura. Y allá, a lo lejos, las montañas se fundían con las rosadas nubes que acechaban al filo del horizonte.

Mis ojos se perdieron entre toda aquella belleza mientras me preguntaba qué podía haber empujado a los vecinos de Zugarramurdi a delatar a esas pobres gentes. A mi parecer, las denuncias como las confesiones eran producto de la imaginación, por lo que no existían pruebas suficientes para acusarlos. Y no sólo porque los reos se contradecían en los testimonios, sino también porque la práctica de los actos atribuidos resultaban completamente inverosímiles.

Entonces… ¿Qué había empujado a esas gentes a admitir todas aquellas aberraciones? ¿Tal vez su amor a la vida… su temor a la muerte? ¿Quién manejaba sus voluntades? ¿Quién dictaminaba sus palabras? ¿Era Dios, o quizá el diablo?

Náufrago en el proceloso mar de la incertidumbre, las yemas de mis dedos acariciaron las cristaleras emplomadas que separaban el mundo real de la superstición. Y entonces comprendí que la verdad, a veces, se disfrazaba de inanes engaños.

Ante la oleada de escalofríos que recorrió de arriba abajo mi cuerpo, no tuve más remedio que buscar bajo la tela del hábito el crucifijo que colgaba de mi cuello. Con serenidad y cierta amargura, lo besé tan dignamente como se merecía.

Sólo Dios podía ayudarme en aquella empresa, y ahora era consciente de que lo necesitaba más que nunca.