Febrero de 2005, en el sur de Texas: me alojaba en un motel de carretera en Brownsville y me levantaba antes del amanecer todos los días, preparaba el café para mi viejo amigo Manley, que no me hablaba ni se levantaba de la cama hasta haber tomado uno, y luego engullía el desayuno gratis del motel, corría a nuestro coche alquilado y observaba pájaros doce horas seguidas. Aguardaba hasta el anochecer para comprar el almuerzo y llenaba el depósito de gasolina, para no desperdiciar un minuto de luz observando a los pájaros. La única manera de no cuestionar lo que estaba haciendo, y por qué lo hacía, era no hacer absolutamente nada más que aquello.
En el Refugio Natural de Santa Ana, una calurosa tarde entre semana, Manley y yo caminamos varias millas por senderos polvorientos hasta un lago artificial en cuya orilla más lejana vi tres patos de un color marrón claro. Dos de ellos remaban a toda la velocidad de sus patas hacia el asilo de unos juncos densos, lo que me brindaba una vista sobre todo de sus traseros respectivos, pero el tercer pato se entretuvo el tiempo suficiente para que yo le enfocase con los prismáticos la cabeza, que parecía como si una persona hubiera hundido dos dedos en tinta negra y le hubiese trazado dos líneas horizontales en la cara.
—¡Un pato enmascarado! —dije—. ¿Lo ves?
—Veo al pato —dijo Manley.
—¡Un pato enmascarado!
El ave desapareció rápidamente entre los juncos y no dio indicios de reaparecer. Enseñé a Manley su foto en mi Sibley.
—No estoy familiarizado con este pato —dijo—. Pero el ave de la foto es la que acabo de ver.
—Las rayas en la cara. La especie de marrón canela.
—Sí.
—¡Era un pato enmascarado!
Estábamos a unos cientos de metros del río Grande. En la otra orilla del río, si viajabas al sur —es decir, hacia Brasil—, se veían docenas de patos de esta especie. Pero eran una rareza al norte de la frontera. El placer de haber visto uno dulcificó el largo trayecto de regreso hasta el aparcamiento.
Mientras Manley echaba una siesta tumbado en el coche, yo anduve husmeando por una marisma cercana. Tres individuos blancos de edad mediana con un buen equipo me preguntaron si había visto algo interesante.
—No mucho —dije—. Sólo un pato enmascarado.
Los tres empezaron a hablar a la vez.
—¡Un pato enmascarado!
—¿Un pato enmascarado?
—¿Dónde, exactamente? Muéstrenos en el mapa.
—¿Seguro que era un pato enmascarado?
—Es muy conocido el pato rojizo. Pero no se sabe cómo es la hembra.
—¡Un pato enmascarado!
Dije que sí, que había visto hembras rojizas, las había en Central Park, y que aquello no era un pato rojizo. Dije que era como si alguien hubiese hundido dos dedos en tinta china y…
—¿Estaba solo?
—¿Dónde estaban los demás?
—¡Un pato enmascarado!
Uno de ellos sacó un bolígrafo, apuntó mi nombre y me hizo señalarle la ubicación en el mapa. Los otros dos ya se estaban internando en el sendero por el que yo había venido.
—¿Está seguro de que era un pato enmascarado? —dijo el tercer hombre.
—No era un pato rojizo —dije.
Un cuarto hombre salió de unos arbustos justo detrás de nosotros.
—Tengo un caracatey durmiendo en un árbol.
—Este chico ha visto un pato enmascarado —dijo el tercer hombre.
—¡Un pato enmascarado! ¿Está seguro? ¿Conoce bien al pato rojizo?
Los otros dos hombres desanduvieron deprisa el sendero.
—¿Alguien ha hablado de un caracatey?
—Sí, tengo uno avistado en el telescopio.
Los cinco entramos en los matorrales. El caracatey, dormido en la rama de un árbol, parecía un calcetín gris de excursionismo parcialmente enrollado. El dueño del telescopio dijo que el amigo que primero había avistado al ave había dicho que era un caracatey menor, no el común. El trío bien equipado comenzó a discrepar.
—¿Ha dicho menor? ¿Le ha oído el canto?
—No —dijo el hombre—. Pero la zona de distribución…
—La distribución no ayuda.
—En este caso apunta a uno común, en esta época del año.
—Mire dónde está la raya del ala.
—Común.
—Es uno común, clarísimo.
Los cuatro hombres fueron a un ritmo de marcha forzada en busca del pato enmascarado y yo empecé a preocuparme. Mi identificación del pato, que en el momento me había parecido irrebatible, parecía peligrosamente apresurada ante cuatro observadores serios que caminaban varios kilómetros en el calor de la tarde. Fui a despertar a Manley.
—Lo único que importa —dijo— es que lo hemos visto.
—Pero el tipo apuntó mi nombre. Y si no lo encuentran voy a tener mala fama.
—Si no lo ven, pensarán que está entre los juncos.
—Pero ¿y si ven rojizos? Podría haber rojizos y también enmascarados, y los rojizos no son tan asustadizos.
—Es algo preocupante —dijo Manley— si quieres estar preocupado por algo.
Fui al centro de interpretación del refugio y escribí en el registro: Un PATO ENMASCARADO seguro y dos parcialmente atisbados, al norte de Cattail #2. Pedí a un voluntario si alguien más había informado de la presencia de un pato enmascarado.
—No, éste sería el primero este invierno —dijo.
La tarde siguiente, en South Padre Island, en el pantano detrás del Convention Center, donde unos veinte jubilados del medio oeste superior y hombres blancos de barba esmirriada deambulaban por el entarimado con cámaras y prismáticos, vi a una morena joven y bonita sacando fotos de patos con un teleobjetivo.
—Cercetas de alas verdes —le comenté a Manley.
La chica alzó la mirada bruscamente.
—¿Cercetas de alas verdes? ¿Dónde?
Señalé a sus aves.
—Ésos son silbones —dijo ella.
—Cierto.
Yo ya había cometido este error antes. Sabía perfectamente cómo era un ánade silbón, pero a veces, en el aturdimiento que causaba avistar algo, padecía una confusión mental. Cuando Manley y yo nos retirábamos por el entarimado, le enseñé unas fotos.
—Mira —dije—, el silbón y la cerceta de alas verdes tienen más o menos la misma gama de colores, sólo que totalmente cambiados. Debería haberle dicho que era un silbón. Ahora ella pensará que no lo distingo de una cerceta.
—¿Por qué no se lo has dicho? —dijo Manley—. Bastaba con decirle que te habías equivocado de palabra.
—Sólo habría servido para empeorarlo. Habría sido una protesta excesiva.
—Pero al menos ella habría sabido que conoces la diferencia.
—No sabe cómo me llamo. No volveré a verla. Es mi único consuelo.
En Estados Unidos no hay mejor lugar que el sur de Texas para observar aves en febrero. Aunque Manley había estado aquí hacía treinta años, siendo un adolescente, para mí era un mundo completamente nuevo. En aquel tiempo habría visto cucos negros seductoramete despeinados rebullendo encima de unos arbustos, anhingas de aspecto jurásico secando al sol sus alas, escuadrones de pelícanos blancos deslizándose río abajo con sus casi tres metros de envergadura desplegados, un par de caracares comiendo a una serpiente atropellada en la carretera, a un trogón elegante, un pinzón de cuello carmesí y a dos petirrojos, los tres perfilados en un sello de correos de un folleto de la Audubon Society en Weslaco. La única frustración fue el ave objetivo de mi primer viaje, el pato silbón vientre negro. Un verdadero anidador, extrañamente zanquilargo, con un pico rosa caramelo y un llamativo redondel blanco en los ojos, era una de esas aves de la guía en cuya existencia yo apenas creía: parecía salido de Marco Polo. Se suponía que hibernaba en grandes bandadas en los lagos urbanos de Brownsville (llamados resacas), y con cada ribera que yo rastreaba en vano, el animal se volvió mucho más mítico para mí.
En South Padre, a medida que llegaba la niebla del golfo de México, me acordé de mirar al depósito de agua de la ciudad, donde, según mi guía, a menudo se posaba un halcón peregrino. En efecto, muy vagamente, lo vi encaramado allí. Instalé mi telescopio y una pareja más mayor, dos observadores de aire avezado, me preguntaron qué tenía.
—Un halcón peregrino —dije, orgulloso.
—Verás, Jon —dijo Manley, con el ojo pegado a la lente—. La cabeza parece más bien la de un pigargo.
—Es un pigargo —afirmó la mujer, en voz baja.
—Dios —dije, volviendo a mirar—, es tan difícil asegurarlo con la niebla, y obtener una sensación de escala, ya saben, allí arriba, pero tiene razón, sí, lo veo. Un pigargo, pigargo, pigargo. Sí.
—Eso es lo bueno de la niebla —comentó la mujer—. Uno ve lo que quiere.
Justo entonces la joven morena llegó con su trípode y una cámara grande.
—Pigargo —le dije, con seguridad—. Por cierto, oiga, sigo totalmente avergonzado por haber dicho «cerceta» cuando quería decir «ánade friso».
Ella me miró fijamente.
—¿Ánade friso?
Una vez en el coche utilicé el teléfono de Manley para no delatar mi nombre con mi identificación, llamé al centro de interpretación de Santa Ana y pregunté si «alguien» había informado de la presencia de algún pato enmascarado en el refugio.
—Sí, alguien informó de uno ayer. En Cattails.
—¿Sólo una persona? —pregunté.
—Sí. Yo no estaba aquí. Pero alguien llamó para dar parte de un pato enmascarado.
—¡Fantástico! —dije, como si pareciendo emocionado pudiese conferir una credibilidad posterior a mi propio informe—. ¡Iré a buscarlo!
A mitad de camino hacia Brownsville, en una de las estrechas carreteras de tierra por donde a Manley le gustaba llevarme, paramos a admirar una suntuosa resaca azul, nimbada de verde, con el sol poniente a nuestra espalda. El delta en invierno era demasiado hermoso para seguir avergonzado mucho tiempo. Me apeé del coche y allí, silencioso, en el lado sombreado del agua, flotando indolentemente, como si fuera la cosa más natural del mundo —lo cual, al fin y al cabo, es el modo en que están las criaturas mágicas en parajes encantados—, estaba mi pato silbón de vientre negro.
Me sentí raro al volver a Nueva York. Tras las emociones del sur de Texas, estaba vacío e inquieto, como un adicto con síndrome de abstinencia. Me costaba hacerme entender por los amigos; no me concentraba en mi trabajo. Todas las noches me acostaba con libros de aves y leía sobre otras excursiones posibles, examinaba las manchas de especies que no había visto y soñaba vívidamente con pájaros. Cuando dos cernícalos, un macho y una hembra, posiblemente expulsados de Central Park por el artista Christo y su mujer, Jeanne-Claude, empezaron a aparecer encima de una chimenea frente a la ventana de mi cocina y a ensangrentarse el pico con ratones recién muertos, su trastorno parecía reflejar el mío.
Una noche de principios de marzo fui a la Ethical Culture Society a escuchar a Al Gore sobre el tema del calentamiento global. Esperaba que me divirtiera la pobreza retórica de la conferencia: poner los ojos en blanco al oír a Gore hablar del «destino» y la «humanidad», hacer alarde de sus tontas credenciales y regañar a los consumidores norteamericanos. Pero Gore parecía haber redescubierto el sentido del humor. Su conferencia fue divertida, aunque increíblemente deprimente. Durante más de una hora, con un denso equipo gráfico, expuso una evidencia convincente de cataclismos inminentes causados por el clima, que desembocarían en una cantidad inimaginable de trastornos y sufrimiento alrededor del planeta, posiblemente dentro de mi tiempo de vida. Salí del auditorio envuelto en una nube de congoja y preocupación similar a la que había sentido de adolescente leyendo sobre la guerra nuclear.
Normalmente, en Nueva York mantengo a raya mi conciencia medioambiental y la limito, idealmente, a los diez minutos al año en que relleno cheques que alivian mi sentimiento de culpa para grupos como el Club Sierra. Pero el mensaje de Gore era tan perturbador que yo casi llegué a mi apartamento sin encontrar razones para desoírlo. Como por ejemplo: ¿ya estaba yo haciendo más que la mayoría de los norteamericanos para combatir el calentamiento global? No tenía coche, vivía en un piso neoyorquino de ahorro energético, reciclaba seriamente. Además: ¿no era el clima aquella noche inusualmente frío para principios de marzo? ¿Y todos los mapas de Gore de Manhattan en el futuro no habían mostrado, con la isla medio sumergida por niveles marinos cada vez más altos, que el chaflán de Lexington con la Calle Ochenta y uno, donde vivo, permanecería alto y seco en la peor de las hipótesis? El lado Este Alto tiene una topografía definida. Parecía improbable que el agua de mar procedente del casquete derretido de Groenlandia avanzara más allá del mercado Citarella en la Tercera Avenida, seis manzanas al sur y este. Además, mi piso estaba en la décima planta.
Cuando entré ningún niño salió corriendo a mi encuentro, y esta ausencia de niños pareció remacharlo: era mejor que yo gastara mis reservas de inquietud en pandemias virales y bombas sucias que en el calentamiento global. Aunque hubiera tenido hijos, habría sido una dura tarea preocuparme por el bienestar climático de los hijos de sus hijos. No tenerlos me liberaba totalmente. No tenerlos era mi última y mejor línea de defensa contra las personas como Al Gore.
Sólo había un problema. Al tratar de conciliar el sueño aquella noche, repasando mentalmente las imágenes informáticas presentadas por Gore de una Norteamérica desertizada, no hallé manera de eludir la preocupación por los miles de millones de pájaros y los miles de especies de aves que probablemente serían erradicados de todo el planeta. Muchos de los lugares de Texas que yo había visitado en febrero tenían elevaciones de menos de seis metros, y el clima allí era ya casi letalmente extremo. Era probable que los seres humanos nos adaptásemos a los futuros cambios, teníamos reputación de creativos a la hora de evitar desastres y de inventar grandes historias cuando no podíamos hacerlo, pero los pájaros no tenían nuestra diversidad de alternativas. Necesitaban ayuda. Y comprendí que esto era el auténtico desastre para una confortable Norteamérica moderna. Era la perspectiva que llevaba muchos años intentando evitar: no la de que el mundo se desmoronase en el futuro, sino el que yo me sintiera inoportunamente obligado a inquietarme por ello en el presente. Éste era mi problema con los pájaros.
Durante mucho tiempo, en los años ochenta, mi mujer y yo vivimos en nuestro pequeño planeta. Gastábamos lapsos de tiempo increíbles, sobrehumanos, en ocuparnos de nosotros mismos. En nuestros dos primeros pisos, en Boston, estábamos tan absortos el uno en el otro que nos apañábamos con un solo buen amigo, nuestro condiscípulo de la facultad Ekström, y cuando finalmente nos mudamos a Queens, Ekström se instaló en Manhattan y nos ahorró así la necesidad de buscar otro amigo.
A principios de nuestro matrimonio, cuando mi antiguo profesor de alemán, Weber, me preguntó qué clase de vida social hacíamos, le respondí que ninguna. «Es agradable durante un año —dijo él—. Dos años a lo sumo». Su seguridad me ofendió. Me pareció sumamente condescendiente, y no volví a hablarle nunca.
Ninguno de los agoreros entre nuestros familiares y antiguos amigos, ninguno de aquellos ceñudos climatólogos emocionales parecía advertir los recursos especiales de que disponía nuestra unión. Para demostrarles que se equivocaban, hicimos nuestro trabajo en soledad durante cuatro, cinco, seis años; y después, cuando la atmósfera doméstica sí empezó a recalentarse, huimos de Nueva York a un pueblo español donde no conocíamos a nadie y cuyos habitantes apenas hablaban español. Éramos como esos pueblos fíeles a sus costumbres de Colapso, la obra de Jared Diamond, que responden a la degradación de un ecosistema redoblando sus exigencias sobre el mismo: groenlandeses medievales, habitantes prehistóricos de la isla de Pascua, compradores contemporáneos de vehículos todoterreno. Todas las reservas que nos quedaban cuando llegamos a España las gastamos en siete meses de aislamiento.
Al volver a Queens, ya no aguantábamos juntos más de varias semanas, no soportábamos vernos tan mutuamente infelices sin correr a algún otro sitio. Reaccionábamos a peleas nimias durante el desayuno yaciendo de bruces en el suelo de nuestras habitaciones respectivas durante horas seguidas, aguardando a que el otro se diera por enterado de nuestro sufrimiento. Escribí jeremiadas envenenadas a familiares de los que creí que habían desairado a mi mujer; ella me regalaba análisis manuscritos de quince y veinte páginas sobre nuestra situación; yo consumía una botella a la semana de Maalox, un antiácido. Veía claro que algo iba muy mal. Y decidí que lo que iba muy mal era la agresión contra el medio ambiente de la moderna sociedad industrializada.
En los primeros años yo era demasiado pobre para preocuparme por el medio ambiente. Mi primer coche en Massachusetts fue un Nova del 72 con techo de vinilo que necesitaba viento de cola para hacer diez millas con un galón, y cuyos humos de escape eran de un boeuf bourguignon por su complejidad y riqueza. Muerto el Nova, tuvimos una furgoneta Malibu cuyo ridículo carburador de cuatro cilindros (800 $) hubo que reemplazar, y a cuyo catalizador (350 $) le habían limado las tripas para favorecer la salida de gases. Contaminar el aire un poco menos nos habría costado dos o tres meses de gastos de subsistencia. El Malibu prácticamente se sabía el camino al garaje deshonesto donde comprábamos la pegatina de la inspección anual de niebla tóxica.
Sin embargo, el verano de 1988 había sido uno de los más calurosos que se recordaban en Norteamérica, y la España rural había sido un espectáculo de desarrollo descontrolado, laderas sembradas de basuras y humaredas de diésel, y después de la caída del muro de Berlín la perspectiva de destrucción nuclear (mi apocalipsis privado durante largo tiempo) había disminuido un poco, y lo bueno que tenía la violación de la naturaleza, como una alternativa al apocalipsis, era la oportunidad que me brindaba de culparme a mí mismo. Había crecido escuchando lecciones diarias sobre la responsabilidad personal. Mi padre guardaba cabos de lápices y cuerdas y me transmitía fantásticos prejuicios protestantes suecos. (Consideraba injusto tomar un cóctel en casa antes de ir a un restaurante, porque las ganancias de los restaurantes dependían de los cócteles). Era algo natural en mí preocuparme por los kleenex y las servilletas de papel que tiraba y el agua que dejaba correr mientras me afeitaba, las secciones del Times dominical que desechaba sin haberlas leído y los contaminantes que contribuían a ensuciar el firmamento cada vez que tomaba un avión. Discutí apasionadamente con un amigo que pensaba que se gastaban menos unidades térmicas manteniendo una casa a 20° durante la noche que aumentando la temperatura a 20° por la mañana. Cada vez que lavaba un tarro de mantequilla de cacahuete intentaba calcular si podría utilizarse menos petróleo en fabricar un nuevo tarro que en calentar el agua de fregar y transportar el tarro viejo a un centro de reciclado.
Mi mujer se marchó en diciembre de 1990. Una amiga la había invitado a vivir en Colorado Springs, y ella estaba dispuesta a huir del espacio vital que yo le contaminaba. Como la moderna sociedad industrializada, yo seguía aportando ciertos beneficios materiales cruciales a nuestra convivencia, pero a un coste psíquico aún mayor. Huyendo a la tierra de los cielos abiertos, mi mujer confiaba en recuperar su carácter independiente, que años de vida excesivamente conyugal habían alterado hasta volverlo casi irreconocible. Alquiló un bonito apartamento en la avenida North Cascade y me envió cartas emocionadas sobre el clima montañoso. Empezaron a fascinarle los relatos sobre mujeres pioneras: esposas recias, oprimidas e ingeniosas que enterraban a hijos muertos, veían cómo las ventiscas monstruosas de junio aniquilaban las cosechas y al ganado y sobrevivían para contarlo. Hablaba de disminuir por debajo de treinta sus latidos cardíacos en posición de reposo.
Al volver a Nueva York, yo apenas daba crédito al hecho de que nos hubiésemos separado. Tal vez nuestra convivencia se había vuelto imposible, pero la que poseía mi mujer me seguía pareciendo el mejor tipo de inteligencia, y sus juicios orales y estéticos seguían siendo para mí los únicos que contaban. El olor de su piel y su cabello eran reconfortantes, irreemplazables, los mejores. Deplorar la imperfección ajena siempre había sido nuestro deporte. Me resultaba inconcebible no volver a oler nunca a mi esposa.
El verano siguiente fuimos de acampada al oeste. Yo envidiaba francamente la nueva vida occidental de mi mujer y también quería sumergirme en la naturaleza, ahora que se me había despertado la conciencia ecológica. Durante un mes, los dos seguimos la nieve que se fundía a lo largo de las Rocosas y las Cascade, y regresamos al sur cruzando el campo más desierto que pudimos encontrar. Considerando que estuvimos juntos las veinticuatro horas una semana entera, compartiendo una pequeña tienda y aislados de todo contacto social, convivimos notablemente bien.
Lo que me asqueaba y me enfurecía eran los demás seres humanos del planeta. El aire fresco, el olor de los abetos, los torrentes de nieve derretida, las colombinas y los altramuces, las vislumbres de alces de tobillos finos eran sensaciones agradables, pero no intrínsecamente más que un gin martini o un filete bien curtido. Para entregar realmente sus mercancías, el oeste también tenía que ajustarse a mi deseo de que fueran incontaminadas e impolutas. Conducir por una carretera desierta, a través de colinas despobladas, era una forma de volver a conectar con las fantasías infantiles de que eras un aventurero especial, o de sentirte de nuevo como los niños en Narnia, como los héroes de la Tierra Media. Pero árboles grandes como casas no estaban perfilando Narnia detrás de una cortina de frondoso arbolado. Frodo Bolsón y sus compatriotas nunca tuvieron que compartir campamento con cuarenta y cinco idénticos Compañeros del Anillo que llevaban parkas Gore-Tex. Cada risco en la carretera abierta se asomaba a nuevos panoramas de monocultivos de irrigación intensiva, laderas excavadas por la minería y aparcamientos llenos de coches de amantes de la naturaleza. Para huir de las multitudes, mi mujer y yo dábamos grandes vueltas por carreteras secundarias, llenas de curvas pronunciadas, y al final desembocábamos en polvorientas carreteras madereras, sembradas de estiércol de caballo. Y allí —¡cuidado!— aparecía un extraño payaso con su bici de montaña. Y por allá arriba pasaba el Delta Flight 922 a Cincinatti. Y acá surgía una docena de boy scouts con cantimploras tintineantes y mochilas grandes como neveras. Mi mujer tenía que ocuparse de sus energías cardiovasculares, pero yo estaba libre para sufrir todo el santo día: ¿eran voces humanas las que se oían allí delante? ¿Aquello al pie del árbol era un pedazo de papel de plata? O, oh, no, ¿aquellas voces humanas nos seguían?
Me quedé en Colorado un par de meses más, pero estar en las montañas me resultaba ya insoportable. ¿Para qué visitarlas y ver cómo se degradaban los últimos hermosos parajes silvestres, y odiar a mi propia especie y pensar que yo también aportaba mi granito de arena a aquella destrucción? En otoño volví al este. Las ecologías orientales, en concreto la de Filadelfia, tenían la virtud de estar ya estropeadas. Aliviaba mi conciencia de contaminador acostarme, como si dijéramos, en una cama que yo había ayudado a hacer. Y la cama ni siquiera estaba tan mal. A pesar de todos los ultrajes que había sufrido, la tierra de Pensylvannia seguía siendo descontroladamente verde.
No podía decirse lo mismo de nuestro planeta conyugal. Allí había llegado el momento de tomar una decisión definitiva; cuanto más la pospusiera, tanto mayor sería el daño que causaría. Nuestra provisión de años, en apariencia ilimitada, para tener hijos, por ejemplo, de pronto había disminuido de una forma alarmante, y titubear incluso durante unos pocos años más lo convertiría en una catástrofe permanente. Y, sin embargo, ¿qué decisión tomar? En aquella fecha tardía, parecía que sólo me quedaban dos opciones. O bien intentaba cambiar radicalmente —dedicarme a hacer feliz a mi mujer, tratar de ocupar menos espacio y ser, si fuese necesario, un padre a tiempo completo— o tenía que divorciarme.
Sin embargo, intentar un cambio radical era tan apetecible (y era tan probable que ocurriera) como ofrecerme voluntario para la tediosa y artesanal sociedad posconsumista que los «ecologistas profundos» nos dicen que es la única esperanza a largo plazo para los habitantes de la Tierra. Aunque yo seguía el juego de arreglar y curar, y a veces creía en él, una parte interesada de mí mismo llevaba mucho tiempo alentando los problemas y aguardando, con una seguridad tranquila, a que la calamidad final nos devorase. Tenía viejos diarios donde transcribía peleas tempranas que eran textualmente iguales que las peleas que estábamos librando diez años después. Conservaba una copia en papel de calco de una carta que yo le había escrito a mi hermano Tom en 1982, después de que yo hubiese anunciado mi compromiso matrimonial a mi familia y de que Tom me hubiera preguntado por qué mi novia y yo no vivíamos simplemente juntos hasta ver cómo iban las cosas; y yo le contesté que, en el sistema hegeliano, un fenómeno subjetivo (verbigracia, el amor romántico) no llegaba a ser, hablando con propiedad, «real» hasta que tenía lugar en una estructura objetiva, y que por consiguiente era importante que lo individual y lo cívico se sintetizasen en una ceremonia de compromiso. Tenía fotos de la boda, antes de dicha ceremonia, en las que mi mujer parecía beatífica y a mí se me veía ceñudo, mordiéndome el labio y cruzando muy fuerte los brazos sobre el pecho.
Pero renunciar al matrimonio no era menos impensable. Era posible que fuéramos infelices porque estábamos atrapados en una mala relación, pero también era posible que no fuésemos felices por otras razones, y teníamos que tener paciencia e intentar ayudarnos mutuamente. Por cada duda documentada en el registro fósil, yo encontraba una carta antigua o una reseña de diario en las que hablaba del matrimonio con una certeza dichosa, como si hubiéramos estado juntos desde la formación del sistema solar, como si los dos siempre hubiésemos existido y siempre existiríamos. El chiquillo flaco y con esmoquin que aparece en las fotos de nuestra boda, una vez terminado el casamiento, parecía inconfundiblemente loco por su novia.
De modo que había que estudiarlo más a fondo. El registro fósil era ambiguo. El consenso científico liberal era interesado. ¿Seríamos felices, quizá, en otra ciudad? Viajamos para comprobarlo a San Francisco, Oakland, Portland, Santa Fe, Seattle, Boulder, Chicago, Utica, Albany, Siracusa y Kingston, Nueva York, y descubrimos defectos en todas. Mi mujer volvió para reunirse conmigo en Filadelfia y yo pedí un préstamo con interés a mi madre y alquilé una casa de tres pisos y cinco habitaciones en la que ninguno se encontraba a gusto a mediados de 1993. Subarrendé un sitio para mí en Manhattan que luego, por un sentimiento de culpa, cedí a mi mujer. Volví a Filadelfia y alquilé un tercer espacio, esta vez apropiado para trabajar y dormir, de tal modo que ella pudiera disponer de las cinco habitaciones de la casa, si las necesitaba, al regresar de Filadelfia. Nuestra hemorragia económica a finales de 1993 se parecía mucho a la política energética del país en 2005. Nuestra determinación de aferramos a sueños insostenibles era coherente con —quizá incluso idéntica a— nuestro empeño en alcanzar la bancarrota lo más rápidamente posible.
Hacia Navidad nos quedamos sin dinero. Cancelamos los alquileres y vendimos los muebles. Yo me quedé con el coche viejo, ella se llevó el portátil nuevo, yo dormía con otras personas. Impensable y horrible y ardientemente deseado: nuestro pequeño planeta estaba en ruinas.
Un elemento básico de la conversación de mi familia en la mesa a mediados de los setenta era el divorcio y el nuevo matrimonio del jefe de mi padre en los ferrocarriles, el señor German. Como nadie de la generación de mis padres ni de sus vastas familias se había divorciado nunca, ni tampoco lo había hecho ninguna de sus amistades, los dos se armaron de valor para decidir que no conocerían a la segunda esposa de German. Compadecían exhaustivamente a la primera, la «pobre Glorianna», que había sido tan dependiente de su marido que ni siquiera había aprendido a conducir. Expresaron alivio e inquietud por el abandono por parte de German de las partidas de bridge en el club los sábados por la noche, pues German jugaba mal pero Glorianna se quedaba ahora sin vida social. Una noche, mi padre volvió a casa y dijo que aquel día, a la hora del almuerzo, había estado a punto de perder su empleo. En el comedor de ejecutivos, mientras German y sus subordinados hablaban de cómo se valoraba el carácter de una persona, mi padre se sorprendió a sí mismo comentando que él juzgaba a un hombre por la manera en que jugaba una partida de bridge. Yo no era lo bastante mayor para entender que no era por eso por lo que había estado a punto de perder su empleo, o que condenar al señor German y compadecer a Glorianna eran maneras que tenían mis padres para hablar de su propio matrimonio, pero comprendí que dejar a tu mujer por otra más joven era la clase de acto despreciable y egoísta que haría un pésimo jugador de bridge.
En aquellos años, otra conversación recurrente, emparentada con ésta, era el odio que mi padre profesaba a la Agencia de Protección del Medio Ambiente. La joven agencia había dictado normas complicadas sobre contaminación del suelo, residuos tóxicos y erosión de las riberas fluviales, y mi padre consideraba que algunas de las medidas no eran razonables. Pero lo que de verdad le enfurecía eran los que las aplicaban. Noche tras noche llegaba a casa sulfurado por aquellos «burócratas» y «académicos», aquellos arbitrarios «tal y cual» que no se molestaban en ocultar lo moral e intelectualmente superiores que se sentían con respecto a las empresas que controlaban, y que no creían que debiesen explicaciones, o ni siquiera una cortesía elemental, a personas como mi padre.
Lo extraño era lo mucho que se asemejaban los valores de mi padre a los de sus enemigos. La legislación medioambiental avanzada de aquella época, que incluía la ley sobre la pureza del aire y el agua, y la ley sobre especies en peligro de extinción, había recabado el apoyo del presidente Nixon y de los dos partidos en el Congreso precisamente porque la aprobaban los viejos protestantes que, como mis padres, aborrecían el desperdicio y hacían sacrificios por el futuro de sus hijos, respetaban las obras de Dios y abogaban por responsabilizarse de los desastres perpetrados. Pero el fermento social que dio origen al primer Día de la Tierra, en 1970, desató infinidad de otras energías —el incivismo de aquellos «tal y cual», las agradables conquistas personales del señor German, el culto de la individualidad— que eran contrarias a la antigua religión y a la postre la derrotaron.
Desde luego, como individuo empeñado en realizarse que yo era en los noventa, tenía problemas con la lógica desinteresada de mis padres. ¿Por qué privarme de un placer asequible? ¿Por qué darme duchas más frías y más cortas? ¿Por qué mantener conversaciones telefónicas angustiadas con mi mujer, ya separados, sobre el tema de no haber tenido hijos? ¿Por qué esforzarme en leer las tres últimas novelas de Henry James? ¿Por qué ser consciente de la selva tropical amazónica? La ciudad de Nueva York, a la que volví para quedarme en 1994, se estaba convirtiendo de nuevo en un lugar muy agradable para vivir. Las Catskill y Adirondack cercanas estaban mejor protegidas que las Rocosas y Cascade. Central Park, en proceso de replantación financiada por neoyorquinos pudientes, parecía más verde cada primavera, y las otras personas que paseaban por allí no me enfurecían: aquello era una ciudad, se suponía que tenía que haber otra gente. Una noche de mayo de 1996, atravesé los céspedes mullidos y recién restaurados del parque para ir a una fiesta donde vi a una mujer guapa y muy joven, torpemente de pie en un rincón, detrás de una lámpara de pie que estuvo a punto de derribar dos veces, y me sentí tan liberado que no recordé ni una sola razón que me impidiese presentarme y, en su momento, proponerle una cita.
La antigua religión estaba acabada. Sin su apoyo cultural, el culto a la naturaleza del movimiento de defensa del medio ambiente nunca iba a galvanizar a audiencias masivas. John Muir, que escribía en San Francisco en una época en que podías viajar a Yosemite sin penalidades y tener aún el valle a tu disposición para un recreo espiritual, fundó una religión que exigía un gran espacio de campo desierto para cada practicante. Ni siquiera en 1880 había suficiente espacio por donde moverse. En realidad, durante los ochenta años siguientes, hasta que Rachel Carson y David Brower activaron sus alarmas populistas, la conservación de la naturaleza era un territorio teóricamente reservado a las élites. La organización fundada por Muir para defender su amada Sierra era un Club, no una Alianza. Henry David Thoreau, cuyo amor por los pinos era romántico, si no descaradamente sexual, llamó «alimañas» a los obreros que los talaban. Para Edward Abbey, que fue el raro escritor ecologista con el coraje de la misantropía, el atractivo de la Utah suroriental residía, francamente, en que su desierto era inhóspito para el gran rebaño de norteamericanos que eran incapaces de entender y respetar el mundo natural. Bill McKibben, licenciado en Harvard, completó su apocalíptico The End of Nature (en donde comparaba su propia reverencia hacia la naturaleza con el «hobby» superficial que representa para la mayoría de la gente aficionada al aire libre) con un libro sobre la inferioridad de la televisión por cable ante los placeres eternos de la vida en el campo. Para Verlyn Klinkenborg, el frívolo profesional cuyo trabajo consiste en recordar a los lectores del New York Times que la primavera sigue al invierno y el verano sigue a la primavera, y que sinceramente ama las extensiones de nieve y las cuerdas de empacar, el resto de la humanidad es una mancha lejana y notable por su «venalidad» e «ignorancia».
Y así, en cuanto la agencia medioambiental hubo remediado los desastres más monumentales del país, cuando las nutrias de mar y los halcones peregrinos se salvaron de una extinción casi segura, en cuanto los norteamericanos tuvieron una dosis desagradable de normas al estilo europeo, el movimiento ecológico empezó a parecer otro más de los intereses especiales ocultos en las faldas del partido Demócrata. Entre sus miembros había acaudalados entusiastas de la naturaleza, misántropos que clavaban púas en los árboles, empollones defensores de valores desfasados (el ahorro, la previsión), adalides de abstracciones políticamente incombustibles (el bienestar de nuestros bisnietos), profetas de advertencias estridentes sobre riesgos invisibles (el calentamiento global) y peligros exagerados (el amianto en los edificios públicos), reprensores tediosos del consumismo, abogados de hechos y de políticas en la era de la imagen, una circunscripción ruidosamente orgullosa de su negativa a transaccionar con otras. Bill Clinton, el primer presidente de la generación del baby boom, detectaba muy bien a los canallas. A diferencia de Richard Nixon, que había creado la Agencia Medioambiental, y a diferencia de Jimmy Cárter, que había destinado más de diez millones de hectáreas en Alaska a crear una reserva natural permanente, Clinton necesitaba el Club Sierra menos de lo que éste le necesitaba a él. En el noroeste del Pacífico, en tierras que pertenecían al pueblo norteamericano, el servicio forestal de Estados Unidos estaba gastando millones de dólares de los contribuyentes en construir carreteras para compañías madereras multinacionales que estaban talando espléndidos bosques primigenios y obteniendo unos pingües beneficios, conservando un puñado de empleos para leñadores que pronto lo acabarían perdiendo, y enviando por barco a Asia gran parte de la madera para su procesado y venta. Cabría pensar que este tema era un perdedor automático en el mundo de las relaciones públicas, pero grupos como el Club Sierra decidieron librar la batalla fuera de la vista del público, en los tribunales federales, donde sus victorias solían ser pírricas; y el presidente del baby boom, cuya necesidad de amor no la saciaban los abetos Douglas o el cárabo del norte, pero que quizá pudieran satisfacerla los leñadores, pronto añadió el exterminio de los bosques vírgenes del noroeste a una larga lista de reveses relacionados: una NAFTA ecológicamente desdentada, la metástasis del crecimiento de los barrios residenciales, el descenso del promedio nacional de eficiencia energética en el transporte, el triunfo de los todoterreno, la disminución acelerada de los caladeros mundiales, la derrota por 95-0 en el Senado del Protocolo de Kioto, etc., en la década en que dejé a mi mujer, inicié una relación con una chica de veintisiete años y empecé a divertirme de lo lindo.
Entonces murió mi madre y fui a observar pájaros por primera vez en mi vida. Fue en el verano de 1999. Estaba en Hat Island, una franja boscosa de gravilla dividida en parcelas para casitas de fin de semana, cerca de la ciudad obrera de Everett, Washington. Había águilas, martín pescadores, gaviotas Bonaparte y docenas de gorriones idénticos que, por muchas veces que los estudiase, seguían pareciéndose a seis especies distintas de gorriones en la guía que estaba utilizando. Bandadas de jilgueros explotaban brillantemente sobre los riscos soleados de la isla, como algo ceremonial y japonés. Vi mi primer carpintero norteño y gocé su confusión aparente con el tipo de ave que era. De un plumaje distinto al del pájaro carpintero, como una tórtola plañidera con pintura de guerra, volaba en picado, a la manera típica de su especie, un centelleo de rabadilla blanca, desde una identidad indefinida a otra. Tenía una forma de aterrizar en todas partes que producía un pequeño estrépito. Su belleza escorada me recordaba a mi antigua novia, a la que había divisado enredada con una lámpara de pie y por la que aún sentía un gran cariño, aunque ahora desde una prudente distancia.
Desde entonces había conocido a una escritora californiana, que se describía como «loca por los animales», un poco mayor que yo, que no tenía un interés visible en quedarse embarazada ni en mudarse a Nueva York. En cuanto me enamoré de ella, empecé a intentar cambiarle su personalidad para que se pareciese más a la mía; y aunque, un año más tarde, este esfuerzo no cosechó resultados, al menos no tuve que preocuparme de haber arruinado de nuevo una vida ajena. La californiana ya era veterana de un matrimonio desastroso. Su indiferencia ante la idea de tener hijos me ahorró tener que consultar mi reloj cada cinco minutos para ver si había llegado el momento de tomar mi decisión sobre su futuro reproductivo. El que quería hijos era yo. Y, siendo un hombre, me podía permitir un plazo más largo.
El último día que pasé con mi madre, en la casa de mi hermano en Seattle, me hizo la misma pregunta una y otra vez: ¿estaba yo lo bastante seguro de que la californiana era la mujer con la que acabaría quedándome? ¿Creía yo que probablemente nos casaríamos? ¿No estaba ella divorciada todavía? ¿Quería tener un hijo? ¿Y yo? Mi madre deseaba tener un atisbo de cómo sería mi vida cuando ella ya no estuviera. Había visto a la californiana una sola vez, en un ruidoso restaurante de Los Ángeles, pero quería pensar que nuestra historia continuaría y que ella había contribuido un poco a que así fuese, aunque sólo fuera expresando la opinión de que la californiana ya debería haberse divorciado. A mi madre le gustaba participar en las cosas, y tener opiniones rotundas era una forma de que no te excluyeran. En cualquier momento dado de los veinte últimos años de su vida, se podía descubrir a familiares afincados en las tres zonas horarias preocupados por dichas opiniones o declarando en voz alta que les tenían sin cuidado o telefonéandose para pedirse consejo sobre cómo tomarlas.
Evidentemente, quien se imaginara que AMA A TU MADRE era una buena pegatina ecológica para el parachoques no tenía una madre como la mía. Bien entrados los noventa, al seguir a Subarus o Volvos provistos de esta exhortación y su correspondiente foto de la Tierra, me sentía oscuramente intimidado por ellas, como si el mensaje fuera «La naturaleza se pregunta por qué no ha sabido nada de ti desde hace casi un mes», o «Nuestro planeta desaprueba rotundamente tu estilo de vida», o «La Tierra detesta fastidiar, pero…». Como el mundo natural, mi madre no gozaba de plena salud por la época en que nací. Tenía treinta y ocho años, había tenido tres abortos sucesivos y llevaba un decenio padeciendo una colitis ulcerativa. No me llevó al parvulario porque no quería separarse de mí ni siquiera unas horas a la semana. Sollozó terriblemente cuando mis hermanos se fueron a la universidad. Una vez se hubieron ido, sobrellevé durante nueve años la condición de último objeto a mano de sus ansias, frustraciones y críticas maternales, con lo cual me alié con mi padre, avergonzado por la emotividad de mi madre. Empecé poniendo los ojos en blanco ante todo lo que ella decía. A lo largo de los veinticinco años siguientes, a medida que ella iba sufriendo una flebitis aguda, una embolia pulmonar, dos intervenciones en la rodilla, una rotura de fémur, tres operaciones ortopédicas diversas, la enfermedad de Raynaud, una artritis, dos colonoscopias anuales, tests mensuales de coágulos de sangre, una hinchazón extrema esteroidal facial, una insuficiencia cardíaca congestiva y un glaucoma, muchas veces sentía por ella una compasión intensa y procuraba decir las cosas convenientes y ser un hijo como es debido, pero hasta 1996, cuando le diagnosticaron un cáncer, no empecé a hacer lo que me recomendaban aquellas pegatinas.
Murió en Seattle una mañana de viernes. La californiana, que estaba previsto que llegara aquella noche y pasara varios días acompañando a mi madre, acabó sola conmigo durante una semana en la casa de veraneo de mi hermano en Hat Island. Yo rompía a llorar cada pocas horas, lo que tomé como un síntoma de que estaba asimilando mi congoja y pronto la superaría. Me sentaba en el césped con los prismáticos y observaba a un escribano rascando vigorosamente en la maleza, como alguien que disfrutase realmente la jardinería. Me agradaba ver a paros de lomo castaño brincando en coníferas, pues según la guía las coníferas eran su hábitat favorito. Confeccioné una lista de las especies que veía.
A mediados de semana, sin embargo, había encontrado un pasatiempo más absorbente: empecé a dar la lata a la californiana sobre la posibilidad de tener hijos y sobre el hecho de que aún no se hubiese divorciado. Al estilo de mi madre, que había poseído dotes corrosivas contra la sensibilidad de la gente con la que estaba descontenta, reuní y recopilé todos los defectos y flaquezas que la californiana me había confesado privadamente, y le demostré que todas aquellas deficiencias interrelacionadas le impedían decidir, de inmediato, si llegaríamos a casarnos y si ella quería tener hijos. Al final de la semana, siete días completos después de la muerte de mi madre, seguro de que había superado lo peor de mi aflicción, me enfadó y desconcertó que la californiana no quisiera trasladarse a Nueva York ni intentar a toda prisa quedarse embarazada. Mi enfado y mi perplejidad aumentaron cuando un mes más tarde ella voló a Santa Cruz y se negó a tomar un avión de vuelta.
En mi primera visita a la cabaña en que vivía, en las montañas de Santa Cruz, observé ánades reales nadando en el río San Lorenzo. Me asombró la frecuencia con que un macho y una hembra se emparejaban, el uno pegado al otro mientras husmeaba entre las hierbas. Yo no tenía intención de prescindir de filetes y beicon, pero después de aquel viaje, como prueba de vegetarianismo, decidí no comer más pato. Pregunté a mis amigos qué sabían de los patos. Todos coincidieron en que eran animales hermosos; varios incluso comentaron que no eran buenas mascotas.
En Nueva York, mientras la californiana se refugiaba de mí en la cabaña, yo bullía de opiniones rotundas. Lo único que yo quería era que ella y yo estuviéramos en el mismo sitio, y yo habría ido con gusto a California si ella me hubiera dicho francamente que no pensaba volver a Nueva York. Cuantos más meses pasaban sin que se produjera un embarazo, más agresivo me volvía pidiendo que viviéramos juntos, y cuanto más agresiva era mi petición, tanto más huidiza se volvía la californiana, hasta que pensé que no me quedaba otra alternativa que darle un ultimátum que ocasionó una ruptura, y después otro ultimátum más definitivo, lo que generó una ruptura más definitiva, seguida de un ultimátum ultimísimo, que originó una ruptura ultimísima, poco después de la cual salí a pasear por el lago de Central Park inferior y vi unos ánades reales, macho y hembra, nadando y fisgando juntos en las hierbas, y se me saltaron las lágrimas.
Hasta alrededor de un año más tarde, después de que la californiana hubiera cambiado de opinión y viniese a Nueva York, no afronté la realidad biológica y me reconocí a mí mismo que no íbamos a tener un hijo. E incluso entonces pensé: nuestra convivencia es buena ahora, pero si alguna vez tengo ganas de probar una vida distinta con otra mujer, tendré preparada una vía de escape distinta de la actual: «¿No he dicho siempre que quería tener hijos?». Sólo después de cumplir los treinta y cuatro, que era la edad de mi padre cuando yo nací, empecé a preguntarme por qué, si tanto me apetecía tener hijos, había optado por cortejar a una mujer cuya indiferencia ante esta perspectiva había sido clara desde el principio. ¿Era posible que sólo quisiera hijos de aquella mujer concreta, puesto que la amaba? En cualquier caso, resultaba evidente que mi deseo de paternidad era intransferible. Yo no era Enrique VIII. No se trataba de que yo considerase que la fertilidad era un adorable rasgo de personalidad o un cimiento prometedor para toda una vida de grandes conversaciones. Por el contrario, al parecer topaba con montones de aburridísimas personas fértiles.
Por último, hacia Navidad, llegué a la triste conclusión de que mi vía de escape preparada se había desvanecido. Quizá encontrase otra más adelante, pero aquélla ya no existía. Durante una temporada, en la cabaña de la californiana, pude hallar un consuelo temporal en asombrosas cantidades de aquavit, champán y vodka. Pero era Año Nuevo, y afronté la cuestión de qué haría con mi vida durante los siguientes treinta años sin hijos; y a la mañana siguiente me levanté temprano y fui a buscar al ánade silbón euroasiático que había sido localizado al sur del condado de Santa Cruz.
Mi relación con los pájaros había comenzado de una forma inocente: un encuentro en Hat Island, una mañana en que compartí los prismáticos con amigos en Cape Cod. No fui introducido formalmente en la materia hasta el caluroso sábado de primavera en que la hermana y el cuñado de la californiana, dos serios ornitólogos aficionados, que visitaban Nueva York para observar la migración primaveral, me llevaron de paseo a Central Park. Empezamos en el Belvedere Castle, y allí mismo, sobre un suelo recubierto de mantillo, detrás de la estación meteorológica, vimos a un pájaro con la forma de un petirrojo pero de pecho claro y el plumaje de tonos rojizos. Un tordo, dijo el cuñado.
Yo ni siquiera había oído hablar de los tordos. Las únicas aves en que me había fijado durante mis centenares de paseos por el parque eran las palomas, los ánades reales y, desde cierta distancia, los aguiluchos de Jamaica, que estaban anidando y se habían convertido en un espectáculo muy celebrado. Era extraño ver a un tordo forastero y nada famoso dando saltitos a la vista de todos, a metro y medio de un sendero concurrido, un día en que la mitad de Manhattan tomaba el sol en el parque. Me sentí como si toda mi vida me hubiera equivocado respecto a algo importante. Seguí a mis acompañantes hacia el Ramble con una incredulidad gratamente absorta, como en un sueño en el que amarillitos de Virginia y colirrojos y currucas azules y verdes de pecho negro hubiesen sido colocados como ornamentos en el follaje urbano, y un equipo de filmación hubiera sobrepasado tanagras y tomeguines como rollos de cinta aislante, y reinitas horneras estuviesen correteando por las laderas erosionadas del Ramble como diminutos rezagados de un desfile de disfraces en la Quinta Avenida: como si aquellos pájaros fueran momentáneos desechos brillantes y enseguida fuesen a limpiar el parque para dejarlo reconocible de nuevo.
Y así era. En junio, la migración se había terminado; los pájaros cantores ya no volaban toda la noche para llegar a Nueva York al alba, ver desoladas extensiones de aceras y ventanas y dirigirse al refugio del parque. Pero aquella tarde de sábado me había enseñado a prestar más atención. Empecé a asignarles más minutos cuando tenía que cruzar el parque para ir a algún sitio. En el campo, desde las ventanas de moteles genéricos, miraba las eneas y zumaques junto a pasos elevados de carreteras nacionales y lamentaba no haberme llevado unos prismáticos. Una vislumbre de maleza tupida o una orilla rocosa me daba una sensación de exuberancia, de que el mundo estaba lleno de posibilidades. En todas partes había aves que contemplar, y poco a poco descubrí las mejores horas (las matutinas) y los lugares mejores (cerca de un paraje con agua) para observarlas. Incluso entonces me ocurría a veces que atravesaba el parque sin ver ningún pájaro más raro que un estornino, literalmente ninguno, y me sentía abandonado, ofendido y despechado. (¿Dónde estaban los estúpidos pájaros?). Pero después, más avanzada la semana, veía una agachadiza moteada junto al Turtle Pond, o una serreta grande en el Reservoir, o una garza verde en una pista de tierra junto al Bow Bridge, y me sentía feliz.
Los pájaros eran lo que quedaba de los dinosaurios. Aquellas montañas de carne cuyos huesos petrificados se exponían en el Museo de Ciencias Naturales habían hecho una readaptación espléndida a lo largo de los siglos y ahora se les veía viviendo en forma de oropéndolas en los sicomoros del otro lado de la calle. Como soluciones al problema de la existencia terrenal, los dinosaurios habían sido bastante grandes, pero los víreos de cabeza azul, las currucas de Kentucky y los gorriones de cuello blanco —de plumas claras, huesos huecos y llenos de trinos— fueron aún más grandes. Las aves eran como la perfección de los dinosaurios. Tenían una vida corta y largos veranos. Todos deberíamos tener la suerte de dejar herederos semejantes.
Cuanto más observaba a los pájaros, tanto más lamentaba no haberles conocido antes. Me parecía una tristeza y un desperdicio que hubiera pasado tantos meses en el oeste, de acampada y senderismo entre perdices y solitarios y otras aves fantásticas y que en todo aquel tiempo sólo hubiese avistado y recordado a uno: un zarapito de pico largo en Montana. ¡Qué diferente habría sido mi matrimonio si hubiera podido ir a observar pájaros! ¡Cuánto más tolerable las aves acuáticas europeas habrían hecho el año que pasamos en España!
Y qué extraño, ahora que lo pienso, que hubiera crecido indemne a la influencia de Phoebe Snetsinger, la madre de uno de mis condiscípulos de Webster Grove, que más tarde se convirtió en la observadora de aves más famosa del mundo. En 1981, después de que le diagnosticaran una metástasis de un melanoma maligno, Snetsinger decidió consagrar los meses que le quedaban de vida a una observación verdaderamente seria, y durante las dos décadas siguientes, en el curso de repetidas remisiones y recurrencias, vio más especies que ningún otro ser humano antes o después de ella; su lista incluía ocho mil quinientas cuando se mató en un accidente de tráfico mientras buscaba rarezas en Madagascar. En los años setenta, mi amigo Manley había sentido la influencia de Snetsinger. Terminó el instituto con una lista de más de trescientas especies, y a mí me interesaban más las ciencias que a Manley, y sin embargo nunca apunté con los prismáticos a algo más que el cielo nocturno.
Uno de los motivos de este desinterés era que los mejores observadores de mi instituto eran marihuaneros y consumidores de ácidos. Además, la mayoría eran chicos. Observar aves no era necesariamente una actividad para empollones (los empollones no venían a clase alucinando), pero la escena asociada con ella no era la idea que yo tenía de algo emocionante. O romántico. Caminar diez horas por campos y bosques, observando a ratos a los pájaros, sin hablar de nada más que de ellos y pasar así un sábado, era asombrosamente similar, como experiencia social, a cocerse con alcohol o drogas.
Lo cual, por sí mismo, podría haber sido una de las razones por las que, al año siguiente a mi primer encuentro con un tordo, cuando mis observaciones empezaron a hacerse más frecuentes y prolongadas, tenía una sensación repulsiva de vergüenza por lo que estaba haciendo. Incluso cuando estaba aprendiendo sobre las gaviotas y los gorriones, me cuidaba, en Nueva York, de no llevar los prismáticos colgados de una correa, sino de llevarlos discretamente en una mano, y si llevaba una guía al parque me cercioraba de que la portada, que tenía la palabra PÁJAROS en letras grandes, estuviera boca abajo. En un viaje a Londres, mencioné a un amigo, un redactor editorial que se viste con mucho estilo, que había visto a un pájaro carpintero comiendo hormigas en Hyde Park, y él puso una cara horrible y dijo: «Oh, Cristo, no me digas que eres un mirón de pájaros». Una amiga norteamericana, redactora de una revista de diseño, y que también viste con elegancia, se llevó asimismo las manos a la cabeza cuando le dije que había estado observando pájaros.
—No, no, no, no —dijo—. No serás uno de ésos.
—¿Por qué no?
—Porque… aj. Son todos tan… aj.
—Pero si yo lo hago —dije—, y si no soy así…
—¡Ahí está! —dijo ella—. Te vas a volver así. Y entonces no querré volver a verte.
Ella hablaba en parte de accesorios como el arnés elástico que los observadores atan a los prismáticos para mitigar la tensión en el cuello, y cuyo apodo, me temo, es «sujetador». Pero el espectro realmente perturbador en que mi amiga pensaba era en la sinceridad inerme de los observadores. La vacuidad de lo que buscaban. Su tan pública sed de observar. El problema era menos agudo en el sombreado Ramble (cuyos recodos, significativamente, son populares tanto para la observación diurna de aves como para los ligues gays nocturnos); pero en los lugares muy públicos de Nueva York, como en el Bow Bridge, yo no soportaba mantener los prismáticos pegados a los ojos más de unos segundos. Era demasiado embarazoso sentir, o imaginar, que neoyorquinos más protegidos estaban contemplando mis éxtasis privados.
Y en consecuencia fue en California donde la cuestión «alzó el vuelo». Mis furtivas reuniones de horas dieron paso a escapadas de un día que yo pasaba abiertamente mirando pájaros con el sujetador puesto. Ponía el despertador en la cabaña a horas espeluznantes. Hacer juegos malabares con la palanca de cambios y un termo de café cuando la carretera está todavía gris y desierta, adelantarte a todo el mundo, no ver faros en la carretera de la costa del Pacífico, ser el único coche aparcado en el parque estatal del Rancho del Oso, estar ya en tu puesto cuando los pájaros empiezan a despertarse, oír sus gorjeos en los saucedales, las marismas saladas y el prado cuyos robles dispersos están constelados de epifitos, presentir inminente y localizable la belleza colectiva de las aves: qué delicia era todo aquello. En Nueva York, cuando no había dormido suficiente, me dolía la cabeza todo el día; en California, después de la primera mirada matutina a un pinzón hurgando o a un negrón que se sumerge, me sentía conectado con un goteo gratamente calibrado de velocidad. Los días pasaban como horas. Me movía al mismo ritmo que el sol en el cielo; casi percibía la rotación de la Tierra. Eché una cabezada breve y dura en mi coche y al despertar vi a dos águilas reales escarbando arrogantes en una ladera. Paré en un comedero para buscar mirlos tricolores y de cabeza amarilla entre mil pájaros más plebeyos, y lo que vi en su lugar, cuando la multitud alzó un vuelo defensivo, fue un esmerejón que se posaba en un depósito de agua. Caminé una milla por bosques prometedores y no vi prácticamente nada, un tordo en retirada, algún reyezuelo ordinario, y entonces, justo cuando estaba recordando la monumental pérdida de tiempo que era perseguir pájaros, los bosques se llenaron de trinos, de algo fresco en cada rama, y durante los quince minutos siguientes cada movimiento similar al de un ave fue un regalo que desenvolver —un tirano occidental, un tordo de MacGillivray, un trepador pigmeo—, y después, con igual celeridad, la ráfaga cesó, como una inspiración o un éxtasis, y los bosques se quedaron silenciosos.
Siempre, en el pasado, había considerado un fracaso la tarea de que me satisficiera la belleza de la naturaleza. Haciendo senderismo en el oeste, mi mujer y yo algunas veces habíamos llegado a cumbres incontaminadas por otros excursionistas, pero incluso entonces, cuando la excursión era perfecta, me preguntaba: «¿Y ahora qué?». Y saca una foto. Saca otra. Como un hombre con una novia fotogénica a la que no amaba. Como si, insatisfecho yo mismo, al menos pudiese impresionar a alguien más tarde. Y cuando fotografiar al final se convertía en un acto sin sentido, tomaba fotos mentales. Conseguía que mi mujer conviniese en que tal o cual panorama era increíble, me imaginaba a mí mismo en una película con aquel panorama en segundo plano y a diversas chicas que había conocido en el instituto o en la facultad viendo la película y admirándome; pero nada funcionaba. Los estímulos no pasaban de ser tercamente teóricos, como el sexo con Prozac.
Sólo ahora, cuando la naturaleza se ha convertido en el lugar donde están las aves, entendí por fin de qué iba todo aquello. El escribano de California al que observaba todas las mañanas durante el desayuno, el más corriente de todos los pájaros pardos de tamaño mediano y pequeño, un modesto habitante del suelo y emisor de gorjeos alegres y elementales, me proporcionaba más placer que el Half Dome al amanecer o la costa oceánica en Big Sur. El escribano de California en general, la especie entera, fiablemente uniforme en su plumaje y costumbres, era como un amigo cuya energía y optimismo habían franqueado los límites de un cuerpo único para animar carreteras y jardines traseros a lo largo y ancho de miles de kilómetros cuadrados. Y había otras 650 especies que se criaban en Estados Unidos, una población tan variada en su aspecto y hábitos —grullas, colibríes, águilas, agachadizas, petreles— que, tomada en su conjunto, eran como una compañía con una personalidad de inagotables facetas. Me hacían tan feliz como nada al aire libre me había hecho.
Mi reacción a esta felicidad, naturalmente, fue inquietarme pensando que había caído en las garras de algo enfermizo, nocivo y erróneo. Una adicción. Cada mañana, cuando iba en coche al despacho que me habían prestado en Santa Cruz, luchaba con el apremio de parar «unos minutos» para observar pájaros. Ver uno bonito me inducía a quedarme más tiempo para ver otros más. No ver ninguno interesante me amargaba y consternaba, y la única cura para este estado era asimismo seguir observándolos. Si lograba no parar «unos minutos» y mi trabajo después no salía bien, me ponía a pensar en lo alto que estaba subiendo el sol y en lo estúpido que yo había sido encadenándome a mi escritorio. Finalmente, hacia el mediodía, cogía los prismáticos, momento en el cual la única manera de no sentirme culpable por saltarme un día de trabajo era concentrarme por completo en la cita, abrir una guía encima del volante y comparar por vigésima vez la forma del pico y el plumaje del colimbo del Pacífico y el colimbo de cuello rojo. Si me quedaba atascado detrás de un coche lento o me equivocaba en un giro, echaba pestes, tiraba del volante, aplastaba el freno y pisaba a fondo el acelerador.
Me preocupaba mi problema, pero no podía parar. En viajes de trabajo dedicaba a la observación días enteros en Arizona, Minnesota y Florida, y fue en estos viajes solitarios cuando mi historia con las aves empezó a agravar la congoja misma de la que quería resguardarme. Phoebe Snetsinger, en sus memorias expresivamente tituladas Birding on Borrowed Time[30] ha descrito cuántas grandes guaridas de aves que había visitado en los años ochenta estaban deterioradas o destruidas a fines de los noventa. Conduciendo por nuevas arterias, viendo las extensiones de un valle tras otro, un hábitat tras otro devastado, empezó a afligirme cada vez más la triste suerte de las aves silvestres. Las que viven en el suelo estaban siendo exterminadas a millones por gatos domésticos y asilvestrados, a las de vuelo bajo las atropellaban en calles de urbanizaciones cada vez más expandidas, las de vuelo medio se desmembraban contra las torres para teléfonos móviles y las turbinas de viento, las que volaban alto chocaban con rascacielos brillantemente iluminados o se posaban en «refugios» donde unos hombres con botas se apostaban para matarlas a tiros. En carreteras de Arizona, los coches que más combustible consumen se identificaban mediante banderas estadounidenses y mensajes en pegatinas que rezaban SI NO PUEDES ALIMENTARLOS NO LOS CRÍES. La administración de Bush afirmó que el Congreso nunca tuvo intención de que la ley de protección a las especies en peligro de extinción entorpeciera el comercio si había empleos locales en juego: en efecto, las especies en peligro gozaban de protección oficial sólo en tierras que nadie utilizaba para algún fin comercial. El conjunto del país se había vuelto tan hostil para los desposeídos que gran número de ellos votaban ahora contra sus propios intereses económicos.
La dificultad que tienen las aves, en una atmósfera política así, es que son profundamente pobres. Por expresarlo del modo más enérgico: subsisten gracias a los chinches. También se alimentan de gusanos, semillas, hierbajos, capullos, roedores, pececillos de agua dulce, vegetación de estanques, larvas y desperdicios. Unas pocas especies afortunadas —a las que los observadores llaman «pájaros basurero»— se buscan el sustento en vecindarios urbanos, pero para encontrar especies más interesantes es mejor ir a zonas muy básicas: pozos sépticos, vertederos, marismas malolientes, apartaderos ferroviarios, edificios abandonados, pantanos de alerces, espinos, tundras, marismas con maleza, rocas cubiertas de cieno en lagunas someras, llanuras abiertas de masiegas ásperas, estercoleros de granjas lácteas, ciénagas yermas donde te tuerces el tobillo. Las especies que viven dentro o alrededor de estos guetos para pájaros son bastante afortunadas. Son las aves de gustos más caros, las golondrinas de mar y los chorlitos que se empeñan en poseer una vivienda delante de la playa, los araos y los búhos que anidan en bosques vírgenes, las que acaban yendo a parar a la lista de especies en peligro.
Las aves no sólo quieren utilizar nuestra tierra valiosa, sino que están absolutamente incapacitadas para pagarlo. En Minnesota, al norte de Duluth, una mañana nublada en que la temperatura rondaba los doce grados, vi a un clan de piquituertos de alas blancas, una bandada de silentes rojos, dorados y verdes, que correteaban por la cima de una picea nevada. Pesaban menos de treinta gramos cada uno, habían pasado todo el invierno a la intemperie, destellaba su capa de plumas, las piñas del árbol les parecían obviamente deliciosas y al mismo tiempo que les envidiaba su familiaridad con la nieve me inquietó su seguridad en el futuro lucrativo que ahora planeaban los conservadores de Washington. En este futuro, un pequeño porcentaje de personas ganarán el gran premio —el Lincoln Navigator, la mansión con un atrio de dos pisos y un césped de dos hectáreas, la segunda residencia en Laguna Beach— y a todos los demás les ofrecerán simulacros electrónicos de lujos deseados. La dificultad evidente para los piquituertos en este futuro es que ellos no quieren el Navigator. No quieren el atrio ni los esparcimientos de la Laguna. Lo que quieren son bosques boreales donde puedan abrir piñas con sus picos de loros del norte. Cuando nuestro carbono atmosférico eleve otros cinco grados la temperatura mundial, y cuando los bosques boreales que quedan sin registrar sucumban a insectos envalentonados por los inviernos más cortos, y los piquituertos no tengan donde vivir, la «sociedad de propietarios»[31] no va a ayudarles. Ningún libre comercio global va a mejorar su nivel de vida. Ni siquiera tendrán la alternativa de la lastimosa lotería estatal.
En Florida, en la Laguna Estero, en Fort Myers Beach, donde, según mi guía, era probable que yo encontrase «cientos» de correlimos rojos y de chorlitos Wilson, encontré, en cambio, una canción de Jimmy Buffet sonando en el equipo de sonido del Holyday Inn frente a la playa, y a una bandada de gaviotas holgazaneando en la arena blanca de detrás del hotel. Mientras escudriñaba la bandada para cerciorarme de que se componía totalmente de gaviotas picofinas y gaviotas reidoras, una turista vino a hacer unas fotos. Se acercaba cada vez más, absorta en sus tomas, y la bandada amébicamente se alejaba de ella, algunas gaviotas dando saltitos apresurados y el grupo murmurando incómodo hasta que emitió graznidos de alarma cuando la mujer se les abalanzó con su cámara digital de bolsillo. ¿Cómo podía no darse cuenta de que lo único que las gaviotas querían era que las dejase en paz? Por otra parte, no parecía molestarles Jimmy Buffet. El animal que más deseaba que le dejaran tranquilo era yo. Un poco más adelante, en la playa, buscando todavía las multitudes prometidas de correlimos y chorlitos, topé con un trecho nada atractivo de arena barrosa donde había un puñado de aves costeras más ordinarias, correlimos comunes, semipalmeados y más humildes, con su plumaje invernal gris pardo. Acampados entre torres de apartamentos y hoteles, vigilando la playa con posturas de somnoliento descontento, con la cabeza encogida y los ojos entornados, parecían una pequeña banda de inadaptados. Como una premonición de un porvenir en que todas las aves tendrán que colaborar con la modernidad o ir a morir en algún lugar calladamente. Yo sentía por ellos algo allende el amor. Sentía una identificación absoluta. Las bien adaptadas colonias de palomas y grajos colaboracionistas del sur de Florida, que comen basuras, y los más majestuosos pero igualmente domesticados pelícanos y cormoranes, ahora me parecieron traidores. Fue aquella variopinta banda de modestos correlimos y chorlos en la playa la que me recordó a los seres humanos que prefiero: los que no se adaptan. Aquellos pájaros podían ser o no capaces de emociones, pero yo me sentía como ellos parecían sentirse allí, sitiados, escasos en número, mis amigos parias. Me habían dicho que era malo antropomorfizar, pero ya no recordaba por qué. En todo caso, sólo era antropomórfico verte a ti en otras especies, no verlos a ellos en la tuya. Tener hambre a todas horas, estar loco por el sexo, no creer en el calentamiento global, ser miope, vivir sin pensar en tus nietos, dedicar la mitad de tu vida al acicalamiento personal, estar perpetuamente en guardia, ser compulsivo, esclavo de tus costumbres, ser ávido, que la humanidad no te impresione, preferir a los de tu casta: todas ellas eran maneras de ser como los pájaros. Más tarde, aquella noche, en la pija y necropolita Naples, de Florida, en una acera delante del hotel cuyo ascensor tenía las puertas decoradas con ampliaciones enormes de niños muy monos y la monosilábica exhortación sonríe, divisé a dos adolescentes desafectas, dos chavalitas, con todo su plumaje gótico, y deseé haberlas podido presentar a los marginados gris pardo de la playa.
Volví a Texas unas semanas después de haber escuchado a Al Gore en la Ethical Culture Society. De acuerdo con mi nuevo programa informático de listado de aves AviSys 5.0, el martín pescador verde que yo había visto en la última hora de mi viaje con Manley había sido mi ave norteamericana número trescientas setenta. Estaba cerca del hito satisfactorio de cuatrocientas especies, y la forma más fácil de alcanzarlo sin aguardar a la migración primaveral era ir de nuevo al sur.
También echaba de menos Texas. Para una persona que tiene un problema con los pájaros, había algo extrañamente relajante en el lugar. El valle inferior del río Grande contenía algunos de los parajes más feos que he visto en mi vida: muertas extensiones planas de agricultura industrial y una aglomeración de tres al cuarto partida en dos por la carretera 83, que era un viaducto chapucero flanqueado por carreteras de tres carriles, restaurantes de la cadena Whataburger, almacenes, carteleras proponiendo REJUVENECIMIENTO VAGINAL y LA FE AGRADA A DIOS y NO TIRES BASURA («Llévala a un vertedero»), centros urbanos degradados donde sólo parecían funcionar las zapaterías Payless, y galerías comerciales de falso adobe, tan impecablemente desoladas que era difícil decir si todavía las estaban construyendo o si ya habían sido abiertas y se habían arruinado. Y, sin embargo, para las aves el valle era un destino Michelin de tres estrellas: ¡valía la pena el viaje! Texas era la tierra natal del presidente Bush y del líder de la mayoría de la Cámara Tom DeLay, a ninguno de los cuales les habían tomado nunca por ecologistas; sus terratenientes eran conocidos por su hostilidad a la normativa federal; y no obstante era el estado donde, en un largo periplo en coche, podías avistar doscientas treinta especies en un solo día. Había prósperas Audubon Societies, el operador de giras de observación más grande del mundo, cámpings especiales y parques de caravanas para observadores de aves, veinte festivales de observación cada año y el recorrido costero del Gran Texas, que serpenteaba a lo largo de más de tres mil trescientos kilómetros alrededor de instalaciones petroquímicas, cascos de superpetroleros y gigantescas granjas cítricas, desde Port Charles a Laredo. No parecía que a los texanos les quitase el sueño la división entre cultura y civilización. Hasta los más ardientes amantes de los pájaros en Texas hablaban de ellos colectivamente como «el recurso». A los texanos les gustaba el oxímoron de «gestión de la naturaleza». Les gustaba cazar y consideraban la observación de aves como una versión básicamente no violenta de la caza. Me lanzaron miradas atónitas y desconcertadas cuando les pregunté si se identificaban con los pájaros y sentían una afinidad con ellos, o si, por el contrario, los veían como muy diferentes a ellos. Me pidieron que repitiera la pregunta.
Volé a McAllen. Después de volver a visitar los refugios que descubrí con Manley y de encontrar especialidades como el chotacabras (n.° 374), el mochuelo duende (n.° 379) y el ánade silbón amarillo pardusco (n.° 383), conduje al norte, hasta una franja de tierra estatal donde el vireo de coronilla negra (n.° 388) y el amarillito de Virginia (n.° 390), dos especies amenazadas, delataban servicialmente su ubicación con sus trinos. Un amigo de un amigo de un amigo mío me invitó a recorrer su rancho cerca de Waco, de unas tres mil doscientas hectáreas, y me permitió añadir a dos nuevas especies de correlimos en pantanos que él había creado con fondos cedidos por el gobierno federal. En el King Ranch, cuyas tierras son más grandes que Rhode Island e incluyen cuarenta mil ochocientas hectáreas de un crítico hábitat costero para pájaros cantores migratorios, pagué ciento diecinueve dólares por la oportunidad de ver a mi primer ferruginoso búho duende y mi primer tirano oriental. Al norte de Harlingen, visité a otros amigos de amigos de amigos, un dentista pediátrico y su mujer, que habían creado un refugio natural privado en poco más de dos mil hectáreas de mezquite. La pareja había excavado un lago, convertido antiguos puestos de tiro en atalayas para fotografiar la naturaleza y plantado grandes arriates para atraer a pájaros y mariposas. Me hablaron de sus esfuerzos por reeducar a algunos de sus vecinos terratenientes que, al igual que mis padres en los años setenta, habían sido alienados por burócratas medioambientales. Ser texano era enorgullecerse de la belleza y diversidad de la naturaleza texana, y la pareja creía que era necesario despertar el espíritu conservacionista en la mayoría de los rancheros de Texas.
Esto, por supuesto, era un axioma del movimiento conservacionista —si a la gente le quitas de encima al gobierno, asumirán la responsabilidad gustosos—, y a mí me parecía optimista y potencialmente interesada. A cierta distancia, en Nueva York, a través de la niebla de la política contemporánea, probablemente habría identificado como enemigos al dentista y su mujer, que apoyaban a Bush. Pero la foto, ampliada, era más compleja. De entrada, me gustaban todos los texanos que estaba conociendo. También empezaba a preguntarme si, a pesar de que los pájaros son pobres, no preferirían aprovechar las posibilidades de unos Estados Unidos radicalmente privatizados donde la distribución de la renta es cada vez más desigual, se revoca el impuesto estatal y los rancheros de Texas, orgullosos de sus tierras, pueden conservar sus robledales y vastos matorrales de mezquite y alquilarlos a cazadores pudientes. ¡Sin duda era agradable observar aves en un rancho privado! ¡Lejos de los excursionistas y de los autocares cargados de colegiales! ¡Lejos de los ciclistas, los todoterrenos, los que pasean a perros, los novios que se besuquean, los que tiran basura, los que organizan fiestas, las masas indiferentes a los pájaros! Las vallas que les impedían la entrada no eran un obstáculo para los zorzales y los carrizos.
Así que fue en territorio federal donde conseguí mi especie cuatrocientas. En el pueblo de Rockport, en Arkansas Bay, embarqué en un barco de observación de poco calado, el Skimmer, pilotado por un afable joven, amante del aire libre, que se llamaba Tommy Moore. Los demás pasajeros eran unas ansiosas mujeres de edad y sus callados maridos. Si hubieran estado de excursión en un lugar donde yo había localizado una rareza, quizá no les habría tenido simpatía, pero estaban en el Skimmer para ver aves. Al surcar las aguas someras y gris cemento de la bahía y acercarnos al lugar donde se habían posado una docena de grandes garzas azules —aves tan comunes que yo apenas me fijaba ya en ellas—, las mujeres empezaron a gritar de asombro y placer: «¡Oh! ¡Oh! ¡Qué magníficos pájaros! ¡Oh! ¡Miradlos! ¡Oh, Dios mío!».
Atracamos al lado de una marisma verde de agua salada y bastante extensa. A lo lejos, medio sumergidas en hierbas de San Cristóbal, había dos grullas cantoras adultas cuyos pechos blancos, cuellos largos y robustos y cabezas rojizas reflejaban la luz del sol que después pasó a través de mis prismáticos y cayó en mis retinas, autorizándome a afirmar que la grulla era mi especie número cuatrocientas. Una de ellas estaba encorvada como si le interesase algo en la hierba alta; la otra parecía escudriñar inquieta el horizonte. Su actitud me recordó a aves padres angustiados que había visto en otro lugar —dos urracas en el Ramble aleteando con una cólera enloquecida e inútil mientras un mapache comía sus huevos; un somormujo nervioso y sumamente alerta, sumergido casi hasta el cuello en el agua junto a la orilla de un lago de Minnesota desastrosamente inundado, insistiendo en empollar huevos que no iban abrirse—, y el capitán Moore explicó que algún daño debía de haber sufrido la cría de aquellas grullas; llevaban más de un día posadas en el mismo sitio, y de su pequeño no había el menor rastro.
—¿Podría estar muerto? —preguntó una de las mujeres.
—Los padres no estarían ahí todavía si hubiese muerto —dijo Moore.
Sacó su radio y llamó para informar a la oficina del refugio nacional de Arkansas, donde le dijeron que el biólogo jefe de las grullas estaba ya en camino para investigar el caso.
—De hecho, aquí está —dijo Moore, guardando la radio.
A unos ochocientos metros de distancia, en el extremo más alejado de una charca somera, con la cabeza gacha y moviéndose muy despacio, había la manchita de una figura humana. Verla allí, en un territorio federal rigurosamente protegido, era desconcertante a la manera en que lo sería una jirafa que se entromete en una escena culminante de una película, un tramoyista que pulula por detrás de Jasón y Medea. ¿La humanidad tiene que intervenir en todo? Habiendo pagado treinta y cinco dólares por la entrada, yo esperaba una ilusión más perfecta de la naturaleza.
El biólogo, por su parte, avanzando solo lentamente hacia las grullas con sus botas de goma, no parecía avergonzado en absoluto. Simplemente era su trabajo intentar evitar que las grullas cantoras se extinguiesen. Y, en un sentido, era una tarea bastante imposible. Había en la actualidad menos de trescientas cincuenta grullas cantoras salvajes en todo el planeta, y aunque la cifra representaba una clara mejora con respecto a la población de veintidós que había en 1941, la perspectiva a largo plazo para toda especie con tan pequeña colección de genes era muy sombría. La completa reserva de Arkansas era una capa de hielo derretida de Groenlandia, muy lejana aún de convertirse en apta para el esquí acuático, y una virulenta tormenta, lejos aún de transformarse en un campo de muerte. Sin embargo, como nos informó alegremente el capitán Moore, los científicos habían recogido huevos de los nidos de grullas del oeste de Canadá y los estaban incubando en Florida, donde había ahora una segunda bandada totalmente manufacturada de más de treinta ejemplares, y como las grullas cantoras no conocen de una forma natural el modo de emigrar (cada nueva generación aprende el itinerario siguiendo a sus padres), los científicos estaban intentando enseñar a las grullas de Florida a seguir a un avión hasta un segundo lugar de veraneo en Wisconsin…
Saber que algo está condenado y, no obstante, tratar alegremente de salvarlo: era característico de mi madre. Yo ya había empezado a quererla hacia el final de su vida, cuando llevaba un año sometida a quimioterapia y radiaciones y vivía sola. Admiré su valentía al respecto. Admiré su voluntad de recuperarse y su extraordinaria tolerancia al dolor. Me sentí orgulloso cuando su hermana me dijo: «Tu madre tiene mejor aspecto dos días después de una operación abdominal que yo durante una cena mundana». Admiré su pericia y su conducta implacable en una mesa de bridge, donde adoptaba la misma cara de determinación ceñuda cuando lo tenía todo controlado y cuando sabía que se estaba yendo a pique. El último decenio de su vida, que empezó con la demencia de mi padre y concluyó con su cáncer de colon, le tocaron unas pésimas cartas que ella jugó como una ganadora. Pero incluso hacia el final yo no aguantaba estar con ella más de tres días seguidos. Aunque ella era mí último vínculo viviente con una red de parentescos y tradiciones del medio oeste que empezaría a echar en falta en el momento en que ella muriese, y aunque la última vez que la vi en su casa, en abril de 1999, había aparecido una metástasis y estaba perdiendo peso rápidamente, aun así yo me cuidé de llegar a St. Louis una tarde de viernes y de partir la noche de un lunes. Ella, por su parte, estaba acostumbrada a mis partidas y no se quejó demasiado. Pero pensaba de mí lo que siempre había pensado, que no la querría de verdad hasta que se hubiese muerto. «Odio que estés aquí cuando empieza el horario de verano —me dijo cuando íbamos en coche al aeropuerto— porque significa que tengo una hora menos contigo».
A medida que el Skimmer subía el canal, pudimos aproximarnos a otras grullas lo suficiente para oír cómo aplastaban jaibas, la base de su dieta invernal. Vimos a un par de grullas ejecutando, mitad en el suelo y mitad en el aire, el grácil baile de brincos que les excita sexualmente. Imitando a los demás pasajeros, saqué mi cámara y cumplí el ritual de tomar unas fotos. Pero de repente —quizá fuese porque había llegado a la altiplanicie desierta de las cuatrocientas especies— me cansé de las aves y de observarlas. Al menos por el momento, estaba preparado para volver a mi casa en Nueva York, a casa entre los míos. Cada día feliz con la californiana tornaba un poco más dolorosas las dimensiones de nuestras futuras pérdidas, cada hora dichosa agudizaba mi tristeza por lo rápido que se nos iba la vida, por la rapidez con que la muerte venía a nuestro encuentro, pero a pesar de todo estaba impaciente de verla: depositar las bolsas al cruzar la puerta, ir a buscarla en su estudio, donde probablemente estaría desvelando su cola interminable de e-mails, y oírle decir, como siempre decía cuando yo volvía: «¿Y? ¿Qué has visto?».