II

En compañía de los demás inquisidores del Tribunal del Santo Oficio, descendí los peldaños de piedra que habrían de conducirnos hasta las mazmorras del palacio inquisitorial, donde permanecían recluidos quienes habían sido acusados de brujería. Nos acompañaban mi secretario y don Juan de Jaca, alguacil de las cárceles secretas de Logroño, el cual portaba en su mano diestra una tea de esparto y alquitrán con el fin de iluminar nuestros pasos.

Según nos precipitábamos a los infiernos de los calabozos, una extraña sensación se apoderó de mi espíritu: la de sentirme aprisionado por los muros de la escalera en espiral, que parecía no tener fin.

El aire estaba enrarecido, como viciado. El aroma a putrefacción que ascendía de aquel infecto subterráneo me hizo recordar los ergástulos donde se solía encerrar a los esclavos sujetos a una condena indefinida. Ya había tenido ocasión de comprobar las duras condiciones a las que se veían sometidos quienes eran conducidos a los sótanos de la Posada de la Hermandad, en Toledo. Y aunque a mis cuarenta y cinco años de edad debería estar acostumbrado a la rigidez de los procedimientos carcelarios, me resultaba violento descubrir que la caridad de Cristo no llegaba a manifestarse en aquellos lugares donde más se la necesitaba.

Don Gonzalo de Mendoza, el escribano que habría de dar testimonio del interrogatorio, hizo un mohín con la nariz al percibir cierto tufillo a excrementos y orines. Acercándose a mí, me susurró en voz queda:

—¿Cree vuestra señoría que seguirán vivos? ¡Pardiez! A fe mía que ni las ratas se atreverían a anidar en semejante pocilga.

—La voluntad del ser humano es inquebrantable, y más cuando se trata de superar los trances más amargos —le respondí en tono neutro.

El alguacil, que iba por delante de nosotros, se giró para ofrecernos una virulenta sonrisa. Su escasa dentadura no era menos inmunda que aquel lugar, pues tenía las encías negruzcas a causa de un recalcitrante flujo de pus que afloraba por la comisura de sus labios. Ambos retrocedimos cuando una exhalación nauseabunda surgió de su boca.

Nos observó cínicamente con su único ojo; el otro estaba velado por un humor vítreo que cubría el iris y parte de la esclerótica.

—Descuiden vuesas mercedes, pero esas gentes son inmunes a todo. Están acostumbradas a vivir en el infierno junto al diablo, por lo que estas celdas deben de parecerles incluso apetecibles.

Se echó a reír, chasqueando a continuación su lengua viperina.

A mi espalda pude oír el carraspeo de don Juan del Valle, censurando de algún modo nuestras palabras. Los inquisidores, y mucho menos un simple secretario, no éramos quiénes para juzgar las normas carcelarias del brazo secular. Le dirigí una mirada cómplice a don Gonzalo y este captó de inmediato el mensaje, por lo que decidimos guardar silencio para no incentivar la disconformidad.

Llegamos ante un recio portón con roblones de hierro oxidado protegiendo la hoja de madera. El alguacil sacó el juego de llaves cuya anilla metálica colgaba de su cincha. Después de examinarlas todas, una por una, introdujo en la cerradura la que andaba buscando. La puerta se abrió tras un chirrido largo que evidenciaba la falta de grasa en sus goznes. Aherrojados con argollas en los pies, tumbados sobre el revestimiento de paja que cubría el suelo y apenas vivos, se intuían los cuerpos de los acusados. Debían sudar copiosamente —o así lo creí—, ya que el bochorno y el hedor que desprendían los muros de piedra caliza resultaba infernal. De seguir allí por más tiempo, aquella celda podría llegar a convertirse en su tumba.

Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad pude distinguir sus rostros, hasta ahora velados por las tinieblas. Llamó mi atención el hecho de encontrar en aquel cubículo a una anciana cuya edad rondaría los ochenta años. Jamás pensé que fuese necesario torturar de ese modo a quien estaba a un paso de la muerte; resultaba inhumano.

A su alrededor se agrupaban cinco mujeres y dos hombres de mediana edad, así como dos jóvenes de ambos sexos. Parecían bestias malheridas.

Don Juan de Jaca introdujo la tea ardiente en el antorchero. Luego procedió a quitarles los cepos para que los presos pudieran ponerse en pie.

—Creo que vuestras señorías estarán de acuerdo conmigo en que este no es el mejor lugar para un interrogatorio —apuntó mi secretario.

—Precisamente, iba a proponer que fuesen conducidas a un lugar menos insalubre —respondí antes de que lo hiciesen mis hermanos inquisidores, revirando la mirada hacia ellos en busca de clemencia para los inculpados.

Accedieron a regañadientes.

—Sea… —determinó don Juan del Valle, sentencioso, dirigiéndose al alguacil—. Condúcelos hasta la sala del Tribunal. Así lo requiere el paniaguado del arzobispo de Toledo.

Su alusión a la amistad que me unía a don Bernardo, tío del duque de Lerma, me reveló una nueva faceta del inquisidor. Por fin había salido a relucir el auténtico motivo de su descrédito hacia mi persona: sentía celos de mi nombramiento.

No se lo tuve en cuenta. Mi única preocupación, en aquel momento, era sacar de allí cuanto antes a aquellas personas y averiguar si realmente tenían tratos con el diablo. Lo demás quedaba subordinado a los intereses de la verdad.

Lo primero que pensé al verlos allí, de pie, con sus hatos hechos jirones, amedrentados debido a nuestras miradas inquisitorias, fue que aquellas gentes se encontraban desatendidas por la justicia de Dios y la caridad de los hombres. Tanto ellos, como sus deudos, pertenecían a un linaje inferior donde la pobreza y la ignorancia eran su única fortuna, y eso los convertía de facto en personas insignificantes, en individuos sin ningún derecho. Estaban solos en aquel trance tan amargo. Nadie vendría a mediar en nombre suyo.

La información que manejaba al respecto, y que había tenido ocasión de leer hacia la hora prima, era que habían sido víctimas de las delaciones de unos cuantos vecinos de sus respectivos villorrios, gente de su misma calaña. Ese detalle los colocaba en una posición bastante delicada, pues el Tribunal solía aceptar como válidas las razones de los confidentes y no la de los inculpados. Difícilmente saldrían de aquella situación sin sufrir antes una larga serie de castigos como podían ser el potro, la toca, la mancuerda y otros suplicios.

Ya en Toledo tuve ocasión de conocer el miedo cerval de la plebe hacia todo lo que estuviese emparentado con el diablo y la brujería, un temor que se extendía como una terrible enfermedad desde Tarifa a Roncesvalles. Las gentes de las villas donde se cebaba la desgracia, como podían ser la gran pestilencia y las malas cosechas, en su ignorancia solían apedrear y torturar a todo aquel que fuese sospechoso de pertenecer a una secta de brujos. La mayor parte de los informes guardados en los archivos de la Suprema, donde se mencionaban distintos procesos inquisitoriales relacionados con la nigromancia, celebrados años atrás, afirmaban que el odio y el rencor que existía entre vecinos era la verdadera y única causa de las delaciones. En la mayoría de los casos, estas se formalizaban debido a las viejas disputas de siempre entre campesinos que defendían los linderos de sus heredades o la propiedad de las cabezas de ganado que pastaban libremente en los campos. Y a veces, incluso, se acusaba por simple envidia.

De ahí que, en el caso que nos ocupaba, tuviese yo mis dudas con respecto a su culpabilidad. Non semper ea sunt quae videntur.

Sentados al otro lado del estrado del Tribunal del Santo Oficio, mis colegas y yo observábamos la inerte mirada de los supuestos idólatras, devotos del diablo. Nos acompañaban el alguacil y fray Gaspar de Palencia, y también otros escribanos, consejeros, consultores y calificadores del Santo Oficio, que atestiguaban y daban fe del interrogatorio. También estaba presente mi secretario, que por aquello de ser vascongado y conocer la lingua navarrorum habría de actuar como intérprete.

—Tengo ante mí un informe redactado por fray León de Araníbar, abad del monasterio de San Salvador de Urdax, que para más señas lleva adjunto un anexo escrito por el párroco de Zugarramurdi —les dije con una entonación de voz harto reposada, tratando de no imponer demasiado énfasis a mis palabras—. ¿Tenéis algo que decir en vuestra defensa?

Don Gonzalo les tradujo el mensaje.

Los acusados cruzaron sus miradas huidizas, temerosos de que su declaración pudiera ser malinterpretada. Habló un hombre de aspecto tosco y un tanto ordinario. Por la ropilla de piel de oveja que cubría su cuerpo deduje que se trataba de Joanes de Goyburu, pastor de Zugarramurdi.

—Si vuestra señoría me lo permite, os diré lo mismo que a los muy ilustres señores que instituyen este Tribunal —dirigió su mirada hacia el decano inquisidor, don Alonso Becerra—. Si estamos aquí es porque hemos sido calumniados injustamente por algunos de nuestros vecinos. Somos inocentes. Ni adoramos al diablo, ni hemos hecho mal a nadie.

Mi secretario, a su vez, cumplió fielmente su cometido como intérprete.

—Aquí dice que fuisteis acusados por María de Ximildegui, la cual aportó pruebas fehacientes que confirman vuestra asistencia a un sabbat demoníaco —insistí.

Se adelantó la más joven de las mujeres. Debía ser María de Yurreteguia, la esposa del molinero.

—Dicha moza no es digna de crédito, pues ha de saber vuestra señoría que ella misma reconoció haber participado de las juntas ilícitas celebradas en la parte de Francia. Si esa mala pécora asegura que somos brujas por reunirnos algunas noches en el prado, junto al fuego, con el único propósito de comer, beber y divertirnos un poco tras la larga jornada de trabajo, ¿por qué no está ella aquí, si compartió con nosotros la alegría de la fiesta?

Después de que don Gonzalo hubiese traducido al castellano sus palabras, le hice un gesto para que transcribiera al papel la pregunta, en todo caso aceptable, de aquella mujer. También a mí me resultaba extraño que no hubiese sido obligada a presentarse ante el Tribunal para confirmar la veracidad de sus palabras. A pesar de ello, decidí ignorar la pregunta de la acusada. Una disputa verbal podía entorpecer mi labor.

Volví a examinar el informe, buscando un nombre que había visto apostillado en uno de los márgenes del pergamino.

—¿Quién es María Txipia de Barrenetxea? —inquirí, observando después la reacción del grupo.

Una mujer de mediana edad, lisiada, de largos cabellos canos e hirsutos, y vestida con harapos, respondió al requerimiento.

—Yo soy.

—Aquí se dice que eres una de las reinas del conventículo, que reúnes con malas artes a niños y doncellas en un lugar llamado Akelarre, que en cristiano quiere decir el prado del Cabrón, y que cuando estos se niegan a participar de las juntas, te los llevas volando por las ventanas —quise pecar de irónico para criticar de forma sutil la ingenuidad de quienes se sentaban conmigo en el estrado del Tribunal—. Y yo pregunto… ¿Cómo es posible que una tullida como tú sea capaz de los prodigios que se te imputan, cuando apenas puedes arrastrar tus pies al caminar?

La anciana se echó a reír con marcada tristeza, mostrándonos los cuatro dientes que todavía conservaba en sus foscas encías.

—Ha de saber vuestra señoría que las brujas, según cuentan los más versados en estos asuntos, poseen el poder de convertirse en animales gracias a sus hechizos y pócimas. De ahí que puedan volar como los pájaros —había cierto sarcasmo en sus palabras—. Sin embargo, yo debo de ser una mala bruja, pues por más que lo deseo todavía no me han salido alas —luego, con algo más de seriedad, terminó diciendo—: No… no soy capaz de tales prodigios, si es eso lo que vuestra señoría desea saber.

—Sin embargo, hay quien atestigua que eres la amante del diablo, y que tu hija, María Pérez de Barrenetxea, te sucederá en el cargo una vez que hayas muerto.

—Si al diablo le gustan viejas y achaparradas, no lo sé —se encogió de hombros—. Pero si es tan astuto y pervertido como dicen, más le valdría buscarse una bella moza y no este cuerpo desfigurado por los años. En cuanto a María, observadla bien… —desvió la mirada hacia su hija, que al margen de ser tan oronda como ella, era un tanto lerda y jorobada—. Ya ha dejado atrás la belleza de la juventud, si es que alguna vez fue bien parecida —se le escapó una risita histriónica—. No creo que el diablo la quiera como esposa.

«Estoy de acuerdo contigo», pensé para mis adentros.

Miré de soslayo hacia don Alonso de Becerra, que ocupaba el centro del estrado por ser el inquisidor de mayor antigüedad. Acariciaba con inquietud la birreta de color negro que descansaba sobre la superficie. No parecía muy conforme con el modo en que estaba llevando a cabo el interrogatorio, según pude comprobar.

—Creo que deberíais ceñiros a las preguntas que se han de hacer a los reos en materia de brujas —opinó el decano—. Para eso nos fueron remitidas desde el Consejo de la Suprema Inquisición de Madrid.

—¿Puedo ver dicho requerimiento? —me atreví a solicitar.

Don Alonso me pasó una carta escrita en papel pergamino. En ella pude leer una larga serie de recomendaciones:

1.-En qué días tenían las juntas y cuánto tiempo estaban en ellas, y a qué hora iban y volvían.

2.-Y si estando allá, o yendo y viniendo, oían campanas, perros o gallos del lugar más cercano, y a cuánto estaba el lugar más cercano de la parte donde se juntaban.

3.-Si sabían los días y horas en que se debían juntar, y si había alguna persona que las avisaba y quién era.

4.-Si tenían maridos o mujeres, o padres, madres, parientes y criados, y si dormían en un mismo aposento.

5.-Y si las echaban de menos alguna vez, o cuál era la causa por la que no las echaban de menos, o si alguno de los susodichos las habían regañado por ello.

6.-Si daban de mamar a sus retoños, y si llevaban consigo a las criaturas, o a quién las dejaban encomendadas, o qué es lo que hacían con ellas.

7.-Si iban vestidas o desnudas, y dónde dejaban los vestidos, y si los encontraban en la misma parte donde los habían dejado o en otro lugar

Dejé de leer la larga lista de interpelaciones. Algunas de ellas resultaban tan absurdas que no quise demorar por más tiempo la consulta, y menos cuando tenía ante mí a aquellas personas que aguardaban mi decisión.

—He de suponer que ya han sido interrogadas por el Tribunal, por lo que no creo aconsejable que recaigamos en el error de formularles las mismas preguntas —me dirigí al decano—. Pero sí me gustaría conocer vuestra opinión con respecto al hecho de que la gran mayoría sean mujeres.

Don Alonso Becerra no tuvo ningún reparo en contestar.

—Parafraseando al noble inquisidor fray Martín de Castañega, os diré que las mujeres son compendio de todos los vicios… y las viejas y pobres más aún, si cabe, que las jóvenes —fueron las palabras del decano, que intentaba por todos los medios justificar las acusaciones de los vecinos de Zugarramurdi.

Guardé silencio, y todo para evitar disensiones entre nosotros frente a los acusados. Sin embargo no compartía para nada su criterio.

El licenciado don Juan del Valle intervino apoyando las palabras de quien vestía el hábito de los Alcántara. Y lo hizo tras abrir un libro que sostenía entre las manos y que yo había reconocido desde que entró con él en la sala. Era un ejemplar del Maellus Maleficarum, redactado por los dominicos alemanes Heinrich Kramer y Iacobus Sprenger, un libro que, desde hacía varios años, se había convertido en la biblia de los inquisidores de todos los reinos y ducados cristianos.

—Ayer mismo mantuvimos una conversación con respecto a la filosofía defendida por Tomás de Aquino, inspirada en los pensamientos aristotélicos… ¿Os acordáis? —inquirió, y al instante tuve la sospecha de que sus palabras escondían una oscura intención; una vil estrategia destinada a tergiversar lo hablado la noche anterior—. Vos mismo reconocisteis que no se debía criticar a la ligera tales reflexiones.

—En efecto, lo recuerdo —arrugué la frente—. Pero ¿tiene eso algo que ver con la acusación que recae sobre estas gentes?

—Sí, lo tiene —afirmó Del Valle, convencido—, máxime si hablamos de esos hechizos o fascinaciones de los que habla el apóstol san Pablo en el Libro de los Gálatas, cuando pregunta: «¿Quién os fascinó? —Ojeó las amarillentas páginas del libro—. Veréis, me gustaría leeros un párrafo, si me lo permitís.

—Estáis en vuestro derecho —le invité a que lo hiciera.

—Pues bien, dice así: «Y de esta fascinación hablaron Avicenna y Al-Gazali; también santo Tomás menciona dicha fascinación, pues dice que la mente de un hombre puede ser modificada por la influencia de otra. Y la influencia que se ejerce sobre otro procede a menudo de los ojos, pues en estos puede concentrarse cierta influencia sutil. Porque los ojos dirigen la mirada hacia cierto objeto sin prestar atención a otras cosas; pero ante la visión de una impureza, como por ejemplo una mujer durante sus períodos mensuales, los ojos, por decirlo de algún modo, contraen cierta impureza. Eso es lo que dice Aristóteles en su libro Sobre el sueño y la vigilia, y así, si el espíritu de alguien se encuentra inflamado de malicia y cólera como ocurre con frecuencia en el caso de las viejas, su espíritu perturbado mira a través de sus ojos, pues su semblante es muy maligno y dañino y a menudo aterrorizan a niños de tierna edad, en extremo impresionables…» —dejó de leer, cerrando de nuevo el libro—. No deberíais dar tanto crédito a las palabras de esa bruja. Que no os engañe su sencillez.

Initium sapientiae timor Domini —añadió don Alonso Becerra, defendiendo las palabras del licenciado.

Reconozco que su alegato me colocaba en desventaja. Necesitaba tiempo para reflexionar. Mi decisión, entonces, fue la más acertada.

—¡Bien! Creo que deberíamos resolver este asunto remitiendo a Madrid los autos con las calificaciones de las culpas encontradas. Les enviaremos un despacho para que sean ellos quienes dispongan la prosecución del asunto —por una vez, los demás miembros del Tribunal apoyaron mi decisión, haciéndolo con afirmaciones de cabeza—. ¡Don Juan…! —me dirigí con voz enérgica al alguacil de las cárceles secretas de Logroño—. Llevaos a los prisioneros. El interrogatorio ha finalizado.

Con gran tristeza tuve que ser testigo de cómo los reos eran conducidos nuevamente al oscuro y hediondo infierno de las mazmorras. Por desgracia, el suplicio de aquellas sencillas gentes no había hecho más que empezar.