Durante los cinco primeros días que estuvo ayudando a la dueña en sus quehaceres, María de Ximildegui sólo coincidió en un par ocasiones con Esteban de Navalcorea y su padre, el viejo Íñigo. En este tiempo apenas cruzaron con ella unas pocas palabras. No es que pretendiesen ignorarla, que hubiera sido una descortesía por su parte. Si el diálogo entre ellos no prosperó más de lo estrictamente necesario fue porque se sentían cansados, exhaustos de tener que afrontar varias jornadas consecutivas de firme trabajo. Por tanto, lo último que deseaban era perder su tiempo con conversaciones baladíes de índole doméstico: un vulgar entretenimiento propio de mujeres. El deseo de ambos, en aquellos instantes de extenuación, no era otro que dormir unas pocas horas antes de enfrentarse a un nuevo día de esclavitud laboral.
En lo referente a su contratación, no pusieron objeciones. Los hombres aprobaron su permanencia en la casa después de que María de Yurreteguia les dijese que era hija de Necato Boguet, la esposa de Gastón el Zarracatín. Aunque, ciertamente, también influyó el hecho de saber que un rostro joven y bonito habría de placerles la vista cada vez que regresaran del trabajo. Su presencia vendría a alegrar la grisácea uniformidad que se vivía en el caserío desde hacía ya varias semanas.
El motivo de que Esteban de Navalcorea y su padre pasaran una o dos jornadas seguidas fuera de casa se debía a la incesante tarea de moler el trigo —quehacer que realizaban día y noche— y a la legua de distancia que separaba a Urdak de Zugarramurdi. De mutuo acuerdo, padre e hijo pernoctaban en el molino a fin de no perder su tiempo yendo diariamente de una villa hacia otra, algo que resultaba agotador. Para hacer acopio de sustento solían llevar consigo sus mulas y arreos con las alforjas bien atiborradas de cecina de chivo, queso de oveja, pan candeal y vino curado de la baja montaña de Navarra.
Un día después de que se despidiera nuevamente de su esposo y de su suegro, María de Yurreteguia, sin pudor alguno, se sinceró con la francesa. Le confesó en tono socarrón, ya que la tenía por amiga, que echaba en falta un hombre que le diese calor las largas y frías noches de invierno, pues era hembra de natural fogoso y no estaba acostumbrada a tanta soledad. Aunque, por otro lado, reconoció que la ausencia de Esteban la eximía de tener que darle explicaciones cada vez que iba a visitar a su tía Graciana, a la que solía acudir en busca de un remedio que contrarrestase el mal de ojo o que aliviara el fuerte dolor de ovarios al que debía enfrentarse los primeros días de la «rosa roja».
Aquella misma tarde, tras darle de comer a los cerdos y de someter las pieles de cabritilla al baño curtiente de alumbre y sal —que habrían de convertirse en buenos y permanentes cueros—, María le pidió a su criada que la acompañase hasta Arraioz, donde vivía su tía en compañía de sus hijas, quienes habían heredado sus malas artes y su afinidad hacia todo lo que tuviese que ver con la magia de las plantas y el culto a los genios de la tierra. Al no poder negarse, ya que su labor como doncella consistía en acatar las órdenes de la dueña y someterse a sus caprichos, la joven se vio obligada a acceder a su petición, aunque lo hizo a regañadientes. En el fondo temía que aquellas mujeres quisieran involucrarla en sus diabólicas reuniones al igual que ya le había ocurrido en Ciboure.
Aprovechando que el molinero tardaría un par de días en regresar, se pusieron en camino nada más despuntar el alba. Puesto que habrían de recorrer algo más de dos leguas, para luego volver a Zugarramurdi antes de que les sorprendiera la noche, decidieron atravesar las mugas de las distintas heredades con el fin de ganar tiempo. Mientras caminaban a solas por el valle, el gélido viento del norte fustigaba con vehemencia cada rincón de sus cuerpos. En el ambiente se percibía cierto olor a lluvia y tierra mojada, señal inequívoca que presagiaba el inminente arribo de una tormenta.
Horas después, cuando estuvieron a unos cincuenta pasos del caserío donde vivían Graciana y sus hijas, María le dijo a su criada en voz baja, de forma confidencial:
—Has de saber que mi tía es una mujer admirada en toda la región, aunque también hay algunos vecinos que la temen y respetan —le advirtió, sujetando la albanega que cubría su cabeza con el fin de que no se la llevase el fuerte viento que soplaba del norte—. Pero no por ello te sientas cohibida en su presencia. Ella, mis primas y María Txipia, son la única familia que me queda. No tienes nada de qué temer.
Lejos de aliviar su inquietud, las palabras de María lograron turbar más aún el ánimo de la francesa, que creyó ser víctima de una encerrona. Había algo de siniestro y misterioso en el tono de voz del ama, lo que fomentó su desconfianza.
Cruzaron el cercado de madera que bordeaba aquellas tierras, adentrándose después en la senda que conducía al caserío.
Como si estuviesen aguardando su llegada, la puerta se abrió para dar paso a una mujer de cabellos rojizos y encrespados. Presentaba una profunda cicatriz que iba de un lado a otro de la mejilla derecha. Tenía un ojo semicerrado, secuela de un mal aire que le había sobrevenido siendo ella una niña. Debía rondar los treinta y cinco años de edad, y a pesar de haber perdido un par de dientes en una reyerta —el día que la pillaron robando en casa del orfebre y le propinaron una monumental paliza—, poseía un cuerpo bien formado que venía a suplir el resto de sus numerosas imperfecciones.
Era Estebanía de Yriarte, una de las hijas de Graciana de Barrenetxea.
Saludó a María con efusividad, abrazándola como si en vez de primas fueran hermanas de sangre. A continuación le dirigió una pertinaz mirada a la joven que iba con ella.
—¿Y tú quién eres?
—María de Ximildegui —contestó la francesa, con timidez.
—Trabaja en mi casa como criada —terció la esposa del molinero, justificando así su presencia.
Tras asentir en silencio, se apartó a un lado para que pudieran pasar quienes venían a visitar a su madre. María de Yurreteguia instó a su criada a que entrase sin ningún miedo.
Una vez dentro, la joven se encontró con un grupo de gente congregada frente al fuego del hogar. La más vieja de todos los allí reunidos permanecía sentada en el centro, con un manto ceñido sobre los hombros y un rebociño cubriéndole la cabeza. Le hacía compañía otra anciana que vendría a tener su misma edad; ambas tan arrugadas y rancias, que si bien el diablo no se las había llevado todavía al infierno no era por la edad, sino por sus rostros mal encarados y sombríos. En medio de ellas se sentaba un hombre de cabello plateado y frente arrugada. Sus pupilas chispeantes parecían contener el fuego del infierno.
Al otro lado de la habitación pudo ver a una mujer de cabello corto y dorado como el trigo. Su rostro se traía cierto parecido al de Estebanía. Sospechó, de inmediato, que debían ser hermanas.
Sentado en un escabel había un tipo alto, hercúleo, de nariz roma y frente despejada, que llevaba anudado a su cintura un mandil de herrero. Llamó su atención una vieja lisiada de no más de ocho palmos de altura, que avivaba el fuego de la hoguera añadiendo unas cuantas ramas secas que había en un cenacho de esparto. Los dos últimos miembros del corrillo eran un joven de ojos azules y cabello oscuro —que sostenía un tamboril entre sus piernas—, y un pastor de cabras con trazas de jaque que no cesaba de sobar las prietas carnes de Estebanía.
Se fijó en un pequeño pero significativo detalle: las paredes estaban completamente desnudas, no había ni un mal crucifijo o imagen de Cristo que viniera a bendecir la casa con el fin de alejar a los muchos demonios que pululaban, como almas en pena y camino del purgatorio, por toda la región de Xareta. Los muros, encalados posiblemente decenas de años atrás, tenían un color ceniciento a causa del humazo y el hollín de los fogones. El hecho de que los ventanucos estuviesen cerrados impedía que el aire pudiera renovarse, lo que originaba un olor insalubre y putrefacto como el de la carne en descomposición, un vapor mefítico capaz de producir tercianas, pútridas calenturas y otros males a quienes hacían de aquella pocilga su hogar.
María de Yurreteguia se encargó de presentarles. De este modo, la joven doncella estrechó relación con Graciana de Barrenetxea, así como con su comadre María Zozoya, las más viejas de todo el grupo. Conoció también al pastor Miguel de Goyburu, el anciano que permanecía sentado entre las sorginas de mayor edad, así como a la tullida María Txipia, de sonrisa tan diabólica como la que solían exteriorizar las imágenes de los dioses a los que veneraban. El tamborilero Joanes de Sansim, que tenía la misma edad que la francesa, se atrevió a lisonjearla con descaro, exaltando la gracia que prodigaba su bello e inocente rostro y las cadenciosas líneas de su cuerpo, que si bien no eran tan exageradas como decía, resultaban bastante más atrayentes y voluptuosas que las de aquellas brujas. María se ruborizó al escuchar las galantes palabras del joven que se rascaba sus partes más íntimas mientras la observaba de arriba abajo como si se tratase de una yegua en venta.
El jayán del mandil se llamaba Joanes de Etxalar, y efectivamente se dedicaba a reducir el mineral de hierro a metal y a otras faenas relacionadas con la ferrería. En cuanto a María de Yriarte, era algo mayor que su hermana. Su aspecto resultaba igual de desaseado y sus ademanes particularmente violentos. El hombre que manoseaba sin ningún pudor uno de los pechos de Estebanía era su amancebado. Se llamaba Joanes de Goyburu, y era, a su vez, hijo del viejo pastor de cabras llamado Miguel.
La dueña de la casa las invitó a sentarse frente al fuego, por aquello de que la hospitalidad no estaba reñida con la pobreza. María de Yurreteguia le indicó una silla a su criada, que casualmente estaba colocada muy cerca de la que ocupaba la sorgina. Ella tomó asiento entre María Txipia y Joanes de Etxalar.
—Y bien… ¿qué te trae por estos pagos? —quiso saber Graciana, girando la cabeza hacia su sobrina.
—La necesidad de espolear el deseo sexual de mi esposo, pues hace ya varias semanas que me rehuúye con la excusa de que está cansado de tanto trabajar. Según dicen él y su padre, han de finalizar la molienda antes de Pascua o no podrán ofrecerle a fray León de Araníbar el diezmo exigido.
Su rostro conservaba esa contrita expresión que exteriorizan las bestias al hacer sus necesidades fisiológicas.
Varios de los presentes hicieron un mohín de repulsa al escuchar el nombre del abad del monasterio premostratense de San Salvador. A ninguno de ellos le caía bien el párroco de Urdax, dueño de gran parte de las tierras arrendadas a los habitantes de los distintos villorrios del valle de Baztan. Era así gracias al trato de favor que recibía de don Tristán de Alzate y de las prebendas otorgadas por el recién fallecido pontífice Clemente VIII. Casualmente, los únicos campesinos que no estaban sujetos a su jurisdicción eran los que poseían sus tierras en Zugarramurdi. De ahí que fray León criticase en sus sermones a los habitantes de la villa vecina, acusándolos de amancebados, de maliciosos e insurrectos, y de tener tratos con el diablo.
La clerecía, en general, no soportaba a los hombres libres.
—El hombre que no fornica con su mujer bien se merece el tratamiento de cabrón, pues otro vendrá que ocupe su lugar con malas artes —apuntó María de Yriarte, recriminando así el proceder tan poco viril del molinero.
Todos le rieron la gracia, incluso la joven francesa, quien tuvo que ocultar con la mano una incipiente sonrisa que sin querer afloró a sus labios, pues temió pecar de insolente burlándose de las cuitas de su ama.
—¡Ah…! Gran necesidad la tuya, mujer —intervino Joanes de Etxalar, el herrero—. Si tú me lo permitieses, yo mismo satisfaría la apetencia que demandas apagando el fuego que abrasa tus entrañas.
—No sé en qué cosa tienes más excelencia, si en tu boca de sapo o en el rabo de pollino que cuelga entre tus piernas —replicó la aludida, con desdén.
Regresaron las risotadas ante la sarcástica respuesta. La bufonada resultó tan aparatosa que María Txipia y María de Zozoya, aullando al igual que lobas en celo, doblaron sus cuerpos longevos y contrahechos hasta dar con sus cabezas en las rodillas.
—Hay vergajos reservados para el azote, y otros muchos para el deleite —le siguió el juego—. Y el mío sirve para ambos propósitos.
—Ingeniosa respuesta la tuya, palomo ladrón —María le guiñó un ojo, pícara y atrevida—. Déjame que lo consulte con mi esposo y luego te cuento.
Tras la incendiaria respuesta, la mujer del molinero se puso en pie a una indicación de Graciana. Ambas se dirigieron, con pasos cortos y jadeantes, hacia un destartalado chiribitil que hacía las veces de botica. Comadreaban entre sí, rebuscando entre los varios botes de ungüentos, tarros con polvos, botellas con venenos líquidos y demás brebajes que se alineaban en la alacena, una pócima que viniese a devolverle la pasión al olvidadizo esposo.
La joven María se sintió desamparada al quedar a solas con aquellas gentes, extraños que la envolvían con sus miradas de ojuelos siniestros y colmados de concreciones legañosas. Retorció sus manos con nervio, evitando alzar el rostro debido al temor que le provocaba aquella cofradía de licenciosos que parecían sopesar con cierto interés el valor de su cuerpo. Discretamente, le echó un ligero vistazo al interior de la casa con el fin de pasar desapercibida.
Para atenuar la inquietud que mostraba la francesa, Joanes de Goyburu extrajo el txisto de madera que guardaba en el interior de su alforja y comenzó a tocar una cadenciosa melodía aprendida de niño. Joan de Sansim se aprestó a acompañarle con su tamboril, por lo que pronto se olvidaron de ella.
Apenas habían transcurrido unos minutos, cuando regresó María de Yurreteguia con una pequeña redoma de cristal que contenía un líquido tan negruzco y grasiento como la bilis de un apestado. Le hizo un gesto a su criada para que se pusiera en pie, recordándole que debían marcharse antes de que cayera la noche. Pronto habría de llover, y no era prudente atravesar el bosque los días de tormenta.
La mujer del molinero se despidió de sus deudos y amigos, no sin antes darle las gracias a su tía por conseguirle un remedio contra la inapetencia sexual de Esteban. Dirigió sus pasos hacia la puerta, haciéndole un gesto a su criada para que fuese tras ella.
Varias horas después, mientras bordeaban los montes Atxuria y Mendíbil en su viaje de regreso, fueron sorprendidas por una fuerte lluvia. El endiablado viento doblaba las copas de los árboles, arrancando asimismo los arbustos más arraigados a la tierra. Las culebrinas que rasgaban los oscuros nubarrones las obligaron a acelerar el paso. Temían que un rayo pudiera enviarlas directamente al infierno.
Cuando por fin llegaron al caserío estaban empapadas. Exudaban gran cantidad de agua por cada uno de los poros de su piel, al igual que dos cántaros de barro después de reiterados viajes hacia la fuente.
Una vez que tendieron sus húmedas vestimentas de los ganchos de hierro que solían utilizar para guindar la cecina, añadieron unos cuantos troncos a la hoguera con el propósito de reavivar el fuego. No tuvieron más opción que desnudarse, pues era de necias seguir en remojo como las legumbres.
María y su joven doncella, tal y como sus madres las trajo al mundo, se acomodaron a un par de varas castellanas de la chimenea, sobre las diversas pieles de oveja que cubrían el suelo. Unas gachas calientes consiguieron devolverles el color a sus rostros, que para entonces parecían haber sido tallados en marfil a causa de la extrema lividez de sus mejillas.
Como viese que la francesa seguía temblando de frío, la dueña le preparó un emplasto elaborado con estopa, aguardiente, incienso, mirra y otros ingredientes balsámicos, bizma que colocó con mucho cuidado sobre la espalda de su criada y en su pecho.
Y allí estuvieron, platicando de amores y desamores, como dos jóvenes amigas, hasta que el sueño las obligó a retirarse a descansar.
Fuera, el viento gemía como alma en pena y la lluvia arreciaba cada vez con mayor fuerza sobre el valle de Baztan.
La noche trajo consigo la más horrenda de las pesadillas.
María de Ximildegui despertó al sentir un fuerte dolor de cabeza. Las paredes del camaranchón, así como los demás objetos desperdigados por los rincones, giraban enloquecidos en torno suyo. Trató de incorporarse, pero el vértigo le hizo perder el equilibrio y al pronto cayó de espaldas sobre el jergón de paja. Tenía ganas de vomitar, pero era tal la sequedad de su garganta que le fue imposible expeler alimento alguno a pesar de las arcadas. Intentó gritar con el fin de llamar la atención de la dueña. Fue inútil. Se sentía tan enferma que apenas si tenía fuerzas para hablar. La voz murió incluso antes de alcanzar sus labios.
Lentamente, la puerta se fue abriendo poco a poco. El cuartucho se iluminó al instante gracias al fuego que desprendía el haz de juncos untado en manteca que fue asomando con cierto sigilo tras la hoja. Con los ojos entrecerrados, indispuesta aún por los efectos del mareo, la joven reconoció a la esposa del molinero. Sonreía de forma artera, como quien esconde un terrible secreto. Entró acompañada de los demás miembros que componían la secta de brujos. El grupo la observaba con avidez, contorneando con sus miradas las donairosas líneas de su cuerpo desnudo. Entre los labios se les cuajaban vahos de regocijo.
María extendió uno de sus brazos como queriendo apartar con ese gesto la amenaza que se cernía sobre ella. Horrorizada, descubrió que sus dedos parecían extenderse varias pulgadas hasta tocar el techo. Era como si su propio cuerpo estuviera sometido a algún tipo de magia relacionada con el demonio. Los maderos que sujetaban la techumbre, increíblemente, se curvaban sobre sí mismos formando un arco que iba descendiendo con lentitud sobre su cabeza. Incluso el viejo arcón resultó afectado por este insólito encantamiento, pues al pronto vio cómo se abría y se cerraba por sí solo. Del interior de aquel cofre diabólico surgió una voz cavernosa, la del mismísimo Satanás, que la llamaba por su nombre desde lo más profundo de las entrañas de la tierra.
Aterrada, María intentó huir arrastrándose por el suelo, mas el grupo cayó de inmediato sobre ella para retenerla. Reían enloquecidos, burlándose de su espantada. Los rostros de quienes pretendían diezmarla con sus malas artes, ahora tan cerca de ella que podía oler el pútrido aliento de sus bocas, proyectaban una siniestra expresión propia de endemoniados. Entre todos volvieron a colocarla sobre el jergón. Le maniataron las manos para que no pudiera defenderse.
Miguel de Goyburu se bajó los calzones hasta los tobillos, mostrando sin pudor un bálano tan bien formado como el de un pollino en celo, algo realmente insólito para un hombre de su edad. María de Yriarte, riendo y bailando a un mismo tiempo como el resto de las mujeres, se acercó a él para entregarle una calavera de macho cabrío. El pastor la colocó sobre su cabeza, proporcionándole dicha máscara una apariencia cuando menos execrable y siniestra. Graciana de Barranetxea, sorgina y reina madre del conciliábulo de brujos, conjuraba el nombre del numen druídico y ancestral que tutelaba las antiguas tierras de Navarra. Su propósito no era otro que agradar al dios Akerbeltz con aquel hierático sacrificio.
El anciano pastor de cabras, transformado ahora en el fauno fecundador de la tierra, se colocó entre las piernas de la francesa, de rodillas, mientras se dejaba acariciar por las solícitas manos de su nuera Estebanía, que hacía las veces de mamporrero. Joanes de Goyburu, quien no parecía sentir celos de la labor de su amancebada, comenzó a tocar el txisto de forma alegre moviendo sus pies al compás de la música. Joan de Sansim, secundando la iniciativa de su primo, efectuaba un redoble de tambor.
María de Yurreteguia aprovechó la inmovilidad de su doncella para susurrarle al oído una letanía de conjuros. En cuanto a las viejas María Txipia y María Zozoya, una relamía el cuerpo de la joven de forma irreverente al tiempo que la otra mordisqueaba sus hombros, el cuello y la aureola rosada de sus pezones.
Tan indefensa como una liebre aprisionada entre los dientes de un cepo, María sintió cómo el diablo se abría paso en su interior, provocándole un dolor insoportable pero a la vez exquisitamente placentero. Segundos después le sobrevino un bestial orgasmo y su cuerpo se estremeció desde los pies a la cabeza. Cerrando los ojos, sintió deslizarse hasta caer en un profundo abismo sin fondo.
A partir de ese instante, todo fue oscuridad y silencio en el camaranchón.