Poco antes del amanecer, hacia la hora prima, fray León de Araníbar se personó en el scriptorium del monasterio de San Salvador de Urdax con el firme propósito de encargarle a uno de los legos amanuenses, concretamente al novicio fray Agustín de Durango, la redacción de una misiva que habría de remitirse al inquisidor general del Santo Oficio en Logroño: el decano don Alonso Becerra Holguín.
Un grupo de monjes eruditos permanecían inclinados sobre sus mesas copiando a mano los textos de diversos incunables, absortos en su trabajo. El roce de la tela del hábito —el inevitable frufrú que se originaba al caminar—, logró sesgar el silencio que se vivía en aquel lugar de eximia sabiduría, distrayendo al instante a quienes se entregaban en cuerpo y alma a un trabajo excesivamente prolijo. Unos pocos siguieron con la mirada al recién llegado, sustrayéndose de su labor durante unos instantes. Otros, por el contrario, de tan inmersos que estaban en su sereno quehacer ni siquiera repararon en la presencia del viejo abad.
Procurando no importunar al resto de los copistas, fray León se inclinó hasta colocar sus labios muy cerca del rostro del joven que traducía unos legajos escritos en latín, procedentes de la bula papal Summis desiderantes affectibus, de Inocencio VIII. En ella se reconocía la existencia de la brujería y quedaba derogado el Canon Episcopi del año 906, documento eclesiástico que afirmaba que creer en brujas era motivo de herejía.
—Deja eso y acompáñame —le susurró al oído izquierdo.
Fray Agustín, acostumbrado a no discutir las órdenes de sus hermanos superiores, y mucho menos la del abad, cerró el tintero y guardó su pluma de ganso y el rasorium en un pequeño mueble de maderas nobles, labrado a golpe de cincel, que había junto al amplio ventanal de vidrieras policromas. Introduciendo sus manos en las holgadas mangas de su túnica, se dispuso a ir tras los pasos de fray León.
Cruzaron el refectorio, no sin antes haber pasado por la cillería y la sala capitular —lugar de reunión del cabildo—, hasta que finalmente llegaron al claustro. Allí, paseando a través de la galería cubierta de arcadas que conducía al patio interior, fray León de Araníbar le encargó la misión de redactar una carta dirigida al decano del Tribunal de Logroño. En ella habría de manifestar su inquietud por la sorprendente proliferación de hermandades brujescas en la región de Xareta, la mayoría de ellas originarias del Labourd francés tras el inicio de las pesquisas realizadas por parte de los inquisidores Pierre De Lancre y Jean d’Espagnet. Eran en sí lo que había obligado a muchos de los seguidores del demonio a huir hacia el sur y buscar refugio en las tierras altas de Navarra, algo que venían haciendo desde hacía un par de siglos; años antes de las encarnizadas luchas entre agramonteses y beamonteses.
Fray Agustín de Durango, que a pesar de su juventud atesoraba una perspicacia poco habitual en un novicio, intuyó la maniobra político-religiosa del abad. No era ningún secreto que las tierras adquiridas por el monasterio de San Salvador formaban parte de la ligazón vinculante entre la Iglesia católica y el señor de Alzate —la tarde anterior se le había ordenado redactar una carta cuyo destinatario era, precisamente, el hidalgo don Tristán—, cuyo fin no era otro que hacerse con el control de las cinco villas de la montaña, ahora en manos de don Diego de Zabaleta tras el decreto del virrey Cardona. Mas, como a pesar de su juventud era un hábil y prudente estratega, conforme escuchaba sus palabras asentía a todo en silencio.
Dejando atrás la galería del claustro, deambularon por la senda empedrada que conducía a la fuente central del patio ajardinado, donde otros monjes meditaban absortos en sus plegarias y pensamientos.
—Redactada la misiva debes ir a la villa de Vera para pedirle audiencia a don Lorenzo de Hualde, párroco de la iglesia de San Esteban. Te encomiendo la tarea de entregarle en mano dicha carta, así como la que escribiste ayer tarde… la que iba dirigida a don Tristán de Alzate. Ya se encargará él de hacérsela llegar a sus respectivos destinatarios —adujo el abad, solemne—. Luego viajarás hasta Lesaka, donde te entrevistarás con el comisario inquisitorial don Domingo de San Paul. Quiero que le digas que se reúna conmigo, aquí, en el monasterio de Urdax, una vez que culminen los días de Pascua… ¿Me has entendido?
El lego asintió con un ligero ademán, frunciendo los labios en una irrebatible mueca de conformidad.
Fray León concluyó su alocución diciéndole que podía regresar al scriptorium, pues debía finalizar la transcripción de la bula papal en la mayor brevedad posible. La iba a necesitar como arma de ataque ante el inicio de una nueva lucha entre los seguidores de Cristo y los lacayos del diablo.
El problema, según fray Agustín de Durango, era que los únicos monstruos del averno a los que hacía referencia el abad se encontraban en su calenturienta y miserable imaginación.
Un ingenioso artificio digno del propio diablo.
Un rayo de sol, remiso pero cálido como el beso de una madre, entró por la tronera hasta acariciar sus párpados de forma indeleble. María entreabrió los ojos ajena al recuerdo de lo ocurrido la noche anterior. Bostezó, todavía somnolienta. Pasados unos segundos, una luz se encendió en su mente y vino a su encuentro la memoria: cobró plena conciencia de la agresión que había sufrido en contra de su voluntad.
Se incorporó con resolución, haciéndolo como herida por el picacho de una aguijada. Tras apartar las sábanas de cuero curtido y la frazada que cubrían su cuerpo, se puso en pie, temblando de frío a causa de su bien justificada aprensión. Corrió hacia el cofre donde guardaba su camisola de arpillera, el corpiño y su falda de cuatro picos de color pardo, tonalidad que odiaba por ser la misma que utilizaban las prostitutas. Se vistió con premura y acierto, sin dejar de pensar en las tremendas maldades de las que había sido inocente víctima hacía apenas unas horas. Nada más recordar la procacidad de aquellos brujos, que de forma endiablada habían abusado de ella, extrañamente le sobrevino una inadmisible sensación de complacencia que al instante relacionó con uno de los tantos ardides del demonio, pues resultaba increíble que habiéndola obligado a fornicar por la fuerza, se dejase llevar por el deleite cuando debía estar clamando al cielo su desventura. Pero así era como se sentía, satisfecha, y ello le causaba tal consternación que, sólo por un instante, creyó que en realidad no era ella quien tutelaba sus emociones.
Una vez embutida en sus ropajes, la joven recapacitó sobre lo ocurrido aquella madrugada. Tras una breve reflexión, pensó que la inesperada visita de los brujos bien podía haber sido fruto de su imaginación: un mal sueño. No en vano, era bastante improbable que aquellas gentes pudiesen haber recorrido algo más dos leguas de distancia en tan poco espacio de tiempo, y menos en una noche diezmada por las terribles inclemencias de la tormenta. A no ser que, gracias a su magia ancestral, hubiesen galopado por los aires a lomos de los demonios.
Este último pensamiento, más que complacerla, consiguió erizar el vello de su piel.
Confundida, María decidió bajar a la cocina con el fin de plantearle sus dudas a la dueña. Si sus sospechas eran ciertas, y había sido víctima de las oscuras prácticas de los brujos con el único propósito de iniciarla en los asuntos del diablo, estaba segura de que no habría de mentirle. Lo creyó así, pues en aquellos menesteres no se privaban los muy taimados, al formar parte de su demoníaca evangelización, de predicar los favores a los que podría acogerse siendo una de las siervas de Satanás.
La encontró de rodillas en el suelo, frente al hogar, ahora apagado. Amontonaba unas cuantas ramas secas de manzano sobre cuatro troncos bastante más gruesos. Su propósito era encender el fuego con el que habría de cocinar uno de sus deliciosos guisos elaborados a base de picada, pan tostado remojado con vinagre, almendras, ajos, hierbas aromáticas y especias; baturrillo que solía preparar cada vez que su esposo volvía a casa desde la vecina Urdax, al cual se le esperaba para antes del crepúsculo.
Como María de Yurreteguia era una mujer bastante intuitiva, se giró al barruntar que no estaba sola en la cocina.
—Ya era tiempo de que despertases, holgazana, pues es en estas labores cuando más te necesito… y no mullendo el jergón —le recriminó con indulgencia, mostrándose asaz amable con la condición descuidada y perezosa de su criada.
—Anoche me visitaron los demonios —le soltó María; así, sin más.
—¡Vive Dios! —exclamó la dueña, persignándose a la vez que se ponía en pie—. Espero que te estés burlando de mí y no hables en serio. En todo caso, deberías medir tus palabras si no quieres que la gente de aquí te considere una bruja.
María de Ximildegui caminó hacia ella con pasos cortos y medidos.
—¿Acaso negáis haberles abierto la puerta del camaranchón a vuestra tía y al resto de sus deudos y amigos?
Fue escuchar la insolente pregunta de su criada, cuando rompió a reír impelida por aquella absurda interpelación que la involucraba en algo tan descabellado y absurdo. Pero lo que en realidad le hacía gracia era que, según su criada, aquellas pobres gentes servían a los intereses del demonio, aseveración que podría acarrear graves consecuencias en caso de que sus palabras llegaran a oídos de fray Felipe de Zabaleta, párroco de Zugarramurdi.
—Debería castigarte por necia, pues jamás escuché semejante estupidez en boca de una doncella —contestó enfadada, pues ya comenzaba a perder la paciencia—. Mi opinión, y no creo errar en mi juicio, es que debes de haber tenido un mal sueño. Pero tranquila, muchacha… no eres la única en estos pagos que asocia sus pesadillas con momentos vividos. Por desgracia, las prédicas de los sacerdotes que promueven el temor al infierno desde el púlpito de las iglesias, originan absurdos desvaríos entre las gentes del lugar.
»Los clérigos, por si no lo sabes, ven brujas donde no hay más que interés por mantener vivas las viejas costumbres de nuestro pueblo. Bailar alrededor del fuego, la víspera de San Juan o la Noche de Todos los Santos, no es más censurable que aprovecharse del trabajo de nuestros hombres, como hacen ellos al exigirnos un diezmo harto elevado a cambio del arriendo —la jaleó con una débil cachetada en el trasero, dirimiendo la conversación—. ¡Anda!… Déjate ya de mentecaterías y ve a echarle de comer a los cerdos. Y ten cuidado con el verraco, que ese sí que es un auténtico demonio. A la última criada que tuve en casa le arrancó una mano de un bocado… en un descuido.
Volvió a reír, sin dejar de mover la cabeza de un lado hacia otro. Pero en esta ocasión, el motivo de su hilaridad fue el gesto aterrorizado de María al escuchar sus últimas palabras.
Tratando de olvidar lo ocurrido, la joven se marchó de la cocina dispuesta a iniciar sus quehaceres. Aquella mañana se sentía demasiado ofuscada para pensar, y no era de gente sesuda entablar una lucha con la razón cuando esta se negaba a admitir el hecho de que hubiese sido víctima, la noche anterior, de una ceremonia diabólica teniendo al mismísimo Satanás de testigo; eso sí, encarnado en el cuerpo de Miguel de Goyburu y su apabullante virilidad.
Tras rodear los álgidos muros del caserío y encaminar sus pasos hacia las porquerizas, aceptó como válida la respuesta ofrecida por la esposa del molinero. Había tenido una pesadilla terrible. Sí; sólo se trataba de eso, de un simple sueño provocado por los recuerdos de los infernales momentos vividos en Ciboure.
María de Ximildegui, después de cumplir con su labor de criada en los menesteres más humildes y de tráfago, alimentando a puercos y cabras y acarreando las talegas de trigo hasta el granero, resolvió volver de nuevo al caserío para ejercer su cometido como doncella personal del ama, quien ya debería estar echándola de menos.
Caminaba con cierta apatía, enfrascada en sus propios pensamientos. El recuerdo de aquellas gentes de Arraioz, a las que reconoció como parte integrante de un conventículo de brujos y sorginas, a pesar de todo seguía latente en su memoria. Para distraerse, dirigió su mirada hacia las landas salvajes, ahora engullidas por un mar de niebla de grisáceos matices. Al filo del horizonte, el sol naciente se asemejaba a un doblón de oro velado por un finísimo cendal de delicada transparencia.
Al pronto escuchó una barahúnda de voces: el rumor de quienes discutían mientras caminaban por la senda que atravesaba el valle. Eran tres mujeres de avanzada edad en compañía de un fraile barbiespeso y un clérigo de casta y dócil apariencia. Parecían embargados por alguna extraña desventura.
Los vio dirigirse directamente hacia la puerta del caserío. Decidido, el fraile golpeó con fuerza sobre la hoja de madera. Al pronto salió a recibirles la esposa del molinero, que llevaba las manos embadurnadas de harina. Tras intercambiar un breve saludo les permitió la entrada.
Llevada por el vicio de saber lo que no debería ser de su incumbencia, aceleró el paso con el fin de llegar cuanto antes al caserío. Sólo entonces dejó atrás la visión onírica y delirante de un cabrón poseyéndola violentamente, pesadilla que parecía perseguirla allá donde fuese desde que se despertara aquella mañana.
Cuando entró en la casa, los recién llegados estaban sentados alrededor de la mesa y la dueña se disponía a servirles unas gachas de cebada y leche de almendra con caldo de gallina, reservando de este modo el guisote de picadillo para su esposo y su suegro.
—¿Has terminado ya tus labores? —inquirió María de Yurreteguia, dirigiéndose a su criada.
La joven afirmó con la misma timidez que mostraría una doncella la noche de su boda. Conforme con la respuesta, añadió:
—Será mejor que tomes asiento si quieres comer algo caliente.
Colocó el puchero humeante en el centro de la mesa y repartió las escudillas de barro y las cucharas de madera. Cada cual se fue sirviendo a su antojo, según la necesidad del estómago.
En completo silencio, la hija del Zarracatín se dispuso a engullir aquel mejunje, simulando cierto desinterés por la conversación.
—Me preocupa lo que pueda acaecer en el valle de Baztan, ahora que nuevamente se ha abierto la herida de hace años entre Alzates y Zabaletas —dijo fray Pedro de Arburu, el tonsurado de luengas barbas—. Como sabéis, don Diego de Zabaleta ha sido nombrado capitán y gobernador de las cinco villas de la montaña gracias al virrey Cardona. Anoche mismo se dejaban oír las duras críticas del abad por todas las celdas del monasterio de San Salvador —bajó el tono de su voz—. Según he podido saber gracias al boticario, que conoce todos los secretos del convento, fray León de Araníbar ha enviado esta misma mañana una carta al comisario de Vera, don Lorenzo de Hualde, cuyo destinatario final sería el señor de Alzate. Fray León, como buen paniaguado que es desde que el francés le entregara la tutela del monasterio —esbozó una sonrisa irónica—, solicita instrucciones ante el temor de perder el patronato sobre Zugarramurdi, Urdax y Ainhoa, así como los diezmos que deben tributar las gentes de Aniz, Arraioz y Eugui. Él y Domingo de San Paul, comisario inquisitorial de Lesaka, e incluso Hualde, andan religados entre sí, confabulando el modo de inculpar de brujos, herejes y amancebados a los vecinos y autoridades locales de los distintos villorrios —carraspeó un poco—. He oído decir que mantendrán una reunión en el monasterio una vez transcurrida la Pascua. Pretenden desacreditar a los zugarramurdiarras.
—Hábil estrategia la de esos tres —intervino el clérigo don Joan de la Borda, primo del fraile, tras limpiarse la boca con la manga de su hábito—. Desean divulgar tales patrañas para crear un entorno de hostilidad, en estos pagos, que nos haga recelar unos de otros. Y a fe mía que lo conseguirán debido a las distintas rencillas que existen entre los vecinos. De esta guisa, sus planes influirán en la reacción antiseñorial que sentimos los habitantes de las distintas villas que están bajo su jurisdicción, lanzándonos irremediablemente a una encarnizada lucha que favorecerá los intereses de los Alzate, que a su vez son los lacayos más sumisos del rey Felipe el Tercero.
María de Yurreteguia los escuchaba con suma atención. Aquel asunto le incumbía directamente. Su esposo vivía gracias al trabajo que le proporcionaba uno de los molinos sometidos a la atribución del monasterio de San Salvador. Los distintos intereses en juego, e incluso las frecuentes riñas entre los señores feudales que habían jurado sus cargos en la Cámara de Comptos de Navarra, podrían afectar su actual modo de vivir.
—¿Acaso no fue Lorenzo de Hualde quien provocó la persecución de brujas en el Labourd, llevada a cabo por Pierre de Lancre, incitando al pueblo para que formulasen las tan cacareadas delaciones? —preguntó de forma irónica una de las ancianas, llamada María de Arburu. Era madre del fraile que había iniciado la conversación y tía del clérigo que apoyaba las palabras de su hermano en Cristo—. Y todo gracias a las componendas e intrigas concebidas por los señores de Alzate y D’Amou. Ellos fueron los encargados de interceder ante el rey Enrique el Cuarto de Francia para que enviase un docto licenciado en los asuntos del diablo.
—El juez inquisitorial al otro lado de la frontera, Jean d’Espaignet, ya ha condenado a varias mujeres a la hoguera tras haber sido halladas culpables de brujería. Por lo visto eran reincidentes, así que fueron procesadas por relajación —añadió don Joan de la Borda, recordándoles el peligro que corrían.
María de Ximildegui hundió su cuello entre los hombros. Le sobrevinieron los temblores nada más escuchar el nombre del presidente del Parlamento de Burdeos. Aún recordaba, con cierto temor, la caza de brujas llevada a cabo en la región donde vivía con sus padres.
La dueña del caserío, consternada por la noticia, se dirigió a las dos mujeres que permanecían en silencio, que no eran otras que María Baztan de la Borda —madre de don Juan, el clérigo— y su amiga Graciana Xarra.
—¿Y vosotras qué opináis?
—Que deberías tener cuidado —le respondió Graciana, comprimiendo los labios en un claro gesto de reproche.
—El hecho de que te vean con tus tías no es ni acertado ni provechoso, y puede llevarte en volandas hasta los inquisidores de la Suprema… y por ende, a los del brazo secular —añadió María Baztan, con voz grave.
Este último comentario dio pie a una larga y tendida discusión. La esposa del molinero trató de defenderse, alegando que no hacía nada malo con ir a visitarlas de vez en cuando en busca de un remedio para alguno de sus males. Fray Pedro de Arburu, con parte de las gachas que engullía con avidez prendidas de su barba hirsuta y encanecida, le reconvino diciéndole que todos sabían de sus reuniones nocturnas en el prado de Berroscoberro, junto a otras muchas mujeres y hombres del lugar. Con cierta cortesía, exquisitamente amable, le aconsejó que se olvidara de toda aquella parafernalia ancestral propia de religionnaires, pues con ello sólo conseguiría fomentar las iras del abad de San Salvador de Urdax. La celebración de dichos rituales, aunque tradicionales, autóctonos e inofensivos, podrían interpretarse como juegos diabólicos por parte de algunos de los hombres de Dios al servicio de don Tristán de Alzate.
Aprovechando que el debate parecía prolongarse más de la cuenta, la doncella se levantó de la mesa llevándose la escudilla de barro, que introdujo en un barreño con agua tras haber dado buena cuenta de las gachas. Al igual que una sombra incorpórea, se deslizó hasta su camaranchón después de ascender la angosta y crujiente escalera en busca de soledad.
Necesitaba reflexionar con calma sobre todo aquello de lo que se había hablado en su presencia. Lo cierto es que no estaba dispuesta a sufrir de nuevo el acoso de los brujos, ni tampoco a llamar la atención del Santo Oficio.
Porque si algo había sacado en claro de la conversación que acababa de escuchar, era que su ama, sin lugar a dudas, formaba parte de un conciliábulo de sorginas: las servidoras del diablo.