En el nombre de Dios Todopoderoso, yo, Alonso de Salazar y Frías, jurista al servicio del Nestoris Herectus Pravitatis Sanctum Officium, doy veraz testimonio de lo ocurrido en el llamado «Auto de Fe de Logroño» contra las brujas de Zugarramurdi. Ahora que todo ha acabado y veo cercano el fin de mis días, he decidido por mi propia voluntad plasmar sobre el papel todo lo que aconteció durante los varios años que estuve a cargo de la investigación que me fue delegada por el Consejo de la Suprema Inquisición de Madrid. Por aquel entonces fui testigo de muchos horrores y torturas que con el paso del tiempo consiguieron abrir una profunda herida en mi corazón, por lo que no me arrepiento de haber procedido con honradez y buen juicio. Impugnar las decisiones tomadas por los otros inquisidores que formaban parte del Tribunal de Logroño, y buscar la verdad a través de las declaraciones de miles de vecinos de las distintas villas del valle de Baztan, no fue un mero capricho ni un acto de presunción por mi parte, sino una necesidad del alma. Todas aquellas víctimas inocentes que tuvieron que padecer el suplicio, la humillación y la muerte, clamaban justicia; y yo, simplemente, se la ofrecí. Aunque para entonces ya era demasiado tarde.
Pero mejor me olvido de los prolegómenos y me ciño a dejar constancia de lo ocurrido en la región de Xareta, porque toda historia exige un comienzo y es mi deber y obligación dar primicia siendo fiel a la realidad de lo allí acaecido.
Aquella mañana de finales de junio del año de nuestro Señor Jesucristo de 1609, cabalgaba en paz camino de Logroño, dichoso por dejar atrás el enrarecido ambiente de la corte madrileña, así como las inoperantes juntas que degradaban el poder político de los miembros más relevantes del Consejo Real. Me acompañaban don Gonzalo de Mendoza, mi secretario, y también mis pajes y una guarnición de alabarderos de la Guardia Vieja del rey, quienes caminaban detrás de nosotros embutidos en sus uniformes jaquelados en cuadros rojos y blancos con sus capotillos de mangas abiertas a modo de aletas sobre el jubón, escolta que me fue proporcionada por el inquisidor general don Bernardo de Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo.
Las órdenes dictaminadas por este eran bastante explícitas: debían protegerme de asaltantes y bandidos hasta que llegásemos al convento de San Francisco.
Transcurridos varios días de viaje, finalmente alcanzamos los arrabales de Logroño. Decidimos detenernos con el propósito de abrevar a las bestias y, por supuesto, para ofrecerle algo de descanso a nuestros doloridos huesos.
Desde lo alto de una colina, sentado sobre la grupa de mi caballo, pude ver el grupo de casas, algunas torreadas, que formaban parte de tan ilustre ciudad, la cual se erigía en un llano de tierras añojales más allá de los sembrados, resecos ahora por el calor del estío. Angosto y tortuoso, el sendero que se deslizaba pendiente abajo en busca de las aguas del río Ebro corría por bancales uniformes donde prosperaban manzanos y zarzamoras. En el cálido ambiente de la tarde, según recuerdo hoy con nostalgia, se diluía el canto de las alondras.
Irguiendo mis posaderas oteé el horizonte hasta que pude distinguir el campanario del convento de San Francisco, elevado por encima de las coralinas techumbres de las viviendas. Mi primera impresión fue de incomodidad. La agreste y sombría visión que se ofrecía ante mis ojos, donde los cardizales que rodeaban la ciudad se asemejaban a sierpes espinosas ciñendo lo poco que quedaba en pie de los requemados muros de piedra, originó en mí cierta melancolía y tristeza. Era como si mi alma intuyese la tragedia que un año después habría de vivirse en Logroño.
Le hice un gesto a mi secretario, que se acercó de manera servicial. Cubría sus hombros una capa magna, e iba lujosamente vestido con casacón, calzas azules, medias blancas, chinelas con hebilla dorada y chapeo de plumas.
—¿Y decís, mi buen Gonzalo, que los señores inquisidores don Juan del Valle Alvarado y don Alonso Becerra Holguín, aguardan mi llegada? —le pregunté.
—Así me lo confirmó el secretario del arzobispo de Toledo antes de partir —dijo él con voz templada—. Hasta donde yo sé los correos fueron enviados desde Madrid hace apenas una semana, por lo que la noticia de vuestro nuevo nombramiento ya debe haber llegado hasta los oídos de fray Gaspar de Palencia, prior del convento de San Francisco y calificador del Santo Oficio.
Meditando sus palabras muy bien antes de pronunciarse, terminó diciendo:
—Ha de saber vuestra señoría, que el Tribunal está investigando un asunto de brujería, y que os aguardan con ansiedad para que escuchéis las delaciones de los vecinos de las villas implicadas. Necesitan conocer vuestro criterio.
—Algo he oído… sí.
—Estos pagos, olvidados por la mano de Dios, sirven a los propósitos del diablo, y en sus prados y cuevas se reúnen las brujas —terció el oficial de la Compañía de soldados, un hombre de gran dignidad llamado Rodrigo de Cantabella, amigo de las tabernas y de los juegos de dados, quien se acercó a nosotros alabarda en mano.
Asentí en silencio, pues ya había tenido ocasión de consultar los archivos de la Suprema y conocía bien las investigaciones realizadas, años atrás, por las autoridades civiles de Navarra.
—Será mejor que sigamos adelante —les dije a los dos con ceño—. No es aconsejable hacerles esperar.
Espoleé con suavidad a mi caballo y el animal se puso en marcha. La comitiva que me servía de escolta, llevando consigo un pendón con la Cruz Verde del Santo Oficio, avanzó a un mismo tiempo.
Ya declinaba el sol cuando cruzamos el río Ebro a través del puente de 716 pies de vara castellana de longitud —fortificado con torreones y sostenido por doce arcos reales— que conducía a esa parte de la muralla donde se ubicaba la entrada de los peregrinos.
Logroño era una ciudad bastante grande para su época, bella y rica como ninguna, donde pululaban aprendices de todos los oficios inconfesables. Así lo pudimos comprobar mientras deambulábamos por la rúa Vieja, mezclándonos entre el gentío de truhanes, comerciantes, pedigüeños y abates partidarios de la barraganería y a la vez previsores de sus hábitos.
Tras dejar a nuestra izquierda la iglesia de Santa María de la Redonda fuimos a encontrarnos con el frontispicio de la iglesia de Santiago, santuario de parada obligatoria para los cansados viajeros, para los que se acercaban a rezar al Santo Apóstol, y para todos aquellos que necesitaban saciar su sed en la Fuente de los Peregrinos. Ascendimos la calle Mayor hasta llegar a su final, y de ahí entramos a la bocacalle que enfilaba hacia el barrio de los mercaderes.
Al pasar frente a una hospedería situada junto al hospital de San Juan pudimos ser testigos de una riña entre un leñador de recias espaldas, armado con un destral de hoja afilada, y un grupo de rufianes que pretendían apropiarse de la bolsa que colgaba de su ceñidor. Mas fue ver a los alabarderos, cuando todos, sin excepción, corrieron por las estrechas callejuelas adyacentes como si les persiguiera el mismísimo diablo; incluso la víctima de los asaltantes, que no debía de tener la conciencia muy tranquila cuando prefirió huir a tener que acogerse a la protección de la Guardia Vieja del rey.
—¿Quiere vuestra señoría que vayamos tras esos rufianes? —inquirió el capitán Rodrigo, pues ellos representaban la autoridad en cualquier ciudad de España—. Las levas necesitan hombres con hígados, aunque sean unos miserables bribones —se echó a reír.
—A fe mía que esos tienen más hambre que las ratas —apuntó con jactancia otro de los soldados, un segoviano tan alto y magro como el arma que portaba con orgullo—. Y ya se sabe que el alimento y el medro sólo se consiguen sirviendo a las armas o a la Iglesia.
Negué con un gesto, instándoles a que siguiesen adelante. Debido a las fatigas del viaje deseaba llegar cuanto antes al convento de San Francisco.
Nos dirigimos hacia el este haciendo gala de nuestra autoridad y señorío, por lo que muchos de los ciudadanos se fueron apartando a un lado y a otro, temerosos ante la presencia de los soldados y el distintivo gallardete de la Santa Inquisición.
Apenas nos habíamos adentrado en la calle Herrerías, cuando nos detuvimos frente a un enorme edificio situado al otro lado de la travesía de Palacio. De una puerta con arco lobulado, clave con escudo de armas y enjutas con relieves, a cuyos lados se abrían dos ventanas que decoraban sus dinteles con motivos florales, vimos salir a un grupo de hombres que portaban un cadáver sobre una angarilla. Los porteadores llevaban el rostro embozado con sus capas. En cabeza iba un clérigo de luengas barbas que, debido a tantas penitencias impuestas con sumo rigor, más bien parecía un saco de huesos que un servidor de la Iglesia.
Rezaba en voz alta un responso:
—Ne recorderis peccata mea, Domine. Dum veneris iudicare sæculum per ignem. Dirige, Domine, Deus meus, in conspectu tuo viam meam. Dum veneris iudicare sæculum per ignem. Requiem æternam dona ei, Domine, et lux perpetua luceat ei. Dum veneris iudicare sæculum per ignem…
—¡Por los clavos de Cristo! —juró el oficial al mando de la guarnición cubriendo su rostro con el capotillo—. ¡Es la peste!
Nada más mencionar el nombre de tan terrible y mortal enfermedad, los caballos piafaron y los aguerridos alabarderos comenzaron a temblar como viejas aprensivas. Tampoco se quedaron atrás los pajes y mi secretario, que se persignaron con devoción a la vez que susurraban una plegaria a San Roque para alejar así cualquier atisbo de contagio. Sólo yo me mantuve firme como una roca sobre la silla de montar. Por no fomentar el temor que sentían quienes me acompañaban, desvié mi trayectoria dirigiéndome hacia el norte.
Atrás quedó aquel barrio infecto donde la muerte negra no hacía distinciones entre hidalgos y vasallos de signo servicio, y con paso lento nos dirigimos hacia el monasterio de San Francisco.
Fray Gaspar de Palencia, prior del convento y calificador del Santo Oficio, me recibió en la sala capitular con grandes honores y lisonjas después de que el cillerero acompañase a mi secretario hasta la biblioteca, pues como erudito y escribano que era, deseaba aprovechar el tiempo ilustrándose con los varios libros, códices y manuscritos que allí se guardaban con mucho celo. Mis pajes, mientras tanto, fueron a desempaquetar el equipaje después de haber conducido los caballos a las cuadras del monasterio.
Era fray Gaspar un hombre corpulento de formas redondas y ventrudas. Tenía la nariz carnosa, los pómulos rollizos y una espesa barba de color gris que compensaba de algún modo su calvicie. La impresión que aparentaba a primera vista era la de ser un monje benevolente y jovial, pero cuando se le iba conociendo más a fondo, uno comprendía que tras aquella máscara de indulgencia se ocultaba una persona sistemática y autoritaria que tendía a fundir en una unidad global la intuición y la sensatez. Y si bien es cierto que, según sus propias palabras, procuraba conducir a las almas descarriadas hacia el camino del Cielo con el buen ejemplo de sus actos, para mí que sentía cierto desdeño hacia todo aquel que no comulgase con sus principios morales.
Harto de escucharle hablar del peligro que corría la comunidad eclesiástica por culpa de los Religionnaires —enemigos del papa— y los judíos conversos que ignorando las normas de la Iglesia celebraban el sabbat a escondidas de los cristianos, le pedí que me condujera hasta don Alonso de Becerra Holguín, del hábito de los Alcántara e inquisidor apostólico del antiguo reino de Navarra y su distrito, o en su defecto a la sala del Tribunal, donde me aguardaba el licenciado don Juan del Valle Alvarado; pues este, que debía estar estudiando los informes referentes a un caso de brujería que traía de cabeza al Tribunal de Logroño, había requerido mi presencia.
Sorprendido de que estuviese al corriente de ese detalle, enarcó sus pobladas cejas observándome con recelo.
—¿Puedo saber quién os ha facilitado dicha información? —inquirió con voz ampulosa.
—El cillerero es un hombre bastante lenguaraz a mi parecer —sonreí—, pero no creo que su indiscreción sea motivo de castigo. Si el inquisidor general de Toledo me ha enviado a este monasterio no es para que sus miembros recelen de mí y me vengan con reservas, sino todo lo contrario. Creo que tengo derecho a saber qué está ocurriendo, pues hasta mi escribano y los alabarderos que me han escoltado hasta aquí desde Madrid, están al corriente de las detenciones de varias personas que han sido inculpadas de brujería
—Un asunto de lo más preocupante… y escurridizo, además —el calificador del Santo Oficio cabeceó con resignación—. Precisamente don Alonso se halla reunido en las mazmorras con el alguacil y las primeras acusadas de brujería, así como con las otras gentes que se allegaron al monasterio por su propio pie, hace ya unas semanas, para declarar que habían sido inculpadas por sus vecinos sin motivo alguno —le explicó con todo detalle, bajando el tono de su voz—. Según afirman, nadie en su comarca practica la brujería. Dicen que todo son falsos testimonios de una criada de origen francés resentida con su dueña. Y que si bien confesaron haber mantenido tratos con el diablo no fue por propia voluntad, sino debido a las violentas amenazas y torturas que habían tenido que sufrir a manos de la autoridad local que actúa en nombre de fray León de Araníbar, abad del monasterio de San Salvador de Urdax, después de que el sacerdote de Zugarramurdi pusiera en su conocimiento la delación de la joven francesa.
—¿Hablamos de navarros?
—Así es, concretamente de un puñado de hombres y mujeres de las distintas villas que se asientan en la región de Xareta, cercanas a la frontera con Francia —contestó con firmeza mi interlocutor—. Una de las acusadas, de las que vinieron por su propio pie acompañadas de un guía, es una afamada sorgina de Zugarramurdi, de nombre María Txipia de Barrenetxea. La acompañaban sus sobrinas, María y Estebanía de Yriarte, también Joanes de Goyburu, el amancebado de esta última —concretó—, su padre y un joven llamado Joan de Sansim. Estos últimos viven en Arraioz.
—¿Y cuál creéis vos que es el verdadero motivo que les ha empujado a viajar hasta Logroño? —me interesé.
—Mi opinión es que los muy ladinos quisieron adelantarse a su inminente detención presentándose aquí con vanas excusas, tal vez para restarle importancia al asunto. Sabían, de antemano, que no iban a poder escabullirse del rígido interrogatorio del brazo secular. No olvidemos que se les relaciona con las cuatro acusadas enviadas previamente por fray León de Araníbar.
—¿Sabéis como se llaman esas cuatro mujeres, las primeras inculpadas?
Siempre he pensado que es más fácil y honrado llamar a la gente por su nombre, sea o no culpable de algún delito.
—La primera que fue denunciada se llama María de Yurreteguia, que es esposa de un molinero de aquellos pagos y ama de la criada que efectuó la delación. Las otras tres son María Pérez de Barrenetxea, hija de la susodicha María Txipia, así como Joana de Telechea y Estebanía de Navarcorena, la más vieja de todas.
—¿Y decís que los otros inculpados, la sorgina, su hija y demás deudos, vinieron a pedir recuesta de sus propias acciones?
Quise retomar la conversación de un principio, no en vano aquel detalle implicaba una conducta bastante extraña, pues nadie que fuese culpable de un delito acudiría personalmente a la Santa Inquisición. No tenía ningún sentido actuar así.
—Sí, en efecto —el propio fray Gaspar pareció comprender, durante breves segundos, lo paradójico y extraño que resultaba la decisión de aquellas gentes—. Aunque ya os he dicho antes que los vecinos los acusaron de mantener tratos con el diablo, de ahí que se allegasen a Logroño para declamar su inocencia antes de que fueran requeridos por los del brazo secular. Lo que no se esperaban es que el guía que los había conducido desde Zugarramurdi fuese llamado a declarar ante don Alonso. ¿Y sabéis lo que este rapaz le dijo al decano? Que efectivamente eran brujos, y que no había tribunal en su villa que pudiera condenarlos —reflexivo, juntó las yemas de sus dedos—. La verdad… pienso que tratar de confundir a los inquisidores, con la absurda estrategia de hacerles creer que habían sido víctimas de la mala fe de sus vecinos, es una argucia propia de los servidores del diablo.
No estaba de acuerdo con sus palabras, pues existía la posibilidad de que realmente fuesen inocentes. Sin embargo, no quise importunarlo con disensiones ni con más preguntas, ya que había sido nombrado censor por el Tribunal del Santo Oficio y un nuevo interrogatorio, por improcedente, podría herir su orgullo y desacreditar la honorable labor que efectuaba. De ahí que le rogase que tuviera a bien conducirme hasta el despacho donde me aguardaba el licenciado don Juan del Valle Alvarado.
Mostrándose algo más complaciente y servicial, el prior del convento me pidió amablemente que fuese con él. Me acompañó hasta el refectorio, que a aquellas horas albergaba al resto de los frailes descalzos acogidos a la Regla de San Francisco. Nada más verme llegar dejaron de comer las verduras hervidas de sus escudillas, un frugal alimento que marcaba el final del día y la necesidad de acudir cada cual a su celda en busca de descanso y oración.
Más de un centenar de miradas analizaron cada uno de mis movimientos según me adentraba en la sala. Yo, respetuoso, fui saludando con corrección a todos aquellos comensales que encontraba en mi camino y estos, a su vez, me devolvieron la venia para luego seguir comiendo como si mi presencia en aquel lugar ya no fuese motivo de extrañeza.
Fray Gaspar me indicó un asiento vacío al final de las mesas colocadas en hileras, diciéndome que habría de aguardar la llegada de los inquisidores del Tribunal junto con el resto de los hermanos, pues ya era demasiado tarde para mantener una conversación cuyo eje central girara en torno a los prosélitos del diablo. Pronto comprendí que no estaba dispuesto a satisfacer mi deseo de hablar cuanto antes con don Alonso Becerra, o en su defecto con el licenciado don Juan del Valle, por lo que accedí a la invitación obligado por las normas de caridad y cortesía que se han de guardar en un convento. No tenía otra elección, ni fuerzas para oponerme a su laudo.
Al cabo de unos minutos, poco después de que los seglares del servicio doméstico colocaran ante mis barbas una escudilla pobre de alimento y un cucharón de madera, dos hombres entraron en el refectorio arrastrando consigo el insoportable hedor de las mazmorras. Eran ellos: don Alonso, decano del Tribunal del Santo Oficio en Logroño, y el licenciado don Juan.
Seguí comiendo, ignorando su aparatosa entrada en la sala porque, ciertamente, no era el mejor momento para las salutaciones. No obstante, por el rabillo del ojo pude ver cómo el prior se acercaba a ellos para acompañarlos hasta sus asientos y de paso advertirles de mi llegada, poniendo en su conocimiento, de forma escueta y sutil, mi apremio por formalizar una audiencia con los demás miembros del Tribunal. Al pronto me dirigieron una fugaz y ensoberbecida mirada que para nada resultó de mi agrado.
Tuve que aguardar hasta el final de la refacción antes de poder dirigirles la palabra. Fray Gaspar se encargó de las presentaciones.
Don Alonso de Becerra, ataviado con el hábito distintivo de los Alcántara, se dirigió a mí con respeto y cortesía. Era este un hombre de faz austera y mirada crítica, con una frente pura en forma abovedada. Tenía la nariz ligeramente aquilina, y sus pómulos y mandíbula parecían unirse en un solo trazo. Era de preclara inteligencia, aunque debido a su soberbio carácter a veces resultaba distante en el trato y altivo en las formas.
En cuanto a don Juan del Valle, su arrogancia personificaba el fanatismo del ser humano y la hostilidad de la vida. Su cuerpo era atlético, con cierta tendencia a las formas rudas y cortantes propia de los soldados al servicio de Dios. Abrupta pelambre coronaba su entrecejo, de donde le nacía una nariz de pico corvo como las que poseen los pájaros de presa. La suspicacia anidaba en sus ojos, de un color grisáceo casi fantasmal. La impresión del conjunto era de seriedad y dominio. Supe desde un principio que nuestros caracteres no habrían de congeniar, pues resultó ser un hombre firme en sus ideas inquisitoriales, incapaz de ver más allá de su propio criterio. Y ya se sabe que cuanto más nos empecinamos en querer llevar la razón, más se aleja esta de la verdad. Y yo, por encima de todo, siempre he defendido la imparcialidad de juicio.
Honeste vivere, naeminem laedere et jus sum cuique tribuere, que es el principio filosófico del derecho, según el jurista romano Domicio Ulpiano.
Como si ambos quisieran poner a prueba mis conocimientos en materia de fe, iniciaron una conversación bastante controvertida —a mi parecer— mientras recorríamos los umbríos corredores del convento camino de nuestras habitaciones. Obviando el hecho de que mi nuevo nombramiento me colocaba a la altura de las labores que ellos mismos realizaban en el Tribunal del Santo Oficio de Logroño, y que por lo tanto no estaba sujeto a sus requerimientos inquisitoriales, solicitaron mi opinión sobre la síntesis de los problemas filosóficos más discutidos por el tomismo —fe, razón, creación y política—, y su posible vinculación a las heréticas ideologías propugnadas por hugonotes y demás reformistas.
Yo, que siempre me he acogido a la discreción en lo que respecta a los asuntos teológicos, máxime si el oyente busca en mis palabras un motivo de crítica con el fin de desprestigiarme, les dije que la filosofía es la ciencia de las totalidades. Añadí que su función y significado incluye el orden divino del mundo, por lo que no debíamos tomarnos con frivolidad las influencias platónicas y aristotélicas plasmadas en los escritos de Tomás de Aquino, pues su teoría del conocimiento se basaba en la experiencia sensible del ser humano y finalizaba con la abstracción; a través de la cual, el hombre podía adquirir el discernimiento de lo universal y llegar a comprender el conocimiento infuso de Dios.
Por suerte, la plática duró hasta que llegamos a nuestras respectivas celdas, situadas una al lado de otra. He de reconocer que el tema de conversación no me inspiraba ninguna confianza. Además, me sentía demasiado cansado como para seguir debatiendo cuestiones filosóficas, cuando la verdadera obligación de mis colegas era la de ponerme al tanto de las acusaciones vertidas sobre los inculpados por brujería, y no acuciarme con sutiles interpelaciones.
Cuando les pregunté por los acusados, me dijeron que ya habría tiempo de hablar con tranquilidad al día siguiente, pues ahora necesitaba descansar de mi largo viaje. No quise insistir. Hubiera resultado inútil. Aquellos hombres sólo se escuchaban a sí mismos.
Mal comienzo el nuestro.