Man wird mich schwer davon überzeugen, daß die Geschichte des verlorenen Sohnes nicht die Legende dessen ist, der nicht geliebt werden wollte.[10]
RILKE, Malte Laurids Brigge
Rotwerden, Herzklopfen, ein schlechtes Gewissen: das kommt davon, wenn man nicht gesündigt hat.[11]
KARL KRAUS
Me introdujo en la lengua alemana una mujer joven y rubia, Elisabeth, a la que ninguna palabra inferior a «voluptuosa» alcanzaría a describir. Fue en el verano en que cumplí diez años, y yo tenía que estar sentado en el confidente del porche acristalado de mis padres y leer en voz alta de un texto alemán básico —un libro nada apetecible sobre la vida doméstica alemana, con una letra Fraktur anticuada y cubiertas de madera aterradoras, prestado por nuestra biblioteca local—, mientras ella, inclinada sobre mí, sostenía el libro abierto encima de mis rodillas y señalaba las palabras que yo pronunciaba mal. Ella tenía diecinueve años, sus faldas eran sensacionalmente cortas, sus tops, sensacionalmente ceñidos, y la proximidad de sus pechos, cegadora como un eclipse del mundo, y la gran extensión sureña de sus piernas desnudas me resultaban insoportables. Sentado a su lado, me sentía como un claustrofóbico en un ascensor atestado, como alguien aquejado de un síndrome grave de agitación de piernas, como un paciente dental sometido a una larga sesión de torno. Sus palabras, siendo productos de sus labios y su lengua, transmitían una intimidad indeseada y el propio lenguaje alemán, comparado con el inglés, sonaba profundamente gutural y húmedo. (Qué ñoño nuestro «malo», qué carnal su «schlecht»). Me apartaba de ella, pero ella se me acercaba, y yo me deslizaba hacia un lado en el asiento, pero ella me seguía. Estaba tan incómodo que no conseguía concentrarme ni un minuto, lo que constituía mi único alivio: casi todas las tardes, ella perdía enseguida la paciencia conmigo.
Elisabeth era la hermana pequeña de la mujer del fabricante austríaco de equipamiento ferroviario al que mi padre había ayudado a introducirse en el mercado norteamericano. Había venido de Viena, a invitación de mis padres, para practicar su inglés y vivir con una familia norteamericana; también, en privado, confiaba en explorar las nuevas libertades que los europeos habían oído que imperaban en nuestro país. Por desgracia, aquellas libertades no eran accesibles en nuestro hogar. A Elisabeth la habían instalado en el dormitorio vacío de mi hermano Bob, que daba a un patio de cemento, sucio y vallado, donde Speckles, el perro de caza blanquinegro de nuestros vecinos, ladraba toda la tarde. Mi madre estaba continuamente al lado de Elisabeth y la llevaba a comer con sus amigos, al zoo de Saint Louis, al Shaw’s Garden, al Arch, a la Muny Opera y a la casa de Tom Sawyer, en Hannibal. Como alivio de estas afectuosas atenciones, Elisabeth sólo tenía la compañía de un niño de diez años con sus propios problemas de libertad.
Una tarde, en el porche, me acusó de que yo no quería aprender. Lo negué y ella dijo: «Entonces ¿por qué no paras de dar vueltas y de mirar fuera? ¿Hay algo ahí que yo no veo?». No encontré una respuesta. Nunca asocié conscientemente su cuerpo con mi incomodidad; nunca formé mentalmente palabras como «pecho» o «muslo» o «sucio», nunca relacioné su demoledora presencia con la charla de patio de colegio que había empezado a oír en los últimos tiempos («Queremos dos billetes para Tetiscity, y queremos cambiarlos en penis y céntimos…). Yo sólo sabía que no me gustaba cómo me hacía sentirme y que a ella esto la frustraba: ella me estaba volviendo un mal alumno y yo la estaba volviendo una mala maestra. Ninguno de los dos podría haber ofrecido menos de lo que el otro deseaba. Al final del verano, cuando ella se fue, yo no sabía una palabra de alemán.
En Chicago, donde nací, nuestros vecinos de un lado eran Floyd y Dorothy Nutt. Los del otro lado eran una pareja mayor que tenía un nieto llamado Russie Toates. La primera cosa divertida de la que conservo recuerdo fue cuando me puse un par de botas rojas de goma y, espoleado por Russie, que era un año o dos mayor, empecé a pisotear, resbalar y patear un montículo enorme de caca de perro marrón anaranjada. La juerga fue memorable por el severo castigo que me impusieron inmediatamente.
Acababa de cumplir cinco años cuando nos mudamos a Webster Groves. La mañana de mi primer día en la guardería, mi madre me sentó para explicarme la importancia de no chuparme el pulgar nunca más, y tomé su mensaje tan a pecho que nunca volví a chupármelo, aunque más adelante fumé cigarrillos durante veinte años. Lo primero que mi amigo Manley me oyó decir en la guardería fue mi respuesta a alguien que me invitaba a participar en un juego. Dije: «Prefiero no jugar».
Cuando yo tenía ocho o nueve años, cometí una transgresión que durante gran parte de mi vida consideré lo más vergonzoso que había hecho nunca. A última hora de la tarde de un domingo, me dejaron salir fuera después de cenar y, no encontrando a nadie con quien jugar, me acerqué a la casa de los vecinos. Estaban todavía cenando, pero vi a sus dos hijas, una un poco mayor que yo y la otra algo más pequeña, jugando en el cuarto de estar mientras esperaban a que sirvieran el postre. Al advertir mi presencia, vinieron a asomarse entre las cortinas descorridas y a mirar por una ventana y contraventana. No nos oíamos, pero quise entretenerlas y me puse a bailar, a brincar, a dar vueltas, a hacer mímica y a hacer muecas graciosas. Las chicas no se perdían detalle. Me animaron a adoptar poses cada vez más ridículas y extremas, y durante un rato seguí divirtiéndolas, pero llegó un momento en que noté que su atención decaía y no se me ocurrían ninguna cabriola nueva para rematar las anteriores, y además no soportaba la idea de perder su atención y, obedeciendo a un impulso —estaba totalmente aturdido—, me bajé los pantalones.
Las dos hermanas se taparon la boca con las manos, deleitadas por un falso horror. Pensé al instante que no podría haber hecho nada peor. Me subí los pantalones y bajé corriendo la cuesta, rebasé mi casa y llegué a una isleta de césped en el tráfico donde pude esconderme entre unos robles y capear la primera y peor oleada de vergüenza. Años y decenios más tarde, me parecía que ni siquiera entonces, minutos después de mi acción, mientras estaba sentado entre los robles, recordaba si me había quitado el calzoncillo junto con el pantalón. Esta laguna de la memoria me atormentaba y a la vez carecía de importancia. Me habían mostrado —y yo les había mostrado a las niñas— una vislumbre de la persona que yo sabía que estaba en permanente peligro de llegar a ser. Fue lo peor que había visto en mi vida, y resolví no permitir que aquella figura reapareciera.
Curiosamente desvergonzadas, en cambio, eran las horas que pasaba mirando revistas porno. Sobre todo lo hacía después del instituto con mi amigo Weidman, que había descubierto algunos Playboy en el dormitorio de sus padres, pero un día en que estaba fisgando en una obra compré yo mismo una revista. Se llamaba Rogue, y los anteriores dueños habían arrancado la mayoría de las fotos. La única que quedaba describía una «comida orgiástica lesbiana», consistente en plátanos, pastel de chocolate, grandes cantidades de nata y cuatro chicas deprimentes, de pelo lacio, poniendo poses de una falsedad tan patente que incluso yo, a los trece años, en Webster Groves, comprendí que una «comida orgiástica» no era un concepto que alguna vez me resultaría útil.
De todos modos, las fotos, incluso las buenas que aparecían en las revistas de Weidman, eran un poco excesivas para mí. Lo que me encantaban de Rogue eran los relatos. Había uno artístico, con un diálogo excelente, sobre una chica liberada que se llamaba Little Charlie e intentaba convencer a un amigo, Chris, de que le entregara su virginidad; en una conversación fascinante, Chris declara (¿sarcásticamente?) que la está reservando para su madre, y Little Charlie le reprende: «Chris, eso es insano». En otro cuento, titulado «Violación… al revés», había dos autostopistas, una pistola, un ferviente padre de familia, una habitación de motel y gran número de frases inolvidables, entre ellas: «Vamos a meterle en la cama», «Sorbiendo como locas» y «¿Todavía quieres ser fiel a la parienta?, se burló ella». Mi texto favorito era un clásico sobre una azafata aérea, miss Trudy Lazlo, que se inclina sobre un pasajero de primera clase llamado Dwight y le brinda «un generoso panorama de sus cremosas jarritas blancas», que él correctamente interpreta como una invitación a reunirse con ella en el lavabo de primera y practicar diversas posturas sexuales que a mí me costaba imaginar exactamente; en un giro sorpresa, la historia termina cuando el piloto del avión señala un rincón cerrado con una cortina, «con un pequeño colchón, en la trasera de la cabina», donde Trudy se tumba cansada para satisfacerle a él también. Yo aún no era hormonalmente capaz de un exutorio para la excitación de todo aquello, pero la indecencia de Rogue, su absoluta incompatibilidad con mis padres, que me consideraban su chico casto, me hizo más intensamente feliz que cualquier libro que he leído en mi vida.
Una vez, Weidman y yo falsificamos notas de nuestras madres respectivas para poder salir del instituto a mediodía y presenciar el despegue del primer Skylab. Ni a Weidman ni a mí nos interesaba nada tecnológico ni científico (excepto, en mi caso, los animales). Montamos laboratorios de química rivales, hacíamos maquetas chapuceras de ferrocarriles, acumulábamos material electrónico rescatado de la basura, jugábamos con grabadoras, participábamos en proyectos de ferias científicas, íbamos a clases en el planetario, escribíamos en el instituto programas BÁSICOS para el terminal informático operado con módem y fabricábamos «cohetes de combustible líquido», fantásticamente inflamables, con tubos de ensayo, tapones de caucho y benceno. Por mi cuenta, estaba suscrito a Scientific American, coleccionaba piedras y minerales, me convertí en un experto en líquenes, cultivaba plantas tropicales a partir de semillas de frutas, cortaba con un micrótomo cosas en rodajas y las ponía debajo de un microscopio, realizaba experimentos de física caseros con muelles y pesos pendulares y me leí de cabo a rabo en tres semanas todas las colecciones de escritos de divulgación científica de Isaac Asimov. Mi primer héroe fue Thomas Edison, cuya vida adulta había consistido totalmente en tiempo libre. Mi primer objetivo profesional declarado fue ser «inventor». Y por eso mis padres presumieron —una suposición no descabellada— que yo sería un científico de algún tipo. Preguntaron a Bob, que estudiaba medicina, qué idioma extranjero debía estudiar en el instituto un científico en ciernes y él les dio una respuesta inequívoca: alemán.
Cuando yo tenía siete años, mis padres y yo fuimos a visitar a Bob en la universidad de Kansas. Tenía una habitación en Ellsworth Hall, un hormigueante bloque de apartamentos con luz cruda y un olor penetrante a vestuario. Al entrar con mis padres en el cuarto de Bob, vi el póster en la pared al mismo tiempo que mi madre exclamó, con rabia y asco: «¡Bob! ¡Bob! ¡Oh! ¡Uy! ¡No puedo creer que hayas puesto eso en la pared!». Al margen incluso de la opinión de mi madre, que aprendí a temer muchísimo, los rojos sanguinolentos de la boca y las areolas de la chica me habrían parecido virulentos. Era como si hubiesen fotografiado a la chica emergiendo, flaca, salvaje y depravada, de un terrible accidente causado por su propio trastorno mental. Me asustó y me ofendió lo que ella me estaba infligiendo y lo que Bob estaba infligiendo a mis padres. «Jon no puede estar en esta habitación», declaró mi madre, y me hizo volverme hacia la puerta. Fuera, me dijo que no entendía a Bob en absoluto.
Él se volvió más discreto después de aquel percance. Cuando volvimos para su graduación, tres años más tarde, pegó un biquini de cartulina encima de la beldad de turno, que esta vez me pareció cálida, agradable y hippiosa: me gustó. Bob siguió regodeándose con la aprobación que había dado mi madre a su decisión de volver a casa, a St. Louis, e ingresar en una facultad de medicina. Si tenía novias, nunca tuve el gusto de conocerlas. Un domingo, sin embargo, trajo a comer en casa a un amigo de la facultad que contó una historia en la que mencionaba que había estado acostado con su novia. Apenas reparé en este detalle, pero en cuanto Bob se fue, mi madre me dio su opinión sobre el asunto.
—No sé si quería alardear o escandalizarnos o dárselas de curtido —dijo—, pero si es verdad lo que ha dicho de que cohabita con su novia, entonces quiero que sepas que creo que es una persona inmoral y que me decepciona mucho que Bob sea amigo suyo, porque desapruebo categóricamente ese estilo de vida.
Aquel estilo de vida era el de mi hermano Tom. Después de la gran pelea con mi padre, había llegado a graduarse en la escuela de cine de Rice y vivía en una barriada de Houston con sus amigos artistas. Yo estaba en décimo cuando trajo a casa por Navidad a una de sus amigas, una mujer delgada y morena que se llamaba Lulu. Yo no podía mirarla sin sentir que me había quedado sin aliento, tan cerca estaba ella de encarnar el ideal del atractivo sexual involuntario de mediados de los años setenta. Fue un calvario pensar en qué libro comprarle como regalo navideño, para que se sintiera mejor acogida en la familia. Mi madre, entretanto, estaba casi psicótica de odio.
—¿Lulu? ¿Lulu? ¿Qué clase de persona tiene un nombre así? —Emitió una risita chirriante—. ¡Cuando yo era joven, una lulu era una loca! ¿Lo sabías? ¡Una lulu era como llamábamos a una chiflada excéntrica!
Un año después, cuando Bob y Tom vivían en Chicago y yo fui a visitarles un fin de semana, mi madre me prohibió quedarme en el apartamento que Tom compartía con Lulu. Tom estudiaba cine en el Arts Institute y hacía cortos austeros y no narrativos con títulos como Panorámica fluvial de Chicago, y mi madre intuía, atinadamente, que mi hermano poseía un insalubre grado de influencia sobre mí. Cuando Tom se burló de Cat Stevens, desterré a Cat Stevens de mi vida. Cuando Tom me regaló sus elepés de Grateful Dead, los Dead se convirtieron en mi banda favorita, y cuando él se cortó el pelo y se pasó a Roxy Music y Talking Heads y DEVO, me corté el pelo y le imité. Al ver que se compraba la ropa en Amvets, empecé a comprar en tiendas de segunda mano. Como él vivía en una ciudad, yo quería vivir en una ciudad; como se hacía su propio yogur con leche reconstituida, yo quería hacerme mi yogur con esa leche; como tomaba notas en una carpeta grande de quince por veintitrés centímetros, me compré una igual y empecé un diario en ella; como hacía películas sobre ruinas industriales, compré una cámara y saqué fotos de ruinas industriales; como vivía de un modo precario y hacía trabajos de carpintería y restauraba pisos con materiales recogidos en la calle, yo también quería vivir precariamente. Las diosas irremediablemente inalcanzables del último tramo de mi adolescencia fueron las chicas de Bellas Artes que pululaban alrededor de Tom con sus ropas de segunda mano y peinados puntiagudos.
No era buen rollo el alemán del instituto. Era el idioma que ninguno de mis amigos escogía, y los carteles turísticos, descoloridos por el sol, en el aula de la profesora de alemán, la señora Fares, no eran un argumento convincente para visitar Alemania ni prendarse de su cultura. (Lo mismo podía decirse de las clases de francés y español. Era como si las lenguas modernas tuvieran tanto miedo del desprecio adolescente que hasta las aulas estaban obligadas a decorarse de una forma previsible: a ostentar carteles de corridas de toros y pósters de la Torre Eiffel y el castillo de Neuschwanstein). Muchos de mis condiscípulos tenían padres o abuelos alemanes, cuyas costumbres («A él le gusta la cerveza caliente») y tradiciones («Tomamos Lebkuchen en Navidad») carecían igualmente de interés para mí. Pero la lengua en sí era tirada. Era cuestión de memorizar matrices de cuatro desinencias de adjetivos y seguir las reglas. Era cuestión de gramática, la asignatura en la que yo más destacaba. Sólo me sacaba de quicio el tema del género alemán, la arbitrariedad evidente de la cuchara, el tenedor y el cuchillo.[12]
Al mismo tiempo que el barbudo Mutton y sus discípulos varones estaban recapitulando antiguos patriarcados, Compañerismo nos enseñaba a cuestionar nuestras presunciones sobre los roles sexuales. A los chicos se les alababa y premiaba por verter lágrimas, y a las chicas por cabrearse y decir palabrotas. El «grupo de mujeres» semanal de Compañerismo se hizo tan popular que hubo que dividirlo en dos. Una consejera invitó a unas chicas a su apartamento y les dio clases muy gráficas de cómo gozar del sexo sin quedarse embarazadas. Otra consejera desafió al patriarcado tan incisivamente que un día en que pidió a Chip Jahn que expresara sus sentimientos, él contestó que tenía ganas de sacarla a rastras al aparcamiento y zurrarle la badana. Para equilibrar la balanza, dos consejeros intentaron crear un grupo de hombres, pero los únicos chicos que se afiliaron estaban ya tan sensibilizados que querían pertenecer al grupo de mujeres.
Comparado con ser hombre, ser mujer me parecía azaroso. De la popularidad de los grupos de apoyo semanales deduje que las mujeres habían sido realmente oprimidas y que los hombres teníamos que acatarlas, ser solícitos y afectuosos y satisfacer sus deseos. Era especialmente importante para un hombre hacer un profundo examen de su corazón y asegurarse de que no estaba objetivando a una mujer amada. Era muy malo que incluso una parte diminuta de ti la estuviera explotando sexualmente, o poniendo en un pedestal e idolatrándola.
En mi diario de último curso, mientras aguardaba a que Siebert volviera de su primer año en la universidad, supervisaba continuamente lo que sentía por ella. Escribí «NO la CANONICES» y «No te enamores ni hagas nada tan estúpidamente destructivo como eso», y «No somos sagrados». Cuando me percaté de que escribía su nombre con mayúsculas, volví al diario y anoté: «¿Por qué demonios ponerlo en mayúsculas?». Ridiculizaba e injuriaba a mi madre por su sucia sospecha de pensar que a mí me gustaba el sexo. Mientras Siebert estuvo ausente salí con una católica picante, O., que me enseñó a disfrutar del regusto a coliflor cruda de los cigarrillos en la boca de una chica, y supuse con toda naturalidad que Siebert y yo perderíamos la virginidad antes de que yo tuviera que marcharme a la universidad. Pero yo imaginaba esta pérdida como algo adulto y serio que consolidaba la amistad, no como una relación parecida a las que había leído en Rogue. Ya había acabado con aquel tipo de sexo en los primeros años de instituto.
Una noche de verano, poco después de que Siebert se rompiera la espalda, justo antes de cumplir los dieciocho, yo estaba pintando un mural con mis amigos Holyoke y Davis, y el primero nos preguntó al segundo y a mí con qué frecuencia nos masturbábamos. Davis contestó que ya no lo hacía. Dijo que lo había intentado algunas veces, pero había decidido que en realidad no era algo que le resultase placentero.
Holyoke le miró con un asombro grave.
—No disfrutabas.
—No, la verdad —dijo Davis—. No le veía la gracia.
Holyoke frunció el ceño.
—¿Puedo preguntarte qué… técnica… qué materiales… usabas?
Escuché atentamente la conversación que siguió, porque, a diferencia de Davis, yo ni siquiera lo había intentado.
El profesor de alemán de primer año en Swarthmore College, Gene Weber, era un espectáculo en sí mismo, un hombre exuberante y locuaz que brincaba y se abatía y daba palmadas sobre los escritorios y llamaba «bambini» a sus alumnos de primero. Tenía el aire de un maestro de preescolar inspirado e ingenioso. Todo en el aula le parecía hilarante y, como si los bambini no pudieran generar hilaridad por sí mismos, decía en su lugar cosas graciosísimas y se reía también en lugar de ellos. Weber no me disgustaba, pero le oponía resistencia. A quien yo adoraba era a la profesora de prácticas, Frau Plaxton, una mujer de paciencia ilimitada y rasgos nórdicos bellamente cincelados. Yo la veía todos los martes y jueves a las 8:30, una hora que se hacía tolerable gracias a la forma cariñosa y perpleja de decir «Herr Franzen» cuando yo entraba en el aula. Por poco que los alumnos hubiesen estudiado, Frau Plaxton no podía mostrarles un ceño severo sin que su propia severidad también la hiciese sonreír. Su exagerada pronunciación, por motivos heurísticos, de vocales y consonantes alemanas era tan jugosa como una buena ciruela.
Los otros días laborables, a las 8:30 de la mañana, tenía cálculo de variables, una clase nueva destinada a descubrir a alumnos cuya vocación para las matemáticas y la ciencia fuera poco menos que fanática. Para las vacaciones de primavera, estaba a punto de suspender esta materia. Si hubiera tenido intención de hacer una carrera científica —como el cincuentón oficial insistía en asegurar a sus padres—, tendría que haber pasado las vacaciones estudiando. En cambio, mi amigo Ekström y yo tomamos en Filadelfia un autobús a Houston para ver a Siebert, que ya no usaba el corsé para la espalda y vivía en una residencia universitaria.
Una noche, para deshacernos de su compañera de habitación, Siebert y yo salimos a sentarnos en un banco de un patio rodeado de muros de cemento. Siebert me dijo que uno de sus profesores, el poeta Stephen Spender, les había hablado mucho de Sigmund Freud, y que ella había estado pensando en su caída desde el canalón del Edén Seminary el año anterior. La víspera del accidente por la noche, ella y nuestro amigo Lunte habían pasado por mi casa y llamaron al timbre, y antes de que yo me percatara de lo que ocurría Siebert conoció a mi novia, por así decirlo, precedente, O., que estaba con Manley y Davis, que acababa de llevarla a lo alto del campanario del Edén Seminary. O. estaba acalorada y radiante por la ascensión, y no le importó admitir que Manley y Davis la habían atado con cuerdas y más que nada la habían izado a lo largo de la cañería; su ineptitud física fue motivo de chistes.
Siebert había perdido todo recuerdo del día siguiente al día en que conoció a O., pero otras personas le dijeron posteriormente lo que había hecho. Había llamado a Davis y le dijo que quería subir al mismo campanario al que había subido con O. Cuando Davis propuso que llamaran a Manley o que como mínimo llevaran una cuerda, Siebert dijo que no, que no necesitaba a Manley ni necesitaba cuerdas. Y, en efecto, escaló con suma facilidad la cañería. Sólo al llegar arriba, mientras Davis le tendía la mano para ayudarle a salvar el canalón, soltó las manos. Y ella me dijo que Freud tenía una teoría sobre el inconsciente. Según Stephen Spender, que tendía a fijarse en Siebert y a clavar sus misteriosos ojos azules en ella cada vez que hablaba de este tema, Freud pensaba que cuando cometías un error extraño, tu parte consciente creía que era fortuito, pero de hecho nunca lo era: habías hecho exactamente lo que tu parte oscura e incognoscible quería hacer. Cuando la mano se deslizaba por su cuenta y te cortabas con un cuchillo, era porque tu zona escondida quería cortarte. Cuando decías «mi madre» en vez de «mi mujer», era porque en realidad querías decir «mi madre». La amnesia postraumática de Siebert era total, y era difícil imaginar a alguien menos suicida que ella; pero ¿y si había querido caerse del tejado? ¿Y si su inconsciente quería morir, por culpa de mis escarceos con O.? ¿Y si, en la cima del canalón, había dejado de ser ella misma y se había convertido totalmente en aquella otra cosa oscura?
Por supuesto, yo sabía quién era Freud. Sabía que era vienés e importante. Pero sus libros me habían parecido desagradables y arduos cada vez que sacaba uno de una estantería, y hasta aquel momento me las había apañado para no saber casi nada de él. Siebert y yo estábamos sentados en el patio desierto de cemento, respirando el aire primaveral. La rotura de amarras de la primavera, las fragancias de la reproducción, la relajación, el deshielo, el olor de barro caliente ya no eran para mí tan temibles como habían sido cuando tenía diez años. Ahora también era delicioso. Pero a la vez también algo temible. Al pensar, sentado en el patio, en lo que Siebert había dicho y afrontar la posibilidad de que yo también tenía un inconsciente que sabía tanto de mí como poco sabía yo de él, un inconsciente que siempre buscaba un modo de huir, una forma de eludir mi control y hacer su sucio trabajo, bajarme los pantalones delante de mis vecinas, empecé a gritar de terror. Grité a voz en cuello, lo que asustó tanto a Siebert como a mí. Después volví a Filadelfia y olvidé todo este episodio.
Mi instructor en el alemán intensivo del tercer trimestre era el otro profesor titular del departamento, George Avery, un greco-americano nervioso, guapo, de voz chirriante, que parecía impelido a hablar en frases más cortas de trescientas palabras. La gramática que en teoría debíamos revisar no le interesaba demasiado. El primer día de clase, miró sus textos, se encogió de hombros, dijo: «Supongo que están todos familiarizados con esto», y se embarcó en una digresión intrincada sobre modismos alemanes escabrosos y poco usados. La semana siguiente, doce de los catorce alumnos de la clase firmaron una petición en la que amenazaban con abandonar la asignatura si no retiraban a Avery y lo sustituía Weber. Yo me opuse a la petición —me parecía mezquino violentar a un profesor, aunque fuera nervioso y difícil de seguir, y no echaba de menos que me llamaran «bambino»—, pero Avery fue destituido y Weber volvió dando brincos.
Como casi había suspendido cálculo de variables, no tenía futuro en las ciencias puras, y como mis padres habían sugerido que si me empeñaba en estudiar literatura como materia principal quizá tuviera que sufragarme yo mismo la universidad, no me quedaba más elección que el alemán. Su principal atractivo era que no me costaba sacar sobresalientes, pero aseguré a mis padres que me estaba preparando para una carrera en banca internacional, Derecho, diplomacia o periodismo. En privado, esperaba pasar mi primer año en el extranjero. La facultad no me gustaba mucho —era una degradación del instituto, en todos los sentidos— y yo seguía siendo técnicamente virgen, y contaba con Europa para arreglar esto.
Pero al parecer no había modo de obtener un respiro. El verano anterior a mi partida a Europa, anduve averiguando el paradero de una beldad extraña y larguirucha con la que yo había bailado una vez en una clase de gimnasia en el instituto y sobre la que había fantaseado en la facultad, pero resultó que tenía novio y una adicción a la heroína. Salí dos veces con la hermana pequeña de Manley, que en la segunda cita me sorprendió presentándose con una carabina, su amiga MacDonald, quien había pensado que yo era un tramposo. Fui a estudiar literatura alemana en Munich, y en mi tercera noche allí, en una fiesta para los estudiantes nuevos, conocí a una bávara luminosa y bonita que me propuso que fuéramos a tomar una copa. Contesté que estaba cansado pero que me gustaría verla en algún otro momento. No volví a verla nunca. La proporción de alumnos y alumnas en las residencias universitarias de Munich era de tres a una. Durante los diez meses siguientes, no conocí a ninguna otra alemana interesante que se dignase a darme la hora. Maldije la terrible mala suerte de que mi única oportunidad hubiese surgido tan al principio del año. Me dije que si hubiera estado en Munich sólo una semana más, quizá habría hecho las cosas de otro modo, echarme una novia fantástica y hablar alemán de corrido. Por el contrario, hablaba cantidad de inglés con norteamericanas. Me las ingenié para pasar cuatro días en París con una de ellas, pero resultó ser tan inexperta que hasta los besos la asustaban: una increíble mala suerte. Fui a Florencia, me alojé en un hotel que era a la vez un burdel y me vi rodeado en tres dimensiones por gente dedicada a follar diligentemente. En un viaje a la España rural, tuve una novia española durante una semana, pero antes de que pudiéramos aprender nuestros idiomas respectivos tuve que volver a examinarme a la estúpida Alemania: mi mala potra. Cortejé a una compatriota más prometedoramente curtida, pasé horas bebiendo y fumando con ella, escuchamos London Calling una y otra vez y sondeé lo que creí que eran los límites exteriores de prepotencia compatible con ser un varón solícito y afectuoso. Viví con la expectativa cotidiana de lograrlo, pero al final, al cabo de meses de cortejo, ella decidió que seguía enamorada de su ex estadounidense. Solo en mi cuarto de la residencia, oía chingar a múltiples vecinos: mis paredes y techo eran como amplificadores. Transferí mis afectos a otra compatriota más, esta vez con un novio alemán rico al que mangoneaba y del que se quejaba a sus espaldas. Pensé que si escuchaba suficiente tiempo sus quejas sobre el novio y la ayudaba a comprender lo arisco y egoísta que era aquel gilipollas, ella recobraría el sentido común y se quedaría conmigo. Pero mi mala suerte era inconcebible.
Sin la distracción de una novia, aprendí cantidad de alemán en Munich. Me infectó en particular la poesía de Goethe. Por primera vez en mi vida, me hirió el acoplamiento verbal de sonido y sentido. En todo el Fausto, por ejemplo, había una interacción sobrenatural de los verbos streben, schweben, weben, leben, beben, geben [Esforzarse, flotar, tejer, vivir, temblar, dar]: seis troqueos que parecían englobar la vida interior de toda una cultura. Había demenciales efusiones alemanas, como esas palabras de gratitud que Fausto pronuncia después de una noche de excelente sueño:
Du regst und rührst ein kräftiges Beschließen
Zum höchsten Dasein, immerfort zu streben,[13]
que yo repetía incesantemente para mí, mitad en broma y mitad como un idólatra. Había la conmovedora y compensatoria ansia alemana de no ser alemán en absoluto sino italiano, lo cual plasmó Goethe en su verso clásico en Wilhelm Meister:
Kennst du das Land wo die Zitronen blühn,
Im dunkeln Laub die Goldorangen glühn…
Kennst du es wohl?[14]
Había otras líneas que yo recitaba cada vez que subía a un campanario o a la cima de una colina, frases pronunciadas por Fausto después de que los querubines arrancaran a su espíritu de las garras del demonio y lo instalaran en el cielo:
Incluso había en Fausto breves pasajes en los que yo reconocía una verdadera emoción mía, como cuando el héroe, que intenta ponerse a trabajar en su estudio, oye que unos nudillos llaman a la puerta y exclama, exasperado: «Wer plagt mich jetzt?».[16]
Pero a pesar del placer de sentir que una lengua se arraigaba en mí, y a pesar de las redacciones trimestrales, densamente razonadas, que escribía sobre la relación de Fausto con la naturaleza y la relación de Novalis con minas y cuevas, seguía viendo la literatura sólo como el juego básico que tenía que dominar para obtener un título universitario. Recitar Fausto en cumbres ventosas era una forma de satisfacer, pero también de desactivar y, por último, de burlarme de mis propias ambiciones literarias. La vida real, tal como yo la entendía, consistía en casarse y triunfar, no en la flor azul. En Munich, donde los estudiantes podían comprar entradas de pie por cinco marcos, fui a ver una producción de gran presupuesto de la segunda parte de Fausto, y al salir del teatro oí a un hombre de mediana edad ofrecer a su mujer, con una risita burlona, este resumen «completo y suficiente» de la obra: «Er Geht von einer Sensation zur anderen… aber keine Befriedigung».[17] La irreverencia del hombre, su diversión filistea consigo mismo, me divirtió a mí también.
El profesor difícil del departamento de alemán, George Avery, dirigía el seminario de modernismo alemán que yo seguí en mi último otoño universitario.
Avery tenía oscuros ojos griegos, una hermosa piel, una nariz fuerte y cejas pobladas. Tenía una voz aguda y eternamente ronca, y cuando se perdía en los detalles de una digresión, como ocurría a menudo, el ruido de su ronquera eclipsaba la señal de sus palabras. Sus arranques de risa alegre empezaban a una frecuencia superior al oído humano —una boca abierta en silencio— y descendían a través de una serie cada vez más rápida de exclamaciones: «¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!». Le brillaban los ojos de placer y excitación si algún alumno decía algo remotamente pertinente o inteligente; pero si el alumno se equivocaba de medio a medio, como era el caso frecuente de los seis que asistíamos a su seminario, se estremecía y fruncía el ceño como si un chinche le pasara volando por delante de la cara, o miraba por la ventana descontento, o rellenaba su pipa o, sin decir una palabra, gorroneaba un cigarrillo de alguno de los que fumaban y apenas se molestaba en fingir que escuchaba. Era el menos refinado de todos mis profesores universitarios, pero tenía algo de lo que todos sus demás colegas carecían: sentía por la literatura ese amor y gratitud impetuosos que un cristiano convertido siente por Jesús. Su elogio supremo para un escrito era «¡Es una locura!». Sus ejemplares amarillentos y desintegrados de obras maestras de prosa alemana eran como Biblias de misioneros. Página tras página, cada frase estaba subrayada o anotada por la letra microscópica de Avery, iluminada con las apreciaciones acumulativas de quince o veinte relecturas. Sus libros en rústica eran a la vez baratos, una basura muy ácida, y la más preciosa de las reliquias, testamentos conmovedores de lo plenamente significativa que cada línea de ellos podía ser para un estudiante de sus misterios, como cada hoja y gorrión de la naturaleza son cantos a Dios para el creyente.
El padre de Avery era un inmigrante griego que había trabajado de camarero y que más adelante llegó a ser dueño de una tienda de reparación de calzado en Filadelfia. Avery había sido reclutado por el ejército a los dieciocho años, en 1944, y al final de la instrucción básica, en mitad de la noche antes de que su unidad embarcara para Europa, su oficial le zarandeó rudamente y gritó: «¡Avery! ¡Despierta! TU MADRE HA MUERTO». Tras obtener un permiso para asistir a su entierro, Avery llegó a Europa dos semanas más tarde, el día de la victoria, y nunca se incorporó a su regimiento. Le pasaron de una unidad a otra y acabó aterrizando en Augsburg, donde el ejército le puso a trabajar en una editorial requisada. Un día, el oficial al mando preguntó si alguien quería hacer un curso de periodismo. Avery fue el único que se presentó voluntario, y durante el año y medio siguiente se enseñó alemán, vistió de civil, escribió sobre música y arte para el periódico de ocupación y se enamoró de la cultura alemana. Al volver a Estados Unidos, estudió literatura inglesa y después alemana, lo que fue el motivo de que acabara casándose con una hermosa suiza, ocupando un puesto de profesor titular en una facultad de campanillas y viviendo en una casa de tres plantas en cuyo comedor, todos los lunes, a las cuatro de la tarde, hacíamos una pausa para tomar el café y las pastas que nos preparaba su mujer, Doris.
El gusto de Avery para los objetos de porcelana, los muebles y la temperatura ambiente era el de un europeo moderno. Sentados a la mesa, hablando alemán con diversos grados de éxito, tomando café que se enfriaba en cinco segundos, las hojas que yo veía desperdigadas por el césped delantero podrían haber sido hojas alemanas, impulsadas por un viento alemán, y el cielo que se oscurecía rápidamente, un cielo alemán, lleno de Weltschmerz otoñal. En el pasillo, la perra de Avery, Ina, una pastor alemán de expresión contrita, se despertaba estremecida. No estábamos ni a quince millas de la diminuta casa adosada donde Avery se había criado, pero la casa donde vivía ahora, con sus suelos de madera noble, sus tapicerías de piel y sus elegantes cerámicas (muchas de ellas obra de Doris, una ceramista consumada), era la clase de lugar donde a mí ahora me habría gustado crecer, un oasis de realización personal plena.
Leíamos El nacimiento de la tragedia de Nietzsche, relatos de Schnitzler y Hofmannsthal y una novela de Robert Walser que me dio ganas de gritar, de tan silenciosa, sutil y sombría que era. Leímos un ensayo de Karl Kraus, «La muralla china», sobre el propietario chino de una lavandería neoyorquina que ofrecía servicios sexuales a mujeres blancas distinguidas y al final, como es sabido, estrangulaba a una de ellas. El ensayo empezaba: «Ein Mord ist geschehen, und die Menschheit móchte um Hilfe rufen»,[18] un comienzo que me pareció un poco fuerte. El asesinato de Chinatown, proseguía Kraus, era «el suceso más importante» en los dos mil años de historia de la moralidad cristiana: también un poquito fuerte, ¿no? Tardé media hora en abrirme camino por cada página de sus alusiones y dicotomías aliterativas:
Da entdecken wir, daß unser Verbot ihr Vorschub, unser Geheimnis ihre Gelegenheit, unsere Scham ihr Sporn, unser Gefahr ihr Genuß, unsere Hut ihre Hülle, unser Gebet ihre Brust war… [D]ie gefesselte Liebe liebte die Fessel, die geschlagene den Schmerz, die beschmutzte den Schmutz. Die Rache des verbannten Eros war der Zauber, allen Verlust in Gewinn zu wandeln. [19]
Y en cuanto estuve sentado en la sala de Avery, tratando de comentar el texto, comprendí que había estado tan absorto descifrando las frases de Kraus que en realidad no las había leído. Cuando Avery nos preguntó de qué trataba el ensayo, hojeé mis páginas fotocopiadas y traté de leerlas a toda velocidad para encontrar algún resumen verosímil. Pero el alemán de Kraus abría la mano muy despacio sólo a sus amantes. «Es sobre —dije— esto…, la moralidad cristiana, y…».
Avery me cortó como si yo no hubiera hablado: «Nos gusta el sexo sucio —dijo, dirigiendo una mirada lasciva a cada uno de nosotros—. De eso trata. Cuanto más sucio lo vuelve la cultura occidental, tanto más sucio nos gusta».
Me irritó aquel «nos». Mi conocimiento del sexo era puramente hipotético, pero estaba seguro de que no me gustaba sucio. Seguía buscando una amante que fuese, ante todo y sobre todo, una amiga. Por ejemplo: la morena irónica que estudiaba francés como asignatura principal y que asistía conmigo al seminario sobre modernismo, y a la que había empezado a perseguir con los métodos pasivos y de suave presión que, aunque en el pasado siempre habían fallado, seguían mereciendo mi confianza. Había oído decir que la chica estaba disponible y ella parecía encontrarme divertido. No me imaginaba nada sucio en el hecho de hacer el amor con ella. En realidad, a pesar de mi creciente interés por ella, nunca llegué a imaginarnos teniendo ningún tipo de relación sexual.
El verano anterior, a fin de prepararme para el seminario, había leído la novela de Rilke, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Inmediatamente se convirtió en el libro favorito de toda mi vida, lo que quería decir que contenía varios párrafos en la primera parte (la más fácil y la única que yo había disfrutado plenamente) que me aficioné a leer en voz alta para impresionar a mis amigos. La trama de la novela —un joven danés de buena familia desembarca en París, vive al día en una pensión ruidosa, se vuelve un bicho raro solitario, se afana en mejorar sus dotes de escritor y sus cualidades personales, da largos paseos por la ciudad y el resto del tiempo se dedica a escribir su diario— me pareció sumamente pertinente e interesante. Memoricé, sin saber lo que estaba memorizando, varios pasajes en que Malte informa de su desarrollo personal y que me evocaban el agradable recuerdo de mi propio diario:
Ich lerne sehen. Ich weiß nicht, woran es lieght, es geht alles tiefer in mich ein und bleibt nicht an der Stelle stehen, wo es sonst immer zu Ende war. Ich habe ein Inneres, von dem ich nicht wußte. Alles geht jetzt dorthin. Ich weiß nicht, was dort geschieht.[20]
También me gustaban las muy frías descripciones que hace Malte de su nueva subjetividad en acción, como por ejemplo:
Da sind Leute, die tragen ein Gesicht jahrelang, natürlich nutzt es sich ab, es wird schmutzig, es bricht in den Falten, es weitet sich aus wie Handschuhe, die man auf der Reise getragen hat. Das sind sparsame, einfache Leute; sie wechseln es nicht, sie lassen es nicht einmal reinigen.[21]
Pero la frase de Los cuadernos que se convirtió en mi lema para el semestre fue una en la que no me había fijado hasta que nos la señaló Avery. Se la dice a Malte una amiga de la familia, Abelone, cuando Malte es un niño y está leyendo en voz alta sin pensarlo las cartas de Bettina von Arnim a Goethe. Empieza a leer una de las contestaciones del escritor a Bettina, y Abelone lo interrumpe, impaciente: «Las respuestas no», dice, y acto seguido exclama: «Mein Gott, was hast du schlecht gelesen, Malte».[22]
Fue esencialmente lo que Avery nos dijo a nosotros seis cuando estábamos en mitad de nuestro primer comentario de El proceso. Yo había estado raramente silencioso aquella semana, con la esperanza de ocultar mi incapacidad de leer la segunda parte de esta novela. Ya sabía de qué trataba el libro —un hombre inocente, Joseph K., atrapado en una pesadillesca burocracia moderna— y me parecía que Kafka acumulaba excesivos ejemplos de pesadillas burocráticas. Me disgustaban también su renuencia a utilizar pausas en los párrafos y la irracionalidad de su narrativa. Ya era suficiente con que Josepk K. abriera la puerta de un trastero en su despacho y se encontrase con un torturador golpeando a dos hombres, uno de los cuales pide ayuda a K. Pero que K. vuelva al trastero la noche siguiente y encuentre exactamente a los tres mismos hombres haciendo exactamente lo mismo: me irritaba que Kafka se negara a ser más realista. Me habría gustado que escribiera el capítulo de una forma un poco más amistosa. En cierto modo era como si no jugase limpio. Aunque en la novela de Rilke había pasajes impenetrables, poseía el arco del Bildungsroman y un final optimista. Kafka parecía más bien un mal sueño que yo quería que acabase.
—Llevamos dos horas hablando de este libro —dijo Avery— y hay una pregunta muy importante que nadie ha hecho. ¿Puede decirme alguien cuál es esa obvia pregunta importante?
Los seis nos quedamos mirándole.
—Jonathan —dijo Avery—. Has estado muy callado esta semana.
—Bueno, pues, la pesadilla de la burocracia moderna —dije—. No sé si tengo mucho que decir al respecto.
—No ves lo que esto tiene que ver con tu vida.
—Menos que con Rilke, desde luego. Es decir, no es que yo haya tenido tratos con un estado policial.
—Pero ¡Kafka trata de tu vida! —dijo Avery—. No quiero quitarte nada de tu admiración por Rilke, pero te digo ya mismo que Kafka tiene mucha más relación con tu vida que Rilke. Kafka era como nosotros. Todos aquellos escritores eran seres humanos que intentaban encontrar un sentido a su vida. Pero ¡Kafka sobre todo! Kafka tenía miedo de la muerte, tenía problemas con el sexo, problemas con las mujeres, problemas con su trabajo, problemas con sus padres. Y escribía ficción para intentar comprender estas cosas. De esto trata este libro. De eso tratan todos los libros. Seres humanos vivos que intentan comprender el sentido de la muerte, del mundo moderno y del caos de sus vidas.
Avery llamó entonces la atención sobre el título del libro en alemán, Der Prozeß, que significa tanto «el caso» como «el proceso». Citando un texto de nuestra lista secundaria de lectura, empezó a mascullar acerca de tres «universos de interpretación» diferentes en que podía leerse El proceso: un universo en el que K. es un hombre inocente acusado falsamente, otro en el que no se puede determinar el grado de culpa de K… Yo escuchaba sólo a medias. Las ventanas se estaban oscureciendo y para mí era una cuestión de orgullo no leer nunca literatura menor. Pero cuando Avery llegó al tercer universo interpretativo, en el que Josepk K. es culpable, se detuvo y nos miró expectante, como si aguardara que hiciéramos algún chiste; y sentí la brusca subida de mi tensión arterial. Me ofendía incluso que se mencionase la posibilidad de que K. fuera culpable. Me hacía sentirme frustrado, engañado, afrentado. Me indignaba incluso que a un crítico se le permitiera sugerir algo semejante.
—Volved a mirar lo que está en la página —dijo Avery—. Olvidad la otra lectura para la semana siguiente. Tenéis que leer lo que está en la página.
Joseph K., que había sido detenido en su casa la mañana de su trigésimo cumpleaños, vuelve a su pensión después de una larga jornada de trabajo y se disculpa ante la casera, Frau Grubach, por las molestias de la mañana. Los agentes que le han detenido registraron brevemente la habitación de otra pupila, una joven llamada Bürstner, pero Frau Grubach le asegura a K. que han puesto otra vez en orden la habitación de la señorita. Dice a K. que no se preocupe por su detención; no es un asunto criminal, gracias a Dios, sino algo muy «docto» y misterioso. K. dice que está de acuerdo con ella: es un asunto «completamente invalidado». Pide a la casera que le estreche la mano para sellar su mutuo «acuerdo» en que el caso carece de sentido. Frau Grubach, en cambio, le responde, con lágrimas en los ojos, que no debería tomárselo tan a pecho. K. entonces le pregunta informalmente por Fräulein Bürstner: ¿todavía no ha llegado? Nunca ha intercambiado con ella más que algunos saludos, pero cuando la casera le confiesa su preocupación por los hombres con los que sale Fräulein Bürstner y lo tarde que está volviendo a la pensión, K. «se enfurece». Declara que conoce muy bien a la joven y que Frau Grubah está totalmente equivocada sobre ella. Se va enfadado a su habitación y la casera se apresura a asegurarle que lo único que la inquieta es la limpieza moral de su establecimiento. A lo cual K., por un resquicio de la puerta, replica extrañamente: «¡Si quiere que su pensión esté limpia, más vale que empiece por pedirme que me vaya!». Cierra la puerta en la cara de Frau Grubach, no hace caso de sus «débiles llamadas» a la puerta y se pone a acechar la llegada de Fräulein Bürstner.
No tiene un deseo especial por la chica; ni siquiera recuerda bien su aspecto. Pero cuanto más la espera más se enfada. De repente es culpa de ella que él se haya saltado la cena y su visita semanal a una chica bis. Cuando por fin ella llega, le dice que la ha esperado durante más de dos horas y media (lo cual es una mentira rotunda) e insiste en hablar con ella de inmediato. Fräulein Bürstner está tan cansada que apenas se tiene en pie. Se pregunta en voz alta cómo K. puede acusarla de llegar «tarde» cuando ella no tenía ni la menor idea de que él la estaba esperando. Pero accede a hablar unos minutos en su habitación. Allí K. se emociona al saber que Fräulein Bürstner tiene cierta formación como secretaria jurídica; dice: «Es estupendo, así podrá ayudarme con mi caso». Le hace un relato circunstanciado de lo que ha sucedido por la mañana, y cuando presiente que a ella esta historia no le impresiona demasiado, empieza a desplazar muebles y a recrear la escena. Menciona, sin un motivo especial, que por la mañana había una blusa de ella colgada de la ventana. Imitando al agente que le ha detenido, que en verdad era muy educado y de voz suave, grita su propio nombre tan fuerte que otro huésped llama con los nudillos a la puerta de la Fräulein. Ésta hace un nuevo intento de librarse de K., que lleva en su cuarto media hora, porque ella tiene que madrugar mucho al día siguiente. Pero él no la deja tranquila. Le asegura que si el otro huésped le crea problemas, él responderá personalmente de su respetabilidad. De hecho, si fuera necesario, le dirá a Frau Grubach que todo ha sido culpa suya: que él la «asaltó» en su dormitorio. Y entonces, cuando Fräulein Bürstner intenta una vez más deshacerse de K., él la asalta de verdad:
… lief vor, faßte sie, küßte sie auf den Mund und dann über das ganze Gesicht, wie ein durstiges Tier mit der Zunge über das endlich gefundene Quellwasser hinjagt. Schließlich küßte er sie auf den Hals, wo die Gurgel ist, und dort ließ er die Lippen lange liegen.[23]
«Ya me voy», dice K., deseoso de conocer el nombre de pila tic la Fräulein. Ella asiente cansinamente y se aleja con la cabeza gacha y los hombros caídos. Antes de quedarse dormido, K. repasa su conducta con ella y llega a la conclusión de que le agrada haberse comportado así; en efecto, lo único que le sorprende es no estar aún más complacido.
Yo pensaba que había leído cada palabra del primer capítulo de El proceso dos veces, en alemán y en inglés, pero al revisarlo ahora comprendí que no lo había leído ni una sola vez. Lo que realmente había en la página, al contrario de lo que yo había esperado encontrar en ella, era tan perturbador que me cerré en banda y me limité a fingir que estaba leyendo. Estaba tan convencido de la inocencia del héroe que había pasado por alto lo que el autor decía, de forma clara e inconfundible, en cada frase. Había estado ciego del mismo modo que lo estaba el propio K. Y así, desdeñando el comentario de Avery sobre los tres universos de interpretación posibles, me aferré dogmáticamente a la tesis opuesta de mi suposición original. Decidí que K. es un repulsivo, arrogante, egoísta y grosero gilipollas al que le obligan a examinar su vida en vista de que él se niega a examinarla.
Aquel otoño yo estaba más contento que nunca desde el instituto. Mi amigo Ekström y yo vivíamos en un estudio de dos habitaciones en una residencia céntrica y yo había tenido la suerte de conseguir el trabajo de editar la revista literaria universitaria. Con el mismo espíritu burlón de los setenta, que había endilgado el nombre TAFFOARD[24] a la serie de películas de arte y ensayo de la facultad, la revista se llamaba The Nulset Review. Su editora anterior había sido una poeta de Nueva York, chiquita y pelirroja, al mando de un personal casi exclusivamente femenino, y que publicaba sobre todo a poetisas. Yo era el advenedizo que en teoría tenía que renovar la revista y encontrar nuevos colaboradores, y lo primero que hice fue organizar un concurso para cambiarle el nombre. La ex editora pelirroja abandonó su puesto gentilmente, pero sin reconocer que hubiera algo malo en el nombre The Nulset Review. Era una mujer lánguida y de ojos grandes, con una voz trémula y un novio cubano de treinta años en Nueva York. Mi plantilla y yo dedicamos la primera media hora de nuestra primera reunión editorial a aguardar a que ella apareciese y nos dijera cómo se dirigía una revista. Al final alguien la llamó a su casa y la despertó —era la una de la tarde de un domingo—, y ella se presentó media hora después, portando una inmensa taza de café y básicamente todavía dormida. Se tendió en un sofá, con la cabeza acolchada en el nido de sus rizos rojos y sólo habló cuando nos esforzábamos en entender un manuscrito recibido. Entonces, tomando el texto con una mano lánguida, le echó una ojeada rápida e hizo un resumen y un análisis incisivos. Vi que ella era mi rival. Vivía encima de un mercado de comestibles y carne, en un piso fuera del campus donde también vivía la estudiante de francés morena a la que yo perseguía. Eran íntimas amigas. En una fiesta en noviembre, mientras todo el mundo estaba bailando, por primera vez me encontré a solas con mi rival. Dije. «Supongo que esto significa que al final tendremos que tener una conversación». Ella me miró con frialdad y dijo: «No, en absoluto», y se fue.
Yo estaba haciendo bastantes progresos con la estudiante de francés. Una noche de diciembre me pidió que verificase la gramática en una composición sobre Berlín Alexanderplatz de Alfred Döblin que ella iba a exponer en el seminario de Avery al día siguiente. Discrepé de la tesis que ella sostenía en su texto y en un momento determinado comprendí que si seguía comentando el libro con ella podríamos acabar pasando la noche juntos. Desarrollamos una tesis mejor —que el héroe proletario de Döblin, Franz Biberkopf, cree en la FUERZA masculina, pero que para alcanzar la redención tiene que admitir su debilidad absoluta ante la MUERTE— y después, codo con codo, garabateando como locos, fumando Marlboro lights, escribimos un texto totalmente nuevo. Para cuando terminamos, a las seis de la mañana, y estábamos comiendo panqueques en un IHOP, yo estaba tan colgado de nicotina y excitado por la situación que era imposible no creer que caeríamos redondos en la misma cama después del desayuno. Pero, con mi suerte habitual, ella todavía tenía que mecanografiar la redacción.
La última noche del semestre, Ekström y yo organizamos una gran fiesta. La estudiante de francés asistió, así como todos nuestros demás amigos y vecinos, y como también George y Doris Avery, que se quedaron horas, sentados en la cama de Ekström, bebiendo burdeos Gallo Hearty y escuchando con avidez lo que decían nuestros condiscípulos sobre literatura y política. Yo ya sospechaba que Avery era el mejor profesor que tendría nunca, y pensaba que él y Doris nos habían hecho un gran favor viniendo a la fiesta y convirtiéndola en algo extraordinario, no sólo en una chiquillada sino también en algo adulto; toda la velada, amigos míos se me acercaron a decirme, maravillados: «Son una pareja fantástica». Pero yo a mi vez era consciente de que también les había hecho un favor a los Avery: no recibían muchas invitaciones de alumnos. Todos los años caían bajo el hechizo de Avery uno o dos estudiantes de último curso, pero nunca más de dos. Y aunque Avery era guapo y leal y bondadoso, era mucho más popular con sus colegas más jóvenes que entre los alumnos. Le impacientaban las teorías o las doctrinas políticas, y estaba clarísimamente fascinado por las mujeres hermosas (del mismo modo que Joseph K. no puede evitar decirle a Fräulein Bürstner que había una blusa de ella colgando de su ventana, Avery era incapaz, cuando hablaba de determinada facultad femenina, de omitir descripciones de sus ropas y sus cuerpos), y quizá no fuera siempre honesto al decidir si la pelota había salido o no de la pista de tenis, y él y su colega Weber se profesaban un odio tan profundo que recurrían a extraños circunloquios para evitar pronunciar el nombre del otro; y con excesiva frecuencia, cuando Avery se sentía inseguro, les largaba a Doris y a sus invitados recitaciones que duraban horas de datos histórico-literarios en bruto, entre ellos, por ejemplo, los nombres y títulos y las biografías condensadas de diversos archivistas contemporáneos de Alemania, Austria y Suiza. Era esta otra faceta de Avery —el hecho de que tan visiblemente poseía otra faceta— lo que me ayudó a entender finalmente las tres dimensiones de Kafka: que un hombre podía ser una víctima encantadora, comprensiva y cómicamente necesitada; un pelma lascivo, rencoroso y megalómano y también, crucialmente, una tercera cosa: una conciencia parpadeante, un impulso culpable y, al mismo tiempo, un autorreproche patético, una persona en proceso.
Ekström y yo habíamos retirado los muebles de mi dormitorio y lo convertimos en la pista de baile. Mucho después de medianoche, cuando los Avery y los amigos menos íntimos ya se habían ido, me vi solo en la pista, bailando Chelsea (I Dont Want to Go to) de Elvis Costello con mi estilo sinuoso ante un público que me observaba. Miraban mi expresividad, escribí en mi cuaderno al día siguiente, en un avión a St. Louis. Lo sabía, y cuando la canción ya llevaba sonando un minuto les lancé una sonrisa de «Oh, cuánta atención volcada en mi modesta persona» a todos los que miraban. Pero creo que mi auténtica expresividad estaba en aquella sonrisa. ¿Por qué está avergonzado? No está avergonzado, le encanta llamar la atención. Bueno, le avergüenza que le miren, porque no va a creerse que los demás participan tan callados de su exhibición. Sonríe con un desdén afable. A continuación Chelsea cedió el paso a Miss You, el momento de los Stones en el baile, y la estudiante de francés se me unió en la pista. Dijo: «¡Ahora vamos a alucinar bailando!». Acercamos las caras, extendimos los brazos, nos rehuimos y bailamos nariz contra nariz en una parodia de atracción flipante ante la gente que nos observaba.
La casa de Webster Grove parecía cansada. Mis padres se habían hecho viejos de repente. Tuve la intuición de que a Bob y su mujer les horrorizaban secretamente y planeaban una rebelión. Yo no entendía por qué Tom, que me había revelado la canción Stay Hungry de los Talking Heads, que había sido mi himno personal en Alemania, hablaba sin cesar de todos los manjares que habían estado comiendo. Sentado junto a la chimenea, mi padre leía el relato y el poema que yo había publicado en la revista literaria (nuevo nombre: Small Craft Warnings) y me dijo: «¿Dónde hay una historia aquí? ¿Dónde están las imágenes verbales? Sólo hay ideas». Mi madre era una ruina viviente.
Desde septiembre había estado dos veces ingresada en el hospital para unas operaciones en la rodilla, y ahora sufría una colitis ulcerativa. Tom había llevado a casa en octubre una novia nueva y —algo sin precedentes— adecuada, había abandonado el cine y buscaba empleo de contratista de obras, y la novia parecía dispuesta a pasar por alto que su novio no tuviese seguridad social ni un trabajo convencional. Pero entonces mi madre descubrió que no era una chica adecuada en absoluto. Resultó que cohabitaba con Tom, y mi madre no podía aceptar este hecho. Le reconcomía. También le preocupaba la inminencia de la jubilación de mi padre, que ella temía. No paraba de decir a quien quisiera escucharla que la jubilación era un error para «personas capaces y vitales que todavía pueden aportar algo a la sociedad». Siempre lo expresaba así.
Por primera vez en mi vida, empezaba a ver a los miembros de mi familia como personas reales y no sólo como parientes, porque había estado leyendo literatura alemana y yo mismo me estaba convirtiendo en una persona. Aber diesmal wird es geschrieben werden,[25] escribí en mi cuaderno la primera noche que pasé en St. Louis. Quería decir que aquellas vacaciones con mi familia, a diferencia de todas las anteriores, serían registradas y analizadas por escrito. Creí que estaba citando de Malte. Pero la frase auténtica de Rilke es mucho más descabellada: Aber diesmal werde ich geschrieben werden.[26] Malte prevé un momento en que, en vez de ser el artífice de la escritura («Yo escribo»), será su producto («Soy escrito»): en vez de una actuación, una transmisión; en vez de un foco sobre el yo, un resplandor sobre el mundo. Y yo no debía de haber leído tan mal a Rilke, porque uno de mis familiares a los que yo ahora veía con más claridad como una persona era el hijo más joven, el cachorro efusivo que divertía a los otros con las cosas bonitas que decía, y que se disculpaba para levantarse de la mesa y escribía cosas bonitas en su cuaderno; y se me estaba acabando la paciencia con aquel actor.
Aquella noche, después de múltiples sueños con la estudiante de francés, en cada uno de los cuales ella terminaba reprochándome que no quisiera sexo con ella, tuve una pesadilla sobre Ina, la pastor alemán apacible de Avery. En el sueño, mientras yo estaba sentado en el suelo de la sala de Avery, la perra se me acercaba y empezaba a insultarme. Me espetaba que yo era un «marica» frívolo y cínico, que buscaba atención y que toda mi vida había sido un farsante. Yo le respondía frívola y cínicamente y le daba una palmadita en el hocico. Ella me sonreía con maldad, como para dejar claro que me tenía calado hasta el tuétano. Después me clavaba los dientes en el brazo. Cuando yo caía hacia atrás, ella se me lanzaba a la garganta.
Desperté y escribí: So, eines morgens wurde er verhaftet.[27]
Mi madre me llevó aparte y me dijo brutalmente, respecto a la visita de Tom con su novia en octubre: «Me decepcionaron».
Levantó la mirada de una nota que estaba escribiendo en la mesa del comedor y me preguntó: «¿Cómo se escribe “vacío”? Como, pongamos, en “una sensación de vacío”.»
Durante toda la cena navideña, se disculpó por la ausencia del tradicional sorbete de arándanos, porque aquel año estaba demasiado cansada para prepararlo. Cada vez que se disculpaba, le asegurábamos que no echábamos de menos el sorbete, que nos bastaba con la habitual salsa casera de arándanos.
Unos minutos más tarde, como un juguete mecánico, dijo que lamentaba no haber hecho aquel año el tradicional sorbete de arándanos, pero que estaba cansadísima. Después de la cena, subí al piso de arriba y saqué mi cuaderno, como había hecho tantas veces; pero aquella vez fui escrito.
De una carta de mi madre después de las vacaciones:
Papá piensa que tu horario es tan ligero que se teme estar «pagando de más» o algo así. En realidad, cariño, está decepcionado (quizá no debería decírtelo, pero sospecho que lo intuyes) de que no te licencies con un «título vendible», como prometiste —has hecho lo que te gustaba, admitido, pero el mundo real es otra cosa—, y ha sido carísimo. Sé, por supuesto, que quieres «escribir», pero también quieren escribir decenas de miles de otros jóvenes que también tienen talento y hasta me pregunto si eres realista a veces. Bueno, mantennos informados de cualquier noticia alentadora o interesante; ni siquiera una licenciatura de Swarthmore es una garantía automática de éxito. Detesto ser pesimista (suelo ser una persona positiva), pero he visto cómo Tom desperdiciaba sus dotes y espero que su caso no se repita.
De mi contestación:
Quizá debiera aclarar algunas cosas que había considerado que los tres conocíamos.
1. Estoy en el CUADRO DE HONOR. Los del cuadro de honor asistimos a seminarios que exigen gran número de lecturas independientes; se calcula que cada uno, por consiguiente, equivale a dos cursos de cuatro o cinco horas…
2. ¿Cuándo, exactamente, prometí licenciarme en lo que sigues llamando una asignatura «vendible»? ¿Con qué estaba vinculada esta promesa? ¿Con vuestro apoyo sostenido a mis estudios? Tienes razón en que todo esto parece haberse borrado de mi memoria.
3. Sé que tu intención al recordarme todas las semanas lo «sumamente caro» que es Swarthmore es más retórica que informativa. Pero creo que deberías saber que hay un punto en que dicha repetición empieza a tener un efecto opuesto al que pretendes.
De la respuesta de mi padre a mi respuesta:
Creo que tu carta merece una refutación porque contiene muchos comentarios críticos, y otros amargos. Es un poco difícil contestar sin la carta de tu madre, pero como antecedente deberías reconocer que ella no siempre es racional ni diplomática; y piensa también que no se siente bien desde el pasado septiembre… Hasta la rodilla vuelve a causarle molestias. Toma cuatro pastillas distintas varias veces al día y creo que eso no le hace ningún bien. Mi análisis es que tiene preocupaciones mentales que la trastornan físicamente. Pero no entiendo lo que le preocupa. Su salud es nuestra única inquietud y esto se está volviendo una situación sin salida.
Y de la contestación de mi madre a la mía:
Cómo puedo reparar el daño que te hecho, haberte herido de este modo y desde entonces sintiéndome tan decaída y culpable, debido al amor y respeto que te tengo (no sólo por ser mi hijo, sino por ser una de las personas más especiales de mi vida), estoy deprimida por el poco juicio y lo poco razonable de la carta que te escribí cuando estaba con la moral baja. Lo único que puedo decir es que lo siento, me entristece esa carta, confío en ti totalmente y te quiero muchísimo ─────────── Te suplico perdón y lo digo con el corazón en la mano.
La última novela en alemán que leí en otoño, y a la que opuse una resistencia más acérrima, fue La montaña mágica. Le ofrecí resistencia porque la comprendía mucho mejor que las demás. Su joven héroe, Hans Castorp, es un burgués de la llanura que hace una visita de tres semanas a un sanatorio, sucumbe al hechizo de la rareza hermética del lugar y acaba quedándose siete años. Castorp es un inocente de los que podrían situarse en el extremo «cerebro» de un continuum «corazón-cerebro», y Thomas Mann le trata con una ironía afectuosa y una omnisciencia monstruosa que, juntas, me desquiciaron. Como Avery nos ayudó a ver, Mann elabora perfectamente cada símbolo: las tierras bajas burguesas son el lugar de la salud física y moral; las alturas bohemias son la sede del genio y la enfermedad, y lo que conduce a Castorp del primer al segundo paraje es el poder del amor: concretamente, la atracción que siente por otra paciente, Claudia Chauchat. Claudia es realmente la «gata caliente» que su nombre francés denota. Ella y Castorp intercambian miradas siete veces en el comedor del sanatorio, y él ocupa la habitación 34 (¡3 + 4 = 7!), y ella la 7, y su flirteo llega a su consumación la noche de Walpurgis, exactamente siete meses después de la llegada de Castorp, cuando él se acerca a ella so pretexto de pedirle prestado un lápiz, con lo cual repite y realiza la audacia con que pidió prestado un lápiz a un chico —réplica de Claudia— con quien tuvo un flechazo muchos años atrás, un chico que le advirtió de que no «rompiera» el lápiz, y tiene una relación sexual con Claudia una sola vez, y nunca con nadie más, etc., etc. Y luego, porque tanta perfección formal puede dar escalofríos, Mann ejecuta la proeza de insertar un capítulo, «Nieve», sobre la frialdad mortífera de la perfección formal, y procede a llevar la novela en una dirección menos hermética, lo cual es ya la iniciativa formalmente perfecta que cabe tomar.
La mentalidad organizativa tan alemana que aquí vemos me inspiró el gruñido que arranca un juego de palabras complejo y logrado. Y, sin embargo, en el corazón del libro hay una cuestión de auténtico interés personal tanto para Mann como para mí: ¿cómo sucede que una persona joven se aleje tanto y tan rápidamente de los valores y expectativas de su educación de clase media? Superficialmente, en el caso de Castorp, cabría pensar que el fallo reside en el puntito tuberculoso que los rayos X revelan en su pecho. Pero él acepta el diagnóstico con tanta avidez que se ve que es más bien un pretexto: «ein abgekartetes Spiel».[28] La verdadera razón por la que se queda en el sanatorio y ve cómo su vida se le vuelve irreconocible es que le atrae el mons veneris de Claudia, su denominada montaña mágica. Como dice Goethe, en su lenguaje sexuado: «Das Ewig-Weibliche / Zieht uns hinan».[29] Y parte de lo que tanto me disgustó en la irónica condescendencia de Mann con Castorp es su complicidad en lo que a mí me parecía la pasividad del personaje. Activa, nerviosamente, abandona las llanuras burguesas por una bohemia alpina; es algo que le sucede.
Y a mí también me sucedió. Después de las vacaciones fui a Chicago a ver a Tom, que estaba en camino de convertirse en un contratista y diseñador no muy distinto del que mi padre había imaginado que sería, y conocí a su nueva novia, Marta Smith, que era tan excelente en todo como prometía (y, en efecto, menos de un año más tarde, pasó a ser la nuera en la que mi madre más confiaba). Desde Chicago volví a la facultad una semana antes y me hospedé en el apartamento donde vivía la estudiante de francés, encima del mercado de carne. Allí supimos de inmediato que la estudiante y yo estábamos hartos el uno del otro, hartos de que nada ocurriera. Su compañera de piso, sin embargo, la neoyorquina pelirroja, había roto con su novio cubano, y yo me sentaba con ella a ver películas antiguas mientras el resto de la casa estaba ya acostado. Era la persona más inteligente que he conocido nunca. Echaba un vistazo a una página de Wordsworth y te decía la intención del autor en cada línea. Resultó que ella y yo compartíamos la misma ambición de dejar atrás las cosas infantiles, y que ella también, a su manera, huía de las tierras bajas. Su voz no tardó mucho en resonar en mi cabeza a todas horas. Se me ocurrió pensar que mi interés por su mejor amiga, la estudiante de francés, podría no haber sido más que un abgekartetes Spiel. La rival y yo fuimos a cenar a la casa, fuera del campus, do una pareja de estudiantes, amigos de ambos, cuyo gusto para la comida y la ropa deploramos después en una orgía de afinidades. Al día siguiente, después de llegar el correo, me preguntó si conocía a una chica de Chicago llamada Marta Smith. A las manos de esta desconocida Marta había llegado de algún modo un ejemplar de Small Craft Warnings, y había leído un largo relato corto titulado «Desmembrándote el día de tu cumpleaños», y escribía espontáneamente para decir que le había encantado. Marta ignoraba mi interés por la autora del cuento, y la fecha en que llegó su carta fue como un signo místico de una novela alemana de las que por el momento había olvidado que no me gustaban.
La noche del vigésimo primer (¡3 x 7!) cumpleaños de la rival, el 24 de enero (24/1 = 1 + 2 + 4 = ¡7!), me presenté en su fiesta con un paquete de caros cigarrillos italianos de regalo. La parte de mi persona que sabía lo bastante para temer enormes complicaciones a largo plazo confiaba en que los dos siguiéramos siendo simplemente amigos. Pero otra parte de mí más importante debió de pensar otra cosa (o así conjeturé más tarde, al igual que Joseph K. conjeturó que alguien «debió de decir» mentiras sobre él), porque yo seguía en el sofá con ella a las cinco de la madrugada, mucho después de que la fiesta hubiese terminado. Cuando me disculpé por tenerla levantada hasta tan tarde, la respuesta que emitió su boca infinitamente blanda, que sabía a coliflor cruda, fue reconfortante y pulcra a la manera en que lo era también Thomas Mann. «Mi idea de un veintiún cumpleaños perfecto —dijo— no incluía, desde luego, acostarme antes de las cinco».
Otra escena de este género de novela.
Habían estado leyendo minuciosamente a Freud la semana antes de las vacaciones de primavera. La pequeña pelirroja tenía una amiga en el centro del pueblo, una maestra de instituto llamada Chloe, que les había ofrecido su apartamento al chico y a la chica mientras ella estaba ausente. La chica y el chico estaban dispuestos a hacer cosas en la cama que eran totalmente nuevas para él, si no para ella, y que a los dos les parecían tan manifiestamente carnales como para que las ocultase de las compañeras de piso una simple puerta hueca. Así que los dos fueron andando a la casa de Chloe una tarde de martes, durante una tregua entre lluvias primaverales. Los pétalos de magnolia que aplastaban sus pies estaban perlados de lluvia. En la mochila de la chica había pan, mantequilla, huevos, ginebra, tónica, café, cigarrillos y anticonceptivos. El piso de Chloe era una planta baja oscura en un edificio bajo e impersonal ante el que el chico había pasado cientos de veces sin fijarse. Las habitaciones estaban semivacías tras la partida de un novio del que Chloe le había echado pestes a la chica hasta que al final reunió el valor de plantarlo. La chica y el chico prepararon unos gin-tonic y entraron en el dormitorio de Chloe. Aunque habían cerrado con llave la puerta del apartamento y no había nadie más dentro, era impensable no cerrar la puerta del dormitorio. Tumbarse en la cama delante de una puerta abierta era invitar a un extraño malevolente a asomar la cabeza mientras la atención de la pareja estaba en otro sitio; esto sucedía en cada película de terror para adolescentes. El chico aún se estaba reponiendo de la sorpresa de que la chica quisiera sexo tanto como él, aunque él ya no sabría decir por qué le había sorprendido tanto. Sólo estaba agradecido por la instrucción. Nada que le pudiese hacer aquella chica era sucio. El cuarto mismo, sin embargo, estaba mugriento. Había un olor a alfombra mohosa y una gran mancha amarilla en el techo. Ropas de Chloe colgaban de cajones, yacían amontonadas cerca del armario, pendían en un revoltijo abultado de una percha en la puerta del pasillo. La chica era limpia y olía bien, pero por lo visto no era el caso de Chloe, a la que el chico no conocía. De modo que era sucio que te la chuparan en la cama sucia de Chloe. Un aguacero fustigaba enfurecido la única ventana de la habitación, detrás de una persiana de plástico barata y estropeada. La lluvia continuaba, pero escampó antes de que el chico y la chica terminaran. El cielo estaba casi oscuro cuando se vistieron y salieron a pasear y fumar. Al oeste, se veía un lienzo estrecho de cielo despejado, verde azulado, entre nubes de lluvia que se alejaban, y el edificio de la facultad estaba cálidamente iluminado. Incluso después de haber fumado, el chico percibía un sabor mágico en la boca. En su pecho había un sentimiento de gratitud y vergüenza tan grandes que gimoteaba un poco, sin querer, cada vez que su pensamiento recordaba lo que la chica le había hecho y se había dejado hacer.
Era de noche cuando volvieron al apartamento de Chloe y descubrieron que había habido alguien mientras ellos estaban fuera. La puerta de entrada, que se habían cuidado de cerrar con llave, ya no lo estaba. Al final del pasillo, en la cocina, que habían dejado apagada, vieron una luz fuerte encendida. «¿Hola?», llamó el chico. «… ¿Hola?… ¡Hola!». No hubo respuesta. No había nadie en la cocina. El chico preguntó si el novio de Chloe tendría todavía una llave. La chica, sacando hielo del congelador para prepararse un gin-tonic, dijo que le parecía improbable, puesto que el novio se había llevado todas sus cosas. «Además le debe medio año de alquiler a Chloe —dijo la chica, abriendo la nevera, y entonces—: ¡Mierda! ¡MIERDA! ¡MIERDA!». El chico dijo: «¿Qué?», y la chica dijo: «¡Ha estado aquí! ¡Ha entrado alguien!». Porque la botella de tónica, que habían dejado más que medio llena, ahora estaba casi vacía. Se miraron boquiabiertos y atisbaron por el pasillo oscuro. El chico hubiera querido encender una luz. «¿Hola? —llamó—. ¿Hay alguien ahí?». La chica abría cajones en busca de cuchillos. Pero al parecer Chloe no tenía nada más grande que un cuchillo de carne. La chica cogió uno y le dio otro al chico, y avanzaron juntos por el pasillo, llamando: «¿Hola? ¿Hola?». En el cuarto de estar no había nada anormal. Tampoco en el pequeño estudio. Pero cuando el chico llegó a la puerta del dormitorio y dio un empujón, el hombre al otro lado presionó contra este empuje. Tenía una pistola, y el chico agarró el pomo de la puerta con las dos manos y empujó hacia él y afirmó los pies en ambos lados de la puerta, tirando todo lo fuerte que podía contra una considerable resistencia. Por un momento, oyó que el hombre con la pistola resoplaba al otro lado. Después no oyó nada. El chico siguió tirando con todas sus fuerzas. Pero él y la chica jadeaban de terror. «¿Qué hago?», dijo ella. «Vete, vete, sal —dijo él, con voz ronca—, ¡vete de aquí!». Ella corrió a la puerta del piso, la abrió y se volvió a mirar al chico, que seguía tirando del pomo. Estaba sólo a ocho pasos de ella. Podría salir antes de que el hombre con la pistola abriera la puerta y levantara el arma. Así que el chico aprovechó la ocasión. Él y la chica cruzaron disparados el portal del inmueble, llegaron a la acera y allí se pararon, respirando hondo. Eran las seis de la tarde en un barrio agradable. Había gente que volvía del trabajo a casa, alguien jugaba al baloncesto en la acera de enfrente, un frío invernal resurgía de las sombras. Mientras el chico y la chica estaban en la calle, tiritando de frío, se sintieron a la vez avergonzados y extraordinarios, como si nada parecido hubiese ocurrido nunca —ni pudiese ocurrir— a nadie más que a ellos. De sentir esto a casarse no había una distancia más aterradora que desde la puerta del dormitorio hasta la salvación del exterior. «Supongo que es lógico preguntar —dijo la chica, temblando— por qué motivo concreto querría hacernos daño el novio de Chloe». El chico, a su vez, se preguntó si quizá el peso y los sonidos en el otro lado de la puerta no habrían sido simplemente las ropas de Chloe columpiándose en las perchas. El mundo volvía a ser racional. Habría un charco pegajoso de tónica en el estante inferior de la nevera, algo chungo en la cerradura de la puerta de entrada, un temporizador en la luz de la cocina. El chico y la chica entrarían juntos en el apartamento y pondrían en su sitio al Inconsciente.