Aquella noche había habido una tormenta en St. Louis. El agua se remansaba en charcos negros humeantes sobre la acera delante del aeropuerto, y desde el asiento trasero del taxi vi ramas de roble que se mecían contra nubes urbanas que colgaban bajas. Las carreteras de la noche de sábado estaban saturadas de una sensación de hora tardía, de hora posterior: la lluvia no caía, ya había caído.
La casa de mi madre, en Webster Groves, estaba a oscuras, salvo por una lámpara con temporizador del cuarto de estar. Una vez dentro de casa, fui derecho a la repisa de bebidas y me serví el pelotazo que me había estado prometiendo desde el primero de mis dos vuelos. Tenía la sensación de propiedad que tendría un vikingo sobre todas las provisiones que pudiese arramplar. Iba a cumplir los cuarenta y mis hermanos mayores me habían encomendado la misión de viajar a Missouri y contratar a un agente inmobiliario para que vendiese la casa. Durante todo el tiempo que estuviese allí, trabajando en beneficio de Webster Groves, el bar sería mío. ¡Mío! Idem el aire acondicionado, que puse muy bajo, ídem el congelador de la cocina, que juzgué necesario abrir de inmediato para meter la mano hasta el fondo con la esperanza de encontrar salchichas para el desayuno, un estofado de buey casero o algo graso y sabroso que calentar y comer antes de acostarme. Mi madre había sido experta en etiquetar comida con la fecha en que la había congelado. Debajo de numerosas bolsas de arándanos descubrí un paquete de róbalo de boca pequeña que un vecino pescador había cogido hacía tres años. Debajo del róbalo había un pecho de buey que databa de nueve años atrás.
Recorrí la casa recogiendo de cada habitación las fotos de familia. Había previsto esta tarea casi con tanta impaciencia como la bebida. El gran apego que tenía mi madre a la formalidad del cuarto de estar y del comedor le había impedido atiborrarlos de fotos, pero por lo demás en cada alféizar y cada superficie plana se había acumulado un remolino de fotos en marcos baratos. Llené una bolsa de la compra con el botín reunido encima del mueble del televisor. Llené otra bolsa con lo recogido de una pared del cuarto de estar, como si recogiera fruta de una espaldera. Muchas de las fotos eran de nietos, pero yo también figuraba en ellas: en una, esbozando una sonrisa de anuncio de dentífrico en una playa de Florida; en otra, con aire de sufrir una resaca en mi graduación universitaria, o encogiéndome de hombros el día infortunado de mi boda, o a un metro de distancia del resto de mi familia durante unas vacaciones en Alaska para las que mi madre, hacia el final, había estado ahorrando buena parte de su vida. La foto de Alaska era tan halagadora para nueve de nosotros que ella había aplicado un rotulador azul a los ojos del décimo familiar, una nuera que había pestañeado al sacar la foto y que ahora, con los ojos deformados por un trazo de tinta, parecía silenciosamente monstruosa o lunática.
Me dije que estaba realizando una labor importante al despersonalizar la casa antes de que viniera a verla un agente inmobiliario. Pero si alguien me hubiera preguntado qué necesidad había, aquella misma noche, de amontonar las cien y pico fotos encima de una mesa del sótano y arrancar o sacar, desalojar o despegar cada una de su marco y después guardarlos en bolsas y meterlas en armarios y meter, a su vez, las fotos en un sobre para que nadie las viese; si alguien me hubiese señalado la semejanza de mi conducta con la de un conquistador que quema las iglesias del enemigo y destroza sus iconos, yo habría tenido que admitir que estaba disfrutando de mi condición de propietario de la casa.
Yo era el único de la familia que había vivido allí toda la infancia. De adolescente, cuando mis padres salían, yo contaba los segundos hasta que podía tomar plena posesión provisional de la casa, y mientras estaban fuera me apenaba que fueran a volver. En los decenios que siguieron, observaba con rencor la acumulación esclerótica de fotos de familia y me irritaba la usurpación que hacía mi madre de mi cajón y mi espacio en el armario, y cuando ella me pedía que desalojase mis viejas cajas de libros y papeles, yo reaccionaba como un gato doméstico al que ella intentaba inocular un espíritu comunitario. Era como si ella pensase que era la dueña del lugar.
Y lo era, por supuesto. Era la casa adonde, cinco días al mes durante diez meses, mientras mis hermanos y yo vivíamos nuestra vida en la costa, ella volvía sola después de la quimioterapia para guardar cama. La casa desde donde, un año después de esto, a principios de junio, me había llamado a Nueva York para decirme que había vuelto al hospital para una cirugía más exploratoria y luego se había echado a llorar y se había disculpado por decepcionar a todo el mundo y darnos tan malas noticias. La casa donde, una semana después de que el cirujano hubiese movido la cabeza con amargura y le hubiera recosido otra vez el abdomen, había atormentado a su nuera de mayor confianza sobre la idea de una vida después de la muerte, y mi cuñada había confesado que, en términos de pura logística, le había parecido un concepto exagerado, y mi madre, conviniendo con ella, había puesto un veto, por así decirlo, a la cuestión «Decidir sobre la vida después de la muerte», y continuado su lista de cosas por hacer, con su pragmatismo habitual, abordando otras tareas que su decisión había vuelto más urgentes que nunca, como «invitar a casa uno por uno a los mejores amigos y despedirse de ellos para siempre». Era la casa desde la que, una mañana de sábado de julio, mi hermano Bob la había llevado a su peluquero, que era vietnamita y asequible y que la recibió con las palabras «Oh, señora Fran, señora Fran, qué mala cara», y al que había vuelto una hora después para terminar de acicalarse, porque estaba gastando sus millas de viajero frecuente, largo tiempo acumuladas, en dos billetes de primera clase, y un vuelo en primera era una ocasión para emperifollarse, lo cual también se traducía en sentirse mejor que nunca; bajó de su dormitorio vestida para la primera clase, dijo adiós a su hermana, que había viajado desde Nueva York para garantizar que la casa no estuviera vacía cuando mi madre la abandonase —que alguien se quedaría al cuidado—, y se fue al aeropuerto con mi hermano y voló al noroeste del Pacífico para el resto de su vida. Su casa, siendo una casa, tardó en agonizar lo suficiente para que mi madre, que necesitaba algo más grande que ella a lo que aferrarse, pero que no creía en seres sobrenaturales, la considerase un lugar de consuelo. Su casa era el pesado (pero no infinitamente) y sólido (pero no eternamente) Dios al que ella había amado y que la había sostenido, y mi tía había hecho algo muy inteligente al venir cuando vino.
Pero ahora necesitábamos poner la casa en venta rápidamente. Ya estábamos en la primera semana de agosto y el punto fuerte para la venta de la casa, lo que compensaba sus muchos defectos (su cocina minúscula, su traspatio desdeñable, el pequeñísimo cuarto de baño del piso de arriba) era su emplazamiento en el barrio escolar católico adosado a la Iglesia de Mary, reina de la paz. En vista de la calidad de las escuelas públicas de Webster Groves, yo no entendía por qué una familia pagaría más por vivir en este barrio con el fin de pagar luego una suma adicional por la enseñanza que impartían las monjas, pero había un montón de cosas que yo no comprendía sobre los católicos. Según mi madre, padres católicos de todo St. Louis aguardaban ansiosos su entrada en el barrio, y se sabía de familias de Webster Groves que habían levantado postes y los habían desplazado una o dos manzanas para entrar dentro de sus límites.
Por desgracia, en cuanto comenzara el año escolar, tres semanas más tarde, los jóvenes padres no estarían tan ansiosos. Yo sufría la presión adicional de ayudar a mi hermano Tom, el albacea, a terminar su tarea rápidamente. Sufría otra clase de presión de mi otro hermano, Bob, que me había apremiado a recordar que estábamos hablando de dinero de verdad. («La gente baja de 782.000 dólares a 770.000 cuando negocian, creen que es en realidad la misma suma», me había dicho. «Pues no, de hecho son doce mil dólares menos. No sé tú, pero a mí se me ocurren cantidad de cosas que hacer con doce mil dólares antes que dárselos al desconocido que me compra la casa»). Pero la presión realmente curiosa procedía de mi madre, que, antes de morir, había dejado claro que el mejor modo de honrar su recuerdo y validar los últimos decenios de su vida era vender la casa por una suma escandalosa.
Las cuentas siempre habían sido un consuelo para ella. No coleccionaba nada más que loza danesa navideña y planchas originales de sellos norteamericanos, pero conservaba listas de cada viaje que había hecho en su vida, cada país que había pisado, cada uno de los «Maravillosos (Excepcionales) restaurantes europeos» en los que había comido, de cada operación quirúrgica que había sufrido y de cada objeto asegurable que había en su casa y en su caja de caudales. Era miembro fundadora de un club de inversiones de poca monta llamado «Las magnates», la evolución de cuya cartera vigilaba meticulosamente. En los dos últimos años de su vida, a medida que empeoraba su pronóstico, había prestado una atención especial al precio de venta de otras casas del vecindario, y había apuntado su emplazamiento y su superficie. En una hoja de papel titulada «Guía inmobiliaria para las fincas registradas en el número 83 de Webster Woods», había confeccionado un anuncio de muestra a la manera en que otra persona hubiese redactado su propia necrológica:
Sólida casa solariega colonial céntrica de ladrillo con dos plantas y tres dormitorios en un solar sombreado de un callejón sin salida en una calle privada. Tiene tres dormitorios, cuarto de estar, comedor con ventana salediza, estudio en la planta baja, cocina con rincón comedor y lavaplatos G.E. nuevo, etc. Hay dos porches con mampara, dos chimeneas de leña, un garaje para dos coches, alarma antirrobo y de incendios, todos los suelos de madera noble y un sótano compartimentado.
Al pie de la página, debajo de una lista de electrodomésticos nuevos y de reparaciones caseras recientes, figuraba su cálculo definitivo sobre el valor de la casa: «1999: valor del inmueble 350.000,00 dólares +.» Esta cifra era diez veces superior a la que ella y mi padre habían pagado por la vivienda en 1965. La casa no sólo constituía el grueso de su patrimonio, sino que era de lejos la inversión más rentable que había hecho en su vida. Yo no era una persona diez veces más feliz que mi padre, los nietos de mi madre no estaban diez veces mejor educados que ella. ¿Qué otra cosa en su vida le había deparado siquiera la mitad de provecho que su propiedad?
«¡Esto venderá la casa!», había exclamado mi padre después de construir un semicuarto de baño pequeño en el sótano. «¡Esto venderá la casa!», había dicho mi madre después de pagar a un contratista por rehacer con ladrillo el sendero de entrada. Repitió la frase tantas veces que mi padre perdió los estribos y empezó a enumerar las muchas mejoras que él había hecho, entre otras el baño del sótano, que ella a todas luces consideraba que no vendería la casa; él se preguntó en voz alta por qué se molestaba en trabajar todos los fines de semana durante tantos años ¡cuando lo único que hacía falta para «vender la casa» era comprar un sendero nuevo de ladrillo! Se negó a tener el menor trato con aquel camino y dejó que mi madre restregara el musgo de los ladrillos y desprendiese con suavidad el hielo en invierno. Pero después de haberse pasado la mitad de los domingos de un mes instalando molduras decorativas en el comedor, haciendo ingletes, tapando agujeros y pintando, él y ella se quedaron admirando el trabajo concluido y una y otra vez, con gran satisfacción, dijeron: «Esto venderá la casa».
«Venderá la casa».
«Venderá la casa».
Mucho después de medianoche, apagué las luces de la planta baja y subí a mi dormitorio, que Tom y yo habíamos compartido hasta que él se fue a la universidad. Mi tía había hecho una pequeña limpieza antes de volverse a Nueva York, y ahora que yo había quitado todas las fotos de familia el dormitorio parecía listo para enseñarlo a los compradores. Las superficies del tocador y del escritorio estaban limpias; el aspirador pasado por mi tía había festoneado las vetas de las alfombras; las camas gemelas tenían un aire de recién hechas. Y por eso me sorprendí tanto cuando al levantar la colcha encontré algo en el colchón junto a la almohada. Era un paquete de sellos en sobrecitos de papel encerado: la antigua colección de planchas de mi madre.
El paquete estaba tan radiantemente fuera de lugar allí que empezó a cosquillearme la nuca, como si al darme la vuelta fuese a ver a mi madre aún apostada en la puerta. Era sin duda la persona que había escondido los sellos. Debió de hacerlo en julio, cuando se disponía a abandonar la casa por última vez. Unos años antes, cuando le pregunté si podría quedarme con sus viejas planchas postales, me dijo que hiciese lo que quisiera cuando ella muriese. Y posiblemente tenía miedo de que Bob, que coleccionaba sellos, se apropiase del conjunto, o quizá ella sólo estuviera eliminando puntos de su lista de cosas por hacer. Pero había sacado los sobres de un cajón del comedor y los había subido al piso de arriba, al único lugar donde yo sería la siguiente persona más probable a la que molestar. ¡Qué presciencia microgerencial! El mensaje privado que encarnaban los sellos, el guiño cómplice que ella me dirigía al pasar delante de Bob, la señal que llegaba cuando su emisora estaba muerta: no era la mirada íntima que Faye Dunaway y Warren Beatty intercambian en Bonnie and Clyde un instante antes de morir acribillados a balazos, pero sí lo más cercano a intimar que mi madre y yo podíamos llegar. Encontrar aquel paquete era como oírle decir: «Me estoy ocupando de mis detalles. ¿Te ocupas tú de los tuyos?».
Los tres agentes inmobiliarios a los que entrevisté al día siguiente eran tan distintos como tres pretendientes en un cuento de hadas. El primero era una mujer de pelo pajizo y piel reluciente de Century 21, a la que parecía costarle trabajo decir algo agradable de la casa. Cada habitación le causaba una nueva decepción a ella y a su acompañante intensamente perfumado con agua de colonia; conferenciaban en voz baja sobre «potencial» y «añadidos». Mi madre era hija de un barman y no terminó la universidad, y su gusto era lo que a ella le gustaba llamar «tradicional», pero me parecía improbable que las otras viviendas de la lista de Century 21 estuviesen decoradas con un gusto notablemente mejor. Me disgustó que no les cautivaran las acuarelas parisinas de mi madre. Sin embargo, la agente estaba comparando nuestra pequeña cocina pintoresca con los espacios como hangares de casas más nuevas. Me sugirió que si quería que me incluyese en su catálogo pidiera entre 340.000 y 360.000 dólares.
La segunda agente, una mujer guapa llamada Pat, que llevaba un elegante traje de verano, era amiga de un buen amigo de nuestra familia y nos había sido muy recomendada. La acompañaba su hija, Kim, que trabajaba con ella. Mientras las dos recorrían las habitaciones, deteniéndose a admirar precisamente los detalles de los que mi madre más se enorgullecía, me parecieron dos avatares de la domesticidad de Webster Groves. Era como si Pat estuviese pensando en comprar la casa para Kim; como si Kim fuese a tener pronto la edad de Pat y, al igual que ésta, quisiera una casa donde todo estuviera silencioso y las telas y muebles fueran los adecuados. El hijo que sustituye al padre, la familia que sucede a la familia, el ciclo de la vida de la clase media. Nos sentamos juntos en el cuarto de estar.
—Es una casa preciosa, preciosa —dijo Pat—. Tu madre la conservó de maravilla. Y creo que podremos conseguir un buen precio, pero tenemos que darnos prisa. Propongo que la anunciemos a trescientos cincuenta mil en el periódico el martes y que recibamos las visitas el fin de semana próximo.
—¿Y su comisión?
—Seis por ciento —dijo ella, sin apartar la mirada—. Conozco a varias personas que estarían muy interesadas ahora mismo.
Le dije que le informaría al final del día.
La tercera agente irrumpió en la casa una hora después. Se llamaba Mike y era una rubia bonita y de pelo corto, más o menos de mi edad, llevaba unos tejanos excelentes. Me dijo con una voz ronca que no daba abasto, venía de visitar su tercera casa, pero después de haberle telefoneado yo el viernes se había acercado a ver la mía y se había enamorado de ella desde la calle, la atracción del bordillo era fantástico, sabía que tenía que verla por dentro y, guau, tal como había sospechado —pasaba vorazmente de una habitación a otra— era adorable, desbordaba encanto, le gustaba aún más por dentro, y estaría encantada, encantadísima de ser la que la vendiera, de hecho si el cuarto de baño de arriba no fuera tan pequeño podría incluso pedir hasta 405.000 dólares, pues era un vecindario tan chic —yo sabía ya lo del distrito escolar de María, reina de la paz, ¿no?—, pero aun con el baño problemático y el traspatio lamentablemente minúsculo no le extrañaría que la casa se vendiera por los trescientos noventa, amén de otras cosas en que ella podía serme útil, su comisión básica era del cinco y medio por ciento, pero si el agente del comprador pertenecía a su grupo podría bajarla a cinco, y si ella misma era la agente del comprador la rebajaría directamente a cuatro, Dios mío, adoraba lo que mi madre había hecho, se había percatado en cuanto la vio desde la calle, quería aquella casa con toda su alma —«Jon, estoy loca por venderla», dijo, mirándome a los ojos—, y por cierto, dicho sea de paso, no era por jactarse, en serio, pero llevaba tres años seguidos siendo la número uno en inmobiliaria residencial en Webster Groves y Kirkwood.
Mike me excitó. El frente de su blusa humedecida de sudor, la manera en que se movía con vaqueros. Coqueteaba conmigo abiertamente, admirando la magnitud de mis ambiciones y comparándolas favorablemente con las suyas (aunque las suyas no eran inmateriales), me sostenía la mirada y hablaba sin parar con su deliciosa voz ronca. Dijo que entendía perfectamente por qué yo quería vivir en Nueva York. Dijo que rara vez conocía a alguien que entendiese, como yo claramente entendía, de deseo, de hambre. Dijo que valoraría la vivienda entre 380.000 y 385.000 dólares y que confiaba en iniciar una guerra de pujas. Sentado allí, contemplando su borboteo, me sentía como un vikingo.
No debería haber sido tan difícil llamar a Pat, pero lo fue. Era como si fuese una mamá a la que decepcionar, una mamá en el camino, una conciencia rezongona. Era como si supiese cosas de mí y de la casa —cosas realistas— que yo no deseaba que supiera. La mirada que me había dirigido al declarar su comisión fue apreciativa y escéptica, como si cualquier adulto responsable viera que ella y su hija eran sin duda las mejores agentes, pero ella no estuviera segura de que también yo lo veía.
Aguardé hasta las 9:30, el último minuto posible, antes de llamarla. Tal como me había temido, no ocultó su sorpresa y desagrado. ¿Me importaba decirle quién era la otra agente?
Tuve conciencia del sabor y la forma del nombre de Mike saliendo de mi boca.
—Oh —dijo Pat, cansinamente—. Vale.
Mike tampoco habría sido el tipo de mi madre, ni por asomo. Le dije a Pat que la decisión había sido muy ardua, una elección realmente difícil, y que le agradecía que hubiera acudido y lamentaba que ella y yo no fuéramos a…
—Bueno, buena suerte —dijo.
Después tuve que hacer la llamada divertida, la llamada de Sí, estoy libre el viernes por la noche. Mike, en su casa, me confesó en voz baja, como para que no la oyera su marido: «Jon, sabía que te quedarías conmigo. Noté enseguida que conectábamos». La única leve complicación, dijo, era que desde hacía mucho tenía proyectadas unas vacaciones con su marido y sus hijos. Se marchaba el viernes y no empezaría a enseñar mi casa hasta el mismísimo fin de mes. «Pero no te preocupes», dijo.
Crecí en el centro del país en mitad de la edad de oro de la clase media norteamericana. Mis padres eran oriundos de Minnesota, pero se trasladaron a Chicago, donde yo nací, y por último se afincaron en Missouri, el eje del centro cartográfico. De niño yo concedía una gran importancia al hecho de que ningún otro estado del país limite con más estados que Missouri (está empatado con Tennessee a ocho fronteras), y que sus vecinos lindan con estados tan remotos como Georgia y Wyoming. El «centro de población» nacional —el maizal o cruce de carreteras de un condado que el censo más reciente haya definido como el centro de gravedad demográfico de Estados Unidos— estaba a sólo un trayecto de pocas horas en coche de donde vivíamos. Nuestros inviernos eran más templados que los de Minnesota, nuestros veranos mejores que los de Florida. Y nuestra ciudad, Webster Groves, estaba en medio de este centro. No era un barrio tan rico como Ladue o Clayton; no está tan cerca del centro urbano como Maplewood ni tan lejos como Des Peres; alrededor del siete por ciento de la población era de clase media y negra. A mi madre le gustaba decir, haciéndose eco de Goldilocks, que Webster Groves estaba «bien, sin más».
Ella y mi padre se habían conocido en una clase de filosofía vespertina de la Universidad de Minnesota. Mi padre trabajaba para el Gran Ferrocarril del Norte y asistía a clase por diversión. Mi madre era recepcionista a tiempo completo en la consulta de un médico y estaba acumulando poco a poco créditos para una licenciatura en desarrollo infantil. En una de sus redacciones, titulada «Mi filosofía», comenzaba describiéndose como «una chica americana normal; normal, me refiero, en que tengo intereses, dudas, emociones y gustos parecidos a los de toda chica de mi edad en una ciudad americana». Pero después confesaba albergar serias dudas sobre religión («Creo firmemente en las enseñanzas de Cristo, en todo lo que Él representaba, pero no estoy segura de lo sobrenatural») que revelaban que su afirmación de «normalidad» era más bien algo cercano a un deseo. «No veo estas dudas en el mundo en general», escribió. «Hay una clara necesidad de religión en la vida de los hombres. Digo que está bien para la humanidad, pero para mí no lo sé». Sin poder adherirse a Dios, el cielo y la resurrección, e insegura sobre un sistema económico que había producido la Gran Depresión, concluía su texto mencionando la única cosa de la que no dudaba: «Soy una firme creyente en la vida de familia. Creo que el hogar es el cimiento de la auténtica felicidad en Estados Unidos; mucho más de lo que nunca podrán ser la iglesia o la escuela».
Toda su vida detestó el no pertenecer a algo. Cualquier cosa que tendiera a separarnos del resto de la comunidad (su descreimiento, el sentimiento de superioridad de mi padre) tenía que ser contrarrestada con algún principio que nos volviera a arrimar al centro y nos ayudara a encajar en él. Siempre que me hablaba de mi futuro, hacía hincapié en que el carácter de una persona importaba más que sus logros, y que cuantas más capacidades tenía alguien, tanto más debía a la sociedad. La gente que la impresionaba era siempre «sumamente capaz», nunca «inteligente» o «talentosa» ni tampoco «muy trabajadora», porque quienes se consideraban «inteligentes» podían ser vanidosas, egoístas o arrogantes, mientras que a las que se consideraban «capaces» se les recordaba continuamente su deuda con la sociedad.
Ideales similares moldeaban la sociedad norteamericana de mi infancia. A escala nacional, la distribución de la renta nunca había sido más equitativa y nunca volvería a serlo; típicamente, los presidentes de empresas se llevaban a casa sólo cuarenta veces más que su trabajador peor pagado. En 1965, cerca del apogeo de su carrera, mi padre ganaba 17.000 dólares al año (sólo más del doble del ingreso medio nacional) y tenía tres hijos en la escuela pública; poseíamos un Dodge de tamaño mediano y un televisor en blanco y negro de veinte pulgadas; mi paga semanal era de veinticinco centavos, pagaderos el domingo por la mañana; las emociones del fin de semana podían consistir en el alquiler de una máquina de vapor para arrancar el empapelado viejo. Para los liberales, la de mediados de siglo fue una época de materialismo no analizado en casa, un imperialismo imperturbable en el extranjero, la denegación de oportunidades a las mujeres y las minorías, la violación del medio ambiente y la maligna hegemonía del complejo militar-industrial. Para los conservadores fue una era de tradiciones culturales que se derrumban, de excesivo gobierno federal, impuestos confiscatorios, prestaciones sociales socialistoides y planes de pensiones. En el centro del centro, no obstante, cuando yo observaba cómo se desprendía el viejo papel pintado en franjas gruesas, como tiras de piel olorosas a cola, que se volvían a pegar a las botas de trabajo de mi padre, no había nada más que la familia, el hogar, el vecindario, la iglesia, la escuela y el trabajo. Yo vivía envuelto en una crisálida a su vez envuelta en otras. Fui el hijo tardío al que mi padre, que me leía todas las noches entre semana, confesó el amor que profesaba al burro depresivo Eeyore de A. A. Milne, y al que mi madre, a la hora de acostarme, cantaba una nana personal que ella había compuesto para celebrar mi nacimiento. Mis padres eran adversarios y mis hermanos eran rivales, y cada uno de ellos se me quejaba de los demás, pero todos coincidían en encontrarme divertido, y en ellos no había nada que no fuera amable.
¿Necesito añadir que no duró? A medida que mis padres envejecían y mis hermanos y yo huíamos del centro geográfico para instalarnos en las costas, el conjunto del país había desertado del centro económico y acabado en un sistema en el que el uno por ciento más rico de la población recibe ahora el dieciséis por ciento de los ingresos totales (desde el ocho por ciento en 1975). El actual es un gran momento para ser un ejecutivo jefe norteamericano y una mala época para ser su trabajador peor pagado. Un gran momento para ser Wal-Mart, uno malo para interponerse en el camino de Wal-Mart; una gran época para ser el extremista de turno, una mala para ser un competidor moderado. Fabulosa para un contratista de Defensa, un tiempo de mierda para un reservista; uno excelente para ocupar un puesto en Princeton y penoso para ser adjunto en el Queens College; extraordinario para gestionar un fondo de pensiones, pésimo para confiar en uno de ellos; mejor que nunca para ser un superventas, más arduo que nunca para estar en la mitad de la lista de libros más vendidos; fantástico para ganar un torneo de póquer Texas Hold’Em, un coñazo para ser un adicto al vídeo-póquer.
Una tarde de agosto, seis años después de la muerte de mi madre, mientras un huracán destruía una importante ciudad de Estados Unidos, fui a jugar al golf con mi cuñado a un pequeño y chic campo montañoso al norte de California. Era un mal momento para estar en Nueva Orleans y un tiempo estupendo para estar en el oeste, donde el clima era perfecto y el Oakland A’s, un equipo mal pagado del que yo era seguidor, iba el primero en su gira anual de finales de verano. Mis mayores preocupaciones del día eran si debía sentirme culpable por haber abandonado el trabajo a las tres y si mi tienda predilecta de alimentos orgánicos tendría limones Meyer para los margaritas que pensaba preparar aprés el golf. A diferencia del compinche de George Bush, Michael Brown, que estaba pensando en su manicura y en las cenas programadas de aquella semana, yo tenía la excusa de que no era el director de la Agencia Federal de Control de Emergencias. A cada pelota que yo lanzaba al bosque o introducía en una trampa de agua, mi cuñado bromeaba: «Por lo menos no estás sentado en un tejado sin agua potable, esperando a que te recoja un helicóptero». Dos días después, en el vuelo de regreso a Nueva York, me inquietó que las secuelas del Katrina pudiesen originar turbulencias, pero el viaje fue insólitamente apacible y el clima en el este caluroso y despejado.
Las cosas me habían ido bien en los años transcurridos desde la muerte de mi madre. En vez de estar endeudado y vivir a la merced de las leyes municipales de control de alquileres, ahora era propietario de un bonito apartamento en la calle 81 este. Al cruzar la puerta de entrada, al cabo de dos meses en California, tuve la sensación de entrar en una vivienda ajena. El tío que vivía allí era al parecer un próspero manhattoniano de mediana edad, con el estilo de vida que yo a mis treinta años había envidiado a distancia, vagamente desdeñoso, y al final había sido derrotado en mis intentos de imaginar cómo llevarla. Qué extraño que ahora yo tuviese las llaves del piso de aquel tío.
Mi asistenta había dejado el apartamento limpio y ordenado. Yo siempre había sido partidario de suelos desnudos y mobiliario mínimo —ya había tenido en mi infancia suficiente ración «tradicional»—, y había cogido muy pocas cosas de la casa de mi madre después de su muerte. Artículos de cocina, álbumes de fotos, algunas almohadas. Un arcón de herramientas que había fabricado mi bisabuelo. Un cuadro de un barco que podría haber sido el Dawn Treader. Un revoltijo de pequeños objetos a los que me apegaba por lealtad a mi madre: un plátano de ónice, una bandeja de golosinas de Wedgwood, un apagavelas de peltre, un abridor de cartas con el mango nielado, con tijeras a juego en una funda de piel verde.
Como había tan pocas cosas en mi apartamento, no tardé mucho en advertir que una de ellas —el par de tijeras de la funda— había desaparecido durante mi estancia en California. Mi reacción fue como la del dragón Smaug en El hobbit, cuando descubre que falta la copa de oro de su montaña de objetos preciosos. Revoloteé por el apartamento, expulsando humo por las ventanillas nasales. Cuando interrogué a la asistenta, que dijo que no había visto las tijeras, tuve que contenerme para no arrancarle la cabeza de un mordisco. Registré el lugar de arriba abajo y revolví dos veces cada cajón y cada armario. Me enfurecía que de todas las cosas que podrían haber desaparecido hubiera sido algo de mi madre.
También me encolerizaban las repercusiones del Katrina. Durante una temporada, aquel mes de septiembre no pude conectar internet, abrir un periódico o incluso sacar dinero de un cajero automático sin encontrar peticiones de ayuda a las víctimas sin techo del huracán. El dispositivo de recaudación de fondos tenía tan gran alcance y estaba tan bien orquestado que parecía semioficial, como las cintas con el «Apoya a nuestras tropas» que habían aparecido de la noche a la mañana en la mitad de los coches del país. Pero yo consideraba que incumbía al gobierno, y no a mí, la ayuda a las víctimas del Katrina. Yo siempre había votado por candidatos que querían subirme los impuestos, porque a mi entender pagarlos era patriótico y porque mi idea de que me dejaran en paz —¡mi idea libertaria!— era un gobierno central bien financiado y bien gestionado que me ahorrase el tener que tomar cien decisiones de gasto diferentes todas las semanas. Como, por ejemplo, ¿había sido el Katrina tan malo como el terremoto en Paquistán? ¿Tan malo como el cáncer de mama? ¿Tan malo como el sida en África? ¿No tanto? ¿Cuánto menos malo? Quería que mi gobierno resolviera estas cuestiones.
Era verdad que la reducción de impuestos de Bush me había puesto en los bolsillos algún dinero adicional, y que incluso quienes no habíamos votado por unos Estados Unidos privatizados seguíamos estando obligados a ser buenos ciudadanos. Pero con un gobierno que no asumía tantas de sus responsabilidades anteriores había centenares de nuevas causas que apoyar. Bush no sólo había descuidado la gestión de emergencias y el control de inundaciones; aparte de Irak, no había muchas cosas que no hubiese descuidado. ¿Por qué tenía yo que apoquinar por aquel desastre concreto? ¿Y por qué prestar apoyo político a personas que yo consideraba que estaba arruinando al país? ¡Si tan opuestos eran los republicanos a un gobierno grande, que pidiesen a sus donantes que aflojaran la pasta! Era posible, además, que los multimillonarios antiimpuestos y los propietarios antiimpuestos de pequeños negocios que votaban para el Congreso a representantes antiimpuestos estuviesen haciendo generosas donaciones al esfuerzo de socorro, pero parecía igualmente probable que aquella gente cuya idea de la injusticia era tener que conservar sólo 2 millones de dólares de sus ingresos anuales de 2,8 millones, en vez de la suma entera, estuviesen secretamente confiando en la decencia de los norteamericanos corrientes para ayudar a los damnificados del Katrina: nos tomaban por imbéciles. Cuando las donaciones privadas sustituían al desembolso federal, ya no sabías quién se estaba llenando los bolsillos y quién cargaba con el doble de su peso.
Todo lo cual para decir esto: mi impulso hacia el acto caritativo estaba ahora plenamente supeditado a mi enfado político. Y no es que estuviese muy contento de sentirme tan polarizado. Quería poder rellenar un cheque porque quería alejar de mi pensamiento a las víctimas del Katrina y seguir disfrutando de la vida, porque, como neoyorquino, sentía que tenía derecho a disfrutar de la vida, porque estaba viviendo en el objetivo terrorista número uno del hemisferio occidental, el destino preferido de cada lunático futuro con un artefacto nuclear portátil o expendedor de viruela, y porque la vida en Nueva York podía pasar de espléndida a fantasmal incluso más rápido que en Nueva Orleans. Cabía decir que yo ya estaba acarreando mi peso como ciudadano por el simple hecho de vivir con las numerosas dianas que Bush me había pintado en la espalda —y en la de todos los demás neoyorquinos— al iniciar una guerra en Irak imposible de ganar, despilfarrar cientos de miles de millones de dólares que podrían haberse invertido en combatir a los verdaderos terroristas, galvanizar a una nueva generación de norteamericanos que odiaban a los jihadistas y agravando nuestra dependencia del petróleo extranjero. La vergüenza y el peligro de ser ciudadano de un país al que el resto del mundo identificaba con Bush: ¿no era ya suficiente fardo?
Llevaba en la ciudad dos semanas, pensando cosas así, cuando recibí un e-mail colectivo de un pastor protestante llamado Chip Jahn. Conocía a Jahn y a su mujer desde los años setenta, y más recientemente les había visitado en su vicaría rural al sur de Indiana, donde me enseñaron sus dos iglesias y su mujer me dejó montar su caballo. El asunto del correo electrónico era «Misión de Louisiana», lo que me indujo a temer que se tratase de otra petición de un donativo. Pero Jahn se limitaba a informar de los camiones con remolque que sus feligreses habían llenado con suministros y transportado a Louisiana:
Un par de feligresas dijeron que tendríamos que enviar un camión al sur para ayudar a las víctimas del huracán. Los Foertsch estaban dispuestos a donar un camión y Lynn Winkler y Winkler Foods querían ayudar a reunir comida y agua…
Nuestros planes crecieron a medida que llegaban promesas. (Más de 35.000 dólares en promesas y donativos. Más del 12.000 procedentes de St. Peter y Trinity). Rápidamente nos pusimos a buscar otro camión y conductores. Resultó más difícil encontrar camioneros que recaudar el dinero. Larry y Mary Ann Wetzel estaban preparados con su camión. Phil Liebering sería su segundo conductor…
El camión de Foertsch tenía el remolque más pesado pero más corto, que fue cargado de agua. El camión de Larry llevaba los paquetes de alimentos y los artículos para bebés. Compramos 500 dólares de toallas y toallitas y 100 colchonetas de gomaespuma en el último minuto, gracias a la gran respuesta de los donantes. Ambas cosas estaban en la lista de deseos de Thibodaux. Se alegraron de vernos. La descarga se hizo rápidamente y preguntaron si podían utilizar el semirremolque de Wetzel para trasladar las ropas a otro almacén, lo que significaba que podrían moverlo con una carretilla elevadora en lugar de con la mano…
Al leer el e-mail de Jahn deseé, lo que normalmente nunca habría hecho, pertenecer a una iglesia en el sur de Indiana para haber podido viajar en uno de aquellos camiones. Habría sido incómodo, por supuesto, sentarme todos los domingos en una iglesia y cantar himnos a un Dios en el que no creía. Y, no obstante: ¿no era lo que habían hecho mis padres cada domingo de su vida adulta? Me pregunté cómo había llegado desde su mundo al apartamento de una persona a la que ni siquiera reconocía como yo mismo. A lo largo del otoño, cada vez que mis ojos se posaban en la funda de piel semivacía, la falta de las tijeras me daba otra punzada. No lograba creer que hubiesen desaparecido. Meses después de mi regreso, seguía desvalijando cajones y estanterías que ya había registrado tres veces.
La otra casa de mi infancia, con fachada de cristal y seis dormitorios, era el refugio espacioso de un rico en una vasta playa de arena blanca en el Panhandle de Florida. Además de la panorámica privada sobre el golfo, la casa tenía un campo de golf local y gratuito, privilegios de pesca en alta mar y un barril de cerveza refrigerado del que se instaba a los invitados a hacer un uso ilimitado; había un número de teléfono al que llamar si el barril se quedaba alguna vez vacío. Pasamos las vacaciones allí, viviendo como ricos, durante seis agostos consecutivos, porque el ferrocarril para el que mi padre trabajaba compraba en ocasiones equipo de mantenimiento al dueño de aquella casa. Sin informarle, mis padres también se tomaron la libertad de invitar a nuestros buenos amigos Kirby y Ellie, a su hijo David y, un año, a su sobrino Paul. Que había algo que no estaba del todo bien en aquellas invitaciones lo evidenciaban los recordatorios que mis padres hacían todos los años a Kirby y Ellie de que era extremadamente importante que no llegaran a la casa temprano, no fueran a tropezar con el dueño o el agente del dueño.
En 1974, después de haber pasado allí las vacaciones cinco años seguidos, mi padre decidió que teníamos que dejar de aceptar la hospitalidad del propietario. Mi padre hacía cada vez más pedidos a un competidor del dueño, un fabricante austríaco cuyo equipo mi padre consideraba superior a todo lo que se fabricaba en Estados Unidos. A finales de los años sesenta, había ayudado a los austríacos a introducirse en el mercado norteamericano, y su gratitud hacia mi padre había sido inmediata y total. En el otoño de 1970, a invitación de la empresa, él y mi madre habían hecho su primer viaje a Europa y visitado Austria y los Alpes durante una semana y pasado otra en Suecia e Inglaterra. Nunca supe si la empresa lo pagó absolutamente todo, incluido el vuelo, o si sólo les pagó las comidas y las noches de alojamiento en hoteles de lujo como el Imperial de Viena y el Ritz de París, y el Lincoln Continental y su chófer, Johann, que llevó a mis padres por tres países y les ayudó a hacer las compras, ninguna de las cuales habrían podido costearse solos. Sus acompañantes en el viaje fueron el director de operaciones americanas de la empresa y su mujer, Ilse, que, todos los días, a partir de mediodía, les enseñaban a comer y a beber como europeos. Mi madre estaba en la gloria. Llevó un diario de restaurantes y hoteles y lugares atractivos:
Almuerzo en el «Berchtesgaden» del hotel Geiger: una comida maravillosa y atmósfera espectacular; Schnapps, salchicha (como beicon crudo), pan integral en lo alto de una montaña…
y si conocía determinados hechos históricos relacionados con el paraje, tales como las frecuentes visitas de Hitler al Berchtesgaden en escapadas recreativas, ella no los mencionaba.
Mi padre había albergado serios escrúpulos respecto a si aceptar tan fastuosa hospitalidad de los austríacos, pero mi madre le había atosigado hasta el punto de que él accedió a preguntarle a su jefe, el señor German, si debía declinar la invitación. (German había respondido, en síntesis: «¿Es una broma?»). En 1974, cuando mi padre dudaba de si volver a Florida, mi madre volvió a acosarle. Le recordó que Kirby y Ellie estaban esperando nuestra invitación, y no paró de repetir que «Sólo este último año» hasta que por fin, a regañadientes, mi padre optó por hacer lo de otros años.
Kirby y Ellie eran buenos jugadores de bridge, y habría sido aburrido para mis padres contar sólo con mi compañía. Yo era un viajero silencioso y retraído en el asiento trasero durante el trayecto de dos días a través de Cabo Girardeau, Memphis, Hattiesburg y Gulfport. Cuando nos acercábamos por la carretera a la casa en la playa, una tarde nublada a la que oscurecía aún más una hilera de urbanizaciones de muchas plantas que avanzaban desde el este, me sorprendió lo poco que me emocionaba llegar allí aquel año. Acababa de cumplir quince años y me interesaban más mis libros y mis discos que cualquier cosa que hubiese en la playa.
Avistábamos ya la entrada de la casa cuando mi madre exclamó: «¡Oh, no! ¡No!». Mi padre gritó: «¡Joder!», y dio un brusco viraje y paró detrás de una duna baja sembrada de hierbas. Él y mi madre —yo no había visto nunca nada parecido— se acurrucaron en el asiento de delante y atisbaron por encima del salpicadero.
«¡Joder!», repitió mi padre, furioso.
Y entonces mi madre lo dijo también: «¡Joder!».
Era la primera y fue la última vez en que les oí maldecir. Más adelante, en la carretera, junto al sendero de entrada, vi a Kirby de pie junto a la puerta del sedán suyo y de Ellie. Charlaba afablemente con un hombre que, como entendí sin que me lo dijeran, era el dueño de la casa.
—¡Joder! —dijo mi padre.
—¡Joder! —dijo mi madre.
—¡Joder! ¡Joder!
Les habían pillado.
Exactamente veinticinco años más tarde, la agente inmobiliaria Mike y mi hermano Tom convinieron un precio inicial de 382.000 dólares por la casa. El fin de semana del Día del Trabajo, cuando todos nos reunimos en St. Louis para una ceremonia conmemorativa de mi madre, Mike se dejó caer brevemente. Parecía haber olvidado el ardor de nuestro primer encuentro —apenas me dirigió la palabra ahora— y estuvo apagada y deferente con mis hermanos. Finalmente había enseñado la casa pocos días antes, y de los dos compradores eventuales que habían mostrado algún interés ninguno había hecho una oferta.
En los días siguientes a la ceremonia, mientras mis hermanos y yo recorríamos atareados las habitaciones, se me ocurrió que la casa había sido la novela de mi madre, la historia concreta que se había contado a sí misma. Había empezado con el hervidor barato y feo que compró en 1944 en unos grandes almacenes. Había añadido y sustituido diversos pasajes a medida que se lo permitían los fondos, había retapizado sofás y butacas, acumulado ilustraciones cada vez menos espantosas que los grabados que había elegido a los veintitrés años, y había abandonado sus gamas de color arbitrarias de entonces al descubrir y refinar los auténticos colores interiores que ella llevaba dentro como un destino. Meditaba la ubicación de unos cuadros en una pared como un escritor medita las comas. Año tras año se sentaba en las habitaciones y se preguntaba qué podría encajar aún mejor. Lo que quería era que entraras y te sintieras envuelto y encantado por lo que ella había hecho; se mostraba a sí misma como una prueba de hospitalidad; quería que tuvieras ganas de quedarte.
Aunque el mobiliario finalmente elegido por mi madre era macizo y de buena factura, de buen cerezo y arce, mis hermanos y yo no pudimos decidirnos a querer lo que no queríamos; yo no logré preferir la mesilla de arce a la caja de vino rescatada de la basura que tenía junto a mi cama en Nueva York. Y, sin embargo, marcharme y dejar la casa tan totalmente amueblada, tan similar a como ella quería que estuviera, me produjo el mismo sentimiento aterrado de desperdicio que había sentido dos meses antes, cuando dejé el cuerpo aún completo de mi madre, con sus manos y sus ojos y sus labios y su piel tan perfectamente intactos y hasta hacía poco operativos, para que los empleados de la funeraria se lo llevaran a incinerar.
En octubre contratamos a una liquidadora de bienes para que pusiera una etiqueta con el precio a todo lo que dejamos en la casa. A final de mes, la gente vino a comprar y Tom recibió un cheque de quince mil dólares y la liquidadora hizo desaparecer todo lo que no había vendido y yo procuré no pensar en los tristes precios irrisorios que habían alcanzado las pertenencias terrenales de mi madre.
En cuanto a la casa, hicimos lo posible por venderla mientras seguía amueblada. Iniciado ya el curso escolar, y sin que jóvenes padres católicos nos bombardearan con ofertas ansiosas, bajamos el precio a 369.000 dólares. Un mes después, como la venta de bienes se avecinaba y estaban saliendo las hojas de los robles, rebajamos el precio otra vez hasta 359.000. A sugerencia de Mike, pusimos también un anuncio en la prensa que mostraba la casa bajo un manto de nieve navideño, el aspecto que más le había gustado a mi madre, junto con una nueva coletilla (asimismo sugerencia de Mike): HOGAR DE VACACIONES. Nadie se decidió. La casa siguió vacía a lo largo de todo noviembre. No vendió la casa ninguna de las cosas que mis padres pensaron que la vendería. A principios de diciembre, una pareja joven se presentó y ofreció unos compasivos 310.000 dólares.
Para entonces yo ya estaba convencido de que la agente Pat habría vendido la casa a mediados de agosto por el precio que mi madre había propuesto. A mi madre le habría escandalizado saber cuánto menos obtuvimos: habría considerado esta rebaja una frustración de sus esperanzas, un rechazo de su trabajo creativo y una indeseada indicación de su mediocridad personal. Pero no fue la peor forma en que yo la defraudaría. Al fin y al cabo, estaba muerta. Estaba a salvo de sobresaltos. Lo que sobrevivió —en mí— fue el malestar por lo lejos que quedaba la novela en la que había yo vivido tan feliz en otro tiempo, y lo poco que me importó incluso el precio definitivo de la venta.
Resultó que nuestro amigo Kirby había cautivado al dueño de la casa de Florida y que el barril de cerveza estaba totalmente operativo, y así nuestra última semana de vivir como ricos transcurrió amigablemente. Pasé solo un montón de tiempo malsano y delicioso, movido por esa especie de instinto hormonal que me figuro que impulsa a los gatos a comer hierba. Las torres de apartamentos a medio acabar se alzaban hacia el este para devorar nuestro idilio, aun si hubiéramos querido volver otro año, pero la transformación de una playa apacible, frecuentada por andarríos, en un centro densamente poblado fue una novedad tal para nosotros que ni siquiera teníamos una categoría para clasificar aquella pérdida. Yo examinaba el esqueleto de las edificaciones del mismo modo que estudiaba el mal tiempo.
Al final de la semana, mis padres y yo nos internamos más en Florida para que pudieran llevarme a Disney World. Mi padre se empeñaba en ser imparcial y como mis hermanos habían pasado un día en Disneylandia, muchos años atrás, era impensable que yo no recibiese el regalo equivalente de un día en Disney World, fuera o no demasiado mayor para ello y con independencia de si yo quería o no ir. Quizá no me habría importado ir con mi amigo Manley, o con mi no-novia Hoener, y burlarme del sitio y subvertirlo para disfrutarlo de aquel modo. Pero burlarme y subvertir en presencia de mis padres estaba totalmente fuera de lugar.
En nuestra habitación de hotel en Orlando, supliqué a mi madre que me dejara poner para la visita mis vaqueros cortos y una camiseta, pero ella ganó la discusión y llegué a Disney World con unos pantalones cortos ordinarios y una camisa deportiva a lo Bing Crosby. Vestido así e infelizmente cohibido, movía los pies sólo cuando me ordenaban directamente hacerlo. Lo único que me apetecía era leer sentado en el coche. Delante de cada atracción temática, mi madre me preguntaba si no parecía divertidísima, pero yo veía a los otros adolescentes esperando en la cola y sentía sus ojos puestos en mi ropa y en mis padres, y me dolía la garganta y dije que era una cola demasiado larga. Mi madre intentó engatusarme, pero mi padre la cortó en seco:
—Irene, no quiero montar en esto.
Caminamos penosamente, bajo el sol difuso y abrasador de Florida, hasta la siguiente atracción concurrida. Y allí, la misma historia.
—Tienes que montar en algo —dijo mi padre al final, después del almuerzo.
Estábamos al abrigo de un restaurante mientras un tropel de chicas con las piernas bronceadas se dirigía hacia los juegos de agua. Mi mirada descubrió un tiovivo en el que sólo había unos niños pequeños.
—Montaré en eso —dije, con voz apagada.
Durante los veinte minutos siguientes, los tres subimos y volvimos a subir al deprimente tiovivo, para que los tickets no se perdieran. Clavé la mirada en el suelo metálico y ribeteado del carrusel e irradié vergüenza, vomitando mentalmente el regalo que habían querido hacerme. Mi madre, la viajera perfecta, sacó fotos de mi padre y de mí montando los incómodos caballitos, pero debajo de su alegría convincente estaba enfadada conmigo, porque sabía que yo me estaba vengando a causa de nuestra riña por la ropa. Mi padre, aferrando sin fuerza un poste metálico que empalaba a un caballo, miraba a la distancia con una cara de resignación que resumía su vida. No sé cómo los dos aguantaron aquello. Yo había sido su hijo feliz y tardío, y ahora lo que más quería era alejarme de ellos. Mi madre me parecía horrendamente conformista y obsesionada sin remedio por el dinero y las apariencias; mi padre me parecía alérgico a toda clase de diversión. Yo no quería las mismas cosas que ellos. No valoraba lo que ellos valoraban. Y los tres lamentábamos por igual estar montados en el tiovivo y los tres no habríamos sabido explicar lo que nos había sucedido.