DOS PONIS

En mayo de 1970, pocas noches después de que Guardias Nacionales mataran a cuatro estudiantes que se manifestaban en la universidad de Kent State, mi padre y mi hermano Tom, que tenía diecinueve años, empezaron a pelearse. No se peleaban por la guerra de Vietnam, que los dos desaprobaban. La riña fue seguramente por cantidad de cosas diferentes a la vez. Pero la causa inmediata fue el empleo veraniego de Tom. Era un buen artista, con un carácter meticuloso, y mi padre le había alentado (hasta cabría decir forzado) a elegir una facultad entre una breve lista de universidades con programas intensivos de arquitectura. Tom había elegido adrede la facultad más lejana, Rice University, y acababa de volver de su segundo año en Houston, donde sus aventuras en la cultura juvenil de fines de los sesenta le empujaban a especializarse en estudios cinematográficos, no en arquitectura. Mi padre, sin embargo, le había encontrado un chollo de empleo estival en Sverdrup & Parcel, la gran empresa de ingeniería de St. Louis, cuyo socio mayoritario, el general Leif Sverdrup, había sido un héroe del cuerpo de ingenieros del ejército estadounidense en Filipinas. Debió de ser un mal trago para mi padre, que era tímido y un hombre de principios hasta un punto enfermizo, tirar de los hilos necesarios en Sverdrup. Pero en la filosofía laboral de la empresa primaba la mano dura y el pelo cortado al rape, y se mostraba hostil a las licenciaturas en cine izquierdosas y a los pantalones de campana; y Tom no quiso trabajar allí.

En el dormitorio que él y yo compartíamos, las ventanas estaban abiertas y el aire enrarecido por el olor a casa de madera que emanaba cada primavera. Yo prefería la pretendida cualidad inodora del aire acondicionado, pero mi madre, cuya experiencia subjetiva de la temperatura era notablemente coherente con las facturas bajas de gas y electricidad, aseguraba que era una ferviente partidaria del «aire fresco», y las ventanas a menudo permanecían abiertas hasta el Memorial Day.

En mi mesilla de noche estaba el Tesoro Peanuts, una antología grande y gruesa, de tapa dura, de las historietas cómicas diarias y dominicales de Charles M. Schulz. Mi madre me la había regalado la Navidad anterior, y yo la releía desde entonces a la hora de acostarme. Como la mayoría de mis compatriotas de diez años, yo mantenía una intensa relación privada con Snoopy, el perro sabueso de la historieta. Era un animal no animalesco y solitario que vivía entre criaturas más grandes de una especie distinta, lo cual era más o menos lo que yo sentía en mi casa. Mis hermanos, que son nueve y doce años mayores que yo, más que hermanos eran un divertido par adicional de cuasi-padres. Aunque yo tenía amigos y era un lobato scout de cierto prestigio, pasaba mucho tiempo hablando a solas con animales. Releía como un obseso las novelas de A. A Milne, los Narnia y el Doctor Dolittle, y mi idilio con mi colección de animales disecados estaba a punto de convertirse en algo impropio de mi edad. Era otra de mis afinidades con Snoopy, al que también le gustaban los juegos con animales. Se hacía pasar por tigres, buitres y pumas, tiburones, monstruos marinos, pitones, vacas, pirañas, pingüinos y murciélagos vampiros. Era el perfecto egoísta risueño, que protagonizaba sus ridículas fantasías y se regodeaba con la atención de los demás. En una tira cómica llena de niños, el perro era el personaje que yo identificaba como niño.

Tom y mi padre estaban hablando en el cuarto de estar cuando yo subí a acostarme. A una hora tardía y con el aire aún más cargado, cuando yo ya había dejado el Tesoro Peanuts y me había quedado dormido, Tom irrumpió en el dormitorio. Gritaba con áspero sarcasmo.

—¡Ya se os pasará! ¡Ya me olvidaréis! ¡Será mucho más fácil! ¡Ya se os pasará!

Mi padre estaba fuera de escena en algún sitio, emitiendo grandes sonidos abstractos. Mi madre estaba justo detrás de Tom, sollozando en su hombro, y le suplicaba que se detuviese, por favor. Él estaba abriendo cajones de la cómoda y llenando las bolsas que había vaciado hacía poco.

—Creéis que me queréis aquí —dijo—, pero ya se os pasará.

—¿Y qué pasa conmigo? —rogaba mi madre—. ¿Y con Jon?

—¡Ya se os pasará!

Yo era una persona menuda y esencialmente ridícula. Aunque me hubiera atrevido a incorporarme en la cama, ¿qué podría haber dicho? ¿«Perdonad, estoy intentando dormir»? Me quedé quieto y seguí la escena con los ojos entreabiertos. Hubo más idas y venidas dramáticas, en alguna de las cuales quizá, de hecho, me quedé dormido. Al final, oí el estruendo de los pies de Tom en la escalera, seguido por los gritos terribles de mi madre, que ya eran casi aullidos. «¡Tom! ¡Tom! ¡Tom! ¡Por favor, Tom!». Y luego sonó un portazo en la entrada.

Cosas así nunca habían sucedido en nuestra casa. La peor pelea que yo había presenciado fue una entre Tom y nuestro hermano mayor, Bob, a propósito de Frank Zappa, cuya música Tom admiraba y que Bob menospreció un día con un desdén tan paternalista que Tom empezó a burlarse del grupo favorito de Bob, las Supremes, lo cual exacerbó las hostilidades. Pero una escena nocturna de portazos y gemidos auténticos quedaba por completo fuera del mapa. Cuando desperté a la mañana siguiente, me pareció que desde el recuerdo de la víspera habían transcurrido ya diez años y que era a medias un sueño y algo que no se podía mencionar.

Mi padre se había ido al trabajo y mi madre me sirvió el desayuno sin hacer comentarios. La comida en la mesa, las tonadillas publicitarias en la radio y el trayecto a la escuela no tuvieron nada de notable; no obstante, todo lo de aquel día estuvo impregnado de miedo. Aquella semana, en la escuela, en la clase de la señorita Niblack, estábamos ensayando la obra de teatro de quinto curso. El guión, que yo había escrito, tenía un gran número de papeles ínfimos y uno muy generoso que yo había creado teniendo presentes mis habilidades para memorizar. La acción transcurría en un barco, hablaba de un malo taciturno que se llamaba Scuba y carecía de la comedia más rudimentaria, de sentido o de moraleja. Ni siquiera yo, que era el que más hablaba, disfrutaba de la obra. Su escasa calidad —el hecho de que yo fuese el responsable de ella— pasó a formar parte de la sensación de miedo de aquel día.

Había algo temible en la primavera. El motín de la biología, el zumbido del Señor de las Moscas, el barro pululando. Después de la escuela, en vez de quedarme jugando en la calle, fui a casa guiado por el miedo y arrinconé a mi madre en el comedor. La interrogué sobre la próxima función de teatro escolar. ¿Estaría papá? ¿Y Bob? ¿No habría vuelto todavía de la universidad? ¿Y Tom? ¿Vendría también Tom? Este interrogatorio inocente era muy verosímil —yo era un pequeño acaparador de atención, que continuamente desviaba las conversaciones hacia el tema de mí mismo— y, durante un rato, mi madre me dio respuestas verosímiles e inocentes. Luego se desplomó en una silla, se tapó la cara con las manos y rompió a llorar.

—¿Oíste algo anoche? —dijo.

—No.

—¿No oíste gritar a Tom y a papá? ¿No oíste portazos?

—¡No!

Me estrechó en sus brazos, que seguramente era lo que yo más había temido. Permanecí rígido mientras me abrazaba.

—Tom y papá tuvieron una pelea tremenda —dijo—. Después de haberte acostado. Tuvieron una pelea tremenda y Tom cogió sus cosas y se marchó, y no sabemos adónde ha ido.

—Oh.

—Creí que hoy tendríamos noticias de él, pero no ha llamado y estoy histérica sin saber dónde está. ¡Histérica!

Me escurrí un poco de su abrazo.

—Pero eso no tiene nada que ver contigo —dijo ella—. Es entre Tom y papá, y tú no tienes nada que ver. Seguro que Tom siente no estar aquí para ver tu obra. O quizá, quién sabe, el viernes ya haya vuelto y la verá.

—Vale.

—Pero hasta que sepamos dónde está no quiero que le digas a nadie que se ha ido. Dime que no se lo dirás a nadie.

—Vale —dije, zafándome de sus brazos—. ¿Podemos poner el aire acondicionado?

Yo no lo sabía, pero había estallado una epidemia en todo el país. Adolescentes tardíos en barrios de clase media como el nuestro habían enloquecido de repente y huido a otras ciudades para practicar el sexo y hacer novillos en la universidad, se tragaban todas las sustancias que pillaban y no sólo chocaban con sus padres, sino que los rechazaban y destruían todas las cosas relacionadas con ellos. Durante una temporada, los padres estuvieron tan asustados, perplejos y avergonzados que cada familia, en especial la mía, se sometió a cuarentena y la sufrió a solas.

Cuando subí, mi dormitorio era como una habitación de enfermo sobrecalentada. El vestigio más claro que quedaba de Tom era el póster de Dorit Look Back que había pegado a la pared lateral de su cómoda, donde el peinado psicodélico de Dylan siempre atraía la mirada censuradora de mi madre. La cama de Tom, pulcramente hecha, era la de un niño al que se lo había llevado una epidemia.

En aquella estación agitada, mientras la llamada generación gap desgarraba el paisaje cultural, la obra de Schultz era casi la única que todo el mundo amaba. Cincuenta y cinco millones de norteamericanos habían visto Una Navidad de Charlie Brown en el diciembre anterior, con una cuota de audiencia Nielsen de más del cincuenta por ciento. El musical Eres un buen hombre, Charlie Brown estaba en su segundo año de entradas agotadas en Broadway. Los astronautas del Apolo X, en su ensayo general para el primer alunizaje, habían bautizado Charlie Brown y Snoopy a las naves con que entraron en órbita y alunizaron. Los periódicos que publicaban «Peanuts» alcanzaron más de 150 millones de lectores, las colecciones de «Peanuts» figuraban en todas las listas de los superventas y, si mis propios amigos servían de baremo, apenas había en Estados Unidos un dormitorio de niño sin una papelera «Peanuts», una sábana «Peanuts» o un tapiz «Peanuts». Schulz, por un margen fabuloso, era el artista vivo más famoso del planeta.

Para la mente contracultural, un perro sabueso que pilota con gafas de aviador una caseta de perro y al que abate de un tiro el Barón Rojo era algo parecido a un yossarian remando en un bote hacia Suecia. Lo único cuadriculado allí era la cuadrícula de la viñeta. ¿No estaba el país más a gusto escuchando a Linus Van Pelt que a Robert McNamara? Era la época no de los adultos, sino de los niños con flores. Pero la historieta atraía también a ciudadanos mayores. Era intachablemente inofensiva (Snoopy nunca levantaba una pata) y estaba situada en un barrio residencial atractivo donde los críos, excepto Pigpen, cuya imagen había adoptado adrede Ron McKernan, de los Grateful Dead, presentaban un aspecto y un lenguaje limpios y vestían de un modo conservador. Hippies y astronautas, el Pentágono y el movimiento antibélico, los niños que rechazaban y los adultos rechazados estaban todos de acuerdo en esto.

Una excepción era mi familia. Que yo sepa, mi padre no leyó una tira cómica en su vida, y el interés de mi madre por ellas se limitaba a una viñeta titulada «The Girls», matronas típicas de mediana edad, cuyos problemas de peso, tacañería, torpeza conduciendo coches y debilidad por las gangas de los grandes almacenes eran facetas que mi madre encontraba inagotablemente divertidas.

Yo no compraba cómics y ni siquiera leía la revista Mad, pero rendía culto a los altares de los dibujos animados de la Warner Bros, y a la sección de humor del Post-Dispatch de St. Louis. Primero leía la página en blanco y negro de la sección, luego pasaba a las columnas dramáticas, como «Steve Roper» y «Juliet Jones», y echaba un vistazo a «Li’l Abner» sólo para cerciorarme de que seguía siendo una porquería repulsiva. En la última página, a todo color, leía las tiras por estricto orden inverso de preferencia, procurando que me divirtieran los refrigerios que tomaba Dagwood Bumstead a medianoche y esforzándome en hacer caso omiso del hecho de que Tiger y Punkinhead fueran el tipo de chavales zarrapastrosos e irreflexivos que me disgustaban en la vida real, antes de regalarme con mi historieta favorita, «B.C.». Obra de Johnny Hart, era un humor troglodita. Hart escribió cientos de chistes sobre la amistad de un pájaro que no volaba y una tortuga sufrida que no cejaba en intentar proezas de flexibilidad y agilidad impropias de quelonios. Las deudas siempre se pagaban con almejas; la cena era siempre una pata asada de algo. Cuando terminaba de leer «B.C.», para mí ya se había acabado el periódico.

La sección de humor del otro que había en St. Louis, el Globe-Democrat, que mis padres no compraban, me parecía inhóspita y ajena. «Broom Hilda» y «Animal Crackers» y «The Family Circus» me dejaban igual de frío que aquel niño en cuyos calzoncillos, visibles en parte, que tenían en la pretina escrito a mano el nombre de CUTTAIR, fijé la mirada durante todo el recorrido que mi familia hizo por el parlamento canadiense. Aunque «The Family Circus» no tenía la más mínima chispa, sus viñetas a todas luces se basaban en la vida real de una familia y se dirigían a un público que reconocía esa vida, lo cual me indujo a aceptar la existencia de una subespecie completa de humanidad que consideraba divertidísima esta historieta.

Sabía muy bien, por supuesto, por qué la sección cómica del Globe-Democrat era tan floja: el periódico que publicaba «Peanuts» no necesitaba otras tiras buenas. En efecto, yo hubiera cambiado el Post-Dispatch entero por una dosis diaria de Schulz. Sólo «Peanuts», la historieta que no comprábamos, trataba de asuntos realmente importantes. Ni por un minuto creí que los niños que aparecían en «Peanuts» fuesen niños de verdad —eran muchísimo más enérgicos y más reales como personajes de cómic que cualquiera de mi barrio—, pero aun así yo entendía que aquellas historias eran mensajes llegados de un universo infantil que era en cierto modo más enjundioso y convincente que el mío. En vez de jugar a la pelota y a las cuatro esquinas, como yo y mis amigos hacíamos, los chicos de «Peanuts» tenían auténticos equipos de béisbol, pertrechos reales para jugar al fútbol, peleas de verdad a puñetazos. Sus relaciones con Snoopy eran mucho más complejas que las persecuciones y mordiscos que constituían mis relaciones con los perros del vecindario. A aquéllos les acontecían todos los días desastres menores pero increíbles, que a menudo entrañaban palabras de un nuevo vocabulario. A Lucy la «ninguneaban los Bluebirds». Golpeaba tan fuerte la pelota de croquet de Charlie Brown que éste tenía que llamar a los otros jugadores desde una cabina de teléfonos. Le entregaba a Charlie un documento firmado en el que ella juraba no escamotearle el balón de fútbol cuando él intentase darle un puntapié, pero «lo singular de este documento», como Lucy comentaba en la última viñeta, era que «no lo había legalizado un notario». Cuando Lucy destrozaba el busto de Beethoven sobre el piano de juguete de Schroeder, me pareció extraño y gracioso que Schroeder tuviese un armario lleno de bustos de repuesto idénticos, pero lo acepté como humanamente posible, porque lo había dibujado Schulz.

Al Tesoro Peanuts pronto añadí otras dos sólidas antologías en tapa dura, El Regreso de Peanuts y los Clásicos Peanuts. Un pariente, guiado por la buena intención, me regaló también un ejemplar del superventas nacional de Robert Short, El Evangelio según Peanuts, pero no me despertó el menor interés. «Peanuts» no era un pórtico al Evangelio. Era mi evangelio.

Capítulo 1, versículos 1-4, de lo que yo sabía sobre desilusiones: Charlie Brown pasa por delante de la pequeña pelirroja, objeto de sus ansias eternas e infructuosas. Se sienta con Snoopy y dice: «Ojalá tuviera dos ponis». Se imagina que le regala uno de ellos a la pequeña pelirroja, que a lomos de sendos ponis recorren juntos el campo y que se sienta con ella al pie de un árbol. De repente, empieza a regañar a Snoopy y le pregunta: «¿Por qué no eres dos ponis?». Snoopy pone los ojos en blanco y piensa: «Sabía que llegaríamos a esto».

O los versículos 26-32 del capítulo 1 de lo que yo sabía sobre los misterios de la etiqueta: Linus está enseñando su reloj de pulsera nuevo a todo el mundo en el vecindario. «¡Reloj nuevo!», le dice orgulloso a Snoopy, que, tras un titubeo, lo lame. A Linus se le ponen los pelos de punta, «¡ME HAS LAMIDO EL RELOJ! —exclama—. ¡Se va a oxidar! ¡Se pondrá verde! ¡Lo has estropeado!». Snoopy adopta una expresión un poco perpleja y piensa: «Creí que sería de mala educación no probarlo».

O el capítulo 2, versículos 6-12, de lo que yo sabía sobre la narrativa: Linus está chinchando a Lucy, la camela y le suplica que le lea un cuento. Para que se calle, ella coge un libro, lo abre al azar y dice: «Un hombre nació, vivió y murió. ¡Fin!». Tira el libro y Linus lo coge con reverencia. «Qué historia más fascinante —dice—. Casi te dan ganas de haber conocido al protagonista».

La perfecta estupidez de cosas como éstas, su cariz indescifrable, al estilo de las paradojas budistas, me extasiaban incluso a los diez años. Pero muchas de las secuencias más complicadas, sobre todo las de la humillación y soledad de Charlie Brown, sólo me causaban una impresión indefinida. En un concurso escolar de ortografía, que Charlie Brown había aguardado con impaciencia, la primera palabra que le piden que deletree es «maya». Con una sonrisa satisfecha, deletrea «M-A-L-L-A». La clase suelta una carcajada. Él vuelve a su pupitre y aprieta la cara contra la mesa, y cuando la maestra le pregunta qué le pasa él le chilla y acaba en el despacho del director. «Peanuts» participaba de la conciencia de Schulz de que, en un concurso, por cada ganador tiene que haber alguien que pierde, cuando no veinte o dos mil, pero a mí personalmente me gustaba ganar y no veía por qué había que armar tanto jaleo con los perdedores.

En la primavera de 1970, la clase de la señorita Niblack estaba estudiando homónimos para preparar lo que ella llamaba el deletreo de homónimos. Hice sobre ellos algunos ejercicios desganados con mi madre, recitando de corrido «sleigh» para «slay» y «slough» para «slew», [1] al igual que otros niños atrapaban la pelota en el centro del campo. Para mí, la única pregunta interesante a medias en aquel concurso era quién iba a quedar el segundo. Aquel año había ingresado en nuestra clase un chico nuevo, Chris Toczko, un renacuajo moreno y empollón al que se le había metido en la cabeza que él y yo éramos rivales académicos. Yo era bastante buen chico, siempre y cuando no me hicieran la competencia en mi terreno. Era un fastidio que Toczko ignorase que yo, no él, era por derecho natural el mejor alumno de la clase. El día del concurso hasta llegó a hostigarme. ¡Dijo que había estudiado un montón y que iba a ganarme! Bajé la mirada hacia aquel fastidio y no supe qué decir. Era evidente que a él le importaba mucho más que a mí.

En el torneo, todos nos colocábamos al lado de la pizarra, la señorita Niblack pronunciaba un nombre de una pareja de homónimos y mis condiscípulos se iban sentando a medida que fallaban. Toczko estaba pálido y temblaba, pero se sabía los homónimos. Fue el último que seguía de pie, a mi lado, cuando la señorita dijo la palabra «liar». Toczko tembló y probó «L… i…». Y yo vi que le había ganado. Aguardé impaciente mientras él, con no poca angustia, extraía dos letras más de su mollera: «¿E… R…?».

—Lo siento, no es esa palabra —dijo la señorita Niblack.

Con una aguda risa de victoria, sin siquiera esperar a que Toczko se sentara, di un paso adelante y clamé «¡L-Y-R-E[2] Lira. Es un instrumento de cuerda.

En realidad yo no había dudado de que ganaría, pero Toczko me había picado con aquella bravata y se me había calentado la sangre. Fui la última persona en clase que se percató de que Toczko estaba sufriendo un cataclismo. Se puso colorado y empezó a llorar, insistiendo con rabia en que «Alier» sí era una palabra.

A mí me daba igual que lo fuera o no. Conocía mis derechos. Las lágrimas de Toczko me molestaron y decepcionaron, como puse de manifiesto echando mano del diccionario de la clase y mostrándole que no figuraba «lier». Así fue cómo Toczko y yo acabamos en el despacho del director.

Era la primera vez que me mandaban allí. Hice el interesante descubrimiento de que el director, el señor Barnett, tenía en su despacho un Webster internacional no abreviado. Toczko, que apenas pesaba más que el diccionario, lo abrió con las dos manos y las necesitó para pasar las páginas hasta el epígrafe de la L. Vi por encima de su hombro adonde apuntaba el índice diminuto y tembloroso: lier, nombre, se aplica al que acecha tumbado (en una emboscada). El señor Barnett nos declaró de inmediato ganadores ex aequo del concurso: una transacción que a mí no me pareció del todo justa, puesto que yo habría aniquilado a Toczko si hubiera habido otra ronda. Pero su arrebato me había asustado y decidí que podía estar bien, por una vez, dejar que ganara otro.

Unos meses después del concurso, recién comenzadas las vacaciones de verano, Toczko cruzó corriendo la Grant Road y murió atropellado por un coche. Lo que yo sabía por entonces sobre la maldad del mundo lo había aprendido sobre todo en una acampada, unos años antes, en que arrojé una rana a un fuego de campamento y observé cómo se arrugaba y caía rodando por la cara plana de un leño. Mi recuerdo de aquella escena era sui generis, distinto de mis otros recuerdos. Era en mi fuero interno como un átomo de reprimenda corrosivo y que me daba náuseas. Sentí una reprensión similar cuando mi madre, que no sabía nada de la rivalidad de Toczko conmigo, me informó de que había muerto. Lloraba como había llorado por la desaparición de Tom semanas antes. Me hizo sentarme a escribir una carta de pésame a la madre Toczko. No estaba nada acostumbrado a considerar el estado de ánimo de personas ajenas a mí, pero era imposible no pensar en el de la señora de Toczko. Aunque no llegué a conocerla, en las semanas siguientes me la imaginé sufriendo de un modo tan incesante e intenso que casi podía verla: una mujer minúscula, pulcra, morena, que lloraba como su hijo.

«Me siento culpable de todo lo que hago», dice Charlie Brown. Está en la playa y acaba de tirar un guijarro al agua y Linus ha comentado: «Muy bonito… A esa china le ha costado cuatro mil años llegar a la orilla y ahora tú la mandas de vuelta».

Me sentía culpable a causa de Toczko. Me sentía culpable por la ranita. Culpable por rehuir los abrazos de mi madre cuando parecía que ella más los necesitaba. Culpable por las toallitas en el fondo de la pila en el armario de la ropa blanca, las toallitas más viejas y delgadas que rara vez utilizábamos. Culpable de preferir mis mejores canicas, una ágata de un rojo macizo y otra de un amarillo macizo, mi rey y mi reina, a canicas inferiores en mi rígida jerarquía de canicas. Culpable por los juegos de mesa a los que no me gustaba jugar —Tío Wiggily, Elecciones Presidenciales, Juego de los Estados—, y a veces, cuando mis amigos no estaban, abría las cajas y examinaba las piezas con la esperanza de que los juegos se sintieran menos olvidados. Culpable de no hacer caso al Don Oso de extremidades tiesas y cuero rasposo, que no tenía voz y no encajaba bien con mis otros animales de peluche. Además, para no sentirme culpable con ellos, dormía con uno cada noche, según un estricto orden semanal.

Nos reímos de los perros salchicha porque se nos enroscan en la pierna, pero las ocurrencias de nuestra especie son aún más egocéntricas. No hay objeto tan «ajeno» al que no podamos antropomorfizar y obligar a entablar conversación con nosotros. Sin embargo, hay objetos más dóciles que otros. El problema con Don Oso era que poseía una animalidad más realista que otros animales. Era un personaje definido, severo, salvaje; a diferencia de nuestras toallitas anónimas, era resueltamente Otro. No era de extrañar que yo no pudiese hablar con él. Es más fácil dotar de una personalidad cómica a un zapato viejo, pongamos, que a una fotografía de Cary Grant. Cuando más vacía está la pizarra, tanto más fácil llenarla con nuestra propia imagen.

Nuestros córtex visuales se conectan enseguida para reconocer rostros y extraer luego de ellos rápidos detalles, ajustando la mira sobre el mensaje esencial: ¿esta persona es feliz? ¿Está enfadada? ¿Tiene miedo? Las caras individuales pueden variar mucho, pero una sonrisita cómplice es muy similar a otra. Las sonrisitas son conceptuales, no gráficas. Nuestro cerebro es como un dibujante de cómics; y los dibujantes de humor son como nuestro cerebro, pues simplifican y exageran, subordinan el detalle facial para abstraer conceptos cómicos.

Scott McCloud, en su tratado sobre las tiras humorísticas, Understanding Comics [Entender los cómics], razona que la imagen que uno tiene de sí mismo cuando está conversando es muy distinta de la imagen que tiene de la persona con la que está conversando. Tu interlocutor quizá esboce sonrisas universales y frunza el ceño como todo el mundo, lo cual puede ayudar a que te identifiques con él emocionalmente, pero también posee una nariz y una piel y un pelo particulares que te recuerdan en todo momento que es Otro. En cambio, la imagen que uno tiene de su propia cara es muy «de historieta». Cuando notas que sonríes, te imaginas un dibujo de sonrisa, no todo el conjunto de piel, nariz y pelo. Son precisamente la simplicidad y la universalidad de las caras de cómic, la ausencia de detalles «ajenos», las que nos invitan a amarlas como a nosotros mismos. Las caras más amadas (y rentables) del mundo moderno suelen ser tiras cómicas sumamente básicas y abstractas: Mickey Mouse, los Simpson, Tintín y, el más simple de todos —poco más que un círculo, dos puntos y una raya horizontal—, Charlie Brown.

Lo único que Schulz quiso ser en su vida fue dibujante de cómics. Nació en St. Paul en 1922, hijo único de un padre alemán y una mujer de ascendencia noruega. Mucha de la literatura schulziana existente trata de los traumas de Charlie Brown en sus primeros años de vida: su flacura y sus granos, su impopularidad con las niñas en la escuela, el incomprensible rechazo de una serie de dibujos suyos para el anuario de su instituto y, años después, el rechazo de la propuesta de matrimonio que le hizo a la pequeña pelirroja de la vida real, Donna Mae Johnson. El propio Schulz hablaba de su juventud en un tono próximo a la rabia. «Me costó mucho tiempo convertirme en un ser humano», dijo en una entrevista en 1987.

Muchos me consideraban una especie de nena, y me dolía porque en realidad no era un mariquita. No era un tipo duro, pero… Era bueno en los deportes en que lanzas cosas, las golpeas, las atrapas o cosas así. Odiaba nadar, dar volteretas y esa clase de ejercicios, así que no era una nena. [Pero] los profesores de gimnasia eran muy intolerantes y no había programas para todos nosotros. Así que nunca tuve un gran concepto de mí mismo ni nunca me creí guapo ni salí nunca con una chica del instituto, porque pensaba ¿quién va a salir conmigo? Así que me daba igual.

A Schulz también «le dio igual» no estudiar Bellas Artes: dijo que estar con gente que dibujaba mejor que él sólo habría servido para desalentarle.

La víspera del día en que partió al servicio militar, su madre murió de cáncer. Más tarde Schulz describió la pérdida como una catástrofe de la que casi no se recuperó nunca. Hizo la instrucción deprimido, ausente, acongojado. A la larga, sin embargo, el paso por el ejército le fue provechoso. Entró en el servicio, recordó más tarde, como un «don nadie» y salió de sargento primero, a cargo de un escuadrón de ametralladoras. «Pensé que, caray, si aquello no era ser hombre, entonces no sabía qué lo era —dijo—. Y me sentí bien conmigo mismo y aquello duró unos ocho minutos y luego volví adonde estoy ahora».

Después de la guerra, Schulz volvió al barrio de su infancia, vivió con su padre, participó intensamente en las actividades de un grupo juvenil cristiano y aprendió a dibujar niños. Durante el resto de su vida prácticamente no dibujó adultos. Evitó los vicios adultos —no bebía, no fumaba, no decía palabrotas— y, en su trabajo, pasaba cada vez más tiempo en los patios y solares imaginarios de su infancia. También era pueril en la rotundidad de sus escrúpulos e inhibiciones. Incluso después de hacerse famoso y poderoso, se mostraba reacio a exigir un diseño más flexible para «Peanuts», porque no le parecía honesto con los periódicos que habían sido sus leales clientes. Tampoco consideraba legítimo dibujar caricaturas. «Si alguien tiene una narizota —dijo—, seguro que lamenta el hecho de tenerla, ¿y quién soy yo para recalcarlo con una burda caricatura?». Su rencor contra el nombre «Peanuts», con que los editores habían bautizado la historieta en 1950, seguía vivo al final de su vida. «Etiquetar algo que iba a ser la obra de una vida con un nombre como “Peanuts” era un verdadero insulto»,[3] dijo en una entrevista en 1987. Cuando le sugirieron que treinta y siete años quizá hubiesen suavizado la injuria, Schulz contestó: «No, no. Les guardo rencor, chico».

¿Fue el genio cómico de Schulz el producto de sus heridas psíquicas? Desde luego, el artista en su madurez era una madeja de rencores y fobias que parecían imputables, a su vez, a traumas tempranos. Era cada vez más propenso a accesos de depresión y a una soledad amarga («La mención de un hotel basta para darme frío», dijo a su biógrafo), y cuando finalmente abandonó su Minnesota natal se dedicó a reproducir sus comodidades en California, donde construyó una pista de hielo cuyo bar se llamó Cachorro tierno. En los años setenta, era renuente incluso a subir a un avión si no le acompañaba algún familiar. Se diría que esto es un caso clásico de la patología que produce el gran arte: herido en su adolescencia, nuestro héroe encontró un refugio permanente en el mundo infantil de «Peanuts».

Pero ¿y si Schulz hubiera optado por ser un vendedor de juguetes en vez de un artista? ¿Habría vivido también una vida retraída y emocionalmente turbulenta? Sospecho que no. Sospecho que el vendedor Schulz habría sobrellevado una vida normal del mismo modo que había apechugado con el servicio militar. Habría hecho lo que fuera necesario para mantener a su familia: suplicado una receta de valium a su médico, tomado unas copas en el bar del hotel.

Schulz no era artista porque sufría. Sufría porque era un artista. Obstinarse en elegir el arte en vez de las comodidades de una vida normal —currarse una tira cómica todos los días durante cincuenta años; pagar por ello el muy peliagudo precio psíquico— es lo contrario de estar grillado. Es el tipo de elección que sólo puede hacer una torre de fortaleza y cordura. El que las tristezas tempranas de Schulz parezcan las «fuentes» de su brillantez posterior se debe a que tenía talento y capacidad de encaje para encontrar humor en ellas. Casi todos los niños se sienten tristes. Lo distintivo de la infancia de Schulz no es su sufrimiento, sino el hecho de que amaba los cómics desde una tierna edad, tenía dotes para el dibujo y disfrutaba de la atención constante y el amor de sus padres.

Cada mes de febrero, Schulz dibujaba una tira sobre el fracaso de Charlie Brown en conseguir tarjetas de San Valentín. En un episodio, Schroeder regaña a Violet por tratar de endilgarle una tarjeta desechada a Charlie Brown varios días después de San Valentín, y Charlie Brown aparta a Schroeder con las palabras: «¡No te metas! ¡Me quedo con la tarjeta!». Pero era muy distinta la historia que Schulz nos contaba de su experiencia infantil con las tarjetas de enamorados. Dijo que cuando estaba en primaria, su madre le ayudó a hacer una tarjeta para cada compañera de clase, a fin de que nadie se ofendiese si no recibía ninguna, pero la timidez le impidió meterlas en la caja que había en la parte delantera del aula, y volvió con todas ellas a casa. A primera vista, este pasaje recuerda una historieta de 1957 en la que Charlie Brown mira por encima de una valla una piscina llena de niños felices y luego se arrastra a casa solo y se sienta dentro de un cubo de agua. Pero Schulz, a diferencia de Charlie Brown, tenía una madre solícita, una madre a la que optó por darle la cesta entera. Un niño profundamente lastimado por no recibir tarjetas de San Valentín probablemente, al hacerse mayor, no habría dibujado tiras encantadoras sobre la pena de no recibir tarjetas. Un niño así —uno piensa en R. Crumb— quizá, en cambio, hubiera dibujado una caja de tarjetas que se transforma en una vulva que devora las tarjetas y luego le devora asimismo a él.

Con esto no pretendo decir que el depresivo y siempre frustrado Charlie Brown, la egoísta y sádica Lucy, el rarito y filosófico Linus y el obsesivo Schroeder (cuyas ambiciones beethovenescas se realizan en un piano de juguete de una octava) no sean avatares de Schulz. Pero su claro alter ego es Snoopy: el embaucador proteico cuya libertad se basa en su certeza de que en el fondo es adorable, el artista de rápida mutación que, por pura diversión, se convierte en un helicóptero o un jugador de hockey o Head Beagle y de nuevo, en un santiamén, antes de que su virtuosismo tenga oportunidad de alienarte o disminuirte, ser el ansioso perrito que sólo quiere comer.

Nunca oí a mi padre contar un chiste. A veces rememoraba a un colega del trabajo que pidió un «Whisky con Coca-Cola» y un pez espalda en una cena en Dallas en julio, y sabía reírse de sus propios bochornos, sus comentarios poco diplomáticos en la oficina y los disparates que cometía en proyectos de reformas domésticas, pero no tenía un pelo de tonto. Reaccionaba a los chistes ajenos con un gesto de disgusto o una mueca. De niño le conté una historia que yo había inventado sobre una empresa de recogida de basuras denunciada por «violaciones fragantes». Él movió la cabeza, con la cara pétrea, y dijo: «No es verosímil».

En otra arquetípica tira de «Peanuts», Violet y Patty insultan a Charlie Brown con una malévola cantinela: «¡VETE A TU CASA!, ¡NO TE QUEREMOS VER POR AQUÍ!». Cuando él se aleja, mirando al suelo, Violet comenta: «Hay algo raro en Charlie Brown. Casi nunca se le ve reír».

Las pocas veces en que llegó a practicar béisbol conmigo, mi padre lanzaba la pelota como algo de lo que quisiera deshacerse, una fruta podrida, y apresaba mis devoluciones con un movimiento torpe, como un manoseo. Nunca le vi tocar un balón de fútbol ni un frisbee. Sus dos esparcimientos principales eran el golf y el bridge, y el placer de ambos consistía en una confirmación perpetua de que era un inútil en uno y tenía mala suerte en el otro.

Lo único que quiso mi padre en su vida fue dejar de ser un niño. Sus padres eran una pareja de escandinavos del siglo XIX atrapados en una lucha hobbesiana por imponerse en los pantanos del norte y centro de Minnesota. Su popular y carismático hermano mayor se ahogó en un accidente de caza siendo todavía joven. Su hermana pequeña, chiflada, bonita y mimada, tuvo una hija única que murió en un accidente de tráfico cuando tenía veintidós años. Los padres de mi padre también murieron en una accidente de coche, pero sólo después de haberle agasajado con prohibiciones, exigencias y críticas durante cincuenta años. Nunca dijo una palabra áspera contra ellos. Tampoco ninguna agradable.

Las pocas historias de infancia que contaba eran sobre su perro, Spider, y su panda de amigos en una ciudad provinciana, de nombre poco apetecible, Palisade, que su padre y tíos habían construido entre los pantanos. El instituto local estaba a unos trece kilómetros de Palisade. Para asistir a clase, mi padre vivió en una pensión un año, y más tarde iba al instituto en el Modelo A de su padre. Era un cero a la izquierda en la vida social, invisible después de clase. Se daba por supuesto que la alumna más popular de su curso, Romelle Erickson, leería el discurso de graduación en el instituto, y mi padre me contó muchas veces que la «sociedad» escolar se quedó escandalizada cuando resultó que «el chico del campo», «Earl Algo», reclamó este privilegio.

En 1933, cuando se matriculó en la universidad de Minnesota, su padre le acompañó y anunció, en el encabezamiento del impreso de matrícula: «Va a ser ingeniero de caminos». Mi padre pasó inquieto el resto de su vida. En la treintena, le devoraban las dudas sobre si estudiar medicina; cuarentón, le ofrecieron ser socio de una empresa de construcción pero, para sempiterna decepción de mi madre, no tuvo arrestos para aceptar; a sus cincuenta y sesenta años me exhortó a no malgastar mi vida trabajando para una empresa. Al final, sin embargo, pasó cincuenta años haciendo exactamente lo que su padre le había dicho que hiciera.

Después de su muerte, encontré unas cuantas cajas con papeles suyos. La mayoría me desilusionaron de puro anodinos, y de cuando era niño sólo quedaba un sobre marrón, que él había guardado, con un grueso fajo de tarjetas de San Valentín. Algunas eran endebles y estaban sin firmar, pero había otras más trabajadas, con papel crepé o páginas desplegables, y unas pocas de «Margaret» estaban dentro de sobres; el estilo variaba desde Victoriano de provincias a art déco de los años veinte. Las firmas —casi todas de chicos y chicas de su edad, varias de sus primos, una de su hermana— estaban trazadas con una letra tosca de parvulario. Las efusiones más intensas eran las de su amigo íntimo, Walter Anderson. Pero en ninguna de las cajas había tarjetas de sus padres ni postales u otras muestras de su amor por él.

Mi madre le llamaba hipersensible. Quería decir que era fácil herir sus sentimientos, pero su sensibilidad era también física. Cuando era joven, un médico le hizo un test de alergia que mostró que era alérgico a «casi todo», entre otras cosas el trigo, la leche y los tomates. Otro médico, que tenía la consulta en lo alto de cinco largos tramos de escalera, le recibió tomándole la tensión arterial y de inmediato le declaró inútil para luchar contra los nazis. O eso me dijo mi padre, encogiéndose de hombros y con una extraña sonrisa (como diciendo: «¿Qué podía hacer yo?»), cuando le pregunté por qué no había ido a la guerra. Incluso de adolescente, intuí que el no haber combatido le agravaba la torpeza social y la sensibilidad. No obstante, provenía de una familia de suecos pacifistas, y estaba muy contento de no haber sido soldado. Se alegró de que mis hermanos tuvieran prórrogas universitarias y buena suerte en el sorteo de reclutas. Entre sus colegas patrióticos y los maridos, veteranos de guerra, de las amigas de mi madre, estaba tan desplazado que no se atrevía a hablar del tema de Vietnam. En casa, en privado, declaraba agresivamente que si Tom hubiera sacado un mal número, él mismo le habría llevado a Canadá.

Tom, su segundo hijo, estaba cortado por el mismo patrón. Tuvo una urticaria tan virulenta que parecía sarampión. Cumplía años a mediados de octubre y era perennemente el alumno más joven de su clase. En la única cita que tuvo con una chica del instituto, estaba tan nervioso que se olvidó las entradas para el béisbol y dejó el coche en marcha en la calle mientras entraba corriendo a buscarlas; el coche bajó solo la cuesta, saltó un bordillo y atravesó dos parterres escalonados antes de posarse sobre el césped del jardín de un vecino.

Para mí, que el coche aún pudiera circular y que incluso no hubiera sufrido el menor daño, era algo que resaltaba la mística de Tom. Ni él ni Bob podían hacer algo mal. Eran expertos en silbidos y en ajedrez, manejaban de una forma fantástica las herramientas y los lápices y eran los proveedores exclusivos de las anécdotas y datos culturales con los que yo impresionaba a mis amigos. En los márgenes de su ejemplar de Retrato del artista adolescente, Tom dibujó a lo largo de doscientas páginas una animación, que había que pasar a toda velocidad con el dedo, de un monigote que saltaba una valla con una pértiga y se caía de cabeza al otro lado, y al que se llevaban en una camilla unos monigotes que representaban a unos sanitarios; aquello me parecía una obra maestra de arte y ciencia fílmicas. Pero mi padre le había dicho a Tom: «Serías un buen arquitecto, aquí tienes tres facultades a elegir». Y le dijo: «Vas a trabajar en Sverdrup».

Tom tardó cinco días en dar noticias de su paradero. Llamó un domingo, después de misa. Estábamos sentados en el porche protegido por un mosquitero y mi madre tuvo que recorrer toda la casa para responder al teléfono. Estaba tan exultante de alivio que me produjo vergüenza ajena. Tom había hecho autostop hasta Houston y estaba trabajando de freidor en un Fried Chicken de una iglesia, con la intención de ahorrar lo suficiente para reunirse con su mejor amigo en Colorado. Mi madre insistió en preguntarle cuándo volvería a casa, y le aseguró que sería bien recibido y que no tendría que trabajar en Sverdrup; pero sin oír siquiera las respuestas de Tom, supe que ya no quería saber nada de nosotros.

El propósito de una tira cómica, le gustaba decir a Schulz, era vender periódicos y hacer reír a la gente. Aunque esta formulación puede parecer, a primera vista, autodespectiva, de hecho es un juramento de lealtad. Cuando I. B. Singer, en su discurso de recepción del Nobel, declaró que la primera responsabilidad de un novelista es contar historias, no dijo «sólo contar historias», y Schulz no dijo «sólo hacer reír a la gente». Era leal al lector que quería algo divertido de las páginas de humor. Casi cualquier cosa —protestar contra el hambre en el mundo, reírse de expresiones como «echar un polvo», dar sabios consejos, morir— es más fácil que la auténtica comedia.

Schulz nunca cejó en su intento de ser divertido. Pero alrededor de 1970 empezó a alejarse del humor agresivo y a sumirse en un ensueño melancólico. A Snoopylandia llegaron muchas divagaciones tediosas con el nada gracioso pájaro Woodstock y el insulso sabueso Spike. Algunos recursos plomizos, como la insistencia de Marcie en llamar «señor» a Peppermint Patty, fueron pesadamente reciclados. A finales de los años ochenta, la historieta se había vuelto tan apacible que a mis amigos más jóvenes parecía desconcertarles mi admiración. No mejoró las cosas que las antologías posteriores de «Peanuts» reeditaran tantas tiras de Spike y Marcie. Los volúmenes que exhibían el genio de Schulz, las tres colecciones en tapa dura de los años sesenta, se habían agotado.

Aún más nocivos para la reputación de Schulz fueron sus subproductos kitsch. Incluso en los sesenta tenías que abrirte camino entre la empalagosa parafernalia de Warm Puppy para llegar a la comedia; más adelante, los grados de efectismo de «Peanuts» en especiales de televisión me dejaron hecho un lío. Lo que al principio constituyó la personalidad de «Peanuts» fueron la crueldad y el fracaso, y sin embargo cada tarjeta de felicitación y cada chuchería y zepelín «Peanuts» tenía que ostentar la sonrisa dulce y arrugada de alguien. Todo lo referente a la industria «Peanuts», de mil millones de dólares, que el propio Schulz ayudó a crear, se oponía a que le tomasen en serio como artista. Mucho más que Disney, cuyos estudios produjeron kitsch desde el principio, Schulz llegó a parecer un icono de la corrupción del arte por el comercio, que tarde o temprano dibuja una risueña cara de vendedor en todo lo que toca. El admirador que quiere ver a un artista ve a un comerciante. ¿Por qué Schulz no es dos ponis?

Pero es difícil repudiar una tira cómica cuando tus recuerdos de ella son más nítidos que los recuerdos de tu propia vida. Cuando Charlie Brown se iba a un campamento de verano, yo le acompañaba en mi imaginación. Le oía tratando de entablar conversación con el compañero de acampada que, sentado en su catre, se negaba a decir algo más que: «Cállate y déjame en paz». Le observaba cuando por fin volvía a casa y le gritaba a Lucy: «¡He vuelto!», y Lucy le dirigía una mirada aburrida y decía: «¿Te habías ido?».

Yo también fui de campamento en el verano de 1970. No obstante, descontando una alarmante situación de higiene personal cuya causa, al parecer, fue haber hecho pis sobre hiedra venenosa y cuya consecuencia fue que, durante días, estuve convencido o bien de que era un tumor mortal o bien la pubertad, mis experiencias de campamento palidecían al lado de las de Charlie Brown. La mejor de todas fue volver a casa y ver el nuevo Karmann Ghia de Bob aguardándome en la Asociación Cristiana de Jóvenes.

Tom también estaba en casa por entonces. Había conseguido llegar hasta la casa de su amigo en Colorado, pero a los padres del amigo no les hizo mucha gracia dar refugio a un hijo fugitivo y lo mandaron de vuelta a St. Louis. Oficialmente me alegraba mucho de que hubiera vuelto. En realidad, me avergonzaba de tenerle cerca. Tenía miedo de que si yo hablaba de su enfermedad y nuestra cuarentena, quizá provocase una recaída. Yo quería vivir en un mundo de «Peanuts» donde la cólera era divertida y la inseguridad digna de amarse. La niña más pequeña en mis libros de «Peanuts», Sally Brown, se hacía mayor durante un rato y chocaba contra un techo de cristal. Quería que todos mis familiares se llevasen bien y que nada cambiara; pero de repente, después de que Tom se hubiera marchado, fue como si los cinco mirásemos alrededor y, al preguntarnos por qué teníamos que pasar el tiempo juntos, no encontrásemos muchas buenas respuestas.

Por primera vez, en los meses siguientes, los conflictos de mis padres se volvieron audibles. Al llegar a casa las noches frías, mi padre se quejaba del «frío» en la casa. Mi madre replicaba que la casa no estaba fría si te pasabas el día trajinando con las tareas domésticas. Mi padre entraba en el comedor para ajustar el termostato y señalaba con dramatismo la zona templada, un arco azul claro entre los 22° y los 25,5°. Mi madre decía que estaba asfixiada de calor. Y yo decidía, como siempre, no airear mi sospecha de que la zona templada se refería al aire acondicionado en verano más que a la calefacción en invierno. Mi padre ponía la temperatura a 22° y se retiraba a su estudio, que estaba situado directamente encima de la caldera. Había una tregua y después grandes explosiones. Me escondiera en el rincón que me escondiese, oía chillar a mi padre: «¡NO TOQUES EL MALDITO TERMOSTATO!».

—¡Earl, yo no lo he tocado!

—¡Sí lo has tocado! ¡Otra vez!

—No me ha parecido que lo moviese, sólo lo he mirado, no quería cambiarlo.

—¡Otra vez! ¡Otra vez has estado enredando! Lo he puesto en la temperatura que quería. ¡Y tú lo has bajado a veintiún grados!

—Pues si lo he cambiado habrá sido sin querer. Tú también tendrías calor si trabajases todo el día en la cocina.

—Lo único que pido al final de una larga jornada de trabajo es que el termostato esté en la zona templada.

—Earl, hace muchísimo calor en la cocina. No lo sabes porque nunca estás, pero aquí te asas.

—¡La parte baja de la zona templada! ¡Ni siquiera la media! ¡La parte baja! ¡No es pedir demasiado!

Me pregunto por qué sigue siendo tan peyorativo decir que algo es «de historieta». Me llevó media vida conseguir ver a mis padres como personajes de tiras cómicas. Y qué gran victoria sería llegar a ser yo mismo más parecido a un cómic.

Al final, mi padre aplicó la tecnología al problema de la temperatura. Compró un calentador para ponerlo detrás de su silla en el comedor, donde en invierno le molestaban las corrientes de aire procedentes de la ventana halconera. Como tantos otros de los aparatos que compraba, el calentador era un chisme barato y lastimoso, un tragón de vatios provisto de un ventilador agónico y de una boca entrebierta anaranjada que atenuaba las luces, ahogaba las conversaciones y producía un olor a quemado cada vez que se ponía en marcha. Cuando yo estaba en el instituto, compró un modelo más silencioso y caro. Una noche, mi madre y yo empezamos a rememorar el modelo antiguo, a caricaturizar la sensibilidad de mi padre a la temperatura, a hacer tiras cómicas de las deficiencias del calentador, del humo y el zumbido, y mi padre se puso como loco y se levantó de la mesa. Pensó que nos habíamos confabulado contra él. Pensó que yo me comportaba de un modo cruel, y era cierto, pero también lo era que le estaba perdonando.