Nos reuníamos los domingos, a las cinco y media. Elegíamos un compañero, le vendábamos los ojos y le llevábamos por pasillos vacíos a una velocidad de vértigo, en un experimento sobre la confianza. Hacíamos collages sobre la protección del medio ambiente. Representábamos obras satíricas sobre el modo de afrontar las crisis emocionales de séptimo y octavo curso. Cantábamos mientras los consejeros tocaban canciones de Cat Stevens. Escribíamos haikus sobre el tema de la amistad y luego los leíamos en voz alta:
Un amigo se queda a tu lado
incluso cuando estás en apuros
así que no está tan mal.
Un amigo es una persona
en la que crees que puedes confiar
y sueles hacerlo.
Mi aportación a este ejercicio…
Te cortan el pelo
la gente normal se ríe
¿Se ríen los amigos? No.
… hacía referencia a ciertas realidades en mi instituto, no en el grupo. La gente del grupo, hasta los que yo no consideraba amigos míos, no podían reírse de ti en aquel caso. Fue una de las razones por las que me afilié, para empezar.
El grupo se llamaba Compañerismo —sin artículo determinado, sin calificativo— y lo auspiciaba la Primera Iglesia Congregacionalista, con alguna ayuda de la Evangélica Iglesia de Cristo Unida, al final de la calle. La mayoría de los niños de séptimo y octavo que había en Compañerismo se habían conocido en la escuela dominical de la Primera Iglesia y se trataban casi como primos. Nos habíamos visto unos a otros con chaquetas de deporte en miniatura y corbatas de gancho o pichis escoceses con lazos de terciopelo, y pasábamos un largo rato sentados en bancos y mirando a los indefensos padres respectivos que seguían el oficio, y una mañana, en el sótano de la iglesia, durante un cántico ferviente de Jesús Loves the Little Children, todos observamos la dramática escena de una niña que se hizo pis en sus leotardos blancos. Tras haber vivido juntos estas experiencias, habíamos ingresado en Compañerismo con un trauma social mínimo.
El problema empezó en noveno curso. Los de noveno tenían su propio grupo de Compañerismo, como reconociendo la toxicidad especial de los adolescentes de esta edad, y las primeras reuniones de los de noveno, en septiembre de 1973, atrajo una avalancha de recién llegados que parecían más enrollados y curtidos que la mayoría de nosotros, congregacionalistas. Había chicas con nombres que te hacían la boca agua, como Julie Wolfrum y Brenda Pahmeier. Había tíos con barba incipiente y pelo largo hasta los hombros. Había chicas rubias estatuarias que practicaban sin cesar la parte de guitarra de The Needle and the Damage Done. Todos aquellos niños levantaban la mano cuando nuestros consejeros preguntaban quién tenía intención de participar en el primer fin de semana de retiro campestre, en octubre.
Yo también levanté la mano. Era un veterano de Compañerismo y me gustaban los retiros. Pero era pequeño y chillón y con mucha más labia que madurez, y desde aquella atalaya estresante el retiro que se avecinaba parecía menos una actividad de Compañerismo que el tipo de fiesta al que no solían invitarme.
Por suerte, mis padres estaban fuera del país. Estaban en mitad de su segundo viaje a Europa, atendidos por sus amigos comerciales austríacos, que corrían con todos los gastos. Yo pasaba las tres últimas semanas de octubre como el pupilo de diversos vecinos, y a una de ellos, Celeste Schwilck, le tocó llevarme a la Primera Congregacionalista a última hora de una tarde de viernes. En el asiento del acompañante del Oldsmobile color burdeos de los Schwilck, abrí la carta que mi madre me enviaba desde Londres. Comenzaba con la palabra «Queridísimo», que mi madre no parecía comprender que era más intrusiva y menos simpática que «querido». Aunque me hubiera sentido inclinado a añorarla, lo cual no ocurría, el «queridísimo» me habría recordado por qué no la añoraba. Metí la carta, sin leerla, en la bolsa de papel con la cena que la señora Schwilck me había preparado.
Llevaba vaqueros, botas de monte y un chubasquero, mi conjunto antiestrés. En el aparcamiento de la iglesia, treinta y cinco chicos con pantalones vaqueros estaban lanzando Frisbees y afinando guitarras, fumando tabaco, intercambiando postres y disputándose un puesto en coches conducidos por los consejeros jóvenes más glamourosos íbamos a Shannondale, un campamento en los Ozarks, a tres horas al sur de St. Louis. Para un trayecto tan largo, era imperativo evitar el coche de la «muerte social», que estaba típicamente lleno de chicas con pantalones informes y chicos con un pobre sentido del humor. No tenía nada contra aquellos niños, salvo el miedo mortal a que me tomaran por uno de ellos. Deposité las mías en un montón de bolsas y corrí a asegurarme una plaza en un coche seguro, con un seminarista de bigote y algunos congregacionalistas inteligentes y tranquilos a los que les gustaba jugar a Ghost.
Era la estación en Missouri en que anochece sigilosamente. Al volver por mis bolsas no encontré mi cena. Se oían portazos, motores que arrancaban. Corrí de un lado a otro, preguntando a la gente que todavía no se había ido. ¿Alguien había visto mi bolsa de papel? A cinco minutos del retiro estaba ya perdiendo la calma. Y aquello ni siquiera era lo peor, porque era posible que entonces, en uno de los coches glamourosos, alguien estuviera leyendo la carta de mi madre. Me sentía como un oficial de la Fuerza Aérea al que se le ha perdido una cabeza nuclear.
Volví corriendo al coche que había elegido e informé, con un ampuloso asco de mí mismo, de que había perdido mi cena. Pero el seminarista de bigote casi festejó la noticia. Dijo que cada ocupante del vehículo me daría un pedacito de sus provisiones y nadie pasaría hambre y todo el mundo se alimentaría. En la oscuridad creciente, cuando nos dirigíamos al sur de la ciudad, las chicas seguían dándome comida. Sentía sus dedos al cogerla.
En mi único fin de semana como boy scout, dos años atrás, los jefes de la Patrulla Bisonte nos habían dejado a los novatos montar las tiendas bajo una lluvia pertinaz. Los jefes andaban con sus amigos en patrullas mejor organizadas que habían llevado filetes, refrescos, tabletas de parafina para encender el fuego y grandes cantidades de leña seca y curada. Cuando los jóvenes bisontes fuimos allí a calentarnos, los jefes nos ordenaron que volviéramos a nuestro campamento empapado. Más tarde, la misma noche, el jefe scout nos consoló con chistes de Silly Sally[5] que los scouts más veteranos ya no querían oír. («Un día en que Silly Sally estaba en el bosque, un viejo le dijo: “¡Silly Sally, quiero que te quites toda la ropa!”, y Silly Sally dijo: “¡Vaya una tontería, porque estoy segura de que no te cabe!”»). Volví del fin de semana mojado, hambriento, cansado, sucio y furioso. Mi padre, que odiaba todo lo militar, me borró de buena gana de los scouts, pero insistió en que participara en alguna actividad, y mi madre propuso el Compañerismo.
En sus campamentos había chicas con shorts vaqueros y camisetas de cuello halter. Cada mes de junio, el grupo de séptimo y octavo curso pasaba cinco días en Shannondale y allí se ocupaba del mantenimiento de la iglesia, con guadañas y rodillos de pintura. El campamento estaba cerca del Current River, un río alimentado por un manantial y cuyo lecho era de grava, donde hacíamos una travesía fluvial todos los años. Mi primer año, después de los desalientos sociales del séptimo curso, quise endurecer mi imagen y volverme más estúpido, y lo intentaba exclamando a todas horas: «¡Hijo de perra!». Esto irritaba a mi compañero de canoa, que cada vez que yo lo decía contestaba, no menos mecánicamente: «Sí, claro que lo eres».
Nuestra canoa te freía los muslos, era un horno reflector de aluminio. Al día siguiente de la excursión yo estaba más rojo que el pelirrojo de séptimo Bean, pero no tanto como el más popular alumno de octavo, Peppel, sobre cuya espalda atrozmente quemada Bean derramó un cuenco entero de sopa de fideos con pollo que acababa de salir del fuego. Era el destino de Bean cometer este tipo de errores. Tenía una voz chillona y la sensibilidad de una regla de cálculo, y lo pasaba muy mal en Compañerismo, donde la ética predominante de honradez y desarrollo personal autorizaba a chicos como Peppel a gritar: «¡Jesucristo! ¡No sólo eres físicamente torpe, sino que también lo eres con los sentimientos de la gente! ¡Tienes que aprender a mirar por otras personas!».
Bean, que también estaba en los boy scouts, abandonó Compañerismo poco después de aquello, y dejó que yo y mi torpeza pasáramos a ser la diana de la honradez ajena. En Shannondale, el verano siguiente, estaba jugando a las cartas con MacDonald, una chica de séptimo de gestos felinos, cuyas gafas de abuelita y rizos a lo Carole King me atraían y a la vez me ponían nervioso, y en un momento de inspiración a lo Bean decidí que sería una broma divertida echar un vistazo a las cartas de MacDonald mientras ella estaba en el cuarto de baño. Pero ella no le vio la gracia. Tenía una piel tan blanca que cada emoción que experimentaba, por suave que fuese, cristalizaba en alguna variedad de sonrojo. Empezó a llamarme «tramposo», a pesar de que yo insistiera, con una sonrisita culpable, en que no había visto sus cartas. Me llamó «tramposo» durante el resto del viaje. Al partir de Shannondale, todos nos escribimos notas de despedida y la que me escribió MacDonald empezaba Querido tramposo y terminaba: Espero que algún día aprendas que en la vida hay algo más que hacer trampas.
Cuatro meses más tarde, desde luego no había aprendido esta lección. El bienestar que me proporcionó volver a Shannondale ya como alumno de noveno, llevar vaqueros y corretear por los bosques de noche, lo adquirí sobre todo mediante un engaño. Tenía que fingir que era un chico que con toda naturalidad decía «mierda» a menudo, un chico que no había escrito un informe tan largo como un libro sobre la fisiología vegetal, que no había disfrutado calculando magnitudes estelares absolutas con su calculadora nueva de seis funciones Texas Instruments, pues de lo contrario me vería expuesto, como no hacía mucho en clase de inglés, donde un atleta me había acusado de preferir mi diccionario a cualquier otro libro, y mi viejo amigo Manley, a quien yo había recurrido para refutar esta calumnia devastadora, me había sonreído y confirmado en voz baja: «Tiene razón, Jon». Al irrumpir en el granero de chicos de Shannondale, identificar el equipaje del coche de la «muerte social» y pedir una litera lo más lejos posible de él, confiaba en el hecho de que mis amigos de Compañerismo iban a institutos distintos y no sabían que yo también era un marginado.
Fuera, oí a camarillas cerradas con botas de monte que crujían sobre la grava del Ozark. Junto al centro comunitario de Shannondale, en un grupo de chicas de Compañerismo, con el pelo ondulado de álbum de discos y personalidades tan dulces como pueden serlo las magulladuras en un melocotón, dos bravucones desconocidos, vestidos con guerreras del ejército, llamaban y respondían con voces agudas, femeninas. Uno tenía el pelo lacio y suficientes hormonas para ser un Fumanchú sedoso. Gritó: «¡Queridísimo Jonathan!». El otro, que era tan rubio que parecía no tener cejas ni pestañas, contestó: «¡Oh, queridísimo Jonathan!».
—Je, je, je. Queridísimo Jonathan.
—¡Queridísimo Jonathan!
Giré sobre mis talones, corrí volviendo al bosque, viré hacia el mantillo arbóreo y me acuclillé en la oscuridad. El retiro era ya oficialmente un desastre. Sin embargo, me quedaba el consuelo de que algunos en Compañerismo me llamaban Jon, no Jonathan. Por lo que sabían los dos bravucones, el queridísimo Jonathan podía ser cualquiera. El queridísimo Jonathan podía estar aún en Webster Groves, buscando su bolsa de papel. Si pudiese evitar de algún modo a los dos ladrones durante todo el fin semana, nunca sabrían de quién era la cena que se habían comido.
Los rateros me facilitaron un poco la tarea, cuando el grupo se reunió en el centro comunitario, quedándose juntos y sentándose fuera del círculo de Compañerismo. Entré en la habitación tarde, con la cabeza gacha, y me puse en la parte diametralmente opuesta del corro, donde tenía amigos.
—Si queréis formar parte de este grupo —les dijo a los ladrones el joven pastor Bob Mutton—, uníos al corro.
A Mutton no le arredraban los bravucones. Llevaba una guerrera castrense y él mismo hablaba como un encabronado tío duro. Si le desafiabas, parecías infantil, no en la onda. Mutton supervisaba toda la operación Compañerismo, con sus doscientos cincuenta críos y varias docenas de consejeros, y tenía una pinta bastante acojonante, como Jesucristo: no el del Renacimiento, con la larga nariz helénica, sino el Jesús más atormentado del gótico septentrional. Mutton tenía los ojos azules y apretados debajo de unas cejas tristemente fruncidas. Tenía una fronda áspera de vello castaño que le asomaba por el cuello y le caía por la frente como una masa escorada; su perilla era un tupido arbusto rojizo en que le gustaba insertar puros Hauptmann. Cuando no estaba fumando o mascando uno, tenía en la mano una revista enrollada o un utensilio de chimenea o un palo o un puntero y se golpeaba con ello la palma opuesta. Cuando hablabas con él nunca sabías si iba a reírse, asentir y estar de acuerdo contigo, o si iba a dejarte clavado con su dicho favorito: «Eso es… vaya chorrada».
Puesto que podía calificarse de tal cada palabra que salía de mi boca, procuraba apartarme de Mutton. Compañerismo era una clase en la que yo nunca sería el mejor alumno; me conformaba con sacar notables y aprobados en sinceridad y franqueza. Para el ejercicio de la primera noche, en el que cada uno de nosotros expuso el modo en que esperaba crecer durante el retiro, propuse la meta insípida de «desarrollar nuevas relaciones». (Mi objetivo real era evitar determinadas relaciones nuevas). Después el grupo se dividió en una serie de diadas y grupitos para la formación de la sensibilidad. Los consejeros intentaban mezclarnos, romper las camarillas y forzar la creación de nuevas interacciones, pero yo era un experto en elegir y luego pillar compañeros que no eran marginados ni buenos amigos, y apliqué mis técnicas a la tarea de evitar a los ladrones. Estaba sentado delante del hijo de un profesor, un chico majo con una infortunada tendencia a hablar de Gandalf, y cerré los ojos y le palpé la cara con las yemas de los dedos mientras él me palpaba la mía. Formamos grupos de cinco personas y entrelazamos los cuerpos para crear máquinas. Nos reagrupamos como un todo y nos tumbamos en un círculo zigzagueante, con la cabeza en la tripa del vecino, y nos reímos todos a la vez.
Me alivió ver que los ladrones participaban en estos ejercicios. En cuanto dejabas que un extraño te palpara la cara, aunque lo hicieras con una sonrisita o una mueca despectiva, te implicabas con el grupo y era menos probable ridiculizarlo el lunes. Yo tenía también el pálpito de que los ejercicios costaban a los ladrones más que a mí: que la gente que robaba bolsas de la cena ocupaban un lugar mucho más infeliz que yo. Aun cuando fueran mis enemigos evidentes, les envidiaba el pelo largo y la ropa rebelde, que yo no estaba autorizado a llevar, y admiraba a medias la pureza de su rabia adolescente, que contrastaba con mi propio embrollo de cohibición, estupidez y poses. En parte, los chicos así me asustaban porque parecían auténticos.
—Sólo para recordaros —dijo Mutton antes de que nos dispersáramos para pasar la noche—. Las tres reglas aquí son: nada de bebida. Ni sexo. Ni drogas. Además, si descubrís que alguien ha violado una regla, tenéis que venir a decírmelo a mí o a algún consejero. De lo contrario es como si la hubieseis violado vosotros.
Mutton paseó una mirada fulminante por el corro. Los ladrones de cenas parecían divertidísimos.
Ya adulto, cuando digo las palabras «Webster Groves» a gente a la que acabo de conocer, muchas veces me informan de que crecí en una ciudad sofocantemente rica, insular y conformista, con una jerarquía punitiva. Las veinte y pico personas que me han dicho esto a lo largo de los años han pasado conjuntamente, según mis cálculos, unos veinte minutos en Webster Groves, pero todas ellas fueron a la universidad en los años setenta y ochenta, y un epígrafe del programa de estudios de la época era un documental de CBS hecho en 1966 y titulado 16 en Webster Groves. La película, un temprano experimento de sociología que duraba una hora y se emitía en la franja de máxima audiencia, relataba las actitudes de dieciseisañeros de clase media. He tratado de explicar que el Webster Groves descrito en el documental presenta un parecido mínimo con la amistosa y nada engreída ciudad que conocí en mi infancia. Pero es inútil contradecir a la tele; la gente me mira con suspicacia, hostilidad o compasión, como si yo estuviera profundamente desmentido.
Según el presentador del documental, Charles Kuralt, el instituto de Webster Groves lo dirigía una minúscula élite de «mandarines» que volvían la vida gris y marginada a la gran mayoría de estudiantes que no eran «capitanes de fútbol», «animadoras» o «reinas del baile». Las entrevistas con aquellos matones todopoderosos revelaron que los alumnos estaban obsesionados con diplomas, coches y dinero. La CBS emitía repetidamente imágenes de las casas más grandes de Webster Groves; no había ninguna toma de los varios miles de casas pequeñas y medianas. Sin otro motivo que lo grotesco de la escena, los cineastas incluyeron casi un minuto de rodaje de adultos con esmoquin y trajes de fiesta bailando rock-and-roll en un club social. Con tono desengañado, como para sugerir lo opresiva que era la ciudad, Kuralt informaba de que el número de pendencieros y bebedores en el instituto era «muy bajo», y aunque admitía que «un veinte por ciento minoritario» de chicos de dieciséis años concedían una gran importancia a la inteligencia, se apresuraba a inyectar una nota de augurio orwelliano: «Este tipo de ideas puede poner en peligro tu posición social en el instituto de Webster».
La película no reflejaba fielmente el centro escolar como era a mediados de los sesenta. Mi hermano Tom, aunque no era uno de los 688 epónimos de dieciséis años (nació un año más tarde), recuerda poco de su paso por el instituto, aparte de acumular grados y navegar en aguas estancadas con todos los que no eran «mandarines»; su pasatiempo principal era circular a toda pastilla con amigos que tenían coche. El documental también se equivocaba sobre el conservadurismo predominante en la ciudad: Barry Goldwater había ganado en Webster Groves en 1964.
El problema con 16 era de tono. Cuando Kuralt, con una mueca desesperada, preguntó a un grupo de padres de Webster Groves si una marcha en pro de los derechos civiles «insuflaría quizá un poco de vida en el ambiente de aquí», los padres se apartaron de él como si fuera un demente; y los cineastas, incapaces de entender que podían ser gente maja y no querer que su hijo de dieciséis años desfilase en una marcha por los derechos civiles, describieron Webster Groves como una pesadilla de control de las mentes y capitalismo sin alma. «Creíamos que los jóvenes sueñan con aventuras —decía la voz en off de Kuralt—. Pero tres cuartas partes de estos adolescentes han enumerado como su meta principal en la vida un empleo bien pagado, dinero y éxito. Y habíamos pensado que a los dieciséis años estás ansioso y descontento. Pero el noventa por ciento dice que les gusta Webster Groves. Casi la mitad dijo que no les importaría quedarse ahí durante el resto de su vida». Kuralt puso un acento agorero en este hecho definitivo. La explicación más obvia al respecto —que la CBS había topado con una comunidad insólitamente agradable— no debió de pasársele por la cabeza.
La difusión del documental, el 25 de febrero de 1966, provocó tantas cartas y llamadas telefónicas furiosas de Webster Groves que la cadena realizó una continuación extraordinaria, de una hora de duración, Webster Groves Revisited, y la emitió dos meses después. Aquí Kuralt estuvo lo más cerca que pudo de pedir disculpas sin emplear la palabra «perdonen». Presentaba imágenes conciliatorias de mandarines viendo el documental de febrero y llevándose las manos a la cabeza por las pedanterías que decían delante de la cámara; reconoció que niños que crecían en entornos protegidos podrían, con todo, ser aventureros de adultos.
El valor central en Webster Groves, el valor cuya ausencia encolerizó a sus habitantes, fue una especie de bonhomía apolítica. Puede que la gran mayoría de miembros de la Primera Iglesia Congregacionalista fuera republicana, pero sistemáticamente contrataba a pastores progresistas. El ministro de la iglesia en el decenio de 1920 había informado a la feligresía de que su trabajo era «clínico», no personal. («El ministro eficiente es un psicoanalista —dijo—. Si esta idea os choca, permitidme que os diga que Jesús fue el psicoanalista maestro de su época. ¿Hay algo mejor para un ministro que seguirle?»). En los años 1930, el pastor principal era un socialista ferviente que llevaba una boina y fumaba cigarrillos mientras iba y venía de la iglesia en una bicicleta. Su sucesor fue un veterano combatiente del ejército, Ervine Inglis, que predicó el pacifismo a lo largo de la segunda guerra mundial.
Bob Roessel, hijo de un abogado republicano local, se crió yendo a la iglesia regentada por su pastor socialista y pasaba los veranos con un tío en Nuevo México que administraba en el estado el Proyecto Federal de Escritores para la Administración de Proyectos de Obras. Viajando por el suroeste, Roessel se enamoró de la cultura navajo y decidió hacerse misionero, una ambición que sobrevivió hasta que fue al seminario y conoció a los misioneros reales en activo, que hablaban de sacar a los salvajes de la oscuridad y llevarlos a la luz. Roessel fue a preguntar a Ervine Inglis, que tenía tendencias unitarias (por ejemplo, no creía en la eficacia de la oración), si una persona podía ser cristiana y navajo. Inglis le dijo que sí. Roessel abandonó el seminario, se casó con la hija de un curandero navajo y dedicó su vida a servir a su pueblo adoptivo. En sus visitas a Webster Groves para ver a su madre, montaba una mesa en la Primera Congregacionalista y vendía mantas y joyas de plata para recaudar dinero para la tribu. Daba sonadas conferencias sobre la grandeza de los navajos y decía a los feligreses que su mundo del medio oeste, sus céspedes sombreados y buenas escuelas y empleos de cuadros medios en Monsanto serían el cielo para su otro pueblo. «Los navajos —decía— no tienen nada. Viven en el desierto sin nada. Pero tienen algo que vosotros no tenéis: los navajos creen en Dios».
En el otoño de 1967, el nuevo ministro auxiliar, Duane Estes, congregó a dieciséis adolescentes y a un seminarista y les hizo una propuesta: ¿qué les parecería formar un grupo que recaudase dinero para ir a Arizona a ayudar a los navajos en las vacaciones de primavera? En la ciudad de Rough Rock, Bob Roessel estaba fundando una «escuela piloto», la primera india en el país, en la que la Oficina de Asuntos Indios cedió el control a una junta escolar india, y necesitaba voluntarios para trabajar en la comunidad. El grupo superior de veteranos de la Primera Congregacionalista, el Compañerismo Peregrino, había conocido últimamente tiempos difíciles (puede que esto tuviera que ver con el sombrero negro de Peregrinos que se esperaba que sus miembros llevasen en sus reuniones). Estes, un excapellán y entrenador de fútbol de secundaria, se deshizo de la palabra «peregrino» (incluidos los sombreros) y propuso otro tipo de peregrinación, una de entrenador de fútbol: ¡Salgamos al mundo a zurrar a alguien! Había previsto que un par de rancheras bastarían para el viaje a Arizona, pero cuando el grupo partió hacia Rough Rock, un día después del asesinato de Martin Luther King, viajaba en un autobús alquilado.
El seminarista solitario, Bob Mutton, iba en él con los pulcros niños de los barrios residenciales, luciendo grandes patillas y con su ceño de forastero. Mutton se había criado en una ciudad obrera a las afueras de Buffalo. Había sido un mal chico en el instituto, un perseguidor de faldas en el descomunal Buick descapotable del 49 que él y su padre, maquinista, habían reparado. Sucedió que una chica a la que él perseguía especialmente pertenecía a un grupo eclesial del lugar y el jefe del grupo se interesó por él y le instó a que presentara una solicitud para la universidad. Acabó en la de Elmhurst, una facultad asociada a una iglesia a las afueras de Chicago. Durante un par de años mantuvo su conducta antisocial; se juntó con los golfos y le gustaban. Después, en el cuarto año de inmersión en Elmhurst, anunció a sus padres que iba a casarse con una condiscípula, una chica de familia proletaria de Chicago, e ingresar en el seminario. A su padre no le agradó la idea del seminario —¿no podía uno ser cristiano y no obstante estudiar Derecho?—, pero Mutton pensó que tenía vocación y entró en el Edén Theological Seminary en el otoño de 1966.
Era una época en que las escuelas como Edén atraían a estudiantes que codiciaban la clasificación de reclutamiento militar IV-D, que se daba a los seminaristas. Mutton y sus amigos de primer curso organizaban fiestas tumultuosas en el dormitorio y se reían a la cara de los piadosos alumnos de cursos superiores, que se quejaban del ruido. Sin embargo, cuanto más tiempo estuvieron Mutton y su mujer en Webster Groves, menos vida social tuvieron. Webster Groves no era una ciudad de sangre azul, sino que estaba llena de una clase media alta en ascenso, y los Mutton rara vez conocían a parejas con las que estuviesen a gusto. Mutton comía con el tenedor en el puño, como si fuera una pala. Conducía un coche que consumía casi tanto aceite como gasolina. Pagaba sus matrículas universitarias colocando tejas. A la hora de elegir su trabajo de campo, en su segundo año en Edén, fue una de las dos únicas personas que se alistaron para ministros de la juventud. Había advertido la existencia de una enorme población sumergida de adolescentes extraviados, algunos buenos estudiantes, algunos matones, otros simples inadaptados, todos ellos desnutridos por los valores de sus padres y, a diferencia de la CSB, los había considerado llenos de ansia y descontento. Había sido un chaval como ellos. Lo seguía siendo, en el fondo.
En iglesias del tamaño de la Primera Congregacionalista, los grupos de estudiantes de los últimos cursos de instituto solían tener treinta o cuarenta miembros, el número que Compañerismo había atraído en su primer año. En junio de 1970, cuando la Primera contrató a Mutton en sustitución de Duane Estes, el número de miembros había ascendido a ochenta, y en los dos primeros años de ministerio de Mutton, en el apogeo histórico del desencanto norteamericano con la autoridad institucional, volvió a duplicarse. Todos los días laborables, después de clase, los veteranos de la iglesia tenían que abrirse camino entre pies adolescentes calzados con sandalias, playeras y botas de trabajo. Había un puñado de chicas idólatras que prácticamente vivían en el despacho de Mutton, disputándose el espacio en su sofá andrajoso, debajo del póster psicodélico de Cristo. Entre aquel despacho y la sala de reuniones, docenas de alumnos con blusones bordados y camisas vaqueras tocaban a la guitarra compases enfrentados mientras el humo blanco de los cigarrillos llenaba las botellas de refrescos, por cuyo cuello largo se empeñaban en tirar colillas, a pesar de las protestas de la empresa de máquinas expendedoras.
—Le diré al ministro de jóvenes que les diga que no vuelvan a hacerlo —repetía a la empresa, con infinita paciencia, el secretario de la iglesia.
Chicos de otras iglesias se sumaron al grupo para la romántica aventura de Arizona, los maratones de veinticuatro horas de conciertos en directo en que se convirtieron enseguida los viajes en autocar de ida y vuelta, y el público de gente atractiva que acudía a los conciertos acústicos y eléctricos que los músicos de Compañerismo celebraban en la iglesia los viernes por la noche. El gancho principal, de todos modos, era el propio Mutton. Como decía la canción que por entonces sonaba a todas horas, «para cantar blues, tienes que haberlas pasado moradas», y el origen obrero de Mutton y su alergia virulenta a la beatería le erigieron en un dechado de autenticidad para los chicos acicalados de Webster Groves. Trabajar con adolescentes exigía una gran cantidad de tiempo, pero Mutton, que carecía de vida social, lo tenía. Con su hervor a fuego lento, sus pavoneos y sus juramentos, encarnaba la alienación adolescente que nadie por encima de los veinte parecía entender en Webster Groves.
En la cancha de baloncesto, Mutton era un demente de ojos centelleantes y camiseta empapada. Robaba la pelota a los jugadores débiles con la misma velocidad devastadora con que se la birlaba a los fuertes; si no tenías los pies bien plantados cuando tiraba a canasta, te derribaba al suelo y te pasaba por encima. Si eras un navajo anciano y veías llegar a tu tierra a un autocar cargado de chicos con guitarras y pinceles, y si abordabas a Mutton y le preguntabas a qué venía aquel grupo, te daba la única respuesta correcta: «Hemos venido ante todo por nosotros mismos». Si eras miembro de Compañerismo y por casualidad viajabas en el coche de Mutton cuando él se detenía a comprar lo necesario para la comunión, se volvía hacia ti como un igual y te pedía ayuda: «¿Qué clase de vino debería buscar?». Hablaba igual del sexo. Te preguntaba qué opinabas de la idea europea de que las norteamericanas eran pasivas en la cama, y si sabías el chiste del francés que encontraba a una mujer tumbada en la playa y empezaba a hacer el amor con ella, y sus amigos le notificaban que estaba muerta («Ah, perdón, creí que era norteamericana»). Parecía dispuesto a dejarse guiar por tu criterio cuando te preguntaba qué te parecían los milagros del Nuevo Testamento, como el de los panes y los peces. ¿Qué creías que sucedió allí en realidad? Y quizá tú aventurabas que algunas de las cinco mil personas que acudieron a escuchar a Jesús llevaban provisiones escondidas en las túnicas, y que el mensaje de fraternidad de Jesucristo les indujo a compartir la comida acumulada en privado, y la dádiva engendró dádiva, y así fue como se alimentó aquella multitud. «Entonces, ¿una especie de milagro del socialismo? —dijo Mutton—. Para mí ya sería un milagro suficiente».
«¡Padres que se quejan porque sus hijos, alumnos del instituto, pasan un tiempo excesivo en la iglesia!», clamaba el St. Louis Globe-Democrat en un artículo a toda página sobre Compañerismo, en noviembre de 1972. «¡Padres que para castigar a su hijo le prohíben ir a la iglesia!». Algunos padres, tanto dentro como fuera de la Primera Iglesia Congregacionalista, pensaban que Compañerismo podría ser incluso una secta. Si le veías con poca luz, a Mutton podías confundirle con Charles Manson, y era inquietante la expectación con que los chicos aguardaban las noches de domingo, reservando su ropa favorita, la más gastada, para la reunión, y les daba un síncope si se perdían una sola. Pero la mayoría de los padres admitía que, dado el estado de las relaciones entre generaciones a principios de los setenta, las cosas podrían haber sido mucho peores. Mutton gozaba de la confianza del ministro principal de la Iglesia, Paul Davis, y el apoyo crucial de varios destacados dirigentes eclesiales que habían hecho los primeros viajes a Arizona y al volver se hicieron adeptos de Compañerismo. Unos cuantos miembros conservadores se quejaron a Davis del estilo de Mutton, de los puros que fumaba y las obscenidades que soltaba, y Davis escuchó las quejas con una comprensión activa, asintiendo, haciendo muecas amistosas y repitiendo, con su voz increíblemente relajante, que entendía su inquietud y les estaba realmente agradecido de que se hubieran tomado la molestia de expresársela. Después cerró su despacho y no tomó ninguna medida al respecto.
Mutton era como un cebo para lubinas arrojado a un estanque donde nadie había pescado en treinta años. No bien se hubo hecho cargo de Compañerismo, se vio asediado por chicos con problemas que no toleraban a sus padres pero aún necesitaban un adulto en sus vidas. Los chicos iban a verle y le decían lo que nunca habían dicho a nadie, que sus padres se emborrachaban y les pegaban. Le contaban sueños para que los interpretara. Hacían cola delante de la puerta de su despacho, a la espera de entrevistas individuales, y sufrían por no ser la única persona afortunada a solas con él detrás de la puerta cerrada, y pensaban que ni siquiera la alegría de entrar por fin en su despacho compensaba el dolor de la espera. Todo quisqui estaba tomando drogas. Los chicos aguaban los licores de casa y tomaban ácido en los baños del instituto, fumaban peladuras de plátano especialmente adulteradas, se tragaban antihistamínicos de los padres y nitroglicerina de los abuelos, consumían nuez moscada en cantidades eméticas, llenaban de cerveza cartones de leche vacíos y la bebían en público, exhalaban humo de maría en extractores de cocina o en el material aislante del techo del sótano, y luego se dirigían a la iglesia. Tres chicos de buena familia fueron sorprendidos fumando marihuana en el propio santuario de la Primera Congregacionalista. Mutton se pasó horas sentado tratando de entender las palabras de un miembro fundador de Compañerismo dado de alta hacía poco del psiquiátrico adonde le había conducido una empanada mental de ácido lisérgico. Cuando una chica de Compañerismo informó a Mutton de que se había emborrachado en una fiesta y tenido relaciones sexuales, uno detrás de otro, con tres chicos del mismo grupo, Mutton reunió a los cuatro en su despacho e, imponiendo una especie de prerrogativa patriarcal, hizo que cada chico se disculpara. Otra chica cuyos padres habían encontrado anticonceptivos en su dormitorio se negó a hablar con ellos, a menos que llamaran a Mutton para que actuara como mediador. Era en parte un padrino y en parte un aprendiz de brujo implicado en la vida de cada vez más familias.
En septiembre de 1973, un mes antes del retiro del noveno curso en Shannondale, un chico con talento de diecisiete años, llamado MacDonald, fue a la oficina de Mutton y le dijo que su vida ya no tenía alicientes. MacDonald era el hermano mayor de la chica a la que tanto había decepcionado que yo hiciera trampas con las cartas. MacDonald estaba a punto de empezar la universidad y Mutton no siguió su pista después de la conversación que mantuvieron; y pocas semanas más tarde MacDonald se ahorcó. Mutton se quedó destrozado. A los veintinueve años se sintió aplastado y deficiente. Decidió que necesitaba una formación de terapeuta y un feligrés de la Congregacionalista tuvo la bondad de prestarle cinco mil dólares para que estudiara con un prominente loquero cristiano del lugar.
Tardé años —decenios— en llegar a saber estas cosas. Llegué tarde a Compañerismo del mismo modo que llegué tarde a mi familia. Cuando se confeccionaban listas de cosas que hay que saber, siempre me dejaban al margen. Era como si fuera por la vida con un letrero que decía: MANTENEDLO EN LA OSCURIDAD.
Cuando mi amigo Weidman y yo estábamos hablando de cómo se masturbaba una chica, me pareció que yo me manejaba bastante bien en mi lado de la conversación, pero debí de decir algo incorrecto, porque Weidman me preguntó, con el tono de un profesor amigable: «Sabes lo que es la masturbación, ¿verdad?». Contesté que sí, claro, era lo de sangrar y el período y todo eso. En clase de lenguaje, no preví los castigos sociales que alguien podría pagar por llevar al aula a sus peluches Cangu y Ro para ilustrar su exposición oral sobre la fauna y la flora australianas. En cuanto a las drogas, no pude evitar fijarme en que muchos chicos del colegio se colocaban para sentirse reconfortados en clase. La hierba estudiantil de Missouri en 1973 era una sustancia débil y cutre, y los usuarios tenían que dar tantas caladas que entraban apestando a humo, igual que apestaba la sala de ciencias una vez al año, después de la destilación de la madera. Pero a los catorce años yo no estaba muy al loro. Ni siquiera sabía cómo se llamaba la cosa que fumaban los chicos. La palabra «hierba», entre comillas, me sonaba a madres y profesores fingiéndose más enrollados de lo que eran, lo cual era una descripción ingratamente próxima de mi persona. Estaba decidido a decir «droga» porque era así como la llamaba mi amigo Manley, pero también este término perdía su onda en mi lengua; no estaba absolutamente seguro de que los mariguaneros de verdad llamasen «droga» a la maría, y la larga «o» se arrugaba en mi boca como una uva y la palabra salía sonando como a «doga».
Así que si hubiera sido yo el que cruzó el aparcamiento de Shannondale la noche del sábado y olió a cáñamo quemado, habría mantenido la boca cerrada. El fin de semana estaba resultando menos desastroso de lo que me había temido. Los dos ladrones de cenas se habían esfumado hasta el punto de que se saltaron actividades obligatorias, y yo me había vuelto tan osado que logré que mis viejos amigos de la escuela dominical montaran conmigo un partido de «cuatro esquinas» con una pelota de baloncesto. (En el colegio, el año anterior, Manley y yo habíamos organizado una reactivación semiirónica de las cuatro esquinas a la hora del almuerzo, replanteando el juego como una mezcla de velocidad e inglés, y aunque Manley era un atleta demasiado bueno para que se burlaran de él, mi risueña defensa de un juego que practicaban las párvulas fue probablemente uno de los motivos por los que a Lunte, mi compañero de laboratorio, le habían preguntado si yo era un marica despreciable y le habían zurrado cuando dijo que no). Yo estaba sentado al sol de Ozark con mi bonita y poética amiga Hoener, hablando de Gregor Mendel y de E. E. Cummings. Más tarde, esa misma noche, había jugado a cartas con una consejera de la que me había prendado, una chica de instituto llamada Kortenhof, mientras algún otro cruzaba el aparcamiento y olía el humo.
A la mañana siguiente, cuando nos reunimos en el centro comunitario para lo que hubiera sido un oficio dominical breve, con música y sin Jesús, todos los consejeros se presentaron juntos, formando una falange de caras adustas. Mutton, que palidecía cuando estaba enfadado, tenía los labios prácticamente azules.
—Anoche —dijo con una voz terrosa— alguien infringió las normas. Alguien consumió drogas. Y ellos saben quiénes fueron y tienen cosas que decirnos. Si está aquí alguno de ellos, o si alguien sabe algo y no ha dicho nada, quiero que se levante ahora y que nos cuente lo que ocurrió.
Mutton dio un paso atrás, como un presentador teatral, y seis infractores se levantaron. Dos eran chicas, Hellman y Yanczer, con la cara hincada y sucia de lágrimas; otro era un chico ajeno a Compañerismo que se llamaba Magner; y estaban los dos ladrones, el rubio y el matasiete, Fumanchú, y una chica maliciosa, con la ropa ceñida, que parecía liada con ellos. Los ladrones se mostraban a la vez compungidos y desafiantes. Farfullaron cosas.
—¿Qué? No te he oído —dijo Mutton.
—He dicho que me coloqué en el aparcamiento e infringí las normas —escupió Fumanchú.
Una grieta física se había abierto entre todos nosotros y los delincuentes, que estaban en fila contra una pared del centro, algunos con una mirada agresiva, otros llorando y todos con los pulgares enganchados en los bolsillos de los vaqueros. Me sentí como un niño pequeño que se había pasado el fin de semana haciendo tonterías inocentes (¡las cuatro esquinas!), mientras que en otro lugar se desarrollaba un rollo serio de adultos.
La más afectada era Hellman. Ya en circunstancias normales, tenía los ojos relucientes y un poco saltones, como por efecto de una presión contenida, y ahora le brillaba toda la cara.
—¡Lo siento muchísimo! —le lloriqueaba a Mutton. Lágrimas a presión le brotaron de los ojos, y volvió la cara hacia nosotros—. ¡Lo siento muchísimo!
Yanczer era una chica menuda y de cara redonda que tenía tendencia a hablar por encima del hombro cuando se separaba de ti, como si reconsiderase provisionalmente su decisión de marcharse. Ahora tenía los hombros contra la pared.
—Yo también lo lamento —dijo, mirándonos de soslayo—. Aunque al mismo tiempo pensé que, bueno, no era nada del otro mundo.
—Lo que es especial aquí es que somos una comunidad —dijo Mutton—. Nos permiten jugar limpio porque los padres confían en nosotros. Cuando la gente infringe las normas y socava esa confianza, perjudica a todos los miembros de la comunidad. Es posible que esto haya supuesto el final de este grupo. Este fin de semana.
Los ladrones intercambiaban sonrisas.
—¿Por qué sonreís? —rugió Mutton—. ¿Os parece gracioso?
—No —dijo el rubio, agitando sus mechones casi blancos—. Pero me parece un poco exagerado.
—Nadie os obliga a estar en esta habitación. Podéis salir por la puerta cuando se os antoje. De hecho, ¿por qué no os vais? Los dos. Esa sonrisita no se os ha borrado en todo el fin de semana. Estoy harto.
Los ladrones se consultaron con la mirada y se dirigieron hacia la puerta, seguidos por la chica maliciosa. Se quedaron Hellman, Yanczer y Magner. La cuestión era si se les expulsaba también a ellos tres.
—Si es vuestra forma de tratar al grupo —dijo Mutton—, si es el nivel de confianza que hay aquí, ¿por qué vamos a querer veros la semana que viene? Necesitamos saber por qué pensáis que se os debería permitir formar parte de este grupo.
Hellman nos recorrió con la mirada, con los ojos como platos, suplicante.
Dijo que no podíamos expulsarla. ¡Amaba Compañerismo! ¡Prácticamente le habíamos salvado la vida! El grupo le importaba más que nada en el mundo.
Un duendecillo con un peto descolorido replicó:
—Si te importa tanto el grupo, ¿por qué has traído a esos colgados y nos has metido en líos?
—Quería que conocieran Compañerismo —dijo Hellman, retorciéndose las manos—. ¡Pensé que sería bueno para ellos! ¡Lo siento!
—Oye, no puedes controlar lo que hacen tus amigos —dijo Mutton—. Sólo eres responsable de ti misma.
—Pero también yo la he jodido —gimió Hellman.
—Sí, y te haces responsable de tus actos.
—Pero ¡la ha jodido! —precisó el duendecillo del peto—. ¿Cómo se hace responsable?
—Levantándose aquí delante de vosotros —respondió Mutton—. No es nada fácil hacerlo. Hacen falta agallas. Al margen de la decisión que toméis, quiero que todos penséis en las agallas que están demostrando estos chicos, sólo con quedarse en esta habitación.
Siguió una hora espantosa en la que, uno por uno, hablamos a los tres bellacos y les dijimos lo que pensábamos. Las chicas se frotaban cenizas en los vaqueros y toqueteaban sus paquetes de Winston. A los chicos les arrancaba sollozos pensar que el grupo se estaba disolviendo. Fuera, sobre el suelo crujiente de grava, estaban los padres que habían venido en coche a llevar a sus hijos a casa, pero Compañerismo tenía por norma abordar una crisis sin demora y allí seguíamos sentados. Hellman, Yanczer y Magner se disculparon por turnos y nos espetaron: ¿No íbamos a perdonarles? ¿Nosotros no habíamos infringido nunca las normas?
Toda aquella escena me dejó confuso. La confesión de Hellman me grabó en la memoria la impresión de que era una fumeta aterradora y marginal, el tipo de persona marginada que me daba miedo y que yo desdeñaba en clase, y sin embargo actuaba como si fuera a morirse si la expulsaban del grupo. A mí también me gustaba Compañerismo, o por lo menos me había gustado hasta aquella mañana; pero desde luego no me veía muriendo si me faltaba. Hellman parecía estar viviendo una experiencia más crucial y auténtica que los miembros obedientes a los que ella había traicionado. ¡Y Mutton hablando de lo valiente que era! Cuando me llegó el turno, dije que temía que mis padres no me dejasen volver a Compañerismo porque eran totalmente opuestos a las drogas, pero que yo no pensaba que hubiera que expulsar a nadie.
Era más de mediodía cuando salimos del centro comunitario, parpadeando ante la luz intensa. Junto a las mesas de picnic, los ladrones expulsados se lanzaban un balón de fútbol y se reían. Habíamos decidido dar una segunda oportunidad a Hellman, Yanczer y Magner, pero Mutton dijo que lo realmente importante era contar a nuestros padres lo ocurrido en cuanto llegáramos a casa.
Cada uno de nosotros tenía que asumir una responsabilidad plena por el grupo.
Es probable que esto fuera muy difícil para Hellman, que amaba Compañerismo tanto más cuanto más la maltrataba su padre, y también para Yanczer. Cuando se enteró la madre de ésta, amenazó con llamar a la policía si Yanczer no iba a ver al director del instituto y se chivaba del amigo que le había agenciado las drogas; el amigo era Magner. Fue un fin de semana de escenas truculentas, pero los tres infractores se las arreglaron para volver a Compañerismo el domingo siguiente.
Sólo yo tenía aún un problema. El problema eran mis padres. De las muchas cosas que me daban miedo en aquella época —las arañas, el insomnio, los anzuelos de pesca, los bailes de estudiantes, el béisbol, las alturas, las abejas, los urinarios, la pubertad, los profesores de música, los perros, la cafetería del instituto, la censura, los chicos más mayores, las medusas, los vestuarios, los bumeráns, las chicas populares, el puenting—, lo que más me asustaba eran mis padres. Mi padre casi nunca me había dado una azotaina, pero cuando me la dio su cólera había sido jupiterina. Mi madre poseía unas garras que cuando yo tenía tres o cuatro años y unos niños del vecindario me untaron el pelo de vaselina para que me pareciese a una especie de Baby Greaser, me atacó repetidas veces el cuero cabelludo entre chorros de agua hirviendo. Sus opiniones eran todavía más afiladas que sus zarpas. No tenías ganas de andar jugando con ella. Por ejemplo, nunca me habría atrevido a aprovechar que ella estaba en el extranjero para violar las reglas y llevar vaqueros a clase, porque ¿y si se enteraba?
Si hubiera podido hablar con mis padres enseguida, el ímpetu del retiro me habría impulsado. Pero ellos seguían en Europa, y yo estaba cada día más convencido de que me prohibirían ir a Compañerismo —no sólo esto, sino que me gritarían, y no sólo esto, sino que me obligarían a odiar al grupo—, hasta caer en un estado de pavor absoluto, como si hubiera sido yo el infractor de las normas. Poco después, tenía un miedo cerval a confesar el delito colectivo del grupo.
En París, mi madre se arregló el pelo en Elizabeth Arden y habló con la viuda de Pie Traynor, el tercera base del Hall of Fame. En Madrid comió cochinillo en Casa Botín entre una muchedumbre de norteamericanos cuya fealdad la deprimió, pero se sintió mejor cuando topó con el matrimonio que era propietario de la ferretería de Webster Groves, que también estaban de vacaciones. El 28 de octubre lo pasó con mi padre en un compartimiento de primera clase del tren a Lisboa, y anotó en su diario de viaje: Bonito 29 aniversario: juntos los dos todo el día. En Lisboa recibió una carta por correo aéreo en la que yo no decía una palabra del retiro de Compañerismo.
Mi hermano Bob y yo fuimos a recibirlos al aeropuerto de St. Louis la víspera del día de Todos los Santos. Al bajar del avión, mis padres tenían un aspecto asombrosamente sano, cosmopolita y adorable. Yo no podía parar de sonreír. En teoría iba a ser la noche de mi confesión, pero no parecía en principio muy elegante implicar a Bob en el asunto, y hasta que hubo vuelto a su apartamento en la ciudad no comprendí que sería mucho más difícil encarar a mis padres sin él. Como Bob solía venir a cenar la noche del domingo, y como para el domingo sólo faltaban cuatro días, decidí postergar mi revelación hasta que él volviera. ¿No la había ya pospuesto dos semanas?
La mañana del domingo, mi madre mencionó que Bob tenía otros planes y que no vendría a cenar.
Pensé en no decir nunca nada. Pero no veía cómo volver al grupo y afrontarlo. La angustia en Shannondale había generado el misterioso efecto de sentirme más íntimamente comprometido con Compañerismo, en vez de menos, como si a todos ahora nos uniera la vergüenza, al igual que unos desconocidos que han dormido juntos al despertar quizá se compadecieran de la turbación del otro y se enamorasen por esta causa. Descubrí sorprendido que yo también, como Hellman, amaba al grupo.
Aquella noche, en la cena, sentado entre mis padres, no probé bocado.
—¿No te encuentras bien? —preguntó por fin mi madre.
—Creo que debo contaros algo que ocurrió en Compañerismo —dije, sin levantar los ojos del plato—. En el retiro. Seis chicos allí… fuma un doga.
—¿Qué hicieron?
—¿Doga? ¿Cómo?
—Fuma un marihuana —dije.
Mi madre frunció el ceño.
—¿Quiénes? ¿Amigos tuyos?
—No, casi todos eran nuevos.
—Oh, ajá.
Y a esto se redujo su reacción: a desinterés y aprobación. Yo estaba tan eufórico que no me pregunté por qué. Podía ser que mis hermanos hubiesen tenido un mal rollo de drogas en los años sesenta, un rollo comparado con el cual mis fechorías, perpetradas por terceros, les pareciesen ridículamente nimias a mis padres. Pero nadie me había dicho nada. Después de cenar, desbordante de alivio, fui flotando a Compañerismo y me enteré de que me habían dado el papel protagonista en la farsa en tres actos Paparruchas, que sería el gran negocio lucrativo del grupo en invierno. Hellman hacía el papel de una chica recatada que resulta ser una estranguladora: Magner interpretaba al malvado swami Omahandra y yo era Dick, el bisoño, mandón e inquieto estudiante universitario.
El hombre que instruyó a Mutton como terapeuta, George Benson, era el teórico oculto de Compañerismo. En su libro Then Joy Breaks Through (Seabury Press, 1972), Benson ridiculizaba la idea de que el renacimiento espiritual era «simplemente un bello milagro para las personas rectas». Insistía en que el «desarrollo personal» era el «único marco de referencia en que la fe cristiana tiene sentido en nuestro mundo moderno». Para sobrevivir en un mundo angustiado y escéptico, el cristianismo tenía que reivindicar el radicalismo del magisterio de Jesús, y el mensaje central de los Evangelios, en la lectura que Benson hizo de ellos, era la importancia de la sinceridad, la confrontación y la lucha. La relación de Jesús con Pedro, en especial, se parecía mucho a la relación psicoanalítica:
La sagacidad no basta. Las garantías de los demás no
bastan.
La aceptación dentro de una relación continuada que
rechaza
las palabras tranquilizadoras (que, de todos modos,
suelen ser
falsas) y, por tanto, da al que sufre la conciencia de que
tiene
que valorarse y aceptarse: esto produce el cambio.
Benson narraba cómo había tratado a una joven con síntomas graves de hippismo —abuso de drogas, promiscuidad, una desidia increíble en la higiene personal (en un momento dado, emergieron de su bolso unas cucarachas)— y comparó sus progresos con los de Pedro, que al principio ofreció resistencia a Jesús, luego le idealizó de un modo monstruoso, después sucumbió a la desesperación ante la perspectiva del final y por último se salvó interiorizando la relación.
Mutton había acudido a Benson después de ser nombrado ministro adjunto. De pronto adquirió tanta influencia sobre los adolescentes a su cargo que tuvo miedo de la posibilidad de empezar a fingir, y Benson le dijo que hacía bien en temerlo. Le dijo que nombrase las cosas que estaba tentado de hacer, con objeto de que tuviera menos posibilidades de hacerlas. Era una especie de homeopatía psíquica, y Mutton trasladó el método a las supervisiones que hacía del liderazgo en Compañerismo, donde todas las semanas, a puerta cerrada, en la sala de la iglesia, él y los consejeros se turnaban para molestarse unos a otros, vacunarse contra las tentaciones de hacer un mal uso del poder y ventilar sus propios problemas con el fin de no endilgárselos a los chicos. Entre los consejeros empezaron a circular fotocopias de Then Joy Breaks Through. La «relación auténtica», ejemplificada por Jesucristo y Pedro, pasó a ser el grial del grupo: su alternativa a la complicidad pasiva de las comunidades que consumían drogas, y su rechazo a los tradicionales conceptos pastorales de «reconfortante» y «liberador».
En cuanto Mutton empezó a estudiar con Benson, a raíz del suicidio de MacDonald, el espíritu de Compañerismo empezó a cambiar. Parte del cambio era cultural, el eclipse de un momento hippi; parte era el propio desarrollo de Mutton, su necesidad cada vez menor de compinches de diecisiete años, su trato cada vez mayor con clientes externos. Pero después del descalabro de Shannondale no hubo más sistemáticas infracciones de normas y Compañerismo se volvió menos un espectáculo de un solo hombre, menos un suceso improvisado, que una máquina bien engrasada. Para cuando empecé décimo grado, el grupo del instituto pagaba un sueldo mensual a media docena de jóvenes consejeros. Con su presencia me resultaba más fácil esquivar a Mutton, cuya costumbre de llamarme «¡Franzone!» (rimaba con «trombón») me confirmaba de algún modo que la nuestra no era una verdadera relación. Antes habría confiado mis problemas a mis padres que ir a contárselos a Mutton.
Los consejeros, por otro lado, eran como hermanos y hermanas mayores. Mi favorito era Bill Symes, que había sido miembro fundador de Compañerismo en 1967. Ahora tenía poco más de veinte años y estudiaba religión en la Webster University. Tenía unos hombros como una yunta de bueyes, una coleta tan gruesa como la cola de un caballo y unos pies que necesitaban la talla más grande de Earth Shoes[6]. Era un buen músico, un rasgueador apasionado de las cuerdas de acero de una guitarra acústica. Le gustaba entrar en un Burger King y pedir en voz alta dos hamburguesas gigantes sin carne. Si estaba perdiendo en una partida de cartas, se cogía una de la mano, decía a los demás jugadores: «¡Jugad este palo!», y después lamía la carta y se la pegaba en la frente con el anverso hacia fuera. En los debates le gustaba invadir el espacio de los demás y gritarles. Decía: «¡Más vale que resuelvas eso!». Decía: «¡A mí me parece que tienes un problema del que no estás hablando!». Decía: «¿Sabes qué? ¡Creo que no te crees una sola palabra de lo que acabas de decirme!». Decía: «¡Toda resistencia encontrará una respuesta agresiva!». Si titubeabas cuando venía a abrazarte, retrocedía, abría los brazos de par en par y te miraba con los ojos desorbitados y las cejas arqueadas, como diciendo: «¿Eh? ¿Vas a abrazarme o qué?». Si no estaba tocando la guitarra estaba leyendo a Jung, y si no leía a Jung estaba observando pájaros, y si no observaba pájaros practicaba el taichi, y si le abordabas durante los ejercicios y le preguntabas cómo se defendería si intentabas atracarle con una pistola, te enseñaba con un etéreo movimiento oriental a extraer una cartera de un bolsillo trasero y a entregarla. Cuando escuchaba la radio en su Volkswagen Escarabajo, de repente podía gritar: «Quiero oír… ¡La Grange, de los ZZ Top!», y daba una palmada en el salpicadero. Entonces la radio emitía La Grange.
Un fin de semana de 1975, Mutton, Symes y los otros consejeros asistieron a un retiro pastoral patrocinado por la Iglesia de Cristo Unida. Los de Compañerismo irrumpieron como apaches en pie de guerra, con el propósito de escandalizar y educar a los monitores y liberadores anticuados. Realizaron una falsa supervisión, sentados en un corro apretado, mientras unos setenta u ochenta ministros les observaban sentados alrededor. Dentro de aquella pecera, Mutton se volvió hacia Symes y le preguntó:
—¿Cuándo te vas a cortar el pelo?
Symes sabía de antemano que él iba a ser el «voluntario». Pero su coleta era muy importante para él, y el tema era explosivo.
Mutton le preguntó de nuevo:
—¿Cuándo te vas a cortar el pelo?
—¿Por qué tengo que cortármelo?
—¿Cuándo vas a desarrollarte y ser un líder?
Mientras los otros consejeros mantenían la cabeza gacha y el clero de más edad observaba la escena, Mutton empezó a machacar a Symes.
—Tienes un compromiso con la justicia social y el desarrollo personal —dijo—. Son tus valores.
Symes puso cara de idiota.
—Jo. Y también los tuyos.
—Bueno, ¿y quién es el que más necesita oír tu voz? ¿Los que son parecidos a ti o los que no lo son?
—Los dos. Todo el mundo.
—¿Y si tu apego a tu estilo se está convirtiendo en un obstáculo para hacer lo que para ti es más importante? ¿Qué problema hay en cortarte el pelo?
—¡No quiero cortármelo! —exclamó Symes, con la voz entrecortada.
—Eso es una chorrada —dijo Mutton—. ¿Dónde quieres librar tus batallas? ¿Quieres luchar por tu camiseta desteñida y tus pantalones de vestir? ¿O quieres luchar por los derechos civiles? ¿Por los derechos de los trabajadores inmigrantes? ¿Por los de las mujeres? ¿Compadecerte por los que han sido privados del derecho a voto? Si estas batallas son las que te importan, ¿cuándo vas a desarrollarte y a cortarte el pelo?
—No lo sé…
—¿Cuándo vas a desarrollarte y aceptar tu autoridad?
—¡No lo sé, Bob! ¡No lo sé!
Mutton podría haberse hecho a sí mismo las mismas preguntas. Compañerismo llevaba casi una década reuniéndose en una iglesia cristiana, años enteros habían transcurrido sin que se viera una sola Biblia, «Cristo» era lo que uno decía cuando alguien te derramaba sopa en la espalda quemada por el sol, y George Benson, en la supervisión que le hizo a Mutton, quiso saber de qué iba la cosa. ¿Aquél era un grupo cristiano o no? ¿Estaba Mutton dispuesto a arriesgarse y confesar que creía en Dios y en Jesucristo? ¿Dispuesto a reclamar su ministerio? A Mutton le hacían preguntas parecidas algunos de los consejeros. Querían saber de dónde había sacado que la sinceridad y la confrontación fuesen los valores fundamentales del grupo. ¿Lo eran porque él lo decía? ¿Por qué él? ¿Quién era él? Si el grupo quería ser algo más que Mutton y la adoración que le rendía el grupo, ¿en qué autoridad debía basarse?
Para Mutton la respuesta era clara. Si prescindías de la divinidad de Cristo, te quedabas con el «Kumbaya»[7]. Te quedabas con el «Unamos las manos y seamos buenos con el prójimo». La autoridad de Jesús como maestro —y cualquier autoridad que Mutton y compañía tuvieran como seguidores de su doctrina— residía en que había tenido los huevos de decir: «Yo soy el cumplimiento de las profecías, soy el don de los judíos a la humanidad, soy el hijo del Hombre», y de dejar que le clavaran a una cruz para sostenerlo. Si no dabas ese paso mentalmente, si no te remitías a la Biblia ni celebrabas la comunión, ¿cómo podías llamarte cristiano?
La pregunta, que Mutton planteó en la supervisión, cabreó muchísimo a Symes. El grupo ya tenía sus ritos y sus liturgias, sus días santos, sus velas, sus canciones de Joni Mitchell, sus retiros y sus viajes de primavera. A Symes le asombraba que a Mutton, con sus estudios de Freud y Jung, no le repelieran el infantilismo y la regresión del ceremonial cristiano.
—¿Cómo podemos llamarnos cristianos? —repitió, mirando a Mutton con los ojos como platos—. Uy, pues… ¿qué tal si tratamos de vivir como Cristo y seguimos sus enseñanzas? ¿Para qué necesitamos beber la sangre y comer el cuerpo de alguien? Es algo increíblemente primitivo. Cuando yo quiero sentirme cercano a Dios, no leo las epístolas a los corintios. Salgo a trabajar con los pobres. Me entrego a relaciones de amor. Incluida mi relación contigo, Bob.
Era la posición clásica de la religión liberal, y Symes podía permitirse el lujo de adoptarla porque no necesitaba humillarse, no tenía que ser el Jesús de Compañerismo. Mutton era el hijo barbudo de un maquinista, predicaba radicalismo a los jóvenes y a los marginados, andaba con personajes de moralidad dudosa, atraía a una banda de discípulos fervientes, luchaba contra las tentaciones del ego y se había vuelto, a escala local, tremendamente popular. Pronto cumpliría treinta y dos años. No tardaría en marcharse y quería completar el viraje del grupo hacia la religión en vez de centrarse en él mismo.
Como Symes se comportaba menos como un Pedro tratable que como un Jung desmandado, le tocó a otro seminarista, un antiguo chico malo pelirrojo que se llamaba Chip Jahn, levantarse al final de una reunión una noche de domingo de 1975 y hacer una confesión. Jahn tenía diecinueve años cuando Mutton le puso al mando de un campamento de trabajo en el talón del sureste de Missouri. Había pasado un mes con chicos sólo dos o tres años menores que él, se las había arreglado con un presupuesto para comida reducido a la mitad en el último minuto, había mendigado fanegas de maíz a granjeros locales e intentado cocinarlas en cazuelas, sazonadas con tiras de salchicha pirateadas a almuerzos escolares del suministro estatal. Desde entonces había decidido hacerse clérigo, pero aún conservaba los modales de un marino pendenciero y se apoyaba en las paredes con los brazos cruzados y las mangas remangadas hasta los bíceps; normalmente, cuando hablaba al grupo, le costaba mantener la cara seria, como si nunca hubiera dejado de divertirle el hecho de trabajar en una iglesia. Pero cuando se levantó para hacer su confesión estaba extrañamente serio.
—Quiero hablar de algo que es importante para mí —dijo. Sostenía en la mano un libro que se agitaba como un filete crudo. Cuando el grupo comprendió que era una Biblia, un incómodo silencio se instauró en la habitación. A mí no me habría sorprendido mucho más si hubiera tenido en la mano un número de Penthouse—. Esto es importante para mí —dijo Jahn.
Mi sueño como alumno de décimo era ser elegido para el consejo asesor, que era el colectivo de dieciséis chicos que decidían sobre las infracciones de las normas y ayudaban a dirigir a los alumnos mayores de Compañerismo. Dos veces al año, en lo que lisa y llanamente era un concurso de popularidad, el grupo elegía a ocho chicos para un año en el consejo, y yo creía tener alguna posibilidad de ser elegido en la primavera. De un modo algo misterioso —simplemente podía deberse a que mi cara se estaba haciendo conocida en la iglesia—, ya no me sentía como un muerto social en potencia. Intentó que me incluyeran en la obra del otoño, Any Number Can Die[8] y fui uno de los dos estudiantes que conseguimos un papel. Las noches de domingo, cuando el grupo grande se fragmentaba en diadas para determinados ejercicios, los miembros del consejo asesor cruzaban la sala brincando para emparejarse conmigo. Decían: «¡Franzen! ¡Quiero conocerte mejor, porque pareces una persona realmente interesante!». Decían: «¡Franzen, qué contento estoy de que estés en este grupo!». Decían: «¡Franzen! ¡Llevo semanas intentando que me pongan contigo en algo, pero, tío, eres superpopular!».
Se me subió a la cabeza que se fijaran en mí. En el último retiro del año me presenté candidato al consejo asesor. El grupo entero se reunió la noche del sábado, después de que los votos hubieran sido tabulados en secreto, y nos sentamos alrededor de una sola vela. Uno por uno, los miembros del consejo asesor en funciones cogían otras velas, las encendían en la que había en el centro y se dirigían hacia los presentes para entregarlas a los recién elegidos. Era como ver fuegos artificiales; la gente exclamaba «¡Oooh!» cada vez que revelaban a un nuevo miembro. Con una sonrisa pegada en la cara, fingí que me alegraba por los ganadores. Pero cuando las velas se acercaban, pasaban por delante de mí y descendían —«¡Oooh!»— hacia otros afortunados, se imponía la evidencia dolorosa de que eran chicos más maduros y populares que yo. Los que obtenían las velas eran los que estaban repantigados por el suelo, abrazados en posturas medio reclinadas o al estilo tobogán, o los que estaban tumbados y apoyaban los pies con calcetines en espaldas y hombros próximos, y que hablaban como si estuvieran trabajando de veras sus relaciones. Eran los que, si había un chico nuevo con pinta de despistado una noche de domingo, salían corriendo para ser el primero en presentarse al recién llegado. Eran los que sabían mirar a un amigo a los ojos y decirle: «Te quiero»; los que podían venirse abajo y llorar delante de todo el grupo; los chicos a los que Mutton se aproximaba por detrás, rodeaba con los brazos y acariciaba como un león a un cachorro; los chicos a los que Mutton, para no favorecerlos, tendría que haberse parecido a Cristo. Podría haberme parecido extraño que un grupo que ofrecía refugio contra el sistema de camarillas del instituto, un grupo dedicado a atender a los marginados, celebrara con tantos aspavientos una ceremonia en la que precisamente los chicos más listos y seguros de sí mismos eran investidos líderes; pero aún quedaban dos velas por entregar y una de ellas venía hacia mí ahora, y aquella vela, en vez de pasar de largo, fue depositada en mis manos, y mientras me encaminaba hacia la cabecera de la sala para reunirme con el nuevo consejo y sonreír al Compañerismo que nos había elegido, lo único que pensé fue en lo feliz que era.