Mi presencia en Logroño debió alterar la sistemática metodología utilizada por los otros miembros del Tribunal, pues en los días que siguieron al primer interrogatorio la tirantez entre mis colegas y yo fue en aumento. Don Alonso Becerra, que era el inquisidor de mayor autoridad y hombre de austero carácter, había aceptado como válidos, desde el principio, los hechos testificados y denunciados por los vecinos de Zugarramurdi: declaraciones que le fueron remitidas por fray León de Araníbar en distintos despachos. Al igual que él, don Juan del Valle creía que los acusados formaban parte de una gran secta de brujos que tenía su origen al otro lado de la frontera y que se extendía por toda Navarra con el fin de demonizar a sus gentes. Según mi criterio, las delaciones no coincidían y había continuos detalles en los testimonios que resultaban contradictorios.
El sentido crítico de mis palabras, avaladas por la lógica y no por afirmaciones de escasa credibilidad asociadas a la superstición, fueron motivos de ligeras discrepancias. Con el transcurso del tiempo, tales desavenencias llegaron a convertirse en motivo de hablilla entre los frailes del convento, así como entre los consultores del Santo Oficio. Censuraban, a mis espaldas, los argumentos que solía exponer cada vez que me reunía con mis colegas del Tribunal para debatir la realidad de los sucesos acaecidos en la región de Xareta. De hecho, el ordinario del obispado y varios juristas iban proclamando por todo el monasterio que mi única intención era la de ridiculizar la dilatada experiencia de los demás inquisidores, amparándome en la protección que me otorgaba el arzobispo de Toledo. Tuve que hacer frente a las fuertes críticas, con humildad, para no empeorar mi relación con ellos. Debía, ante todo, mirar bien por dónde pisaban mis pies, y a un mismo tiempo hacerlo con firmeza para no dejarme avasallar.
Con el propósito de no fomentar la animadversión entre nosotros, apoyé la iniciativa de don Juan del Valle —que era quien se encargaba de la prosecución del sumario— de viajar hasta el valle de Baztan en busca de un mayor número de pruebas que viniesen a corroborar la existencia de brujas en la región. Su labor, al margen de interrogar al resto de los vecinos de las villas colindantes a Zugarramurdi, era la de entrevistarse personalmente con el abad del monasterio de Urdax, el comisario de Vera y los vicarios de Lasaka y Santesteban. Aproveché la ocasión para recordarle la necesidad de interrogar nuevamente a María de Ximildegui, la joven que había iniciado las delaciones, aconsejándole que tuviese a bien exigirle pruebas materiales que vinieran a demostrar la veracidad de su confesión; tales como ungüentos, vestidos, pócimas, e incluso esos sapos que decía haber recibido, al igual que los demás participantes del conventículo.
Por su parte, don Alonso Becerra le sugirió que efectuara los arrestos convenientes con el fin de acabar de una vez por todas con las prácticas diabólicas que azotaban la comarca, pues así se lo habían exigido encarecidamente desde Madrid.
Aquella instancia me llevó al convencimiento de que existían secretas razones, posiblemente de Estado, para someter a los navarros, que dicho sea de paso se habían convertido en un auténtico quebradero de cabeza para el rey Felipe el Tercero, cuyos predecesores tuvieron que resolver la integración de Navarra separando en dos al Viejo Reino, unificando la religión y el idioma, haciendo coincidir los límites estatales con los diocesanos y atrayendo a los poderes locales. Lo único que se pretendía, propalando la idea de que la región estaba en manos de los hijos del diablo, era seguir manteniendo la institución de la frontera. Aunque era consciente del ardid político urdido entre palacios y conventos, tuve que fingir no saber nada y limitarme a cumplir con mi encomiable labor, que era averiguar la verdad de lo acaecido y juzgar a los culpables, si es que los había.
Aprovechando la ausencia del licenciado don Juan del Valle, que finalmente marchó hacia la villa de Zugarramurdi, y el hecho de que don Alonso se viera agobiado por el trabajo y por las reuniones que mantenía con el prior del monasterio y los demás calificadores del Santo Oficio, que le dejaban poco tiempo para ocuparse de la suerte de los reos, di orden de que estos fuesen realojados en otras celdas algo menos insalubres. Cuando el alguacil me preguntó por qué motivo, le dije que debíamos proporcionarle un poco más de luz y aire fresco a los acusados, o posiblemente morirían antes de que se celebrase el juicio. En realidad, sólo pretendía concederles el privilegio de sentirse seres humanos y no animales enjaulados. La misericordia era lo único que podía ofrecerles para atenuar su dolor. Además, me urgía hablar nuevamente con ellos, y debía hacerlo de forma individual para que no se viesen intimidados por la presencia de sus amigos y deudos. Sólo entonces hablarían sin ambages.
Días después del traslado de los prisioneros, poco antes de la hora tercia, mandé llamar a don Gonzalo. Le dije que cogiese su atril y sus útiles de escribanía porque íbamos a hacerle una visita a una de las inculpadas, concretamente a María de Yurreteguia. Y así, sin contar con los demás miembros del Tribunal, dejamos atrás los muros del convento y juntos nos allegamos al palacio inquisitorial en busca del alguacil.
Lo encontramos en su garita, dormido junto a la puerta de recia madera que conducía a los sótanos y salas de castigo. Zarandeé sus hombros, y al hacerlo casi se cae del escabel donde se hallaba sentado, pues mantenía la espalda retrepada contra la pared y al despertar de forma brusca casi pierde el equilibrio. Le pedí que nos acompañase de nuevo a las mazmorras. Y aunque accedió a mi demanda lo hizo a regañadientes, bisbiseando una larga serie de juramentos y maldiciones.
Necesitaba hablar a solas con María de Yurreteguia, pues ella había sido la primera inculpada y el origen de la cacería de brujas. Me pareció un buen comienzo.
—¿Existe algún motivo por el que vuestra señoría desee interrogar de nuevo a esa mujer? —quiso saber don Juan de Jaca, bostezando después de formular su pregunta.
—A mi parecer, tiene mucho que decir todavía.
—Que no os confundan sus artimañas —me aconsejó—. Tras las palabras de una mujer sólo se esconde la más corrupta de las mentiras. Dios las hizo así de pérfidas desde el principio de los días.
—Vuestro conocimiento sobre la materia me sorprende —ironicé de forma sutil, pues no esperaba de él una reflexión tan profunda sobre el sexo femenino.
—Casado estoy desde hace veinte años, y en todo ese tiempo he aprendido que no se puede confiar en una hembra… niña, moza o vieja.
Aunque para nada compartía su opinión, opté por guardar silencio. No había acudido a las cárceles secretas de Logroño para participar de un debate sobre las virtudes y defectos de la mujer, sino para hablar concretamente con una de ellas. Era lo único que me importaba en aquellos instantes.
Seguimos descendiendo las escaleras camino de los calabozos. Al cabo de unos minutos nos detuvimos en un corredor abovedado de reducida altura que parecía precipitarse sobre nuestras cabezas. A lo largo del muro de la angosta galería se alineaban varios portones con pequeñas troneras enrejadas por donde se solía abastecer de agua y comida a los condenados. El alguacil nos abrió la puerta de la celda situada en primer lugar. Se apartó a un lado para que pudiésemos entrar, después de entregarle el hachón a mi secretario.
—Y lo dicho… desconfiad de esa arpía —fue su recomendación antes de marcharse—. Que no os seduzcan sus bonitos ojos ni las sinuosas curvas de sus pechos.
Aquel comentario resultaba improcedente, y más teniendo en cuenta mi condición de canónigo y mis hábitos de inquisidor. No se lo tuve en cuenta, pero estaba fuera de lugar.
Una vez que atravesamos el umbral cerró la puerta, quedando fuera como buen guardián.
María se puso en pie nada más vernos entrar en la celda. Pude comprobar, con cierta satisfacción, que aun siendo un lugar terrible y sombrío era bastante más confortable que la inmunda mazmorra donde habían sido recluidos en un principio. Por lo pronto, un pequeño orificio en el muro permitía la entrada de un inconsistente rayo de luz, un nimio detalle que, de seguro, habría de levantar el ánimo de los confinados en los distintos calabozos de aquel infierno.
Le hice un gesto a mi secretario para que dejase la tea en el antorchero; y en el suelo, el atril y demás útiles que sostenía con cierta dificultad.
—Acomodaos en el escañuelo, don Gonzalo —le indiqué un banquillo de madera que había en una de las esquinas, medio oculto por las sombras—, pues al margen del jergón de la acusada, no veo otro lugar mejor donde hacerlo.
—¿Y vos?
—Permaneceré de pie.
—Como guste vuestra señoría.
Colocó el escabel bajo la antorcha con el fin de tener suficiente luz como para transcribir adecuadamente la conversación. Extrajo la pluma de ganso y la tinta que guardaba en su pequeña caja de escribano.
Desvié mi mirada hacia María de Yurreteguia. Era una joven bastante atractiva, un peligroso «don» para quien había sido acusada de brujería. No tendría más de veintidós o veintitrés años de edad. Sus cabellos eran largos y sedosos, y tenía unos ojos tan profundos y verdes como el mar. No quise fijarme en sus otros atributos, que eran más que evidentes. Saltaban a la vista. Y no lo hice, no por temor a la fascinación, sino por respeto a su persona y también porque un siervo de Dios no debe, ni puede, dejarse influenciar por la tentación de la carne.
—Puedes sentarte, mujer —le dije, y ella obedeció de inmediato tras escuchar la traducción de mi secretario. Lo hizo sobre el pequeño entarimado donde descansaba el jergón—. Y ahora, responde a mis preguntas y dime la verdad… ¿Has renegado de Dios y te has ofrecido al diablo?
La interrogante pareció confundirla. No supo qué contestar. Al cabo de unos segundos, sus labios temblaron al pronunciarse:
—Jamás he renegado de Dios.
—Pero has copulado con el diablo —di por hecho que era así, aunque en realidad se trataba de una estratagema para hacerla hablar.
—Mi único pecado ha sido divertirme con otros hombres a espaldas de mi esposo —se sinceró, agachando la cabeza a causa del pudor.
—Y sin embargo, tu joven criada va diciendo por ahí que eres bruja.
—La única que tiene tratos con el demonio es mi tía María Txipia y su hija, que han estado proporcionándonos ungüentos y pócimas diabólicas con el propósito de someternos a su voluntad. Así os lo podrán confirmar mis primas María y Estebanía… también las demás mujeres.
En la mayoría de los casos de brujería, según pude comprobar en los diversos informes que se guardaban en la biblioteca del arzobispado de Toledo, los acusados solían buscar la reconciliación para evitar ser pasto de las llamas purificadoras, incluso delataban a algún familiar cercano para proporcionar una mayor credibilidad a su confesión. Con estas referencias, tuve pleno convencimiento de que aquella mujer sólo pretendía salvar su vida, aunque fuese a costa de los demás.
—Dices eso para acogerte al edicto de gracia del Tribunal, porque temes acabar en la hoguera.
—¡Os digo la verdad! —exclamó, retorciendo la falda con sus manos en un claro gesto de desesperación—. Ya desde niña fui embaucada por un puñado de viejas que solían celebrar sus reuniones nocturnas en el prado y en las cuevas de Zugarramurdi. Entre ellas, como ya confesé días atrás, se encontraban mis tías María Txipia y Graciana de Barrenetxea.
—Es la primera vez que oigo ese nombre —admití—. ¿Es una de las acusadas?
—Era la madre de María y Estebanía de Yriarte. Murió después de que los vecinos la ataran a un poste, le infligieran terribles tormentos y la dejaran morir sin ningún cuidado —se mordió el labio inferior—. Esa zorra de María de Ximildegui, mientras la vieja agonizaba, llegó a decir que veía un hombre negro junto a Graciana, mordiéndole la quijada… algo que nadie más que ella podía ver. Todos creyeron que se trataba del diablo que venía a por su alma.
—Entonces, ¿reconoces que hay motivos para creer que sois hijas del demonio?
—Si es eso lo que deseáis oír, no seré yo quien os contradiga.
Su actitud me resultó bastante más dócil que cuando la interrogué por primera vez. Necesitaba averiguar los motivos.
—¿Has hablado con algún inquisidor después de la última consulta ante el Tribunal?
Afirmó con un ligero gesto de cabeza, pero guardó un cauto silencio.
—¿Puedo saber con quién? —insistí.
—Con el licenciado don Juan del Valle. Vino a verme en compañía del alguacil antes de partir hacia Zugarramurdi.
—¿Te pidió él que reconocieras tu culpa?
—Sí… me dijo que sería lo mejor para mí. Y luego… —se detuvo, vacilante—. También me aconsejó que guardara silencio, que no hablara con nadie más que con él.
—¿Ni siquiera conmigo? —pregunté, obviamente después de que don Gonzalo me tradujese la respuesta de la acusada.
—Lo siento, pero no puedo decir nada más.
—Podría hacer que te azotaran por rebeldía —intenté amedrentarla con duros castigos.
Sintiéndose incómoda por el rigor con que estaba conduciendo el interrogatorio, se puso en pie. Antes de que yo o mi secretario pudiésemos reaccionar, se aflojó los cordeles del jubón con una mezcla de furor e impotencia y sus espléndidos senos quedaron al descubierto. He de reconocer que la visión de la carne, por un instante, consiguió turbar mi espíritu, aunque lejos de provocar mi ardor como hombre lo que sentí fue lástima de aquella pobre mujer, pues varias heridas, ya cicatrizadas, cruzaban su pecho de un extremo a otro: la habían azotado con marcada crueldad. A continuación se giró para mostrarnos su espalda. También allí vimos señales de latigazos.
Tras cubrir su cuerpo con el blusón, se volvió de nuevo hacia nosotros.
—¿Me haríais vos lo mismo?
Me dirigió una mirada tan penetrante que no supe contestar. Aun así, debía continuar con mi trabajo. Un castigo de esa índole, nada extraño ante una acusación de brujería, no podía dirimir el interrogatorio.
—¿Hay algo más que quieras contarme? Prometo guardar en secreto tu confesión.
—No, lo siento.
—¿Estás segura? —insistí, tratando de presionarla.
—Ya os lo he dicho todo.
Tenía intención de dar por finalizada la consulta, pues estaba seguro de que no habría de sacarle ni una sola palabra más, cuando me asaltó un instintivo pensamiento. Abusando de mi autoridad —era harto arriesgado poner en entredicho los métodos de mis colegas del Tribunal— le formulé una última pregunta:
—Antes has reconocido ser una adúltera, y haber mantenido relaciones carnales con otros hombres fuera del matrimonio. Dime, ¿has realizado el coito desde que llegaste a Logroño? ¿Alguien de aquí ha demandado tus favores?
El rostro de la acusada sufrió una inexplicable transformación, pues al pronto sus mejillas palidecieron y su cuerpo comenzó a temblar.
—No… nadie —titubeó unos segundos.
Pálida como la cera, guardó silencio de sepulcro.
Desvié mi mirada hacia el secretario, que seguía traduciendo nuestra conversación del vascuence al castellano a la vez que escribía en el pergamino todo lo que se iba diciendo.
—Don Gonzalo, borre mis últimas palabras… y también las de la acusada.
Así lo hizo, intuyendo que el cuestionario de preguntas podría comprometer la probidad de algún miembro del Tribunal, como podía ser el caso de don Juan del Valle Alvarado.
Contrito por los pecados ajenos, abandoné la celda de María de Yurreteguia con un amargo sabor de boca.
Visité uno a uno a todos los acusados. El alguacil no cesaba de rezongar. Parecía incomodarle el hecho de que cumpliera con mi obligación como inquisidor del Santo Oficio, algo incomprensible teniendo en cuenta que aquel hombre formaba parte del brazo secular y que su trabajo no era otro que acogerse a los mandatos de los inquisidores. Ignoré sus gruñidos de exasperación, que ya comenzaban a resultarme tan desagradables como irrespetuosos. Puede que su impaciencia tuviera que ver con el hecho de que faltase muy poco para la hora sexta. Así lo deduje por el rugido de sus tripas, pues parecía llevar ocultos en su vientre una camada de gatos recién paridos. Aunque eso no justificaba su actitud.
—Descuidad, don Juan —le dije—, que con esta ya acabamos.
Farfulló un nuevo exabrupto que no llegué a entender, pero que intuía como un juramento destinado a maldecir todo aquello que tuviera que ver con el diablo.
Tras alcanzar el último de los portones de los calabozos, se agachó para introducir la llave en la cerradura. Con un chirrido estrepitoso, la puerta cedió al empuje del alguacil.
—Ahí la tenéis… —señaló a la acusada con un gesto de su cabeza, la cual permanecía acurrucada en un rincón sujetándose las piernas con ambas manos—. Esperaré fuera, como de costumbre.
Me pareció intuir cierto despecho en sus palabras. Obvié su agrio carácter y entré en la celda en compañía de mi secretario, que nuevamente recibió la antorcha de manos de don Juan. Llevando a cabo su ritual, colocó el atril frente a la única banqueta que había, sentándose después de introducir la tea en el hachero.
Estebanía nos observaba con ceño. Por un instante sentí su odio como algo tangible, como una bofetada de desprecio. Yo, sin embargo, lejos de sentirme ofendido la miré con otros ojos, con algo más de humanidad.
No podía decirse que fuera una mujer atractiva, aunque sí es verdad que escondía cierta magia tras su deleitable sonrisa. Una enorme cicatriz le atravesaba la mejilla derecha de un extremo a otro, confiriéndole al gesto cierta disciplina. Tenía un párpado caído hacia abajo, como si aquel estigma, que posiblemente arrastraba desde hacía demasiados años, fuese un remanente de su impenetrable personalidad. Iba desaliñada, vestida tan sólo con una mugrienta y jironada camisola que le llegaba hasta las corvas. Como estaba sentada en el suelo, con las piernas recogidas, mostraba sin pudor gran parte de sus muslos.
Cometí el error de dejar que mis ojos se posaran en dicha zona de su cuerpo durante unos segundos. Sintiéndose inspeccionada, abrió del todo las piernas para mostrarme su piloso y cálido sexo.
—¿Os parece bien así? —inquirió, mordaz.
Su deseo no era otro que el de provocarme.
No comprendí muy bien sus palabras hasta que don Gonzalo me las tradujo. Para entonces ya había apartado la vista hacia otro lado, impelido por el decoro.
—Será mejor que te sientes sobre el jergón —le aconsejé, y mi secretario así se lo hizo saber.
—¿Y si no?
Ladeó su cabeza de forma provocativa, paseando la punta de su lengua por encima del labio superior.
—En caso contrario ordenaré que te azoten.
Mi contestación debió intimidarla, pues accedió de inmediato a mi demanda. Ya no sonreía como en un principio.
—Dime… ¿Es cierto que el diablo se os aparecía en mitad del prado, y que tenía forma de macho cabrío?
—Un diablo había, os lo juro… y cabrones unos cuantos más —se mordió una uña. Sus ojos proyectaban cierta ironía.
Se estaba burlando nuevamente. Según juzgué, no merecía la pena seguirle el juego. Era una pérdida de tiempo.
—¿Le rendíais tributo al demonio? —seguí adelante con el interrogatorio.
—Sí; nos lo exigía mi suegro, que andaba religado con mi difunta madre.
—¿Te refieres a Miguel de Goyburu?
—El mismo. Era el rey del akelarre.
—¿Fornicabais con él?
—¿Con quién, con Miguel o con el diablo? —quiso saber.
—¿Acaso no eran la misma persona?
Aguardé su reacción, después de que don Gonzalo le trasladara mi pregunta. Retrayéndose, frunció la mirada.
—Sabéis demasiadas cosas.
—Es mi deber como inquisidor llegar hasta el fondo de la verdad —le recordé, siempre en un tono de voz comedido pero a la vez severo.
Lejos de amilanarse hizo un mohín con sus labios, un gesto incisivo henchido de soberbia.
Vanitas vanitatum et omnia vanitas.
—Pero lo que vuestra señoría no sabe es que celebrábamos misas negras en el prado y en las cuevas, a las afueras de Zugarramurdi.
Aquel era un detalle bastante significativo, pues no había ninguna referencia a celebraciones de esas características entre las confesiones de los demás encausados.
—Explícate…
—Veréis… Miguel es capaz de invocar al diablo con sus conjuros y cánticos. Cuando este hace acto de presencia nos ordena levantar un dosel con paños oscuros y viejos, bajo el cual se erige un altar en su honor. Sobre el ara colocamos el cáliz con las hostias negras, el misal y las vinajeras —me fue explicando—. Como buenas esclavas suyas que somos, vestimos al demonio con un hato sucio y maloliente. Para tal menester nos ayudan varios criados que trae consigo desde el infierno —entrecerró su único ojo sano, como queriendo circundar sus palabras con un aura de misterio—. Oficiamos la misa cantando a propósito con voz desentonada, como si fuésemos cerdos. Mientras, el diablo lee un misal de piedra y predica un sermón en el que nos dice que no hay más dios que él. Entonces nos ofrece una oblea nauseabunda al final de la eucaristía, diciendo: «Este es mi cuerpo». Y los demás, respondemos: «Cabrón arriba… cabrón abajo».
O aquella pobre mujer estaba realmente loca, cosa que no dudé ni un instante, o poseía una desorbitada imaginación. Creo que intentaba salir indemne del interrogatorio alegando toda aquella sarta de estupideces.
—Decidle que continúe —le dije a mi secretario, y este así se lo hizo saber.
—Recuerdo que de pequeña me obligaron a renegar de Dios —prosiguió con su descabellada historia, enfatizando cada palabra—. Los brujos y brujas más ancianos, entonces igual que ahora, prevenían a los novicios para que se cuidasen de nombrar el nombre de Jesús o el de la Virgen María en las reuniones que se celebraban en el prado. También nos prohibían persignarnos. Una vez iniciado el conventículo, accedíamos a sus demoníacos caprichos y nos holgábamos con el resto de los brujos, bailando desnudos alrededor del fuego. Satanás nos obligaba a pasar a través de la hoguera diciéndonos que no habríamos de sufrir ningún daño, pues el fuego del infierno, a pesar de que los sacerdotes afirmaban lo contrario en sus sermones, ni quemaba ni daba pena alguna, sino que proporcionaba cierto placer en el alma. Y que así, formando parte de su legión de servidores, podíamos hacer todo el mal que deseáramos sin temor a sufrir las terribles inclemencias que nos han hecho creer los que portan el estandarte del cristianismo.
Sopesé en silencio sus palabras. Su explicación de lo que era un akelarre me recordaron las grotescas imágenes de un cuadro que pude ver en el palacio de los herederos de don Felipe de Guevara, un óleo pintado por un holandés llamado Hieronymus Bosch, donde los rostros humanos, así como las figuras de los esperpénticos animales que parecían poblar las profundidades del infierno, se perfilaban como distorsiones caricaturescas destinadas a representar la ruindad y la bajeza de las personas.
Cambié el tercio de la conversación.
—Se dice por ahí que tu madre era herbolaria… una sorgina.
—La mejor —añadió con orgullo.
—¿Tú y tu hermana conocéis el poderoso secreto de las plantas?
—Sí; ya de niñas solíamos ayudar a nuestra madre y a nuestra tía en la elaboración de las pócimas y ungüentos.
—¿Has oído hablar alguna vez del Codex Vindobonensis, o de algún otro libro del físico herbolario Dioscórides?
—No sé leer ni he visto un libro en mi vida, pero conozco las propiedades de casi todas las plantas.
—¿Utilizaste alguna vez la Mandrágora autumnalis en tus bebedizos… o la Datura stramonium?
—No sé distinguirlas por su nombre, pero las reconozco en cuanto las veo.
—Dichas hierbas trastornan el seso de quien las ingiere, ¿lo sabías? —insistí, tenaz.
—Por ello son armas que utiliza el diablo para proporcionarnos poder.
Me olvidé de las plantas. Le hablé entonces de las confesiones de sus otros compañeros. Pero antes me dirigí a mi secretario.
—Don Gonzalo, vos habéis sido testigo de todos los interrogatorios que hemos realizado esta misma mañana… ¿No es cierto que María Txipia, poco antes de que acudiésemos a esta celda, ha negado cualquier vínculo con el diablo?
—Cierto. Escrito está —afirmó, un tanto solemne.
—Decídselo, pues.
Así lo hizo, hablándole en su difícil lengua. Tras lo cual, continué con el interrogatorio.
—Y bien Estebanía… ¿Podrías explicarme la actitud reacia de tu tía a no aceptar su culpa?
—Es demasiado vieja para temerle a la muerte.
—Y tú demasiado joven para morir, ¿verdad? —sentencié—. Dime, ¿qué fuego te provoca mayor temor, el de la hoguera o el del infierno? —concluí, lapidario.
Me miró de soslayo, sopesando el significado oculto de la pregunta. Tardó unos segundos en responder.
—De los dos, el que es motivo de suplicio.
—¿No puedes ser más explícita? —porfié, fingiendo ignorancia.
—Vuestra señoría ya conoce la respuesta.
No quise insistir. Sabía, por dilatada experiencia, que los acusados de brujería aceptaban su delito con el único propósito de acogerse al edicto de gracia. Cualquier confesión arrancada por medio de amenazas y torturas sólo serviría a los intereses de la ambigüedad.
—Doy por finalizado el interrogatorio —le dije a mi secretario—. Será mejor que nos vayamos.
—¿Y qué hay de mí? ¿Tendréis en cuenta mi confesión a la hora de juzgarme? —inquirió Estebanía, poniéndose en pie al ver que pensaba marcharme sin decirle antes qué opinión me merecían sus respuestas.
—Qui seminat iniquitatem, metet mala —respondí en el idioma de los eruditos, dándole a entender que quien sembraba iniquidad recogía calamidades. Miré a don Gonzalo, el cual, fiel a su labor, terminó de escribir mis últimas palabras—. Recoged vuestros útiles de escribanía. Don Juan debe estar aguardándonos con impaciencia.
Efectivamente, apoyado en el muro del corredor y con cara de pocos amigos, el alguacil esperaba a que saliéramos de la celda de la última inculpada. Se acercó con el fin de cerrar la puerta.
—¿Podemos irnos de este infecto lugar? —preguntó, cansado de tanto esperar—. Lo digo porque no hay más reos que interrogar y mi estómago me exige a gritos una escudilla de lentejas.
—Sí, ya nos vamos —contesté, dándole la espalda. Apenas había alcanzado la puerta de salida de las hediondas mazmorras, cuando me giré para decirle—: Pero ha de saber, don Juan, que si volvéis a ponerle una mano encima a María de Yurreteguia, sea para azotarla sin el consentimiento del Tribunal, o para abusar de ella como mujer, yo mismo me encargaré de encerraros para siempre en la más oscura de estas celdas.
No pude ver la expresión de su rostro, pues le di la espalda para ascender las escaleras en compañía de mi secretario. Y sin embargo, barrunté el temor que se había adueñado de su alma al escuchar mis palabras. Y es que no hay nada peor que verse desnudo moralmente por culpa de la verdad.
Aquel bastardo jamás intentaría aprovecharse de su cargo, y mucho menos volvería a amenazar a ninguna mujer para que cediese a sus más bajos instintos carnales.