María venteó el aire gélido de aquella mañana de diciembre, como si quisiera aprisionar con este sencillo y espontáneo gesto la esencia indefinida de las tierras navarras donde había vivido junto con sus padres durante cerca de cuatro años, un lugar en el que se entremezclaba el denso hedor que desprendían los excrementos de las cabras que pastaban a sus anchas en los verdes prados de la región, con el bien preciado aroma del pan recién hecho y el de los guisos de tripas de cerdo que se cocinaban a fuego lento en las marmitas de los campesinos y pastores; propietarios de los distintos caseríos erigidos sobre las landas salvajes del valle de Baztan.
Regresar a Zugarramurdi —eso fue lo que pensó entonces— vendría a facilitarle la oportunidad que andaba buscando: recomponer su espíritu y penitenciar el terrible pecado que arrastraba consigo desde hacía varias semanas, aunque para ello tuviera que entregarse en cuerpo y alma al santo propósito de buscar el perdón de Dios. Porque ella, María de Ximildegui, todavía conservaba la suficiente fe en Jesucristo nuestro Señor como para no dejarse arrastrar por las abominables prácticas de aquellos que, alentándola con diabólicas artimañas, habían conseguido introducirla en el oscuro mundo de los dioses paganos y sus ritos ancestrales. De esta guisa, enmendando el error de haberse dejado persuadir por la astuta palabrería de los herejes que vivían al otro lado de la frontera, el Altísimo habría de concederle la gracia de perdonar el sacrilegio cometido semanas atrás, cuando la obligaron a renunciar a Cristo en presencia de una talla de madera ahumada que representaba la figura de un macho cabrío con apariencia de hombre: el fauno Akerbeltz, numen druídico protector de las cosechas.
Las discrepancias surgieron en el momento en que se negó a hacer lo mismo con el nombre de la Virgen María, pues fue mayor su devoción a la madre de Jesús que el temor a contradecir a los miembros que formaban parte de aquel conciliábulo de brujos.
—Si no eres capaz de venerar la imagen del genio de las cosechas por encima de todas las cosas, su madre, la diosa Mari, acechará tus pasos en la tierra… y no habrá lugar en ella donde puedas esconderte —le había dicho, con voz cavernosa, la vieja sorgina que solía presidir el sabbat en Ciboure; advertencia que escondía una concluyente amenaza.
A partir de entonces, a cada instante se sentía vigilada, e incluso perseguida, por quienes organizaban las reuniones profanas todos los viernes del año y las vísperas de los días de fiesta; tal como podían ser las jornadas de Pascua, la Noche de Reyes, la Asunción, el Corpus Christi, Todos los Santos, la Purificación, la Natividad y la Noche de San Juan.
En realidad, huía de Ciboure porque necesitaba dejar atrás el acoso que había tenido que sufrir por parte de algunos de los hombres y mujeres de la secta que veneraba a las deidades afines a las religiones idólatras. Nadie que hubiese sido aceptado como novicio en el concilio de las sorginas, y participado del ritual de iniciación, podía distanciarse de los afanes gregarios de sus prosélitos, ni tampoco olvidar que se debían fidelidad unos a otros hasta el final de sus días, quedando así sujetos a unos preceptos bastante más inflexibles que los promulgados por los sacerdotes cristianos.
Sí, en efecto; escapaba de las amenazas de los sacrílegos, y también de las pesquisas inquisitoriales del jurista Pierre de Lancre.
Lo hacía sola, nadie más la acompañaba en aquel viaje que habría de convertirse en un retorno a la sensatez y en una búsqueda del perdón divino. Su única preocupación, tras saberse a salvo de la secta de sorginas y brujos de la que hasta ahora había formado parte en Ciboure, y de la férrea persecución, por mandato real, llevada a cabo por los inquisidores franceses al otro lado de la frontera, era encontrar cuanto antes una casa donde trabajar como sirvienta para ganarse honradamente el pan de cada día con el sudor de su frente. Y si bien es verdad que el diablo solía visitarla a menudo en sueños, incitándola a proceder de forma aviesa contra aquellos que cumplían fielmente la ley de Dios y los preceptos de la Iglesia católica, creyó que la distancia y el perdón habrían de poner fin a las pesadillas que la acosaban de noche.
Con el fardel sobre los hombros, María cruzó el bosque de olmos y castaños que bordeaba el río, conocido por los lugareños como «el arroyo del infierno», para enfrentarse a las distintas haciendas que constituían el arrabal de Zugarramurdi.
Estaba aterida de frío. Tenía las manos y los pies congelados debido a las horas de larga andadura. Pero se sentía dichosa. Libre. Iniciaba una nueva vida.
Sin prestarles mucha atención, pasó frente a dos pastores que vigilaban su rebaño desde el otro lado del camino. Holgados bajo la sombra de un viejo olmo degustaban cecina, queso, pan y vino, mientras charlaban amistosamente. Iban vestidos con zamarras de lana, calzones y polainas de color blanco, ahora amarillentas por el paso de los años. Sus cabezas aparecían laureadas con guirnaldas de adelfas y ciprés, y entre las piernas de ambos descansaban sus respectivos bastones de acebo. Repararon en la joven María, pues los cabellos dorados de aquella angelical criatura llamaban la atención de cualquier moro, judío o cristiano que se tuviese por hombre.
Al pronto dejaron a un lado la plática para fijarse en sus bien dibujadas curvas.
—¡Vive Dios! Belleza y donaire prodigas, zagala… Y soberbios atributos los que asoman por el degolladero.
María ignoró el soez requiebro del más joven de los pastores, así como las chocarreras carcajadas que vinieron después. Siguió caminando sin volver la vista atrás, aunque le fue imposible evitar que la soflama provocada por la vergüenza arañara con rabia sus mejillas. Sólo cuando se alejó de ellos se atrevió a bajar la mirada hacia el blusón de arpillera aprisionado bajo el corpiño. Comprobó que sus pechos eran demasiado turgentes y generosos como para ir mostrándolos por encima del escote. Para evitar miras lúbricas, con suavidad y experiencia alzó la tela con el fin de introducirlos un poco más hacia dentro.
Después de recorrer la distancia que la separaba del villorrio, finalmente llegó a un grupo de caseríos y otras haciendas erigidas en mitad del valle. Conocía a casi todos sus propietarios desde hacía años, no en vano había pasado parte de su vida en Zugarramurdi. Consideró por ello hacia dónde dirigir sus pasos, mirando en derredor suyo en busca de algún vecino al que proponerle un trueque de intereses: trabajo a cambio de comida y techo.
Ya tenía decidido acudir a la iglesia, para ver si el párroco podía acreditarla ante una buena familia, cuando escuchó la voz de una mujer llamándola desde la puerta del establo que había frente al camino. A María le extrañó que lo hiciese por su propio nombre, pues creyó que nadie habría de reconocerla después de cuatro años sin pisar aquellas tierras.
—¿María? ¿Eres tú, pequeña? —inquirió la dueña de la heredad por la que transitaba en ese instante—. ¡Por los clavos de la Vera Cruz! ¡Si eres María de Ximildegui, la hija de Gastón el Zarracatín!… Hay que ver lo que has crecido.
Fue escuchar el apodo de su padre —que le había sido impuesto por los vecinos por aquello de que comerciaba con ropa vieja—, y al momento volvió a sonrojarse. Y aunque peor oficio era el de pellejero, a María no le agradaba que le recordasen la penuria en la que se hallaba sumida su familia.
Dicha mujer debía tener unos pocos años más que ella. Llevaba el cabello cubierto por una albanega de fustán. Su atuendo, aunque era el que se esperaba de una campesina, poseía cierto empaque y señorío que lo hacía diferente a la indumentaria de las demás aldeanas. Tanto la falda como la sobrefalda eran de lino, así como el jubón cortado hasta la cintura con cuello de tirilla y sin mangas, cuyos botones de madera estaban forrados en tela tafetán, lo que venía a indicar que su familia disfrutaba de recursos económicos suficientes.
Al observarla detenidamente, María tuvo que admitir que su rostro le era familiar.
—¿Vos me conocéis? —inquirió con cierta curiosidad cuando la tuvo a su lado.
—Veo que no me recuerdas —la otra constriñó su mirada, fingiendo sentirse un tanto ofendida por la pregunta—, y eso que sus buenos cuartillos de plata le costaba a mi madre sustentar a la tuya… Necato creo que se llamaba, ¿verdad?
María afirmó con un silencioso gesto, pero seguía sin reconocerla. La dueña del caserío le refrescó la memoria, confesándole que años atrás su madre —la de la francesa— había trabajado en casa de su familia como criada. Entre otros calificativos, dijo de ella que era chismosa, parlanchina, haragana, chambona, callejera y devota de las fiestas mundanas, pero una eficiente y leal doncella. Y aunque sus palabras parecían expresadas desde el cariño, a María de Ximildegui no le hizo ninguna gracia tener que escuchar tales epítetos. Era como si pretendiese desprestigiar la imagen de su madre.
Después de avivar su memoria con aquel episodio, finalmente la reconoció. Se trataba de María de Yurreteguia, la hija del guarnicionero, que por aquel entonces estaba comprometida con un molinero llamado Esteban de Navalcorea, ahora su esposo. Este se ganaba el sustento diario gracias al molino que fray León de Araníbar, abad de la parroquia de San Salvador de Urdax, le había arrendado a su anciano padre: el auténtico dueño del caserío donde moraban.
Se decía de María de Yurreteguia, cuando la francesa y sus padres vivían en Zugarramurdi, que se trataba de una joven lenguaraz y descocada. Incluso, y eso era lo que más temía María de Ximildegui, se rumoreaba que asistía a muchas de las reuniones nocturnas que las sorginas solían celebrar en el prado de Berroscoberro, siempre promovida por los tejemanejes de sus tías María Txipia, vieja tullida y maestra de novicios, y Graciana de Barrenetxea, que era la reina del sabbat.
A pesar de todas estas referencias, de las que hizo oídos sordos por interés, María necesitaba encontrar una hacienda donde servir. Fue por lo que reprimió su deseo de mandarla al infierno allí mismo, y haciendo de tripas corazón le rogó que la acogiera en su casa como doncella, tal y como su madre había hecho en el pasado con la suya.
María de Yurreteguia aceptó el ofrecimiento, alegando que ciertamente necesitaba que alguien le echase una mano en los menesteres de la casa. Le ofreció cama y tres comidas al día, e incluso le prometió consignarle cuatro reales por semana. Esto último, siempre y cuando quedase satisfecha con su trabajo.
—Si estás de acuerdo ya puedes dejar de vagabundear de un lado a otro —le dijo—. Coge tu fardel y sígueme. Lo primero que voy a hacer es despiojar tus cabellos —hizo una mueca de repulsión—. Estoy segura de que debes de haber acumulado una procesión de liendres durante tu viaje desde Ciboure. Porque vienes de allí, ¿verdad? —preguntó—. Ahí es donde nos dijo tu madre que os marchabais cuando hace años os vimos partir de Zugarramurdi.
—En efecto… de allí vengo —afirmó María con voz queda, proyectando una tímida sonrisa.
Se agachó para recoger la talega donde llevaba una muda de ropa y algo de alimento, a fin de caminar en pos de su nueva ama.
Después de que la dueña se adelantara a abrir el pequeño ventanal que daba al establo que había en la parte de atrás de la casa, orientado hacia las colinas, la joven miró de un lado hacia otro con verdadera aprensión. El lugar presentaba indicios de haber sido utilizado como secadero de pieles: había manchas de sangre seca dispersa por todo el suelo. Una imagen bastante desagradable, a su parecer.
Colgada del techo, muy cerca del dintel de la puerta, una lámpara de aceite iluminaba el camaranchón. Al margen de un destartalado cofre de oxidados herrajes, una vieja silla de enea arrinconada tras la puerta y el mugriento bacín donde habría de hacer sus necesidades, pudo ver un jergón de paja tendido en el suelo. Estaba cubierto por un par de sábanas de cuero curtido y una sucia frazada de piel de oveja. El aroma de aquel cuartucho no era menos repulsivo que una letrina, pues en el ambiente se entremezclaban las pestilencias que provenían del chiquero donde se guardaban los cerdos, con el rancio tufillo a madera vieja que desprendían las vigas que sustentaban la techumbre.
María de Yurreteguia le sugirió que guardara sus pertenencias en el arcón, y que después se aprestase a bajar a la cocina para proceder al despioje antes de que la enviara a ordeñar las cabras y a curtir las pieles.
—Si no estás versada en este oficio —le previno—, yo misma te enseñaré a secar, estaquear y descarnar los cueros.
Dicho esto, la dueña se marchó dejándola a solas en su pequeño reino de gélidas paredes encaladas.
María se sintió satisfecha al haber podido encontrar unos amos a quienes servir, y más después de constatar el buen talante que derrochaba la joven esposa del molinero. Guardó sus viejos hatos en el cofre, tal y como esta le había aconsejado. Después rebuscó en lo más profundo del fardel hasta dar con un mendrugo de pan —tan negro como la tez de un moro— y una onza de queso curado que apestaba a demonios. Tomó asiento en la silla. Tratando de relajarse, se dispuso a embuchar con rapidez la insustancial pitanza de urgencia antes de iniciar las tareas domésticas.
Al tiempo que engullía a dentelladas los pocos víveres que le habían sobrado del viaje, pues estaba desfallecida a causa del hambre que arrastraba desde primeras horas del día, se dejó llevar por el recuerdo. Así, evocó uno de los momentos más impenetrables de los vividos los últimos meses.
Acaeció que llegado el tiempo de la Cuaresma se vio obligada a confesarse, ya que los remordimientos de conciencia apenas le permitían conciliar el sueño y se pasaba las noches en una insoportable duermevela. Temerosa de que el sacerdote, en mitad del sacramento de penitencia, le recriminara sus malas artes como bruja, pues había renegado de Dios en presencia de paganos, decidió ocultarle su apostasía. Tuvo miedo de enfrentarse a las iras de la Iglesia católica y también a las amenazas de las sorginas, que preveían una desgracia en caso de que hablara más de la cuenta.
Tras confesarse de sus otros pecados, aguardó el momento de recibir el santísimo sacramento. Pero he aquí que le fue imposible tomar el Cuerpo de Cristo como el resto de los parroquianos, y todo porque en lugar de la sagrada forma veía una nube oscura envolviendo las manos del sacerdote. Aquella visión la aterrorizó tanto que tuvo que marcharse antes de que finalizara el oficio.
Obsesionada por culpa de aquel prodigio sobrenatural del que fue testigo en la iglesia, María cayó enferma de melancolía al comprender que Dios no deseaba dispensar su reniego y que, de ser así, seguía bajo el dominio del diablo; pues era cosa bien sabida que a los brujos les es imposible ver la hostia una vez bendecida.
Con el propósito de expiar sus culpas marchó hacia una vieja ermita que había a media legua de Ciboure. Allí estableció contacto con otro sacerdote, hombre docto y comprensivo con las infracciones de los lugareños. Una vez que escuchó su confesión, este le aconsejó citar el nombre de Jesús al comienzo de cada una de las horas del oficio divino, con el fin de alejar a los demonios. Aunque, eso sí, renunció a darle la absolución hasta no recibir la aquiescencia de su ilustrísima Bertrand d’Echaus, obispo de Bayona.
A partir de entonces volvió a distinguir la Sagrada Forma, e incluso pudo participar de la Eucaristía.
No obstante, y a pesar del tiempo transcurrido, María seguía teniendo la extraña impresión de que aún estaba bajo la atenta y crítica mirada de la secta de los brujos.